8/1/10

"Y DESPERTÉ Y ME HALLÉ AQUÍ EN EL LADO FRÍO DE LA COLINA", DE ALICE SHELDON-JAMES TIPTREE JR.

Y desperté y me halle aquí en el lado frío de la colina (And I Awoke and Found Me Here on the Cold Hill’s Side, 1973)

Alice Sheldon (USA, Chicago, 1915-1987) Publicó casi toda su obra con el seudónimo masculino James Tiptree Jr., y algunos relatos con el seudónimo femenino Raccoona Sheldon. Una autora imprescindible para disfrutar del género de la ciencia ficción.

(Para más información sobre esta autora, véase Alice B. Sheldon, la doble vida de Alice B. Sheldon, James Tiptree Jr.)

Estaba de pie absolutamente inmóvil junto a una compuerta de servicio, contemplando el vientre del acoplamiento Orión encima de nosotros. Llevaba un uniforme gris y su pelo color óxido estaba cortado muy corto. Lo tomé por un ingeniero de la estación.
Eso fue un error por mi parte. Los periodistas no pertenecen estrictamente a las entrañas del Gran Enlace. Pero en mis primeras veinte horas no había hallado ningún lugar desde donde tomar una foto de una nave alienígena.
Giré mi holocam para mostrar su gran insignia de la World Media y empecé mi discurso acerca de Lo Que Significa Para La Gente De Allá Abajo que pagaban por todo aquello.
–...puede que sea un trabajo de rutina para usted, señor, pero les debemos a todos ellos el compartir...
Su rostro se volvió, lento y tenso, y su mirada pasó sobre mí desde una distancia peculiar.
–Las maravillas, el dramatismo –repitió desapasionadamente. Sus ojos se enfocaron en mí–. Consumado estúpido.
–¿Puede decirme qué razas están llegando ahora, señor? Si puedo conseguir aunque sólo sea una imagen...
Me hizo una gesto con la mano hacia la portilla. Giré ansiosamente mis lentes hacia arriba, al largo casco azul que bloqueaba el campo de estrellas. Más allá de ella podía ver la masa de una nave negra y dorada.
–Ésa es la de una foramen –dijo–. Hay un carguero de Belye en el otro lado, ustedes lo llaman Arcturus. No hay mucho tráfico en estos momentos.
–Es usted la primera persona que me ha dicho dos frases desde que llegué aquí, señor. ¿Qué son esas pequeñas naves multicolores?
–De Procya. –Se encogió de hombros–. Siempre son redondas. Como nosotros.
Aplasté mi rostro contra el vitrito y miré. Las paredes resonaron. En algún lugar sobre nuestras cabezas los alienígenas estaban desembarcando en su sector privado del Gran Enlace. El hombre miró su muñeca.
–¿Está esperando para salir, señor?
Su gruñido hubiera podido significar cualquier cosa.
–¿De qué parte de la Tierra es usted? –me preguntó con su tono duro.
Empecé a decírselo, y de pronto vi que me había olvidado. Sus ojos estaban en ninguna parte, y su cabeza se inclinó lentamente hacia el marco de la portilla.
–Váyase a casa –dijo con voz espesa. Capté un fuerte olor a sebo.
–¡Hey, señor! –Sujeté su brazo, sacudido por un rígido temblor–. Tranquilo, hombre.
–Estoy esperando..., esperando a mi esposa. Mi querida esposa. –Dejó escapar una corta y desagradable risa–. ¿De dónde es usted?
Se lo repetí.
–Váyase a casa –murmuró–. Váyase a casa y tenga hijos. Mientras pueda.
Una de las primeras bajas de la GR, pensé.
–¿Es eso todo lo que sabe usted? –Su voz se alzó, estridente–. Estúpidos. Vistiendo según sus estilos. Ropa gnivo. Música aoleelee. Oh, veo sus boletines de noticias –se burló–. Fiestas nixi. Un año de sueldo por un flotador. ¿Radiación Gamma? Váyase a casa, lea la historia. Bolígrafos y bicicletas.
Inicio un lento deslizamiento hacia abajo en la media gravedad. Mi único informador. Nos debatimos confusamente; él no quería tomar una de mis sobertabs, pero finalmente lo llevé a lo largo del corredor de servicio hasta un banco en una bodega de carga vacía. Trasteó con un pequeño cartucho de vacío. Mientras le ayudaba a desenroscarlo, una figura de almidonado blanco asomó la cabeza por la bodega.
–¿Puedo ayudar, sí? –Sus ojos eran saltones, su rostro estaba cubierto de erizado pelo. ¡Un alienígena, un procya! Empecé a darle las gracias, pero el hombre del pelo rojo me cortó.
–Piérdete. ¡Fuera de aquí!
La criatura se retiró, con sus grandes ojos húmedos. El hombre perforó el cartucho y luego se lo llevó a la nariz e inspiró profundamente con el diafragma. Miró su muñeca.
–¿Qué hora es?
Se lo dije.
–Las noticias –dijo–. Un mensaje para la ansiosa y esperanzada raza humana. Una palabra acerca de esos encantadores y apreciados alienígenas a los que tanto amamos. –Me miró–. Impresionado, ¿no es así, chico periodista?
Por aquel entonces yo ya lo tenía catalogado. Un xenófobo. El complot de los alienígenas para apoderarse de la Tierra.
–Oh, Cristo, no podría importarles menos–. Hizo otra profunda inspiración, se estremeció y se enderezó–. Al infierno con las generalidades. ¿Qué hora ha dicho que era? Está bien. Le diré cómo lo averigüé. De la manera difícil. Mientras aguardamos a mi querida esposa. Puede sacar esa pequeña grabadora de su manga también. Escúchela alguna vez para usted mismo..., cuando sea demasiado tarde. –Dejó escapar una risita. Su tono se había vuelto parlanchín..., una voz educada–. ¿Ha oído hablar alguna vez de estímulos supranormales?
–No –dije–. Espere un minuto. ¿Azúcar blanco?
–Algo parecido. ¿Conoce usted el bar del Pequeño Enlace en D.C.? No, es usted australiano, ha dicho. Bien, yo soy de Burned Barn, Nebraska.
Inspiró profundamente, como si comprobara algún enorme desarreglo de su alma.
–Accidentalmente derivé en el bar del Pequeño Enlace cuando tenía dieciocho años. No. Corrija eso. Uno no va a Pequeño Enlace por accidente, del mismo modo que uno no hace su primer disparo por accidente.
»Uno va a Pequeño Enlace porque lo ha estado deseando, ha estado soñando con ello, alimentándose con cada indicio y pista al respecto, allá en Burned Barn, desde antes de que uno empiece a tener vello en la entrepierna. Lo sepa usted o no. Una vez estás fuera de Burned Barn, ya no puedes impedir el ir a Pequeño Enlace, del mismo modo que un gusano marino no puede impedir alzarse hacia la luna con la marea.
»Tenía una identificación completamente nueva en el bolsillo que me autorizaba a consumir licor. Era temprano; había algún lugar vacío al lado de algunos humanos en el bar. Pequeño Enlace no es un bar-embajada, ¿sabe? Lo descubrí más tarde cuando los alienígenas del gran castillo se fueron..., cuando se marcharon. La Nueva Hendidura, la Cortina junto a la Dársena de Georgetown.
»Y se fueron solos. Oh, de tanto en tanto efectúan algún intercambio cultural con unas cuantas parejas canosas de otros alienígenas y algunos humanos pretenciosos. La Amistad Galáctica con un poste de tres metros.
»Pequeño Enlace era el lugar al que iban los órdenes inferiores, los funcionarios y conductores en busca de un poco de diversión. Incluidos, amigo mío, los pervertidos. Aquellos dispuestos a llevarse a los humanos. A la cama, quiero decir.
Rió quedamente y se olió de nuevo el dedo, sin mirarme.
–Oh, sí, por la noche, cada noche, Pequeño Enlace era la Amistad Galáctica. Pedí... ¿qué? Una margarita. No tuve el valor de pedirle al irritable camarero negro uno de los licores alienígenas que había detrás de la barra. Había poca luz. Yo intentaba mirar a todos lados a la vez, sin que se notara demasiado. Recuerdo aquellos mentecatos blancos..., liranos, eso eran. Y un lío de velos verdes que decidí que era un ser múltiple de alguna parte. Capté un par de miradas humanas en el espejo del bar. Miradas hostiles. Entonces no capté el mensaje.
»De pronto un alienígenas se abrió paso justo a mi lado. Antes de que pudiera reponerme de mi parálisis, oí su confusa voz:
–¿Ares antusiasta del futebol?
»Un alienígena me había hablado. Un alienígena, un ser de las estrellas. Me había hablado. A mí.
»Oh, Dios, yo no tenía tiempo para el fútbol, pero hubiera sido capaz de proclamar mi pasión por la papiroflexia, por las rimas cursis..., por cualquier cosa con tal de que siguiera hablando. Le pregunté acerca de los deportes en su planeta natal, insistí en pagar sus bebidas. Escuché alelado mientras barbotaba una detallada exposición de un juego por el que yo ni siquiera hubiera vuelto los ojos. El «grain bay pashkers». Sí, y me di cuenta de una forma confusa de que había problemas entre los humanos a mi otro lado.
»De pronto aquella mujer, una muchacha en realidad, aquella muchacha dijo algo con voz aguda y desagradable e hizo girar su taburete hasta chocar con el brazo con el que yo sujetaba mi bebida. Ambos giramos al unísono.
»Cristo, incluso ahora puedo verla. La primera cosa que me impresionó fue la discrepancia. No era nada..., pero era espectacular. Transfigurada. Lo rezumaba, lo irradiaba.
»Lo siguiente fue que tuve una horrible erección con tan solo mirarla.
»Me incliné un poco hacia delante para que mis ropas la ocultaran, y mi derramada bebida goteó sobre ellas, empeorando las cosas. Ella palmeó vagamente lo derramado y murmuró algo.
»Yo me quedé mirándola, intentando imaginar qué me había golpeado. Una figura ordinaria, una blanda ansia en su rostro. Unos ojos pesados, de aspecto saciado. Estaba totalmente erotizada. Recuerdo que su garganta pulsaba. Tenía una mano alzada tocando su pañuelo, que se había deslizado por su hombro. Vi feroces moraduras allí. Comprendí de inmediato que aquellas moraduras tenían algún significado sexual.
»Ella miraba más allá de mi cabeza, con su rostro convertido en un plato de radar. Luego emitió un «ahhh» que no tenía nada que ver conmigo y sujetó mi antebrazo como si fuera una barandilla. Uno de los hombres detrás de ella se echó a reír. La mujer dijo «Disculpe» con una voz ridícula y se deslizó detrás de mí. Giré en redondo tras ella, casi sobresaltando a mi amigo del futebol, y vi que habían entrado algunos sirianos.
Aquella fue la primera vez que veía a los sirianos en carne y hueso, si es la palabra. Dios sabe que había memorizado cada noticiario, pero no estaba preparado. Esa altura, esa cruel delgadez. Esa abrumadora arrogancia alienígena. Aquellos eran azul marfil. Dos machos con un inmaculado atuendo metálico. Luego vi que había una hembra con ellos. Indigo marfileña, exquisita, con una débil sonrisa permanente en aquellos labios duros como hueso.
»La muchacha que me había dejado les estaba conduciendo a una mesa. Me recordó a un maldito perro que desea que le sigas. Justo en el momento en que la gente los ocultaba vi que un hombre se unía a ellos. Un hombre robusto, vestido con ropas caras, con algo estropeado en su rostro.
»Entonces empezó la música y tuve que disculparme ante mi peludo amigo. Y la danzarina sellice salió, y mi introducción personal al infierno empezó.
El hombre pelirrojo guardó silencio durante un minuto, soportando la autocompasión. Algo estropeado en su rostro, pensé; encajaba.
Recobró su compostura.
–Primero le proporcionaré la única observación coherente de toda mi velada. Puede verlo aquí en Gran Enlace, siempre lo mismo. Fuera de los procya, se trata de humanos con alienígenas, ¿no? Muy raras veces se trata de alienígenas con otros alienígenas. Nunca alienígenas con humanos. Son los humanos quienes quieren entrar.
Asentí, pero no me estaba hablando a mí. Su voz fluía como si estuviera drogado.
–Ah, si, mi sellice. Mi primera sellice.
»En realidad no están bien formadas, ¿sabe?, bajo esas capas. No tienen cintura, por así decirlo, y sus piernas son cortas. Pero parecen fluir cuando andan.
»Aquella fluyó a la zona iluminada por el foco, envuelta hasta el suelo en seda violeta. Uno sólo podía ver una cascada de pelo negro y borlas por todas partes y un rostro estrecho como el de un ratón de campo. Su color era gris topo. Poseen todos los colores, su pelaje es como flexible terciopelo por todas partes; sólo que el color cambia sorprendentemente alrededor de sus ojos y labios y otras zonas. ¿Zonas erógenas? Ah, muchacho, ellas no tienen zonas.
»Empezó a ejecutar lo que llamamos una danza, pero no es una danza, es su movimiento natural. Como el sonreír, digamos, en nosotros. La música creció, y sus brazos ondularon hacia mí, dejando que la capa se abriera y cayera poco a poco. Debajo iba desnuda. El foco empezó a recorrer las marcas de su cuerpo, siguiendo la abertura de su capa. Sus brazos flotaron hacia los lados, y vi más y más.
»Estaba fantásticamente marcada, y las marcas se estremecían. No eran pintura corporal..., estaban vivas. Sonreían, esa es una buena palabra para describirlo. Como si todo su cuerpo estuviera sonriendo sexualmente, haciendo señas, haciendo mohines, hablándome. ¿Nunca ha visto usted una danza del vientre egipcia clásica? Olvídela..., es algo torpe y desmañado comparado con lo que una sellice puede hacer. Aquella estaba madura, cerca del final.
»Alzó los brazos, y aquellas resplandecientes curvas color limón pulsaron, ondularon, se combaron, contrajeron, latieron, evolucionaron hacia increíbles permutaciones provocativas, incitantes. Ven a mi, hazlo, hazlo aquí y aquí y aquí y ahora. No podías ver el resto de ella, sólo un malicioso destello de su boca. Todos los humanos masculinos en la sala estaban ansiosos por lanzarse sobre aquel increíble cuerpo. Quiero decir que era dolor. Incluso los otros alienígenas permanecían quietos, excepto uno de los sirianos que mordisqueaba una bandeja.
»Antes de que ella llegara a media actuación me sentía como si no tuviera brazos ni piernas... No le aburriré con lo que ocurrió a continuación; antes de que terminara hubo varias peleas y yo salí. Mi dinero se agotó la tercera noche. Ella ya no estaba al día siguiente.
»Afortunadamente, entonces no había tenido tiempo de averiguar el ciclo sellice. Eso vino después de que volviera al campus y descubriera que necesitabas graduarte en electrónica en estados sólidos para solicitar trabajo fuera del planeta. Yo era pre-med, pero no había obtenido esa graduación. Eso sólo me llevaba hasta el Primer Enlace por aquel entonces.
»Oh, Dios, el Primer Enlace. Pensé que estaba en el cielo: las naves alienígenas entrando y nuestros cargueros saliendo. Los vi a todos, a todos menos a los auténticamente exóticos, los tanquies. Y sólo ves a unos pocos de esos en un ciclo, incluso aquí. Y los yyeirs. Nunca ha visto usted ninguno de ellos.
»Váyase a casa, muchacho. Vuelva a su propia versión de Burned Barn...
»Cuando vi al primer yyeir dejé caer todo lo que llevaba y eché a andar tras él como un perro famélico, sólo respirando. Ya habrá visto usted a los pix, por supuesto. Como sueños perdidos. El hombre está enamorado y ama lo que se desvanece... Es el aroma, uno no puede adivinarlo. Lo seguí hasta que me encontré con una puerta cerrada. Gasté los créditos de medio ciclo enviándole a la criatura el vino que llaman lágrima de estrellas... Más tarde descubrí que era un macho. Eso no me preocupó en absoluto.
»Uno no puede practicar el sexo con ellos, ¿sabe? No hay forma. Procrean por medio de la luz o algo así, nadie lo sabe exactamente. Hay una historia acerca de un hombre que abordó a una mujer yyeir y lo intentó. Lo despellejaron. Historias...
Empezaba a divagar.
–¿Qué hay de aquella muchacha en el bar, volvió a verla usted?
Pareció regresar de alguna parte.
–Oh, sí. La vi de nuevo. Se lo había estado montando con los dos sirianos, ¿sabe? Los machos lo hacen en pareja. Dicen que es el sexo total para una mujer, si puede resistir el daño de esos picos. No lo sé. Me habló un par de veces después de que terminaran con ella. Ya no sirve de ninguna forma para los hombres. Se tiró por el puente de la Calle P... El hombre, pobre bastardo, intentó hacer feliz él solo a esa puta siriana. El dinero ayuda, por un tiempo. No sé cómo acabó.
Miró de nuevo a su muñeca. Vi la pálida piel desnuda donde había habido un reloj para señalarle el tiempo.
–¿Es ese el mensaje que desea transmitir usted a la Tierra? ¿Nunca amar a un alienígena?
–Nunca amar a un alienígena... –Se encogió de hombros–. Sí. No. Oh. Jesús, ¿acaso no lo ve? Todo va hacia fuera, nada vuelve. Como los pobres polinesios condenados. Para empezar, estamos destripando la Tierra. Cambiando materias primas por basura. Símbolos de status alienígena. Grabadoras, cocacolas y relojes del Ratón Mickey.
–Bueno, hay una preocupación acerca de la balanza comercial. ¿Es ese su mensaje?
–La balanza comercial. –Hizo rodar sardónicamente las palabras–. Me pregunto si los polinesios tenían alguna palabra para eso. ¿Acaso no lo ve? Está bien, ¿por qué está usted aquí? Quiero decir usted personalmente. ¿Por encima de cuántos tipos tuvo que trepar...?
Se puso rígido cuando oyó pasos fuera. El esperanzado rostro del procya apareció por la esquina. El hombre pelirrojo le gruñó algo y desapareció. Empecé a protestar.
–Oh, al tonto exprimidor le encanta. Es el único placer que nos ha quedado... ¿No puede verlo, hombre? Somos nosotros. Así es como nos ven, los auténticos.
–Pero...
–Y ahora conseguiremos el barato impulsor C, estaremos en todas partes, exactamente igual que los procya. Por el placer de servir como monos de carga y mantenedores de enlaces. Oh, aprecian nuestras pequeñas e ingeniosas estaciones de servicio, la hermosa gente estelar. No nos necesitan, ¿sabe? Sólo somos una divertida conveniencia. ¿Sabe que hago yo aquí, con mis dos títulos? Los mismo que hacía en el Primer Enlace. Desatasco tuberías. Friego. A veces sustituyo algún accesorio.
Murmuré algo; la autocompasión se estaba haciendo pesada.
–¿Amargado? Muchacho, es un buen trabajo. A veces consigo hablar con alguno de ellos. –Su rostro se crispó–. Mi esposa trabaja como..., oh, demonios, usted no lo entendería. Haría..., corrección, he hecho..., cualquier cosa que la Tierra me ofreciera sólo por esa posibilidad. Verles. Hablar con ellos. De tanto en tanto tocar a uno. En alguna ocasión, muy de tarde en tarde, hallar a uno lo bastante bajo, lo bastante pervertido, como para desear tocarme...
Su voz se apagó y de pronto se volvió fuerte.
–¡Y lo mismo hará usted! –Me miró con ojos intensos–. ¡Vuelva a casa! Vuelva a casa y dígales que abandonen eso. Que cierren los puertos. ¡Que quemen hasta la última cosa alienígena perdida de la mano de Dios antes de que sea demasiado tarde! Eso es lo que los polinesios no hicieron.
–Pero seguro que...
–¡Pero seguro que una mierda! La balanza comercial... la balanza de la vida, muchacho. No sé cuál es nuestro índice de natalidad, no es ése el asunto. Nuestra alma está rezumando fuera de nosotros. ¡Estamos desangrándonos!
Inspiró profundamente y bajó el tono de su voz.
–Lo que intentó decirle es que esto es una trampa. Hemos golpeado el estímulo supranormal. El hombre es exógamo..., toda nuestra historia es un largo impulso hacia hallar e impregnar al extranjero. O ser impregnado por él, también funciona para las mujeres. Cualquiera con un color diferente, una nariz diferente, cualquier cosa, tiene que ser jodido o hay que morir en el intento. Eso es un impulso, ¿sabe?, es innato en nosotros. Funciona muy bien mientras el extranjero es humano. Durante millones de años eso ha mantenido a los genes circulando. Pero ahora nos hemos encontrado con alienígenas que no pueden joder, y estamos dispuestos a morir intentándolo... ¿Sabe usted que no puedo tocar a mi esposa?
–Pero...
–Mire, si le da usted a un pájaro un huevo falso como los suyos pero más grande y más brillantemente pigmentado, echará su propio huevo fuera del nido e incubará el falso. Eso es lo que estamos haciendo.
–Sólo habla usted de sexo. –Estaba intentando ocultar mi impaciencia–. Esto está muy bien, pero el tipo de historia que esperaba...
–¿Sexo? No, es algo más profundo. –Se frotó la cabeza, intentando aclarar la droga–. El sexo es sólo parte de ello, hay más. He visto misioneros de la Tierra, maestros, gente asexuada. Maestros... terminan reciclando desechos o empujando flotadores, pero están atrapados. Se quedan. Vi a una anciana de espléndido aspecto, era sirviente de un chico cu’ushbar. Un anormal... su propio pueblo lo hubiera dejado morir. Esa mujer limpiaba sus vómitos como si fueran agua bendita. Hombre, es algo mucho más profundo..., algún culto del cargo del alma. Estamos hechos para soñar hacia fuera. Ellos se ríen de nosotros. Ellos no están hechos así.
Hubo ruido de movimientos en el corredor contiguo. La gente se preparaba para ir a cenar. Tenía que librarme de él e ir con ellos; quizá pudiera hallar al procya. Una puerta lateral se abrió y una figura echó a andar hacia nosotros. Al principio pensé que era un alienígena, luego vi que era una mujer con un estrafalario cascarón corporal. Parecía cojear ligeramente. Tras ella pude divisar la gente que se encaminaba a la cena pasar al otro lado de la puerta abierta.
El hombre se puso en pie en el momento en que ella se volvía hacia la bodega. No se saludaron el uno al otro.
–La estación sólo emplea a parejas felizmente casadas –me dijo con aquella desagradable risa–. Nos damos el uno al otro... consuelo.
Tomó una de las manos de ella. Ella se estremeció cuando la depositó sobre su brazo, y dejó pasivamente que él le diera la vuelta, sin mirarme.
–Disculpe que no se la presente, mi esposa parece fatigada.
Vi que uno de los hombros de la mujer estaba grotescamente lleno de cicatrices.
–Dígaselos –dijo él, al tiempo que se volvía–. Vuelva a casa y dígaselos. –Entonces volvió la cabeza con brusquedad hacia mí y añadió en voz baja–: Y permanezca alejado del escritorio de los syrtis o lo mataré.
Se alejaron corredor arriba.
Cambié apresuradamente las cintas, con un ojo clavado en las figuras que pasaban al otro lado de aquella puerta abierta. De pronto, entre los humanos, tuve un atisbo de dos esbeltas formas escarlatas. ¡Mis primeros auténticos alienígenas! Cerré la grabadora y me apresuré a meterme detrás de ellos.

FIN

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