28/6/10

"LOS PELIGROS DEL MAR", DE ANA MARÍA SHUA

Ana María Shua (Argentina, Buenos Aires, 1951)
Los peligros del mar.
(Relato publicado en la antología Latinoamérica fantástica. Selección de Augusto Uribe. Barcelona, Ultramar, 1985)

(Microrrelato de humor, que no tiene que ver con lo fantástico, pero de una espléndida autora que sí se dedica al género. Merece la pena leer a Shua)



¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡Cuidado con el bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán, ¡Abatid el palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.

3/6/10

"SAVITRI", DE LOLA ROBLES

Lola Robles (Madrid, 1963)
Savitri (1996)

(Relato publicado en la antología Dos orillas: Voces en la narrativa lésbica / compilación e introducción de Minerva Salado. Madrid, Egales, 2008)
Cuento fantástico. Basado en una leyenda hindú, con el mismo título, que forma parte del Mahabhárata, el poema épico más largo del mundo,

Luego Orfeo entró en las gargantas
del Ténaro, profunda entrada de Dis,
y en el bosque sombrío, residencia
tenebrosa del espanto; y osó, por fin,
afrontar a los Manes, a su temible
rey y a sus duros corazones, que no
se ablandan jamás con las plegarias
de los mortales.

Virgilio. Geórgicas.

Savitri, desde la ventana del semisótano en que vives adivinas el crepúsculo de invierno. Lo adivinas: el cristal sólo permite ver las piernas de los que pasan rápidamente por la acera, el reflejo de las luces de neón que acaban de encenderse, son apenas las cuatro y la oscuridad ya está ahí, vuelve a nevar. Miras la nieve, Savitri, y dentro del cuarto, el reloj, Anne Marie no regresa, y tiemblas, y ahora no es de frío, aunque el termómetro ha descendido a diez grados bajo cero, y tu vecina Benedicte te ha dicho que el agua del puerto y los canales de la ciudad se han convertido en hielo brillante, liso como el mármol de una lápida. Benedicte. Tiene sesenta años, el pelo corto y amarillo, un rostro de cera con arrugas suaves, y una sonrisa dulce como su compasión cuando te habla despacio para que puedas entenderla. Esa compasión suya y transparente no quema igual que otras. ¿Cómo va a quemar si la muestra al escucharte decir que ni siquiera dentro de tu casa, con la calefacción encendida, puedes olvidarte de ese frío que corta igual que un bisturí y transforma el mundo en una pena helada? Desde el principio te la ofreció, desde que llegaste a esta casa, cuando no te atrevías a salir a la calle porque el miedo era una cadena oscura, te aherrojaba en este sótano. Miedo de metal duro, silencioso, amenazante como un iceberg. Pero ella lo comprendía, aunque tú no pudieras explicar su causa. Precisamente tu silencio era la cárcel; precisamente sus palabras la amenaza. Las de Benedicte, las que allá afuera salían de los labios de todos (los transeúntes que pasaban por la acera, los tenderos, los conductores de autobús) y eran un largo muro impenetrable, eslabones de sonidos extraños frente a los que de nada servían tus oídos, de nada tu voz que sólo podía pronunciar los de otra lengua. Las palabras de nuevo, Savitri, se habían vuelto contra ti.

Pero han pasado meses desde entonces, y ahora te es posible contestar a Benedicte cuando te pregunta por qué, Savitri, por qué viniste a este lugar desde otro tan lejano, desde aquella tierra de luz dorada, ríos anchos y tibios, llanuras con elefantes, selvas con tigres, montañas que llegan al cielo, por qué lo cambiaste todo por un semisótano de veinte metros cuadrados, por un país de idioma desconocido y gentes de otra raza, por qué, por qué, Savitri, si la noche interminable del invierno nórdico te hace llorar por la luz india, si nunca aprenderás del todo esa lengua abstrusa, si a ti no te parecen hermosos los mares helados ni los cristales de nieve.
.
¿No es tu historia la de tantos? ¿No viniste aquí huyendo del hambre que hiere como un tigre, que es ancha como el Ganges, negra como esta noche?

Pero no, no fue por eso, le explicaste a Benedicte. Porque en tu país vivías en una casa grande, en un edificio de color rosa rodeado de jardines. Una isla en la ciudad, en ese mar de gentes que sí conocen el hambre, que sí tienen que huir para no ser devorados por ella. Sin embargo tú eras la hija de un hombre respetado, al que todos los días esperaba un coche en el jardín para llevarlo a su oficina, desde donde hacía negocios con ciudades como ésta; que vestía a la occidental y te educó igual que a tus hermanos varones. Aunque también era un hombre que no emprendía un negocio sin consultar antes a Narad, el anciano cuyos ojos no podían ver la luz pero sí el pasado y el futuro; aunque también era un padre que te buscó un marido sin consultarte, porque al fin y al cabo eras mujer, eras su hija. Narad aprobó ese matrimonio conveniente para los negocios familiares; tu padre te dijo que Satyavat sería un buen esposo: su corazón era puro y dulce; sus actos, amables y pacíficos. Sin embargo la pasión no elige por saber que un espíritu es puro, o un carácter, amable; quién sabe por qué elige un objeto o rechaza otro, pese a que en ambos casos le aguarden sólo el dolor y el desastre.

“No quiero a Satyavat por esposo; no lo querré nunca, ni me casaré con nadie a quien no haya elegido yo misma.” Ésa fue tu respuesta. Y esto lo que Narad dijo: “Una hija debe obedecer a su padre en todo; la que no lo hace no es digna de vivir en su casa”.

Pero tú habías decidido. Y fue inútil la furia de tus hermanos, y los lamentos de tu padre, y los consejos y advertencias de Narad: “Eres terca como lo fue tu madre, Savitri, pero además insensata. Ella se fue demasiado pronto, no pudo enseñarte las virtudes propias de una mujer. Y mal hizo tu padre en educarte igual que a tus hermanos, siempre se lo dije. Cásate con Satyavat, estás a tiempo aún”. “Si mi padre me echa de su casa, me iré lejos; si es su mandato, dejaré de considerarme su hija. Pero no me casaré con nadie a quien no haya elegido yo misma.” “De nada te servirá huir; de nada cruzar mares y ocultarte en ciudades lejanas. La hija que no cumple su deber recibirá su castigo; los dioses se encargarán de ello. Sabe que veo tu destino, y el destino fatal que acecha a quien elijas para el lugar que corresponde a Satyavat. Sabe que la flor de sus labios será amarga para ti. Pues es decreto de los dioses que, en doce meses justos a partir del momento en que os encontréis, ni un día más ni un día menos, quien elijas muera sin remedio.”

¿Cómo escapar de palabras tan terribles? le preguntaste a Benedicte al contarle la verdad. De tu padre, de tu casa, te fue posible huir; encontraste el valor para hacerlo, ayudas que te indicaron caminos, y así llegaste a esta ciudad, confundida con los que se alejaban del hambre, igual que ellos buscando otra vida. Sin embargo las palabras te acompañaron, te persiguieron: como tigres sigilosos y tenaces, inmunes al olvido, a la piedad. Así se lo contaste a Benedicte, y sin duda no te creyó: ella pertenece a esta ciudad de canales y estadísticas, donde sólo los médicos anuncian la muerte tras pruebas rigurosas, y sólo los funcionarios la certifican con indiferencia e impresos.

Tampoco Anne Marie te ha creído nunca. Vuelves a mirar el reloj, y el calendario, ella no regresa, y el dolor se difunde como un aroma punzante por toda la casa. Hoy se cumplen doce meses desde que os encontrasteis, doce meses justos.

Anne Marie llama por fin a la puerta, y abres; su aliento se ha transformado en escarcha que centellea alrededor de sus labios. Se quita el abrigo, y los guantes, y el gorro de lana, y te besa, un beso cálido aunque su piel está fría. Su piel tan blanca en comparación con la tuya. Y la abrazas, tan delgada Anne Marie. Nadie sabe nada sobre la pasión, Savitri, aunque crean que sí; ni tú misma puedes comprender por qué la elegiste a ella, por qué desde el principio no necesitasteis las palabras, por qué su cuerpo, y no el de Satyavat, te parece tibio y dulce, su corazón, puro, y encuentras en ellos la paz y el consuelo, y cuando la tocas olvidas la noche oscura, el invierno helado, y la vida tiene luz, tiene calor, la vida es una isla verde, una copa llena, y no hay destinos fatales, no hay calendarios, sólo manos, labios, cuerpos como espejos, carne dorada o blanca que bajo las sábanas se mezcla y se confunde como el agua con el agua, la arena con la arena.

Anne Marie está hablando, te dice que no podrá quedarse a comer, un cliente acaba de llamar, necesita un taxi con urgencia, pagará muy bien, es imposible negarse; pero luego regresará, enseguida.

Tú lloras, no te marches, hoy no, que vaya otro, le pides. Anne Marie sonríe, el cliente está esperando y debe ir en su busca. Ni siquiera recuerda las palabras de Narad; reiría incluso si tú se las mencionaras: aquí en Occidente los destinos no se rigen por sentencias de magos, y a Narad le tomarían por un simple charlatán. “Llévame contigo entonces, nunca te he acompañado. Sólo por esta vez: quiero ver cómo el mar se ha convertido en hielo, cómo a pesar de todo la ciudad sigue viva.”

Anne Marie no está de acuerdo, pero le da pena tu pena, y tu soledad, y nunca ha sabido negarte un deseo. Así que salís ambas al aire que os deja sin respiración, al invierno que quema, a la noche que asusta.

Desde tu asiento, junto a Anne Marie, ves a ese hombre que emerge de las sombras unas calles más allá de la tuya, que sube en silencio al taxi y nada objeta a tu presencia, como si ni siquiera te hubiese visto. En el retrovisor del coche no encuentras sus ojos, sólo gafas de espejo, una mandíbula dura, el pelo rubio que le llega hasta los hombros. Anne Marie conduce a través de la nieve, de calles transitadas o vacías, de plazas con edificios revestidos de neones; atraviesa por puentes los canales de agua rígida, y luego sale del centro de la ciudad. Entonces el viajero la toca en un hombro, le ordena detenerse, paga y sale sin despedirse. Se pierde en la noche, su largo abrigo negro confundido con la oscuridad, únicamente su melena se vislumbra aún como un faro, un brillo que se aleja. Anne Marie suspira y guarda el dinero, te dice ahora daré media vuelta y regresaremos a casa, pero espera un poco, me duele la cabeza, parece como si muchas agujas de hielo me atravesaran la nuca, voy a recostarme en el asiento, o mejor sobre tu hombro.

Y tú, Savitri, sostienes su cabeza y acaricias su pelo, su mandíbula suave, los ojos cerrados, la boca insensible, su frente más y más fría. Y no lloras ni gritas; dulcemente apoyas la cabeza de Anne Marie en el respaldo de su asiento, besas la palma de su mano, y luego sales del taxi y corres tras esa figura que ya se desvanece en la distancia.

Como fieras de ojos amarillos, como tigres negros, los coches se cruzan contigo, rugen, desaparecen después. Avenidas enormes, desoladas; calles más estrechas; edificios silenciosos como tumbas; y un hombre que camina rápido sin mirar hacia atrás, y una mujer que se apresura siguiendo sus pasos. La nieve cruje bajo vuestras botas y al fin ya casi lo alcanzas, tu aliento que arde le roza la nuca. La figura alta y negra se detiene, da media vuelta. Levanta una mano con anillos en todos sus dedos. “¿Qué quieres, mujer? Vuélvete a tu casa, deja de seguirme. Los días de un amor han acabado para ti, pero tú continúas viviendo, podrás tener otros. Deja de seguirme. Los muertos no vuelven a la vida.” El viento te golpea en los ojos mientras desobedeces su orden. Ahora atravesáis por puentes los canales helados; ahora os internáis por parques donde la nieve ha enterrado la hierba (allí ibas con Anne Marie a pasear en las tardes de otoño); ahora la persecución te lleva a calles extrañas en las que nunca estuviste con ella. Transeúntes solitarios se tambalean en busca de un refugio, son como fantasmas que ni siquiera se ven unos a otros; también el hombre de melena rubia llama a una puerta; apenas te da tiempo a cruzarla tras él.

Dentro, bruscamente, el calor sofoca. Hombres y mujeres medio desnudos gritan para hacerse oír, beben en la barra donde una luz verdísima los transforma en espectros submarinos, o se frotan en la oscuridad de los rincones. Música de acero ácido te hiere en los oídos, y en la piel. Hay un olor espeso, más punzante que el alcohol o el humo. Sin quitarse el abrigo, el hombre rubio bebe y fuma y tose, y trata de no mirarte, aunque todos los demás sí te observan con sonrisas que no son compasivas, chasquean la lengua, te susurran palabras que no entiendes, quizás preguntando por qué estás allí, inmóvil a la espalda de un tipo que te ignora, que sólo al cabo de dos vasos de alcohol te mira y habla con fastidio. “Déjame, mujer; no me importunes más. Observa a tu alrededor: a muchos de éstos les gustas. Vete con alguno, prueba una cosa diferente a esa taxista. No niego que la quisiste, no niego que el mundo es tan atroz como ese frío de afuera. Sin embargo aquí se está bien, aquí todo es posible. Elige un hombre, elige otra mujer. Míralos, sudan, desean, son vampiros o víctimas. Si me lo pides, te daré a cualquiera de ellos. O si no, emborráchate y luego ve a tu casa y llora. Pero deja de seguirme. No conseguirás nada. Porque los muertos no vuelven a la vida.” “Quiero que me devuelvas a Anne Marie”, es tu voz la que ha hablado. Él ríe, pide otra copa y hace sonar el cristal golpeándolo con sus anillos; tú puedes verte diminuta en los espejos tras los que oculta sus ojos. Se pone de pie y se pierde en las tinieblas, al fondo del local; entonces descubres que éste es una boca, cuya garganta se hunde hacia un sótano más oscuro, más lleno todavía. Apura su vaso allí el hombre de los anillos, en medio de la pista donde la gente apenas tiene espacio para bailar, donde martillean luces que se apagan y se encienden al compás del sonido. Rojo ígneo, azul cobalto, ráfagas violeta. Obsesivamente golpea la música. Como un yunque. Como una máquina a la que los humanos han dejado sola y nunca parará. Nadie os mira, a nadie le importáis. Lloras, Savitri: lágrimas como lluvia en tus mejillas doradas. Y él tiene que gritar para que le escuches: “¡Maldita seas, mujer! ¡Deja de llorar! ¿Crees que tu amor es hermoso? Cualquiera te diría que es sumiso como un perro, que tu lealtad es estúpida. ¿Crees que hubiera durado siempre? Ah, no, ni tú misma lo crees. ¿Piensas que puedes seguirme toda la noche, que eso te servirá de algo? No, no me apiadaré de ti. Ya sé que tu dolor corta tanto que ni siquiera puedes sentirlo, que se ha convertido en una piedra, un agujero en tus entrañas. Sin embargo el dolor pasará. Así que déjame, estoy cansado. O pídeme cualquier otra cosa, te la daré: que no vuelva a nevar en todo el invierno, o que la nieve entierre la ciudad hoy mismo. ¡Pero los muertos no vuelven a la vida!”. “Quiero que me la devuelvas.” Sí, es tu voz la que pide, aunque suene tan remota, tan ajena.

¿Cómo ha ocurrido para que estéis de nuevo en la calle fría? El hombre del abrigo negro lleva una botella en la mano; a veces se detiene para beber. Uno, dos, diez pasos de sus botas; una, dos, diez pisadas tuyas. Pero ahora ya no hay nadie, nadie absolutamente en estas avenidas que se van volviendo más y más extrañas: cortadas por escaleras enormes que descienden una y otra vez, alumbradas por luces amarillas como cirios. Es como si no estuvieras en la misma ciudad de antes, como si hubieses cruzado la frontera y entrado en otra, subterránea y vastísima. Las calles son ahora complicados laberintos, las construcciones que las flanquean no tienen puertas ni ventanas; no hay coches, no hay sonidos. Te parece ver sombras pálidas, solitarias, que se esconden en las esquinas de cemento. Ráfagas glaciales te hielan la cara, la sangre, la voz. Pero no su grito: “¡Vuélvete, mujer! Nadie puede seguirme más allá de donde tú has venido. Si continúas andando, tampoco tú podrás regresar”. La nieve destella, es un lecho de sábanas blanquísimas que invita a descansar, a ti que te estás quedando sin fuerzas tras ese hombre que va demasiado deprisa. No. Anne Marie duerme también, insensible. Quiero que me la devuelvas. O donde la lleves, yo te seguiré, te sigo. Otra escalera, otro interminable laberinto. Sin embargo quizás no hay más remedio que rendirse, sentarse para ocultar la cabeza entre las manos, y soñar, o no soñar siquiera.

Una mano con anillos busca tu brazo para ponerte en pie. Tu cara es una máscara de escarcha repetida en dos espejos plateados. El hombre rubio tose, lanza una carcajada agria que se parece a un gemido: “¡Savitri, Savitri, Savitri! Está bien: hace demasiado frío, he bebido demasiado. Estoy deseando perderte de vista. Vuelve con ella, despiértala. Ahora, enseguida, antes de que te quedes helada, antes de que me arrepienta”.

Cuando entras en el taxi, y te sientas a su lado, y tocas su frente, Anne Marie abre los ojos, dice: “¿qué hora es? ¿cuánto he dormido?, son más de las doce, parece mentira”; dice: “volvamos a casa, Savitri”.

8/1/10

"EL ÚLTIMO VUELO DEL DOCTOR AIN", DE ALICE SHELDON-JAMES TIPTREE JR.

Alice Sheldon (USA, Chicago, 1915-1987) Publicó casi toda su obra con el seudónimo masculino James Tiptree Jr., y algunos relatos con el seudónimo femenino Raccoona Sheldon. Una autora imprescindible para disfrutar del género de ciencia ficción.

El último vuelo del doctor Ain (The Last Flight of Doctor Ain, 1975)
en: Warm Worlds and  Otherwise, 1975.
Publicado en España como  Mundos cálidos y otros. Barcelona, Edhasa, 1985. 242 p. (Nebulae, 67).

(Para más información sobre esta autora, véase Alice B. Sheldon, la doble vida de Alice B. Sheldon, James Tiptree Jr.)

El doctor Ain fue reconocido en el vuelo de Omaha a Chicago. Otro biólogo –de Pasadena- salió del lavabo y vio a Ain sentado en una butaca del pasillo. Cinco años antes, ese hombre había envidiado los enormes subsidios que Ain recibía. En ese momento le dedicó una fría inclinación de cabeza y se sorprendió ante la intensidad de la respuesta de Ain. Casi se volvió para hablar con él, pero se sentía demasiado fatigado; como casi todo el mundo, se debatía contra la gripe.
La azafata que entregaba los abrigos después del aterrizaje también recordó a Ain: un hombre alto y delgado, de pelo color herrumbre, sin particularidad alguna. Se puso en fila sin dejar de mirarla; como ya tenía puesto su impermeable, ella pensó que era alguna forma extravagante de ligue y lo despidió con un gesto.
Vio que Ain trastabillaba entre el smog del aeropuerto, aparentemente solo. A pesar de los grandes anuncios de la Defensa Civil, O'Hare tardó en descender al subterráneo.
Nadie advirtió a la mujer.
La mujer herida, agonizante.
Ain no fue identificado en camino a Nueva York; pero en la lista del avión de las 2:40 figuraba un «Ames», que podía ser el nombre de Ain mal escrito. Lo era. El avión había dado vueltas durante una hora mientras Ain veía cómo la costa marina cubierta de humo se inclinaba, se enderezaba, volvía a inclinarse monótonamente.
La mujer estaba más débil. Tosía y tironeaba débilmente de las cicatrices de su cara, escondida a medias por su largo pelo. Su pelo, Ain lo veía, esa cabellera que había sido espléndida, estaba rala y apagada. Miró hacia el mar, obligándose a pensar en unas rompientes limpias y frescas. En el horizonte vio una vasta alfombra negra: en alguna parte un petrolero había abierto sus compuertas. La mujer volvió a toser. Ain cerró los ojos. El avión estaba envuelto por la nube de contaminación.
Luego lo vieron mientras se registraba para el vuelo de BOAC a Glasgow. Las instalaciones subterráneas del aeropuerto Kennedy eran un hirviente cocido de gente; el sistema de ventilación no estaba a la altura de esa cálida tarde de septiembre. La hilera de pasajeros se agitaba y sudaba, mientras miraba tediosamente el noticiero. SALVAD LAS ÚLTIMAS VERDES MORADAS. Un grupo ecologista protestaba por la defoliación y drenaje de la cuenca del Amazonas. Algunas personas recordaron más tarde los hermosos colores de las imágenes de la nueva bomba limpia. La hilera se comprimió para permitir el paso de un grupo de hombres uniformados. Usaban botones donde se leía:
¿QUIÉN TIENE MIEDO?
En ese momento, una mujer reparó en Ain. Sostenía un periódico, que ella oyó crujir entre sus manos. Ni ella ni su familia padecían la gripe, de modo que lo pudo ver con claridad. Él tenía la frente sudorosa. Ella alejó a sus niños.
Ain usaba el spray Instac para la garganta, recordó la mujer. No le parecía muy bueno el Instac. Ella y sus niños usaban Kleer. Mientras ella lo miraba, Ain había vuelto la cabeza para mirarla de frente, con la boca llena de spray. ¡Qué desconsideración! Le volvió la espalda. No recordaba que él hubiese hablado con ninguna mujer, pero había escuchado atentamente cuando leyeron en el escritorio el destino de Ain. ¡Moscú!
También el empleado del escritorio lo recordaba con desaprobación. Se había registrado solo, afirmó. Ninguna mujer viajaba a Moscú, pero no hubiera sido difícil que llevara un pasaje abierto. (En ese momento, ellos estaban seguros de que ella lo acompañaba.)
El vuelo de Ain era vía Islandia, con una hora de escala en Keflavik. Ain salió al parque del aeropuerto a respirar con gratitud el aire marino. Respiraba unas cuantas veces, y se estremecía. Más allá del ruido de los bulldozers se oía el mar, que tocaba con sus enormes garras el teclado de la tierra. El pequeño parque tenía un bosquecillo de abetos amarillentos y una bandada de collalbas buscaba alimento en sus senderos. El mes próximo estarían en el norte de África, pensó Ain. Tres mil kilómetros sobre sus alas diminutas. Les arrojó algunas migajas de un paquete que tenía en el bolsillo.
La mujer parecía más fuerte allí. Jadeaba en la brisa, sus grandes ojos fijos en Ain. Por encima de ella, los abetos eran tan dorados como cuando la había visto por primera vez, el día que su vida había comenzado... Él estaba agazapado detrás de un árbol, mirando una musaraña, cuando vio ondular la hierba y reconoció la asombrosa carne desnuda de una muchacha, cremosa, con puntas rosadas, que se acercaba hacia él entre los dorados helechos. El joven Ain contuvo la respiración y ocultó su nariz entre el húmedo musgo mientras su corazón latía desenfrenadamente. Y luego vio ese espléndido pelo que caía por su fina espalda, bailando sobre sus nalgas de forma de corazón mientras la musaraña corría por su mano paralizada. El lago estaba absolutamente sereno, plata polvorienta bajo el cielo nublado, y ella no agitaba el follaje dorado más que un roedor fugaz. El silencio retornó; los árboles ardían como antorchas por donde la chica desnuda había pasado a través del bosque, reflejada en los ojos brillantes de Ain. Durante un momento, creyó que había visto una Oreada.
Ain fue el último en subir. La azafata creía recordar que parecía inquieto. No pudo identificar a la mujer; había muchas a bordo, y niños. Su lista de pasajeros tenía varios errores.
Un camarero del aeropuerto de Glasgow recordaba que un hombre parecido a Ain había pedido gachas escocesas y había comido dos tazones, aunque por supuesto no eran verdaderas gachas de avena. Una joven madre con un cochecito lo vio arrojar migas a las aves.
Cuando se presentó en la ventanilla de BOAC lo saludó un profesor de Glasgow que iba a la misma conferencia de Moscú. Ese hombre había sido uno de los maestros de Ain.
(Se sabía ahora que Ain había hecho estudios de posgraduado en Europa.) Ambos charlaron todo el tiempo durante su viaje a través del Mar del Norte.
-A mí también me extrañó -dijo luego el profesor-. «¿Por qué ha venido dando un rodeo?», le pregunté. Respondió que los vuelos directos estaban completos. -Se vio que esto no era exacto: aparentemente Ain había evitado el vuelo directo a Moscú con la esperanza de pasar inadvertido.
El profesor habló con entusiasmo de los trabajos de Ain:
-¿Brillantes? Desde luego. Es un hombre obstinado, además. Muy, muy obstinado. Era como si un concepto, y con frecuencia la cosa más sencilla, lo detuviera en seco y lo fascinara. Y no dejaba de merodear alrededor en lugar de pasar al próximo punto, como hubiera hecho una mente más dócil. En verdad, me pregunté al principio si no era un poquito obtuso. ¿Pero no recuerda usted que, como se ha dicho, la capacidad de asombrarse ante las cosas corrientes caracteriza a la mente superior? Y por supuesto, así se demostró cuando nos sorprendió a todos con el asunto de la conversión de las enzimas. Es una lástima que su gobierno lo apartara de esa línea. No, él no dijo nada de eso; yo se lo digo a usted, joven. Hablamos mucho de mi trabajo. Me asombró que él estuviera tan al tanto. Me preguntó cuáles eran mis sentimientos al respecto, lo que volvió a sorprenderme. Ahora bien, comprenda: yo no había visto al hombre durante cinco años, y parecía... Bueno, quizás cansado. ¿Y quién no lo está? Estoy seguro de que le alegraba ese viaje: saltaba a estirar las piernas en cada escala. En Oslo, incluso en Bonn. Sí, alimentaba a las aves, pero eso no era una cosa rara en él. ¿Su vida social? ¿Alguna causa de izquierdas? Joven: he dicho lo que he dicho en consideración a la persona que me lo ha presentado, pero debe usted saber que es una impertinencia pensar mal de Charles Ain, o que él pueda ser capaz de una acción incorrecta. Buenas noches.
El profesor no dijo una palabra de la mujer que había en la vida de Ain.
Y no habría podido decirla, aunque Ain ya estaba en términos íntimos con ella en la época de la universidad. No había dejado ver a nadie hasta qué punto estaba obsesionado con ella, con el milagro, con la inagotable riqueza de su cuerpo. Se veían en todos sus momentos libres, a veces en público, pretendiendo un encuentro casual entre desconocidos bajo los ojos de sus amigos, delatando apenas su mutua alegría con grave formalidad. Y después, en la intimidad, ¡qué intenso era su amor! Jubilosamente la poseía, no le permitía reservas. Soñaba con ella, con sus dulces manantiales y sus zonas sombreadas y su blanca gloria ondulando a la luz de la luna, hallando siempre nuevas dimensiones de su alegría.
Entre el canto de las aves y las liebres jóvenes que saltaban en la pradera, el peligro de su debilidad parecía muy lejano. Algunos días oscuros tosía un poco, pero él también...
En aquellos años no pensaba que fuera urgente estudiar la enfermedad.
En la conferencia de Moscú todo el mundo reparó en Ain en uno u otro momento, lo que era natural si se tenía en cuenta su estatura profesional. Era una reunión pequeña de muy alto nivel. Ain llegó tarde; ya había concluido la primera jornada, y él debía presentar su ponencia el tercer y último día.
Mucha gente habló con él y varios compartieron su mesa durante las comidas. A nadie sorprendía que hablara poco; era un hombre reservado salvo en el raro caso de alguna acalorada discusión. Varios de sus amigos lo encontraron algo fatigado y susceptible.
Un ingeniero molecular indio que lo vio cuando utilizaba su spray bromeó con él y le preguntó si había traído la gripe asiática. Un colega sueco recordaba que lo habían llamado por teléfono durante la comida; al regresar, Ain contó que en su laboratorio habían advertido que faltaba algo importante. Hubo nuevas bromas y Ain dijo alegremente:
-Pues sí, muy activo.
En ese momento, uno de los biólogos del Chicom inició sus tareas diarias de propaganda acerca de la guerra bacteriológica y acusó a Ain de fabricar armas biológicas.
Ain lo dejó sin argumentos cuando respondió:
-Tiene usted toda la razón.
Por común consenso, se hablaba muy poco de aplicaciones industriales, contaminación industrial y temas de ese tipo. Y nadie recordaba haber visto a Ain con una mujer que no fuera la vieja señora Vialche, que difícilmente podía subvertir nada desde su silla de ruedas.
Su única ponencia no fue buena, ni siquiera recordando que se trataba de Ain. Siempre había hablado mal en público, pero normalmente exponía sus ideas con esa claridad típica de las mentes de primera. En esa ocasión parecía confuso, y con poco nuevo que decir. El público perdonó esto y lo atribuyó a los efectos moderadores de la seguridad. Ain desarrolló un intrincado argumento acerca del curso de la evolución, en el que aparentemente intentaba demostrar que algo marchaba realmente muy mal. Cuando lo cerró con una referencia al pájaro campana de Hudson, que «cantaba para una raza posterior», varios de los presentes se preguntaron si había bebido.
La gran infracción a la seguridad llegó justamente al final, cuando empezó bruscamente a describir los métodos que había empleado para obtener la mutación y el rediseño del virus de la leucemia. Explicó el procedimiento con admirable claridad en cuatro frases y se detuvo. Luego describió sencillamente los efectos de la nueva cepa, que sólo alcanzaban un valor máximo en los primates superiores. El índice de recuperación entre los mamíferos inferiores y los demás órdenes se acercaba al 90 por ciento. Cualquier animal de sangre caliente servía como portador del virus. Además, éste conservaba su viabilidad casi en cualquier medio, y sobrevivía perfectamente en el aire. El índice de contagio era extremadamente alto. Y casi casualmente, Ain añadió que ningún primate sometido al virus, así como ningún ser humano accidentalmente expuesto, había sobrevivido más de veintidós días.
Estas palabras cayeron en un silencio que sólo interrumpió el ruido de los pies del delegado egipcio que corría hacia la puerta. Luego cayó una silla dorada cuando el americano salió disparado.
Ain no parecía consciente de que el público estaba en una parálisis de incredulidad.
Todo había ocurrido con tal rapidez... Un hombre que se estaba sonando la nariz miraba con los ojos desorbitados más allá de su pañuelo. Otro, que encendía una pipa, emitió un quejido cuando el fuego llegó a sus dedos. Dos hombres que charlaban junto a la puerta no oyeron sus palabras, y sus risas resonaron en el silencio mortal en que aún vibraban las últimas palabras de Ain: «Realmente, no vale la pena intentar nada.»
Más tarde comprendieron que había intentado explicar que el virus utilizaba los propios mecanismos inmunizadores del cuerpo, de modo que la defensa era por definición imposible.
Eso fue todo. Ain miró a su alrededor esperando vagamente alguna pregunta, y luego atravesó el salón por el pasillo. Cuando llegó a la puerta, la gente lo rodeó ansiosamente.
Giró y dijo con cierta impaciencia:
-Sí, por supuesto está muy mal. Ya lo he dicho. Todos nos hemos equivocado. Y ahora, todo ha terminado.
Una hora después descubrieron que se había marchado, en un vuelo de Sinair a Karachi.
Los hombres de la seguridad lo alcanzaron en Hong Kong. Parecía ya muy enfermo, y los acompañó dócilmente. Regresaron a los Estados Unidos por Hawai.
Sus captores eran personas civilizadas: vieron que era un hombre amable y lo trataron del mismo modo. No tenía armas ni drogas. Lo sacaron a pasear, esposado, en Osaka; le permitieron dar miguitas a las aves y escucharon con interés su informe acerca de las rutas migratorias de la gallineta común. Tenía la voz muy ronca. En ese momento, sólo lo requerían por los problemas de seguridad. Nadie les había hablado de una mujer.
Dormitó la mayor parte del viaje a las islas; pero cuando las avistaron se arrimó a la ventanilla y empezó a murmurar. El hombre de seguridad tuvo entonces la primera sospecha de que había una mujer implicada y puso en marcha su magnetófono.
-«Azul, azul y verde hasta que ves las heridas. Oh, muchacha, oh hermosa, no morirás. No te dejaré morir. Te lo aseguro, muchacha, ya ha pasado todo... Ojos brillantes... Mírame, quiero verte viva. Reina, cuerpo delicioso, muchacha, ¿te he salvado? Oh, terrible de conocer, noble, hija de Caos, vestida de luz azul y dorada... La bola de la vida arrojada al cielo, girando, sola en el espacio... ¿Te he salvado?»
Al final del viaje, estaba visiblemente febril.
-Ella puede haberme engañado, ¿sabe? -dijo confidencialmente a un hombre del gobierno-. Tiene que estar preparado para eso, por supuesto. La conozco. -Se echó a reír suavemente-. Es cosa muy seria... Retuerce el corazón...
Al llegar a San Francisco estaba feliz.
-¿Sabéis que las nutrias volverán? Estoy seguro. Ese terreno ganado al mar no durará; aquí habrá nuevamente una bahía.
Lo pusieron en una camilla en la Base Aérea Hamilton, y estaba inconsciente un momento después del despegue. Pero antes había insistido en arrojar las últimas migas que le quedaban a las aves de la pista.
-Las aves tienen sangre caliente, ¿sabe? -dijo al agente que lo esposaba a la camilla.
Luego Ain sonrió dulcemente y quedó inerte. Permaneció así casi los diez días restantes de su vida. Por supuesto, en ese momento a nadie le importaba. Los dos hombres del gobierno murieron rápidamente, apenas terminaron de analizar los restos del alimento para aves y del spray para la garganta. La mujer del Kennedy había comenzado a sentirse mal.
El magnetófono que pusieron junto a su lecho no dejó de funcionar; pero si hubiera habido cerca alguien que pudiera oír la grabación, sólo habría encontrado balbuceos.
-Gea Gloriatrix -canturreaba-. Gea, muchacha, reina...
Por momentos se mostraba grandioso y atormentado.
-Nuestra vida, tu muerte -gritaba entonces-. Nuestra muerte hubiera sido también la tuya, no era necesario, no era necesario...
En otras ocasiones acusaba.
-¿Qué has hecho con los dinosaurios? -preguntaba-. ¿Acaso te molestaban? ¿Cómo hiciste, con ellos? Fría, reina, eres demasiado fría. Esta vez has estado muy cerca, muchacha -deliraba. Y luego lloraba, acariciaba las ropas de la cama, se ponía sentimental.
Sólo en el último instante, entre su propia inmundicia, sediento, encadenado aún a la cama en que lo habían olvidado, recobró de pronto la coherencia. En el tono claro y ligero de un enamorado que planea un paseo al campo en verano, preguntó al magnetófono:
-¿Has pensado alguna vez en los osos? Con tantas posibilidades... Es curioso que nunca hayan adelantado más. Por casualidad, ¿no estabas tratando de salvarlos, muchacha? -Rió con su garganta destrozada, y más tarde murió.

(Para más información sobre esta autora, véase Alice B. Sheldon, la doble vida de Alice B. Sheldon, James Tiptree Jr.)

"Y DESPERTÉ Y ME HALLÉ AQUÍ EN EL LADO FRÍO DE LA COLINA", DE ALICE SHELDON-JAMES TIPTREE JR.

Y desperté y me halle aquí en el lado frío de la colina (And I Awoke and Found Me Here on the Cold Hill’s Side, 1973)

Alice Sheldon (USA, Chicago, 1915-1987) Publicó casi toda su obra con el seudónimo masculino James Tiptree Jr., y algunos relatos con el seudónimo femenino Raccoona Sheldon. Una autora imprescindible para disfrutar del género de la ciencia ficción.

(Para más información sobre esta autora, véase Alice B. Sheldon, la doble vida de Alice B. Sheldon, James Tiptree Jr.)

Estaba de pie absolutamente inmóvil junto a una compuerta de servicio, contemplando el vientre del acoplamiento Orión encima de nosotros. Llevaba un uniforme gris y su pelo color óxido estaba cortado muy corto. Lo tomé por un ingeniero de la estación.
Eso fue un error por mi parte. Los periodistas no pertenecen estrictamente a las entrañas del Gran Enlace. Pero en mis primeras veinte horas no había hallado ningún lugar desde donde tomar una foto de una nave alienígena.
Giré mi holocam para mostrar su gran insignia de la World Media y empecé mi discurso acerca de Lo Que Significa Para La Gente De Allá Abajo que pagaban por todo aquello.
–...puede que sea un trabajo de rutina para usted, señor, pero les debemos a todos ellos el compartir...
Su rostro se volvió, lento y tenso, y su mirada pasó sobre mí desde una distancia peculiar.
–Las maravillas, el dramatismo –repitió desapasionadamente. Sus ojos se enfocaron en mí–. Consumado estúpido.
–¿Puede decirme qué razas están llegando ahora, señor? Si puedo conseguir aunque sólo sea una imagen...
Me hizo una gesto con la mano hacia la portilla. Giré ansiosamente mis lentes hacia arriba, al largo casco azul que bloqueaba el campo de estrellas. Más allá de ella podía ver la masa de una nave negra y dorada.
–Ésa es la de una foramen –dijo–. Hay un carguero de Belye en el otro lado, ustedes lo llaman Arcturus. No hay mucho tráfico en estos momentos.
–Es usted la primera persona que me ha dicho dos frases desde que llegué aquí, señor. ¿Qué son esas pequeñas naves multicolores?
–De Procya. –Se encogió de hombros–. Siempre son redondas. Como nosotros.
Aplasté mi rostro contra el vitrito y miré. Las paredes resonaron. En algún lugar sobre nuestras cabezas los alienígenas estaban desembarcando en su sector privado del Gran Enlace. El hombre miró su muñeca.
–¿Está esperando para salir, señor?
Su gruñido hubiera podido significar cualquier cosa.
–¿De qué parte de la Tierra es usted? –me preguntó con su tono duro.
Empecé a decírselo, y de pronto vi que me había olvidado. Sus ojos estaban en ninguna parte, y su cabeza se inclinó lentamente hacia el marco de la portilla.
–Váyase a casa –dijo con voz espesa. Capté un fuerte olor a sebo.
–¡Hey, señor! –Sujeté su brazo, sacudido por un rígido temblor–. Tranquilo, hombre.
–Estoy esperando..., esperando a mi esposa. Mi querida esposa. –Dejó escapar una corta y desagradable risa–. ¿De dónde es usted?
Se lo repetí.
–Váyase a casa –murmuró–. Váyase a casa y tenga hijos. Mientras pueda.
Una de las primeras bajas de la GR, pensé.
–¿Es eso todo lo que sabe usted? –Su voz se alzó, estridente–. Estúpidos. Vistiendo según sus estilos. Ropa gnivo. Música aoleelee. Oh, veo sus boletines de noticias –se burló–. Fiestas nixi. Un año de sueldo por un flotador. ¿Radiación Gamma? Váyase a casa, lea la historia. Bolígrafos y bicicletas.
Inicio un lento deslizamiento hacia abajo en la media gravedad. Mi único informador. Nos debatimos confusamente; él no quería tomar una de mis sobertabs, pero finalmente lo llevé a lo largo del corredor de servicio hasta un banco en una bodega de carga vacía. Trasteó con un pequeño cartucho de vacío. Mientras le ayudaba a desenroscarlo, una figura de almidonado blanco asomó la cabeza por la bodega.
–¿Puedo ayudar, sí? –Sus ojos eran saltones, su rostro estaba cubierto de erizado pelo. ¡Un alienígena, un procya! Empecé a darle las gracias, pero el hombre del pelo rojo me cortó.
–Piérdete. ¡Fuera de aquí!
La criatura se retiró, con sus grandes ojos húmedos. El hombre perforó el cartucho y luego se lo llevó a la nariz e inspiró profundamente con el diafragma. Miró su muñeca.
–¿Qué hora es?
Se lo dije.
–Las noticias –dijo–. Un mensaje para la ansiosa y esperanzada raza humana. Una palabra acerca de esos encantadores y apreciados alienígenas a los que tanto amamos. –Me miró–. Impresionado, ¿no es así, chico periodista?
Por aquel entonces yo ya lo tenía catalogado. Un xenófobo. El complot de los alienígenas para apoderarse de la Tierra.
–Oh, Cristo, no podría importarles menos–. Hizo otra profunda inspiración, se estremeció y se enderezó–. Al infierno con las generalidades. ¿Qué hora ha dicho que era? Está bien. Le diré cómo lo averigüé. De la manera difícil. Mientras aguardamos a mi querida esposa. Puede sacar esa pequeña grabadora de su manga también. Escúchela alguna vez para usted mismo..., cuando sea demasiado tarde. –Dejó escapar una risita. Su tono se había vuelto parlanchín..., una voz educada–. ¿Ha oído hablar alguna vez de estímulos supranormales?
–No –dije–. Espere un minuto. ¿Azúcar blanco?
–Algo parecido. ¿Conoce usted el bar del Pequeño Enlace en D.C.? No, es usted australiano, ha dicho. Bien, yo soy de Burned Barn, Nebraska.
Inspiró profundamente, como si comprobara algún enorme desarreglo de su alma.
–Accidentalmente derivé en el bar del Pequeño Enlace cuando tenía dieciocho años. No. Corrija eso. Uno no va a Pequeño Enlace por accidente, del mismo modo que uno no hace su primer disparo por accidente.
»Uno va a Pequeño Enlace porque lo ha estado deseando, ha estado soñando con ello, alimentándose con cada indicio y pista al respecto, allá en Burned Barn, desde antes de que uno empiece a tener vello en la entrepierna. Lo sepa usted o no. Una vez estás fuera de Burned Barn, ya no puedes impedir el ir a Pequeño Enlace, del mismo modo que un gusano marino no puede impedir alzarse hacia la luna con la marea.
»Tenía una identificación completamente nueva en el bolsillo que me autorizaba a consumir licor. Era temprano; había algún lugar vacío al lado de algunos humanos en el bar. Pequeño Enlace no es un bar-embajada, ¿sabe? Lo descubrí más tarde cuando los alienígenas del gran castillo se fueron..., cuando se marcharon. La Nueva Hendidura, la Cortina junto a la Dársena de Georgetown.
»Y se fueron solos. Oh, de tanto en tanto efectúan algún intercambio cultural con unas cuantas parejas canosas de otros alienígenas y algunos humanos pretenciosos. La Amistad Galáctica con un poste de tres metros.
»Pequeño Enlace era el lugar al que iban los órdenes inferiores, los funcionarios y conductores en busca de un poco de diversión. Incluidos, amigo mío, los pervertidos. Aquellos dispuestos a llevarse a los humanos. A la cama, quiero decir.
Rió quedamente y se olió de nuevo el dedo, sin mirarme.
–Oh, sí, por la noche, cada noche, Pequeño Enlace era la Amistad Galáctica. Pedí... ¿qué? Una margarita. No tuve el valor de pedirle al irritable camarero negro uno de los licores alienígenas que había detrás de la barra. Había poca luz. Yo intentaba mirar a todos lados a la vez, sin que se notara demasiado. Recuerdo aquellos mentecatos blancos..., liranos, eso eran. Y un lío de velos verdes que decidí que era un ser múltiple de alguna parte. Capté un par de miradas humanas en el espejo del bar. Miradas hostiles. Entonces no capté el mensaje.
»De pronto un alienígenas se abrió paso justo a mi lado. Antes de que pudiera reponerme de mi parálisis, oí su confusa voz:
–¿Ares antusiasta del futebol?
»Un alienígena me había hablado. Un alienígena, un ser de las estrellas. Me había hablado. A mí.
»Oh, Dios, yo no tenía tiempo para el fútbol, pero hubiera sido capaz de proclamar mi pasión por la papiroflexia, por las rimas cursis..., por cualquier cosa con tal de que siguiera hablando. Le pregunté acerca de los deportes en su planeta natal, insistí en pagar sus bebidas. Escuché alelado mientras barbotaba una detallada exposición de un juego por el que yo ni siquiera hubiera vuelto los ojos. El «grain bay pashkers». Sí, y me di cuenta de una forma confusa de que había problemas entre los humanos a mi otro lado.
»De pronto aquella mujer, una muchacha en realidad, aquella muchacha dijo algo con voz aguda y desagradable e hizo girar su taburete hasta chocar con el brazo con el que yo sujetaba mi bebida. Ambos giramos al unísono.
»Cristo, incluso ahora puedo verla. La primera cosa que me impresionó fue la discrepancia. No era nada..., pero era espectacular. Transfigurada. Lo rezumaba, lo irradiaba.
»Lo siguiente fue que tuve una horrible erección con tan solo mirarla.
»Me incliné un poco hacia delante para que mis ropas la ocultaran, y mi derramada bebida goteó sobre ellas, empeorando las cosas. Ella palmeó vagamente lo derramado y murmuró algo.
»Yo me quedé mirándola, intentando imaginar qué me había golpeado. Una figura ordinaria, una blanda ansia en su rostro. Unos ojos pesados, de aspecto saciado. Estaba totalmente erotizada. Recuerdo que su garganta pulsaba. Tenía una mano alzada tocando su pañuelo, que se había deslizado por su hombro. Vi feroces moraduras allí. Comprendí de inmediato que aquellas moraduras tenían algún significado sexual.
»Ella miraba más allá de mi cabeza, con su rostro convertido en un plato de radar. Luego emitió un «ahhh» que no tenía nada que ver conmigo y sujetó mi antebrazo como si fuera una barandilla. Uno de los hombres detrás de ella se echó a reír. La mujer dijo «Disculpe» con una voz ridícula y se deslizó detrás de mí. Giré en redondo tras ella, casi sobresaltando a mi amigo del futebol, y vi que habían entrado algunos sirianos.
Aquella fue la primera vez que veía a los sirianos en carne y hueso, si es la palabra. Dios sabe que había memorizado cada noticiario, pero no estaba preparado. Esa altura, esa cruel delgadez. Esa abrumadora arrogancia alienígena. Aquellos eran azul marfil. Dos machos con un inmaculado atuendo metálico. Luego vi que había una hembra con ellos. Indigo marfileña, exquisita, con una débil sonrisa permanente en aquellos labios duros como hueso.
»La muchacha que me había dejado les estaba conduciendo a una mesa. Me recordó a un maldito perro que desea que le sigas. Justo en el momento en que la gente los ocultaba vi que un hombre se unía a ellos. Un hombre robusto, vestido con ropas caras, con algo estropeado en su rostro.
»Entonces empezó la música y tuve que disculparme ante mi peludo amigo. Y la danzarina sellice salió, y mi introducción personal al infierno empezó.
El hombre pelirrojo guardó silencio durante un minuto, soportando la autocompasión. Algo estropeado en su rostro, pensé; encajaba.
Recobró su compostura.
–Primero le proporcionaré la única observación coherente de toda mi velada. Puede verlo aquí en Gran Enlace, siempre lo mismo. Fuera de los procya, se trata de humanos con alienígenas, ¿no? Muy raras veces se trata de alienígenas con otros alienígenas. Nunca alienígenas con humanos. Son los humanos quienes quieren entrar.
Asentí, pero no me estaba hablando a mí. Su voz fluía como si estuviera drogado.
–Ah, si, mi sellice. Mi primera sellice.
»En realidad no están bien formadas, ¿sabe?, bajo esas capas. No tienen cintura, por así decirlo, y sus piernas son cortas. Pero parecen fluir cuando andan.
»Aquella fluyó a la zona iluminada por el foco, envuelta hasta el suelo en seda violeta. Uno sólo podía ver una cascada de pelo negro y borlas por todas partes y un rostro estrecho como el de un ratón de campo. Su color era gris topo. Poseen todos los colores, su pelaje es como flexible terciopelo por todas partes; sólo que el color cambia sorprendentemente alrededor de sus ojos y labios y otras zonas. ¿Zonas erógenas? Ah, muchacho, ellas no tienen zonas.
»Empezó a ejecutar lo que llamamos una danza, pero no es una danza, es su movimiento natural. Como el sonreír, digamos, en nosotros. La música creció, y sus brazos ondularon hacia mí, dejando que la capa se abriera y cayera poco a poco. Debajo iba desnuda. El foco empezó a recorrer las marcas de su cuerpo, siguiendo la abertura de su capa. Sus brazos flotaron hacia los lados, y vi más y más.
»Estaba fantásticamente marcada, y las marcas se estremecían. No eran pintura corporal..., estaban vivas. Sonreían, esa es una buena palabra para describirlo. Como si todo su cuerpo estuviera sonriendo sexualmente, haciendo señas, haciendo mohines, hablándome. ¿Nunca ha visto usted una danza del vientre egipcia clásica? Olvídela..., es algo torpe y desmañado comparado con lo que una sellice puede hacer. Aquella estaba madura, cerca del final.
»Alzó los brazos, y aquellas resplandecientes curvas color limón pulsaron, ondularon, se combaron, contrajeron, latieron, evolucionaron hacia increíbles permutaciones provocativas, incitantes. Ven a mi, hazlo, hazlo aquí y aquí y aquí y ahora. No podías ver el resto de ella, sólo un malicioso destello de su boca. Todos los humanos masculinos en la sala estaban ansiosos por lanzarse sobre aquel increíble cuerpo. Quiero decir que era dolor. Incluso los otros alienígenas permanecían quietos, excepto uno de los sirianos que mordisqueaba una bandeja.
»Antes de que ella llegara a media actuación me sentía como si no tuviera brazos ni piernas... No le aburriré con lo que ocurrió a continuación; antes de que terminara hubo varias peleas y yo salí. Mi dinero se agotó la tercera noche. Ella ya no estaba al día siguiente.
»Afortunadamente, entonces no había tenido tiempo de averiguar el ciclo sellice. Eso vino después de que volviera al campus y descubriera que necesitabas graduarte en electrónica en estados sólidos para solicitar trabajo fuera del planeta. Yo era pre-med, pero no había obtenido esa graduación. Eso sólo me llevaba hasta el Primer Enlace por aquel entonces.
»Oh, Dios, el Primer Enlace. Pensé que estaba en el cielo: las naves alienígenas entrando y nuestros cargueros saliendo. Los vi a todos, a todos menos a los auténticamente exóticos, los tanquies. Y sólo ves a unos pocos de esos en un ciclo, incluso aquí. Y los yyeirs. Nunca ha visto usted ninguno de ellos.
»Váyase a casa, muchacho. Vuelva a su propia versión de Burned Barn...
»Cuando vi al primer yyeir dejé caer todo lo que llevaba y eché a andar tras él como un perro famélico, sólo respirando. Ya habrá visto usted a los pix, por supuesto. Como sueños perdidos. El hombre está enamorado y ama lo que se desvanece... Es el aroma, uno no puede adivinarlo. Lo seguí hasta que me encontré con una puerta cerrada. Gasté los créditos de medio ciclo enviándole a la criatura el vino que llaman lágrima de estrellas... Más tarde descubrí que era un macho. Eso no me preocupó en absoluto.
»Uno no puede practicar el sexo con ellos, ¿sabe? No hay forma. Procrean por medio de la luz o algo así, nadie lo sabe exactamente. Hay una historia acerca de un hombre que abordó a una mujer yyeir y lo intentó. Lo despellejaron. Historias...
Empezaba a divagar.
–¿Qué hay de aquella muchacha en el bar, volvió a verla usted?
Pareció regresar de alguna parte.
–Oh, sí. La vi de nuevo. Se lo había estado montando con los dos sirianos, ¿sabe? Los machos lo hacen en pareja. Dicen que es el sexo total para una mujer, si puede resistir el daño de esos picos. No lo sé. Me habló un par de veces después de que terminaran con ella. Ya no sirve de ninguna forma para los hombres. Se tiró por el puente de la Calle P... El hombre, pobre bastardo, intentó hacer feliz él solo a esa puta siriana. El dinero ayuda, por un tiempo. No sé cómo acabó.
Miró de nuevo a su muñeca. Vi la pálida piel desnuda donde había habido un reloj para señalarle el tiempo.
–¿Es ese el mensaje que desea transmitir usted a la Tierra? ¿Nunca amar a un alienígena?
–Nunca amar a un alienígena... –Se encogió de hombros–. Sí. No. Oh. Jesús, ¿acaso no lo ve? Todo va hacia fuera, nada vuelve. Como los pobres polinesios condenados. Para empezar, estamos destripando la Tierra. Cambiando materias primas por basura. Símbolos de status alienígena. Grabadoras, cocacolas y relojes del Ratón Mickey.
–Bueno, hay una preocupación acerca de la balanza comercial. ¿Es ese su mensaje?
–La balanza comercial. –Hizo rodar sardónicamente las palabras–. Me pregunto si los polinesios tenían alguna palabra para eso. ¿Acaso no lo ve? Está bien, ¿por qué está usted aquí? Quiero decir usted personalmente. ¿Por encima de cuántos tipos tuvo que trepar...?
Se puso rígido cuando oyó pasos fuera. El esperanzado rostro del procya apareció por la esquina. El hombre pelirrojo le gruñó algo y desapareció. Empecé a protestar.
–Oh, al tonto exprimidor le encanta. Es el único placer que nos ha quedado... ¿No puede verlo, hombre? Somos nosotros. Así es como nos ven, los auténticos.
–Pero...
–Y ahora conseguiremos el barato impulsor C, estaremos en todas partes, exactamente igual que los procya. Por el placer de servir como monos de carga y mantenedores de enlaces. Oh, aprecian nuestras pequeñas e ingeniosas estaciones de servicio, la hermosa gente estelar. No nos necesitan, ¿sabe? Sólo somos una divertida conveniencia. ¿Sabe que hago yo aquí, con mis dos títulos? Los mismo que hacía en el Primer Enlace. Desatasco tuberías. Friego. A veces sustituyo algún accesorio.
Murmuré algo; la autocompasión se estaba haciendo pesada.
–¿Amargado? Muchacho, es un buen trabajo. A veces consigo hablar con alguno de ellos. –Su rostro se crispó–. Mi esposa trabaja como..., oh, demonios, usted no lo entendería. Haría..., corrección, he hecho..., cualquier cosa que la Tierra me ofreciera sólo por esa posibilidad. Verles. Hablar con ellos. De tanto en tanto tocar a uno. En alguna ocasión, muy de tarde en tarde, hallar a uno lo bastante bajo, lo bastante pervertido, como para desear tocarme...
Su voz se apagó y de pronto se volvió fuerte.
–¡Y lo mismo hará usted! –Me miró con ojos intensos–. ¡Vuelva a casa! Vuelva a casa y dígales que abandonen eso. Que cierren los puertos. ¡Que quemen hasta la última cosa alienígena perdida de la mano de Dios antes de que sea demasiado tarde! Eso es lo que los polinesios no hicieron.
–Pero seguro que...
–¡Pero seguro que una mierda! La balanza comercial... la balanza de la vida, muchacho. No sé cuál es nuestro índice de natalidad, no es ése el asunto. Nuestra alma está rezumando fuera de nosotros. ¡Estamos desangrándonos!
Inspiró profundamente y bajó el tono de su voz.
–Lo que intentó decirle es que esto es una trampa. Hemos golpeado el estímulo supranormal. El hombre es exógamo..., toda nuestra historia es un largo impulso hacia hallar e impregnar al extranjero. O ser impregnado por él, también funciona para las mujeres. Cualquiera con un color diferente, una nariz diferente, cualquier cosa, tiene que ser jodido o hay que morir en el intento. Eso es un impulso, ¿sabe?, es innato en nosotros. Funciona muy bien mientras el extranjero es humano. Durante millones de años eso ha mantenido a los genes circulando. Pero ahora nos hemos encontrado con alienígenas que no pueden joder, y estamos dispuestos a morir intentándolo... ¿Sabe usted que no puedo tocar a mi esposa?
–Pero...
–Mire, si le da usted a un pájaro un huevo falso como los suyos pero más grande y más brillantemente pigmentado, echará su propio huevo fuera del nido e incubará el falso. Eso es lo que estamos haciendo.
–Sólo habla usted de sexo. –Estaba intentando ocultar mi impaciencia–. Esto está muy bien, pero el tipo de historia que esperaba...
–¿Sexo? No, es algo más profundo. –Se frotó la cabeza, intentando aclarar la droga–. El sexo es sólo parte de ello, hay más. He visto misioneros de la Tierra, maestros, gente asexuada. Maestros... terminan reciclando desechos o empujando flotadores, pero están atrapados. Se quedan. Vi a una anciana de espléndido aspecto, era sirviente de un chico cu’ushbar. Un anormal... su propio pueblo lo hubiera dejado morir. Esa mujer limpiaba sus vómitos como si fueran agua bendita. Hombre, es algo mucho más profundo..., algún culto del cargo del alma. Estamos hechos para soñar hacia fuera. Ellos se ríen de nosotros. Ellos no están hechos así.
Hubo ruido de movimientos en el corredor contiguo. La gente se preparaba para ir a cenar. Tenía que librarme de él e ir con ellos; quizá pudiera hallar al procya. Una puerta lateral se abrió y una figura echó a andar hacia nosotros. Al principio pensé que era un alienígena, luego vi que era una mujer con un estrafalario cascarón corporal. Parecía cojear ligeramente. Tras ella pude divisar la gente que se encaminaba a la cena pasar al otro lado de la puerta abierta.
El hombre se puso en pie en el momento en que ella se volvía hacia la bodega. No se saludaron el uno al otro.
–La estación sólo emplea a parejas felizmente casadas –me dijo con aquella desagradable risa–. Nos damos el uno al otro... consuelo.
Tomó una de las manos de ella. Ella se estremeció cuando la depositó sobre su brazo, y dejó pasivamente que él le diera la vuelta, sin mirarme.
–Disculpe que no se la presente, mi esposa parece fatigada.
Vi que uno de los hombros de la mujer estaba grotescamente lleno de cicatrices.
–Dígaselos –dijo él, al tiempo que se volvía–. Vuelva a casa y dígaselos. –Entonces volvió la cabeza con brusquedad hacia mí y añadió en voz baja–: Y permanezca alejado del escritorio de los syrtis o lo mataré.
Se alejaron corredor arriba.
Cambié apresuradamente las cintas, con un ojo clavado en las figuras que pasaban al otro lado de aquella puerta abierta. De pronto, entre los humanos, tuve un atisbo de dos esbeltas formas escarlatas. ¡Mis primeros auténticos alienígenas! Cerré la grabadora y me apresuré a meterme detrás de ellos.

FIN

7/1/10

RELATOS DE MARÍA GUERA Y ARTURO MENGOTTI EN ESTE BLOG

Estos son los relatos, de ciencia ficción y fantásticos, de María Guera y Arturo Mengotti que puedes encontrar en este blog, pincha en el que quieras leer:

- "Aborrece la sal", de María Guera y Arturo Mengotti.

- "Cuando deliré", de María Guera y Atturo Mengotti.

- "Herencia de sueños", de María Guera y Arturo Mengotti.

- "No todo mi ser morirá", de María Guera y Arturo Mengotti.

- "Nosotros amamos la luz", de María Guera y Arturo Mengotti.

- "Se cerraron como un rollo de pergamino", de María Guera y Arturo Mengotti.

Más información sobre estos autores en:

"EL ÚLTIMO TURISTA", DE FLORENCIA GRAU

Ilustración original de F. Morillo
Florencia Grau (Vilobí del Penedès, Barcelona; 1921- 1992)

"El último turista" se publicó a principios de los años 70 en la revista Lecturas. Podéis leer más sobre el cuento y su autora en: Florencia Grau y El último turista.

© Relato publicado con el permiso de Marta Angelat Grau, hija de Florencia Grau.
(Fuente: revista Lecturas)

Llegó a mediados de septiembre, cuando ya el pueblo había dicho adiós a los turistas y recobrado su paz y su silencio. Nadie le vio llegar. Apareció una mañana en la playa casi desierta. Era un hombre enorme, de músculos fuertes y elásticos. Tenía el cabello rojizo y los ojos como los de un tigre. O como los de un gato.
Mirarle producía inquietud y placer. Pronto el pueblo entero anduvo alborotado a causa del forastero.
Ellas comentaban:
-Es estupendo. ¡Qué hombre! Robert Redford y Alain Delon son adefesios comparados con él. ¿Será sueco? O tal vez danés o finlandés... Latino no parece...
Y replicaban ellos:
-A lo mejor es de Ciudad Real... ¡Bah!... Algún aprovechado que habrá venido a ver qué saca a cuenta de su buena fachada... ¡Como vosotras sois tan absurdamente impresionables!
Y se reían, buscando ocultar su despecho carpetovetónico. ¿De dónde habría salido aquella especie de coloso?
Ellas se preguntaban lo mismo, aunque en muy distinto tono, claro está. Todas y todos hacían comentarios y conjeturas acerca del turista rezagado que, en el umbral del apacible otoño, había venido a turbar la calma de aquel lugar.
Alba, poco aficionada a los comentarios, muy metida siempre en su pequeño o, tal vez, en su inmenso mundo interior, Alba, que tenía fama de orgullosa y arisca, nada decía, como si no le importara, como si ni siquiera hubiese reparado en el turista de los ojos
de gato. Pero llevaba tres noches sin dormir. Mientras el pueblo estaba invadido por los turistas, ella sólo bajaba a la playa de noche y se bañaba en paz a la luz de las estrellas. Alba era así, muy rara, decían. Mediado septiembre empezaba a tomar el sol; le gustaba entonces la caricia de la tibia arena sobre su piel y la quietud, el silencio del ambiente en su pensamiento. Era muy rara Alba, decían.
El forastero la vio en la playa, la miró en la playa, y no pensó que fuese rara. La vio hermosa, en el umbral del otoño también, igual que el tiempo. Y la miró, la miró mucho con sus ojos de gato, con sus ojos de tigre que sonreían maravillosamente. Por eso, Alba llevaba tres noches sin dormir. También ella se preguntaba, aunque a nadie lo decía, de dónde habría salido aquel fascinante coloso que estaba acabando con la templanza de sus nervios, con su serenidad, con su indiferencia. Cada verano llegaban al pueblo cientos de turistas atractivos, altos, fuertes y bien parecidos. Pero no eran como ése. Eran como todos y ella los veía ir y venir por las calles del pueblo y no le interesaban ni la molestaban; simplemente, la tenían sin cuidado. Pero el turista pelirrojo de los ojos de gato, era otra cosa. Tenía..., tenía algo inexplicable, incomprensible también.
En la playa, todas las mañanas, se miraban. Y ella, íntimamente, lamentaba no tener ya veinte años.
Tal vez, si fuese más joven, el turista la encontraría bonita y atractiva -ella sabía que lo había sido mucho, pero ignoraba que lo era, todavía- y se acercaría a ella, y le hablaría, y…
-¡Hola! ¿Me permites?
Él estaba allí, a su lado, increíblemente alto, increíblemente fuerte, un verdadero coloso. Sonreía y esperaba la respuesta, plantado en la arena, con la toalla de colorines echada sobre los hombros. Ella no quería sonrojarse, pues era ridículo a su edad. Pero se puso muy roja al contestar:
-Por supuesto... Siéntese... Siéntate...
El mar, apacible, manso, de aquel final de septiembre, contemplaba, indiferente, el principio de un amor.

***
El turista era extraordinario. Sabía de todo y hablaba de todo con una sencillez asombrosa. También de amor, por supuesto.
-El mundo, ¿sabes?, sólo tiene un secreto para mí: tú.
-iPobre secreto! Soy una mujer solitaria, olvidada y aburrida en este pueblo.
-Ese es el secreto. Una mujer como tú no puede, no debe estar sola. ¿Por qué lo estás?
-Porque quiero, esa es la verdad. Una vez, hace muchos años, tuve compañía. Pero poco tiempo.
-¿Le querías?
-Sí.
-¿Y él?
-Decía quererme también. Quería cubrirme de oro y de brillantes... Quería llevarme con él a ver el mundo... Quería muchas cosas Tal vez se las hubiese dado, pero…
-Pero...
-Un día llegó una holandesa que podía hacerse pesar en florines y se fue con ella... Nunca he vuelto a saber de él... Una historia vulgar, muy vulgar, ya lo ves...
-Hay mucho imbécil en este planeta... Claro que también, en este planeta, hay hombres cabales, hombres de verdad. .. Alguno ha debido buscarte... y encontrarte.
-Alguno, sí... Pero no sé si eran cabales o no, porque los ignoré... De mi fracaso sentimental me quedó el corazón como muerto.
-Como muerto, pero no muerto de verdad.
-Ahora no estoy segura. De nada estoy segura.
-¿Deseas el amor?
-Creo que sí, creo que lo he deseado siempre. Pero ya te he dicho que de nada estoy segura.
-¿Podría yo darte esa seguridad?
-Es posible... Sinceramente: te digo que un hombre como tú nunca lo había conocido.
-Lo creo... Estoy convencido... No. no te asombres ni te burles de mí No lo he dicho por vanidad... No es vanidad... Es otra cosa.
-¿Qué cosa?
-Quisiera decírtela.... pero tengo miedo.
-¿Miedo? ¿De qué?
-De que huyas de mí. No quiero asustarte.
-Si te prometo no asustarme ¿me lo dices?
-¿Estás segura de que quieres saberlo?
-Ahora, ya, quiero saberlo a costa de lo que sea. De lo que sea, ¿comprendes? Dímelo, pues no me importa lo que vaya a suceder después.
-Está bien, te lo diré, porque... porque cuando me vaya, cuando te deje, no creas que soy como el otro, como el que se fue con la holandesa.
-¿Por qué hablas de marcharte, de dejarme? ¿Por qué?
-Siéntate, Alba... Tranquilízate. Dame la mano, así. Escúchame.

***
La nave estaba aIlí, en un claro del alto bosque, oculta por los pinos y las encinas. Brillaba como plata nueva a la luz del sol poniente. Alba cerró los ojos porque no podía soportar su resplandor. La nave estaba allí, quieta, majestuosa, esperando regresar al planeta de donde había venido.
-No te he mentido, Alba, ya lo ves... Esta es mi nave espacial.
-Me pregunto si no estoy soñando…
-No, no sueñas. Esta nave es lo que aquí, en el planeta Tierra, llamáis un OVNI.
-Es maravillosa, impresionante, como una bola de plata. Me gusta, ¿sabes? Me gusta mucho.
-A mí me gusta también, pero ahora la odio porque me aleja de ti. Quisiera poder cambiarla por el más modesto de vuestros coches... y cambiarme yo por su conductor.
-No, Alba, eso no puede ser. No puedo llevarte conmigo.
-¿Por qué? Yo te quiero, tú me quieres a mí... y ahora ya estoy segura de que deseo el amor. Hace muchos años que no he sido feliz. En realidad creo que nunca lo fui. Llévame en tu nave, llévame...
-Alba, escúchame. En mi planeta nos está vedado amar a seres de otros planetas. Nos está prohibido…bajo castigos duros, muy duros. Como, por ejemplo, la muerte. No, no puedo, no quiero llevarte conmigo. Tú amas la vida, a pesar de tu soledad, de tu indiferencia. Y debes vivirla.
-Hablas sólo de mí. ¿Y tú? ¿No será que el temor al castigo de tu gente puede más en ti que el amor que me tienes? También tú amas la vida, supongo.
-Mi temor no es por mí, sino por ti. Conmigo conocerás el amor... Sí…, un amor tan intenso que ni siquiera puedes imaginarlo. Pero, después...
-Ese después me es indiferente. Quiero navegar contigo en tu nave de plata, eso es todo.
-Nuestro amor será un amor sin mañana.
-Ya te he dicho que me es indiferente. No comprendo por qué tu planeta es tan despiadado, pero lo acepto. Todos lo son, a su manera.
-Alba, quédate, no subas a mi nave. ¡No, no subas a mi nave!
-Tus ojos de tigre, tus ojos de gato, desmienten apasionadamente tus palabras. Estás deseando llevarme contigo, hombre de otro planeta.
-Sí... Te adoro, Alba. Pero sé que...
-Lo que tú sabes, yo no quiero saberlo. Lo que quiero es irme contigo. Y contigo me iré.
La nave estaba allí, quieta y brillante, entre los pinos. Y Alba pensó que sería bonito tener un ataúd de plata nueva. Alba era muy rara, decían.

***
La nave se levantó del suelo, pausadamente. Después, comenzó a girar cielo arriba, cielo arriba... Ya sólo era un punto de luz, como una estrella más en la noche oscura de septiembre. Pero la nave jamás regresó a su planeta. Estalló en el espacio y desapareció entre miles y miles de aristas brillantes, igual que una enorme bengala. El amor de Alba y el coloso de los ojos de gato no tuvo después, no tuvo mañana. Pero Alba había sido feliz.

F. G.

6/1/10

"UN CONJURO DESAFORTUNADO", DE CONCHI REGUEIRO

Mª Concepción Regueiro Digón (España, Lugo, 1968). También publica como Conchi Regueiro.


© Un conjuro desafortunado, 2005. Relato publicado con permiso de la autora.
Este cuento forma parte del libro La estirpe de Tordón. Mataró (Barcelona), Asociación Cultural Mundo Imaginario, 2005 (Libro Andrómeda, 11). Se trata de un relato en que se aborda lo fantástico con mucho humor e ironía.
(Podéis encontrar más información sobre esta autora en Conchi Regueiro)




Cinco años de carrera con una media de siete treinta y cinco y la décima en unas oposiciones de más de mil quinientos aspirantes; propietaria de un apartamento de dos habitaciones, terraza y plaza de garaje en uno de los mejores edificios del centro de la ciudad y acuarelista hábil, la más avanzada de la clase de Dibujo y Pintura. Al final, todos estos logros van a ser tomados a chirigota si resulta ser cierto lo que masculla ese viejo loco y termina descubriéndose mi pequeño secreto. Estoy segura, será humillante. La hilaridad de la confesión podrá incluso con nuestra dramática situación actual. Maldita la hora en que acepté venir a la boda de mi prima, maldita la moda de las celebraciones en casonas señoriales en medio de ninguna parte por aquello tan cursi del encanto y maldita esa parte de realidad que tiene toda leyenda.

Yo no quería venir. Hacía años que no veía a mi prima Laura y, por si fuera poco, es de las que peor me caen de mi extensa familia. Mis sábados están sobradamente ocupados con las faenas domésticas pendientes de la semana y el visionado de películas de estreno en el complejo cinematográfico de mi calle tras un paseo salutífero, pero el arma del chantaje emocional tan diestramente manejada por mi madre volvió a dar en el blanco, así que acabé metiendo en la maleta el traje de chaqueta gris marengo destinado a este tipo de celebraciones y acercándome hasta el pueblo en prevención de ese incremento de la fama de solitaria gruñona que, según mi progenitora, ya arrastro por aquí. Tal y como imaginaba, el panorama que ante mí quedó abierto ayer viernes por la noche respondía a mis peores pesadillas. La fiesta de despedida de soltera fue un compendio de palabrería banal sobre estados civiles y profesionales y aburridas aventuras románticas de toda esa numerosa descendencia con que los hermanos y hermanas de mi padre han decidido castigar al mundo, acompañada por la ingesta de unos licores que a duras penas podían disimular su origen en el más infame garrafón. Por ello, hoy me he levantado con el estómago abrasado por todas esas sustancias corrosivas bebidas como si fuesen cubatas y un dolor de cabeza añadido ante la promesa de las innumerables curvas previas al lugar la celebración, algo que apenas alivió el hecho de acercarme en el coche de papá y así poder hacer todo el trayecto durmiendo en el asiento de atrás. Ahora se da el problema añadido de que desconozco el camino de vuelta al pueblo, con todos los inconvenientes anexos para cualquier intento de huída.

Tanta jactancia de los dueños sobre el lujo de las instalaciones pero no dejan de pertenecer a ese colectivo demasiado amplio de quienes sólo mantienen reluciente lo visible y esconden la basura debajo de la alfombra. Este sótano es lo más parecido a una pocilga, y el medio centenar de personas en él escondidas debemos esquivar el montón de trastos viejos y demás desperdicios que aquí se pudren, añadiendo a la peste de nuestro sudor por el pánico y la aglomeración el olor asqueroso de los materiales en proceso de descomposición. Supongo que muchos de nosotros, de costumbres higiénicas más estrictas, acabaremos dudando entre la amenaza mortal pero inmediata dejada arriba y este escondite, momentáneamente seguro pero, al cabo, una muerte lenta si atendemos al aire viciado que bloquea los pulmones y que a mí me está provocando unas ganas crecientes de vomitar el cóctel de mariscos que aún me dio tiempo a comer. Menos es nada, disponemos de un pequeño lavabo con inodoro y aún con agua corriente pero a este ritmo, terminará embozado de un momento a otro. Nadie habla nunca de la flojera de esfínteres producida por situaciones extremas, pero no estaría de más que cualquiera de los que saludan los sucesos de este tipo como algo excitante se pasase por ese pequeño habitáculo tras su continuado uso por parte de los aterrorizados invitados supervivientes. A ver qué opinaba después, cuando se le subiese el estómago a la altura de las muelas por el hedor acumulado que golpea como un puñetazo con sólo acercarse a la puerta.

Laura no para de llorar. Ha sollozado en todos los tonos y volúmenes posibles. Siempre fue una histérica y hoy no podía dejar de demostrarlo, claro. Que no se queje que, dadas las circunstancias, no le ha ido tan mal. Tiene a su flamante maridito intentando consolarla, y a todos los miembros de la familia preocupados a su alrededor, como si fuese la única afectada de toda esta locura y, bien mirado, a ella es a la primera a quien deberíamos pedirle explicaciones. A ver a qué vino esa idea de celebrar la ceremonia en la antigua capilla con el coro entonando esos extraños cánticos que ella encontró en el archivo histórico, cuando de toda la vida las bodas familiares se han celebrado en la Colegiata, al ritmo de la marcha nupcial tocada al órgano por don Braulio. Siempre fue muy dada a hacer las cosas de la forma más retorcida posible, y, por otra parte, le encanta presumir de esa plaza de documentalista conseguida única y exclusivamente gracias a las recomendaciones de su suegro. Nunca desaprovecha la ocasión de pasarle por las narices a todo el mundo sus nuevos conocimientos, en consecuencia, y hoy volvió a quedar demostrado. El caso es que cuando sonaron aquellos primeros acordes tan extraños, don Néstor, tío-abuelo del novio y viejo cronista local, cayó inconsciente como si acabase de recibir un gran susto, aunque ninguno de nosotros lo interpretó así. Bastante teníamos con arrebujarnos como podíamos en nuestros trajes de fiesta para evitar el frío glaciar que nos calaba hasta los huesos y la socorrida explicación de abusos de licores con los que se agasajaba a los invitados en las respectivas casas fue aceptada sin problemas por todo el mundo hasta el intermedio entre el primero y segundo plato, cuando empezamos a oír los ruidos. Entonces él despertó del duermevela inquieto en que había sido abandonado en uno de los sillones del hall y entró gritando lo de la invocación. Hay qué ver lo pronto que una puede sustituir el calificativo de “viejo loco” por el de “experto” y pasar de las risas crueles a la escucha reverencial. Las circunstancias han terminado convirtiéndose en las grandes autenticadoras y esa historia repetida una y otra vez es asumida por todo el mundo sin dudar cuando hace sólo media docena de horas lo hubiéramos llevado de vuelta a su casa para dormir la mona a la primera frase. A nadie le gusta amargarse la fiesta con las obsesiones truculentas de un borracho y la retahíla de amenazas terribles hubiera quedado fatal en medio de las cinco clases de marisco y el pastel de bodas. Si bien es cierto que yo sería de las primeras en proponer su expulsión en circunstancias normales, también es cierto que ahora soy de sus principales oyentes, por la cuenta que me trae. De momento, se ha cumplido todo lo dicho, para disgusto de los guardias de seguridad que al principio intentaron solucionar el problema con sus armas reglamentarias y sus llamadas histéricas a la central, consiguiendo únicamente la aceleración de la destrucción del Salón Azul donde ya nos apretujábamos todos contra las paredes, intentando formar parte de la espantosa pintura color cielo que al menos las llamas han tenido a bien eliminar. Eso sin contar el detalle funesto de que probablemente ahora esa primera línea de defensa está bajo el montón de escombros que nosotros sólo podemos presentir. Don Néstor, mientras, rogaba a voz en grito cumplir con los distintos pasos del conjuro. También tenía razón cuando se negaba entre sollozos a que subiese uno de los dueños a la superficie para pedir auxilio desde su móvil, una vez demostrada la total falta de cobertura en este agujero y la segura tardanza de la ayuda por la lejanía con el pueblo. El eco del grito desgarrador no hace presagiar nada bueno. De nuevo don Néstor volvió a rogar el respeto de las crípticas cláusulas invisibles aceptadas por todos y todas desde el mismo instante en que nos reunimos en sitio sagrado al compás de los antiguos cánticos de invocación. Es de locos, pero queda demostrada su teoría: una mole de varias toneladas y con el potencial destructivo de cualquier bomba atómica espera el cumplimiento de esa parte del trato con la paciencia del depredador que acecha a su presa. Acabó con todas las edificaciones como si fuesen de papel y en las circunstancias favorables propias de estos lugares apartados en época de fiestas. Seguramente, cualquier posible testigo de los reflejos del fuego habrá pensado en toda la pirotecnia con que cualquier pueblo de los alrededores festeja a su Santo Patrón, mientras nosotros esperamos un auxilio que, bajo esa perspectiva, no llegará hasta mañana como poco.

Si hace unos días me hubieran dicho que tendría que esconderme de un dragón, habría mandado a paseo directamente a quien atacase mi sistema lógico de una forma tan chapucera. Es verdad que había oído esa vieja leyenda recogida en el poema épico del bardo medieval recordando la gesta de una bruja de la zona que consiguió enviar a una especie de limbo a una bestia de gran poder, pero, sinceramente, nunca pasé de interpretarlo como “Alien”: una excelente historia de protagonista inverosímil. Ni el propio trovador le dio la menor importancia, salvo la imprescindible para rellenar una obra de miles de versos. Sólo una docena se refieren al evento y, para eso, de los más flojos. Ahora, sin embargo, desearía que ese poeta hubiera sido más explícito y así sabríamos la manera de enviarlo a ese sitio por segunda vez, sin tener que decantarnos por la sugerencia histérica de don Néstor. El tonelaje del monstruo está haciendo ceder el suelo, sin contar los escupitajos flamígeros que de cuando en cuando lanza contra las ruinas y que están calentando este agujero hasta hacerlo parecer un horno. El par de extintores que el primo Carlos y el tío Andrés blanden no podrán hacer gran cosa si las llamas terminan por llegar hasta aquí, por lo que parece ser hora de adoptar alguna solución desesperada. Lo que más me jode es que años de lucha por la emancipación femenina, sudores varios para la consecución de la igualdad y miles de proclamas por la libertad sexual han acabado convirtiéndose en papel mojado por un conjuro desafortunado que vuelve a dejar al sector femenino como un simple macguffin sin derecho a intervención en la trama, una pobre víctima sin importancia al margen de las decisiones relativas a toda esta hecatombe. A ver, ¿por qué no le hacen frente la variedad de machos de la discoteca de ayer? Como siempre, será una mujer quien de forma discreta y sin alardes salve los muebles, pues está claro que aquí no va a haber la menor oportunidad de lucimiento, una vez me ponga la vista encima esa bestia.

No hay derecho, una simple característica personal un tanto infrecuente para los tiempos que corren me convertirá en el menú de bodas del dragón. Voy a ser una funcionaria a la parrilla y todo porque una combinación de timidez, intensa aplicación académica y laboral e indolencia extrema en las relaciones personales, por no decir misantropía, sin contar los nervios que me entraban con algunas compañeras de facultad, de nuevo presentes en versión ampliada cuando comparto ascensor con la nueva informática del Negociado y a los que nunca he querido ni osado bautizar, han provocado finalmente que mi experiencia con los hombres no haya pasado nunca bajo ninguna circunstancia de la charla educada y/o superficial, siendo el único contacto físico los leves roces sobre las mejillas del par de besos de presentación. La falta de interés ha traído por tanto esta insólita virginidad que ahora va a ser la tabla de salvación de toda esta gente. “La bestia sólo aplacará su furia si recibe a la joven virgen que la comunidad le debe”, maldito don Néstor y su erudición. Todos se han negado al principio a poner en marcha una solución tan salvaje pero ahora, con el tiempo y la atmósfera en contra, investigan con disimulo el pasado sexual de las jóvenes que aquí estamos. No deja de ser curioso que ninguna goce ya de esa condición trasnochada, tiempo atrás bendecida por curia y buenas costumbres en general. Incluso las señaladas como modosas, antaño orgullo de padres que ahora las miran con ira, olvidando absurdamente que sus hijas se pueden salvar gracias a eso. De nada vale el ofrecimiento voluntario de cualquier insensata para acabar con la pesadilla pues, siempre según don Néstor, el maleficio no se rompería e incluso aumentaríamos su cólera. Viendo lo visto, su cólera tiene en estos momentos las dimensiones de la Colegiata y va siendo hora de obedecer al viejo. En definitiva, es a mí a quien le corresponde hacer algo por toda esta gente con quien siempre he intentado poner tierra por medio. Tras una vida de esfuerzos personales, prefiero pensar que el destino no ha hecho cualquiera de sus jugadas maestras y animarme con la idea de mi generosidad extrema con la parentela y el mundo en su conjunto, aunque sea un consuelo más liviano que el papel de fumar.

Mi mano alzada es contemplada con alegría por todos y, tal y como me temía, la identificación de su dueña provoca unas risillas a duras penas disimuladas, con la cohorte de codazos y murmuraciones entre dientes propias de una situación personal de este tipo en la actualidad, por mucho que esta aberración estadística los vaya a salvar a todos. Siempre a merced de la mayoría, es que no hay remedio, y si en esa antigüedad retomada con la contundencia de una fuerza de ocupación se estilaba la chorrada de la mujer pura como el agua de manantial, ahora tienen que hacerse una serie de cosas por decreto, hasta las que afectan a tu propia vida privada. Todo sea por ir en el rebaño que, al final, es en lo que se resume la historia, tanto la que se escribe con mayúsculas como la más modesta en pequeñas minúsculas, aunque lo que más me enerva es la mirada de alivio de mi padre. A saber qué principio machista ha quedado a resguardo en su caso particular sobre el resto de deseos de protección de la descendencia. Por eso sus órdenes de que no salga me suenan tan falsas, a pesar de esas lágrimas violentas nunca vistas en mis veintiocho años de vida, ni siquiera cuando murió la abuela.

* * *

El ascenso a la superficie ha tenido la dificultad añadida del extintor que Carlos se empeñó en que llevara a modo de arma eficaz para la ocasión y que he arrastrado con gran dificultad entre las ruinas. No sé qué puedo hacer con él, la verdad, quizás embadurnar los morros del monstruo con la espuma para apagar sus llamas, como si fuese una simple espita de butano, pero no es una solución en principio apropiada. Lo que menos me interesa en estos momentos es enfadarlo más, aunque se da la circunstancia que para llevar a cabo tal cosa sería necesaria su presencia y, en estos momentos, parezco ser yo la única ocupante de este solar calcinado.

Voy a vivir mis últimos momentos con la frustración que siempre me han provocado las ocurrencias capciosas, sobre todo si son lanzadas por mí, y no sólo la referida a mi soledad en este sitio, sino a la más absurda aún sobre el parecido de la cabeza del dragón con la del chihuahua de mi vecina del segundo, pero es una imagen que no puedo apartar de mi cabeza, incluso a pesar del terror que me paraliza. Pese a su inmenso tamaño, esa cabeza cubierta de escamas triangulares de un verde ajeno a cualquier escala cromática no deja de recordarme los ojos saltones y el morro impertinente de “Canelo”. Al igual que éste, el dragón sigue mis movimientos rígidos pensando seguramente alguna maldad, pero si en el primero dicha maquinación suele pasar por la mejor manera de desgarrar el dobladillo de mis pantalones, en este engendro la cosa estará oscilando entre tragarme de un bocado o asarme levemente primero. Es ridículo que mi última pose pase por apuntarle con el extintor, aunque no se me ocurre qué otra cosa puedo hacer salvo alejarme lentamente de donde se esconden los demás.

Don Néstor ha resultado ser, finalmente, un genio. Esta bestia se considera pagada, y poco le importa ya quien queda bajo las ruinas. Su preocupación actual pasa por observarme desde todas las perspectivas que le permite su enorme cuello. Me debato entre la idea de lanzarle un chorro de espuma a esas fosas nasales apestosas como los huevos podridos o agacharme sin más y esperar a que todo acabe. Mi mente ha decidido finalmente que la situación es demasiado absurda como para tener miedo, mientras que mi amor propio aún sigue envenenado por la reacción final de los invitados restantes, por mucho que la esperase. El momento no da para mucho más, ni siquiera para ese desfile de recuerdos de la propia vida a cámara rápida que dicen sucede en los instantes finales, imagino que atendiendo a criterios fílmicos. No ha habido tantas cosas dignas de un revisionado, la vida metódica nunca ha sido objeto de las grandes producciones cinematográficas, por muy placentera que ésta pueda resultar y de la que, en definitiva, tan satisfecha estoy.

* * *

Creo que mantener cerrados los ojos ha amplificado en mis tímpanos el estruendo de la explosión, pero no me atrevo a abrirlos tras la ducha de esa sustancia pegajosa cuya naturaleza no me atrevo a comprobar. A pesar del pitido uniforme instalado en mis oídos puedo distinguir el sonido de un avión alejándose, sin embargo, los restos de mi temor aún no me dejan llegar a las conclusiones que esos datos me permiten. Al abrirse el telón de mis párpados se ofrece como primera imagen el caza militar perdiéndose en la distancia y en segundo término los restos despedazados de la bestia. Su sangre es de un color cercano al rojo aunque también de una naturaleza extraña. Lo que está claro es que este traje ha quedado arruinado y que no me van a llegar todas las duchas del mundo para quitarme esta sensación de asco pero, no olvidemos lo fundamental, estoy a salvo, contra todo pronóstico.

En definitiva, ninguna de las fuerzas sobrenaturales de la antigüedad, impresionantes e imprevisibles, tiene nada que hacer ante la capacidad de control de las nuevas tecnologías, exactas y eficientes. Ese avión debió despegar de cualquier base cercana nada más le llegaron los primeros datos sobre la situación anómala de aquí y un simple disparo de misil acabó con el peligro sin despeinarse. Todo tan preciso como una operación quirúrgica. Nada es lo que era, ni siquiera las gestas épicas, y mi aspecto ante los primeros invitados que empiezan a salir es más próximo al de cualquier mamarracha y no al de una heroína de novela, sin contar con que aún mantienen el gesto burlón. Creo que tardaré bastante tiempo en volver por el pueblo. También creo que va siendo hora de que le diga algo a esa informática. Al fin y al cabo, me he atrevido a enfrentarme a un dragón, así que no creo que la cosa pueda ser peor.

"LA CRISÁLIDA", DE BLANCA MARTÍNEZ

Blanca Martínez (Santa Coloma de Gramenet, Barcelona, 1945) Publica también con el seudónimo Blanca Mart.

©La crisálida, 1981. Relato publicado con permiso de  la autora.

Este cuento apareció por primera vez en la revista española Nueva Dimensión nº 140 (diciembre 1981). Posteriormente fue incluido en el libro Cuentos del Archivo Hurus ( México, Ediciones del Ermitaño, 1998)
Se trata de un cuento de ciencia ficción que recuerda el estilo poético y la atmósfera de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury.

Podéis encontrar más información sobre este relato y su autora en: Sobre Blanca Martínez

LA CRISÁLIDA
(Blanca Martínez)


Avanzaba por la carretera delante de mí. Era alta y esbelta. Su pelo negro se deshacía en ondas y se balanceaba al compás de su cuerpo. Su piel era rojiza.
—¡Vaya! —pensé—. Apuesto a que es una de esas marcianas.
La alcancé y paré mi Buick-2000 sport junto a ella. Me quité las gafas oscuras y le sonreí ampliamente.
—¿Quieres subir? —la invité.
Se había parado y me contemplaba en silencio.
—Voy a Cinzia —dijo finalmente.
Ya, pensé: Cinzia, una pequeña ciudad al lado del espaciopuerto. Salidas diarias a Marte. Apuesto a que intentará colarse en un cohete y largarse a su “tierra”.
Seguí sonriéndole. Añadí:
—Yo voy un poco más allá. Al espaciopuerto. Me presentaré: piloto Al Braker. Será un honor gozar de tu compañía hasta Cinzia. No suelo hacer preguntas.
No sonrió. Hizo un breve gesto con la cabeza y entró en el Buick. La tela roja de su túnica destelló un momento sobre el tapiz del coche, luego se desplegó suavemente sobre su cuerpo con aquella extraña gracilidad que caracterizaba a los marcianos y a todo lo que les rodeaba.
Los marcianos tenían fama de amables. Eran cultos y buenos conversadores. Poseían una belleza delicada y dura, y junto a todas esas facultades, la de irritarme con extrema perfección.
Juro que, de no ser porque iba furioso a cusa de mi pelea con mi anterior conquista, no me hubiera parado, pero en fin… me gusta la compañía y siempre se puede pasar un buen rato con una chica, sea de aquí o de la Quinta Galaxia…
No me decepcionó. Hablamos de mil cosas que curiosamente me interesaron: naves espaciales y monumentos que había visto. Reconozco que hacia años que no disfrutaba conversando.
Llegamos a la pre-estación de abastecimiento de energía III.
—Voy a parar. Tengo que repostar energía y revisar una cosa del Buick.
Una sombra de miedo cruzó por sus párpados.
—No temas —sonreí—. No ocurre nada. Simplemente quiero revisar un ruido algo extraño y reposar. Cuestión de minutos.
No contestó. Realmente estos marcianos son irritantes. Me alejé en busca del especialista. Era un hombre de unos cincuenta años. Vivía en una herrumbrosa casa rústica al lado de la estación y poseía un pequeño negocio allí mismo, aparte del taller.
Pulsó el botón automático y, cuando la tapa del radiador se corrió, emitió un silbido.
—Bueno, ¿qué? —interrogué irritado.
—No se preocupe: no es muy caro, pero resultará laborioso. Es el entronque, cuatro o cinco horas de trabajo…
—Eso es un problema —exclamé—. Esta noche he de estar en el espaciopuerto. Iré algo justo, pero…
—El problema no es ése —dijo el especialista. El problema es que hoy es el día de fiesta de los chicos.
—Pero habrá algún turno fijo que…
—Por supuesto, por supuesto —me tranquilizó el hombre—. Sólo que hay otros delante… Hasta dentro de un par de horas…
—No puedo: tengo que estar en el espaciopuerto antes de medianoche. Soy piloto y no quiero tener problemas.
—Realmente la culpa es suya, por ir con el tiempo justo… —empezó el hombre.
Sentí que iba a explotar. El viejo tenía razón: un piloto jamás debe arriesgarse a ir con el tiempo justo. Pero cuando me peleo con una mujer, la cosa lleva tiempo.
—Bueno —interrumpí, estoy seguro de que usted podrá solucionarlo en un momento.
—No —dijo el hombre—. En un momento no. Eso lleva tiempo. No me dedico personalmente a ello y…
—¿Cuánto? —pregunté impaciente.
Me miró directamente a los ojos.
—La marciana —dijo.
Aquello era lo último que hubiera esperado. Me quedé perplejo.
—¡Oiga! —protesté—. ¿Cree que va a poder jugar con ella? Ya sabe como son. Es casi imposible…
Me interrumpió.
—La quiero para cristalizar.
Bueno, no soy hombre de demasiados escrúpulos: cuando me propongo algo no reparo en medios. Pero la cristalización de un marciano está “realmente” penada por la ley.
La situación es esta: nuestras relaciones con Marte son estrictamente comerciales. Hay productos mutuos que nos interesan. Pero son relaciones frías, por no decir heladas.
Hay pocos terrestres que vayan a Marte, y menos marcianos aún, que se arriesguen a venir aquí. Y, desde luego, apenas nos visitan desde que se descubrió la cristalización.
Miré a la chica que permanecía dentro del coche. Sus ojos oscuros nos miraban. Permanecía envarada y silenciosa.
Demonios, ¡era realmente guapa! Una lástima. Debía haberse encontrado sin valores para volver a Marte, y seguro que pensaba regresar de “polizón”.
Pero ese era “su” problema. El mío era llegar a tiempo al espaciopuerto.
—Trato hecho —dije mirando al hombre—. Pero no me comprometa. No la venda antes de tres meses.
—No se preocupe —afirmó el hombre—. Tengo un cliente que me dará lo que le pida. Vendrá a finales de verano.
Bien —pensé—. Todavía faltan cuatro meses.
El proceso de cristalización era muy sencillo: se cogía al marciano —o marciana, según el caso— y se le dormía con un gas, pues su buen carácter desaparece cuando se intenta cristalizarlos. Una vez dormido, se le inyecta helio-7 congelado en una vena y empieza el proceso.
Juro que no he visto en toda la galaxia nada más fascinante.
Primero su piel se endurece, luego se va volviendo transparente y encogiéndose como un niño que regresa dulcemente al útero. Luego despide luz: una luz suave, iridiscente. Y, a medida que esta luz se va apagando, empieza oírse un ruido como el del agua corriente entre las rocas. Y luego se desvanece y solo queda eso: una piedra transparente, brillante como una lágrima. De pronto: eterna.
Solo lo vi una vez. Aún lo recuerdo.
Se que pagan fortunas por esas piedras. Ni los mejores brillantes tienen ese tacto duro y suave, ni las mas bellas esmeraldas, esa luz.
Haría lo que fuera por tener una. Solo por el placer de mirarla cada amanecer. Cada anochecer.
Pero soy un hombre práctico y el tener un marciano cristalizado se paga con cadena perpetua en el penal de Urón-2. Y no sé de nadie que haya vuelto de aquellos infiernos. Así que renuncio a ello de momento.
Ahora bien, yo no tenía nada que ver con la chica. Era simplemente cuestión de no ver ni oír. Llegaría a tiempo al espaciopuerto y no perdería mi licencia.
El especialista me miraba.
—Adelante —dije—. Haga lo que quiera. Pero no le pagaré nada por la reparación y quiero un repuesto total de energía, gratis.
El hombre sonrió suavemente.
—Vaya a comer —dijo—. Invita la casa.
Miré hacia el coche antes de alejarme.
En aquel momento el especialista lanzaba una maldición. La chica había bajado del coche y corría velozmente hacia los matorrales que bordeaban los campos.
No me moví. No era asunto mío. ¿O sí? Si aquella maldita marciana escapaba, adiós viaje a Neutrax, adiós licencia de piloto, adiós dinero que tenia que cobrar… Sin pensarlo eche a correr tras ella.
La alcancé tras un altozano. Me lancé sobre ella y la sujeté.
—¡Quieta! —mascullé— ¿A que viene esto? ¿No te gusto? Suelo tener éxito con las chicas…
Ella me miró tristemente.
—Eres hermoso para ser terrestre —murmuró—. Ahora déjame ir…
Estuve a punto de soltarla.
—Oye… —empecé a decir.
Me vi rodando por el suelo. ¡Era fuerte como la piedra, delicada y salvaje como el viento! Me lancé sobre ella, luchando, asombrado de su fortaleza y su ferocidad.
Entonces llegaron ellos.
—¡Sujétela un momento más! —exclamó el especialista.
Un hombre joven y grueso que venía con él, le lanzó spray a la cara, y un segundo después la chica dormía.
Cayó como caen los pétalos de las rosas, y por un momento sentí algo que nunca antes había sentido. Aquello me alteró y recordé la pelea.
No tenia que molestarme por nadie, por supuesto, y menos aun por ella: por una maldita marciana nadie mueve un maldito dedo.
El especialista se inclinó y clavó una jeringuilla en el brazo de la chica.
Y entonces, cielos, ¡lo vi por segunda vez!
Se deshizo en mil luces, en mil destellos imposibles. Suavemente, pero luchando hasta el fin.
Cuando todo acabó, de ella solo quedaba un recuerdo. Y la piedra. Suave. Dura. Un desgarro bellísimo. Una lagrima eterna.
—Téngame el coche a punto —le dije roncamente al hombre—. Voy a comer.
Tres horas más tarde partía hacia el aeropuerto.
Llegué y aun me quedó tiempo para organizar la partida, presentar mis credenciales, preparar mi equipaje y, ¡suerte entre las suertes!, encontrarme con Whissita.
Whissita es una muchacha encantadora. Pasamos un buen rato. Y le prometí llamarla en cuanto regresara de Neutrax.
Me dirigí a las pistas con tiempo suficiente.
Una vez que estuvo todo lo dispuesto, me presentaron al copiloto.
Siempre me he considerado un buen mozo. Soy bastante alto, atlético y algo moreno por el sol. Mis ojos son oscuros, y no hay muchacha que no crea que la amo cuando la miro intensamente.
Pero no dejo de reconocer cuando encuentro a algún endiosado que tenga ventaja sobre mí. Me alegré de que Whissita no estuviera allí: el copiloto que sustituía a Wender, mi compañero previsto para el viaje, era algo así como una de esas estatuas de los tiempos antiguos de la Tierra.
Asombrosamente proporcionado, su piel era algo oscura y sus cabellos dorados. En su cara, el tono gris de sus ojos destacaba con una luz amistosa. Pero había en ellos algo que no me gustó. Parecía que estuvieran advirtiendo algo. Un estúpido, vaya. A más de un niñato había liquidado yo por esos mundos por menos de una mirada amenazadora.
—Vaya —le sonreí, buscando pelea—. Si eres tan valiente como guapo…
El permaneció inmóvil, mirándome.
—Tenemos que hacer este viaje —dijo—. Cuando volvamos de Neutrax, hablaremos.
—Bien, bien —dije, extendiendo las palmas de las manos hacia él en un gesto apaciguador que volvía locas a las chicas—. Hablaremos a la vuelta.
Estudié de forma rutinaria sus credenciales y nos encaminamos hacia la nave.
Juro que no se lo que pasó.
Primero salimos al espacio libre. Todo iba bien. La carga llegaría en su momento a Neutrax. Pero si todo iba bien, ¿qué demonios ha pasado? De pronto mi compañero hizo un gesto hacia mi cara. Si todo iba bien, ¿por qué me he dormido? ¿Por qué estoy atado a la camilla de emergencia?
El estaba allí. El copiloto, inclinado amablemente sobre mí, tomándome el pulso.
—¡No me hagas perder la paciencia imbécil! —grité loco de ira.
Y entonces me di cuenta: su piel era de color rojizo.
—¿Cómo lo has conseguido? —murmuré asombrado.
—Un tónico colorante. Su efecto dura unas horas —contestó plácidamente.
—¿Y para que demonios quieres parecer marciano?
—En realidad —explicó—, el efecto del colorante ya ha pasado.
Lo miré. No bromeaba. Así que era un marciano…
—De acuerdo —dije—. Ya me has sorprendido. Ahora suéltame. Tus papeles eran falsos… ¡Vaya con el chico guapo! Te vas meter en un buen lío.
—Cállate —su voz no sonaba amable—. Ahora —añadió—, dime donde está O-Ra.
—¿O-Ra? ¿De qué me estás hablando?
—Me comunicó que había subido a un Buick sport amarillo. Era tu matrícula. Te describió. Lo hizo desde la estación de repostar III.
Maldita sea —pensé—. La marciana iba a meterme en líos.
—Oye —empecé, intentando ganar tiempo.
—Cállate —dijo—. Colaborarás conmigo. La traerás aquí.
—Oh, sí, claro. Suéltame y hablaremos.
—Te voy a soltar.
En cuanto lo hiciera yo tendría las de ganar. Una bestia contra una estatua de carne.
Me soltó.
Y entonces me di cuenta. Mi pierna derecha era una maravilla. Toda de roca transparente. No tan bella como hubiera sido la de un marciano, pero…
Me volví furioso, aterrado, deseando retorcer aquel cuello perfecto.
—Los terrestres no soléis razonar mucho —dijo suavemente—, así que te lo voy a explicar. Si quieres que tu pierna no sea diferente del resto de tu cuerpo, vas a localizar a esa mujer y a decir que la lleven al espaciopuerto. Le comprarás un billete para Marte. Después…
—¡Espera! —interrumpí—. Hay un pequeño problema.
Demonios, no sabía como decírselo. Él aguardó.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó de pronto.
—Bueno… yo nada. Ella se fue a dar una vuelta por ahí, ya sabes… Hay gente sin escrúpulos… No pude impedirlo.
—La habéis cristalizado —murmuró.
Se sentó. Durante unos instantes me miró fijamente. ¡Malditos marcianos! ¡Malditos todos ellos! Si al menos me atacara, lo entendería. Pero no, te miran impasibles con aquella mirada extraña, sin que se mueva un músculo de su cara.
—¡Bien! —grité—. ¡Ataca si quieres! ¡Está cristalizada! ¡Cristalizada! ¡La tiene el dueño de la estación! ¡Vamos, pégame, con pierna de cristal y todo te dejaré un buen recuerdo!
Durante un buen rato gesticulé furioso ante él. Me miraba. Las manos entrelazadas, la barbilla apoyada en ellas.
—¡Marte! —grité—. ¡El dios de la guerra! ¡Da gusto conocernos! ¡Rojos de piel, pero no debéis tener sangre en las venas! ¡No sois capaces de nada!
Se levantó. Me miraba con indiferencia.
—Ya te has desahogado —dijo, en tono completamente normal—. Ahora cállate: tengo trabajo.
Salió, dejándome encerrado en la cabina de emergencia.
Volvió al poco rato.
—Ven —dijo.
Le seguí, cojeando con mi pierna de cristal y mascullando maldiciones.
—Atiende —me dijo mirándome fijamente y como si yo no pudiera entenderle—. Tenemos una avería. No es grave, pero resulta más rentable en tiempo y energía aterrizar de nuevo en la base. Allí la reparación será cuestión de una hora y volveremos a salir. Ahora vamos a comunicarnos con el dueño de la Estación III. Tenemos línea abierta. Es cuestión de segundos.
Poco después, el especialista aparecía en la pantalla. El marciano le puso al corriente de la situación en pocos segundos.
El hombre palideció.
—Bien —dijo mi forzoso compañero de viaje—. Creo que todo esta claro. Hay dos posibilidades… le denuncio a las autoridades, con lo cual usted y sus socios…
—¡Hey, espera! —protesté.
—Cállate —dijo el marciano—… con lo cual usted y sus socios serán enviados a Uron-2 y mi compañera pasará meses en ese estado antes de que realicemos todos los trámites necesarios para regresar a Marte, ya que entró ilegalmente a la Tierra…
El rostro del especialista era de color ceniza.
—… O, segunda posibilidad… intenta librarse del problema, sale e intenta tirar la crisálida al mar. Hay agentes marcianos controlando su casa: lo matarán o lo denunciarán si lo intenta, con lo cual todos tendremos problemas.
—¿Entonces? —dijo el terrestre. Parecía diez años más viejo.
—Entonces —continuó el marciano— hay un posible arreglo… coge usted la crisálida y la envuelve. Dentro de tres horas se dirige a la Zona de Recreo G del espaciopuerto. Yo estaré allí. Me la entrega. Se vuelve a casa y lo olvida todo.
El especialista alzó la vista. Temblaba.
—Escuche: salgo ahora mismo. Salgo ahora mismo.
—Recuerde: uno, estará vigilado. Dos, tiene familia. No debe ocurrirle ningún accidente, ni a usted ni a ella.
—De acuerdo, sí, sí, de acuerdo.
—Está bien. Corto.
Apenas cortó la comunicación, empecé a gritarle:
—Pero… ¿No es que no ves que en el espaciopuerto se darán cuenta de todo? Apenas metas la crisálida, en la nave sonará la alarma…
—No seas infantil —susurró—. Cállate.
Iba a seguir gritando cuando vi que sacaba una botella pequeña del bolsillo. Se bebió el contenido de un trago.
—¿No invitas? —Pregunté sarcástico.
Me miró. Creí notar un destello burlón en sus ojos.
Inmediatamente después se llevó las manos a la cabeza. El dolor distorsionó sus facciones. El sudor corría por su cuerpo. Se desnudó. Jadeaba horriblemente.
Yo me sentía aterrado.
Ahora ese imbécil se muere —pensé—, y ¿qué hago yo con mi pierna?
—¡Hey! ¡Por Dios! ¿Qué hago?
De pronto se calmó. Estaba como dormido. Al cabo de un par de minutos abrió los ojos. Y entonces me di cuenta: su piel volvía a tener el mismo color que la mía.
—¡Cielos! —exclamé—, ¿cómo lo hacéis?
Me ignoró. Se levantó, se vistió y luego se dirigió al cuadro de mandos.
—Atención, piloto —dijo—, preparativos para el aterrizaje.
Poco después tomábamos tierra en el espaciopuerto.
Yo tuve que quedarme dentro de la nave por necesidades de la “avería”. Tengo que reconocer que había sido inmejorablemente preparada.
Un par de especialistas estaban trabajando abajo, en el piso inferior.
El marciano se dirigió a la zona de recreo. Enfoque el visor, gradué el aumento y lo localicé en el bar.
El especialista estaba en la barra. Mi copiloto se sentó a su lado. Inmediatamente se levantó y fue a los aseos. Salió a los pocos minutos. Sentado en la barra, se tomó algo. ¡Cielos, que sangre de horchata! Luego se dirigió de vuelta a las pistas. La nave ya estaba lista para salir.
“Veamos como se las arregla para pasar el control”.—pensé—. Si en aquella bolsa iba la crisálida, iba a organizarse un pandemónium. Llegó al control. Yo sudaba. Maldita sea. Lo mirara por donde lo mirara, a mí las cosas no me iban a ir bien…
Los agentes de control le saludaron. Sonrieron. Volvió a enseñarles los papeles. Les mostró la bolsa. Bromearon. Aquel maldito extraterrestre hasta se dignó sonreír.
Ahora se dispararía la alarma.
No se disparó.
Pasó tranquilamente, y poco después entraba en la nave.
Me dejé caer en la silla del piloto. Me sequé el sudor que me corría por la frente.
El copiloto se sentó a mi lado.
—Preparados para el despegue.
—¿Cómo demonios lo has hecho? —pregunté.
—Ocúpate de la nave —respondió—. Tenemos mucho camino por delante.
Horas después, ya en el espacio libre y rumbo a Neutrax, conectamos el piloto automático.
Él se levantó y yo lo seguí.
En la sala de emergencia, sobre la camilla, estaba la bolsa que había traído el marciano. La abrió con cuidado y sacó una enorme y extraña fruta. Era de origen marciano y solo se cultivaba en la Tierra en algunos invernaderos especiales.
—Oye… —empecé a preguntar.
Él, sin hacerme caso, saco un bisturí y abrió la fruta.
Dentro estaba la piedra.
¡Que hermosa era! Su luz era lánguida, iridiscente y tenue. La miré hechizado. Él también la contemplaba. Algo parecido a la tristeza brilló en sus ojos.
—Dentro de poco estaremos en Marte —murmuró.
—¿Eh? ¿Qué dices? —gruñí—. Vamos a Neutrax.
—Si —asintió—.Allí tomaremos un cohete biplaza a Marte. Dos días de viaje.
La nave no debía regresar a Neutrax hasta la próxima semana.
Miré mi pierna cristalizada y suspiré.
—Bien, jefe —asentí—. Lo que tú dispongas. Espero que los médicos marcianos hagan algo por mí…
—Lo harán —afirmó suavemente.
Tres días después llegábamos a Marte. De la zona de aterrizaje nos fuimos directamente a las salas de emergencia.
Un equipo de médicos, hombres y mujeres, tomaron la crisálida con religioso cuidado y desaparecieron en unas salas plateadas y perfectas.
Miré a la gente. Que hermosos eran: los hombres, las mujeres. Con aquella expresión benévola, con el disco rojo del dios Marte en sus túnicas o en su pelo.
No había gritos ni carreras. Dureza y suavidad. Terciopelo y brillantes. Roca y pétalos de rosa. Siempre razonables, amables. ¡Cielos, cómo los odiaba! En cuanto regresara a la Tierra iba a correr tras una crisálida y juro que ni los horrores de Uron-2 iban a impedirme tenerla.
Me gusta la gente violenta: por lo menos sé a que atenerme. Pero aquellos seres seudoperfectos irritaban a cualquiera.
De pronto, una de las puertas metálicas se abrió y O-Ra apareció en el umbral. Se apoyó en el hombro de mi odiado copiloto.
Y el le dijo algo así como:
-Bienvenida.
Antes de que empezaran los arrumacos me acerqué a ellos.
—Bien. Ahora mi pierna. Tengo prisa.
Me miraron como desde muy lejos, con esa mirada hecha de eternidad. Él hizo una seña y dos jóvenes con uniforme se acercaron.
Me durmieron con un spray o algo parecido.
Cuando desperté estaba en un lugar increíble. Plantas bellísimas crecían por las paredes. Arroyos de agua clara nacían y discurrían por entre los senderos, y había algunas rocas de gran hermosura. No tanta como la de las crisálidas marcianas… quizá se parecieran mas a mi pierna…
¡Mi pierna! ¿Dónde estaba mi pierna? No la tenía.
¿Y mis brazos? ¡Eran de piedra! ¡Igual que las piedras que había entre las plantas! ¡Malditos! ¡Mil veces malditos! ¡Me estaban convirtiendo en piedra! ¡Todo yo! Miré hacia arriba. El disco rojo del dios de Marte colgaba en lo alto y el Sol restallaba en el hasta la desesperación. ¡Que bello era! ¡Y que horror! ¡Crueles! ¡Crueles con un salvajismo vengativo e irrevocable!
Yo hubiera hecho lo mismo con ellos.
Iba a gritar. Tengo que gritar.
Al Braker. Piloto espacial Al Braker. No puedo gritar.
Y es que las piedras no gritan.

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