2/1/10

"SE CERRARON COMO UN ROLLO DE PERGAMINO", DE MARÍA GUERA Y ARTURO MENGOTTI

(Este relato fue publicado en la revista NUEVA DIMENSIÓN Nº 23, junio 1971, de la cual lo hemos trascrito)

© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.
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Permaneció echado, con los ojos cerrados. Intentaba retener la imagen incomprensible que todos los días huía, cuando terminaba de despertarse, igual que una mariposa aprisionada que se aleja flotando y abandona entre los dedos el polvillo de las alas rotas.

Se volvió lentamente, entumecido, y los colores se borraron. Nunca conseguía recordar lo que soñaba, y además esto no era un sueño, era una de esas visiones, rápidas como un fogonazo, que aparecen cuando cede la vigilancia de la conciencia antes de dormirse, sólo que, por el contrario, ésta era una especie de llamada de alerta. Pero vaga, borrosa, como cuando, deslumbrados por haber fijado la vista en un objeto demasiado brillante, al volver la mirada hacia un rincón oscuro vemos columpiarse la misma forma, fantasmal, en su color contrario.

Carecía de imaginación, y en su fuero interno reconocía sus fallos, aunque los enmascarase con petulancia. Las imágenes no le hablaban ni sabía captar la melodía de un matiz o la estridencia de otro. Su éxito como pintor se debía a que era un retratista sin personalidad, que sabía halagar la de sus clientes.

Sin embargo, aquello podía significar algo distinto, insólito. Si conseguía fijar en el lienzo aquellos colores, ese movimiento de aleteo fascinante, al menos se saldría de la rutina, no sabía si sería un éxito, pero estaba seguro de que para él significaría una liberación.
Cuando al fin, defraudado porque sabía que ya estaba demasiado despierto para que la imagen retornase, se decidió a levantarse, tuvo una sensación tan extraña que ni siquiera fue capaz de definirla como angustia.

Era un estado de lucidez especial. Veía lo cotidiano y conocido: su ropa tirada de cualquier modo en una postura grotesca, el cenicero lleno de colillas, las ramas del árbol afuera, golpeando contra la ventana, pero se habían transformado en proyecciones sin sentido y él era lo único real, como si hubiese sido lanzado desde otra dimensión y de repente desconociera para qué servía todo lo usual, o como si de repente hubiese atravesado un espejo y pasado a vivir en el mundo del otro lado.

Se movía entre el desorden con la seguridad de un sonámbulo, sus manos dieron comienzo a la tarea de todos los días, independientes de su cerebro que, durante un momento interminable. Ignoró el porqué de sus actos.

En la calle hubo un embotellamiento y docena de bocinas aullaron rabiosas, al unísono. Para él fue un toque de trompetas que le sacudió, llamándole a la realidad. Y así comenzó el fluir del día.

Bebió mucho café, porque le esperaba el trabajo y se sentía ausente, embotado; necesitaba apartar de sí ese deseo incontenible de dormir para recuperar la imagen perdida.

Vino la mujer de la limpieza, arrastrando sus viejas zapatillas, e, irritado por la interrupción, no la permitió más que alisar el diván que le servía de lecho y poner un poco de orden en la habitación, que era al mismo tiempo estudio. Por un afán de esnobismo, y sin mucho éxito artístico, lo había decorado abarrotándolo de espejos dorados que extendían sus rayos en la pared, y al atardecer, cuando se apagaba su brillo, mas bien semejaban gigantescas arañas extendiendo sus patas perezosas, en espera de una presa. Y cantidades de estatuas de un dudoso jade o ámbar y un más problemático origen, apoyadas contra tapices orientales, bordados con retorcidas letras que seguramente no dictaban enseñanzas.

Le atraían las artes exóticas, sin ningún discernimiento, solamente por sus colores insólitos y sus caóticas formas que parecían bullir en un constante y casi indecente proceso de creación. En sus momentos de soledad, cuando después de haber bebido un par de copas se atrevía a ser sincero consigo mismo, reconocía que aquella afición a las baratijas asiáticas no era más que una prueba de su falta de imaginación y facultades creadoras.

Existen drogas relativamente fáciles de adquirir que tal vez le hubiesen servido de estímulo, pero él, entre aquel desorden, era demasiado ordenado para hacer el experimento, como otros amigos que se movían en su mismo círculo y recurrían a ellas.

Mientras la mujer trabajaba, esperó sentado en un sillón, junto a la ventana, y volvió a cerrar los ojos en espera de que la visión retornase. Oía el entrechocar de platos y copas en la pequeña cocina; así era imposible concentrarse para obtener el vacío necesario. A disgusto, decidió sacudirse aquella inercia y preparar todo para cuando viniese su actual cliente a posar, porque la hora ya estaba próxima.

Apartó un jarrón lleno de plumas de pavo real, con gesto de repugnancia. Después de ver la imagen de la mañana, lo encontraba ridículo. Acercó el jarrón abarrotado de pinceles, destapó el lienzo, y se alejó unos pasos para observar el trabajo del día anterior, sin interés, con mirada indiferente.

Era fácil, demasiado fácil, pintar a una muchacha bonita, envuelta en sedas y con su cabello lacio, enmarcando una cara fabricada a base de maquillaje y tan vacía como una máscara colgada de un clavo, con ojos que no eran más que dos agujeros asomados a un interior de nada y animados con una vida ficticia gracias a los estudiados trazos negros y a la sombra plateada y malva de los párpados. La habría podido pintar utilizando directamente el arsenal que guardaba en su bolso.

Un día como cualquier otro, hasta que por fin llegó la noche, tras un largo camino de aburrimiento y hastío. Pero el sueño tardó en acudir, la oscuridad le trajo la terrible lucidez del insomnio, y sentía un lancinante dolor bajo los párpados cansados, veía repentinos chispazos flotando burlones en la negrura, y por primera vez temió que la vista fatigada comenzara a fallarle.

Un tranquilizante le ayudó a dormir, ya de madrugada, pesadamente, sin pesadillas, sin siquiera sueños retenidos por la memoria.

Al fin, después de amanecer, y esta vez con la claridad casi tangible de una alucinación, volvió la imagen sin sentido. Le pareció sentir que se le imprimía en la misma retina la calidad de aspereza de algo gastado por los siglos, hasta hacer resaltar la misma trama que lo constituía. Y en el centro de aquel matiz inaprensible resplandecía el otro color cegador, fascinante y al mismo tiempo insoportable, como un objeto brillante que moviera lentamente la mano de un hipnotizador desconocido surgido a saber de qué recuerdo rechazado o de qué vaga memoria anterior a su nacimiento. Y esta mañana era tan vivo, tan imperativo, que saltó de la cama decidido a no dejarlo escapar. Febrilmente, preparó un lienzo nuevo y mezcló colores en mil ensayos absurdos y frustrados antes de que pudiese olvidar ese tono imposible de bronce carcomido, oscuro como la costra de la lava que se agrieta y bajo la que se adivina la pujanza de la materia incandescente, con ese latido de piel demasiado tirante que está a punto de estallar. Y el círculo central era una llaga escarlata o un ojo sanguinolento que acecha anhelando el mal o una roja señal de alarma.

Estropeó mucho material, aunque era caro y él bastante avaro. Mientras, rechazó encargos y dejó inconcluso el retrato, a pesar de las protestas de la muchacha, que se había sentido tan satisfecha anteriormente.

Continuó día tras día, insensible a la fatiga, sin detenerse apenas para comer un bocado, en pie frente a la tela; con dureza, acuciado por la visión que ahora se repetía aun estando bien despierto, que posaba únicamente para él, inmóvil en las esquinas oscuras del estudio y su cerebro. A veces se detenía un momento para restregarse los ojos con el dorso de la mano, manchada de pintura, entre pincelada y pincelada. Cada día el dolor se acentuaba una nota más.

Y una tarde dejó la paleta con un suspiro de satisfacción, agotado por el esfuerzo. La obra estaba terminada. No creía posible, al mirarla, que él mismo hubiese sido capaz de crear eso, su mano había pintado impulsada por una fuerza que acababa de abandonarle, dejándole vacío como un guante perdido en la calle. Aquello no tenía la cualidad doble que acompaña siempre el alma humana; daba la sensación de haber dejado de lado, como inútil, el habitual proceso de creación y destrucción, para con un tercero e incomprensible proceso de movimiento dar un paso más atrás, arriba o abajo, que su conciencia había tenido que admitir como una orden, sin comprender, y que no sabía si en los demás tendría eco. Pero le había sido impuesto.

Atardecía y afuera se preparaba una tormenta. La luz se había convertido en esa claridad que parece brotar de la tierra y las cosas antes de hundirse en las tinieblas del cielo.

Estaba demasiado cansado para hacer el esfuerzo de encenderlas lámparas y, además, aquel taladrante dolor del nervio óptico irritado le hacía sentir verdadera fobia hacia los resplandores vivos. Demasiado tiempo había tenido estampado el imposible rojo. Ahora que había conseguido traspasarlo a su obra, le había abandonado por fin, dejando en cambio una sensación de vacío y de hueco ciego. Seguramente, descargado de la tensión, acabaría por olvidarlo y librarse.

Encendió un cigarrillo y empezó a fumarlo, saboreando el descanso y evitando que la mirada fuese atraída por el resplandor del ascua que se encendía a cada chupada.

Arriba, tras los cristales, el cielo parpadeó ya asomó la rápida y oblicua mirada de un relámpago. Unas gruesas gotas tamborilearon una llamada en la ventana y una ráfaga de viento agitó, muy altos, papeles cargados de noticias añejas.

El trueno retumbó muy lejano y se confundió con el timbrazo de la puerta, coincidiendo los dos sonidos como si se hubiesen ajustado a la batuta de un director de orquesta.

No esperaba a nadie, últimamente había rehuido toda compañía, obsesionado por su cuadro, y se sentía tan inútil para la acción como una máquina abandonada en el polvo.

Dudó en abrir; el visitante, al no ver luz que se filtrase por los resquicios de la puerta, pensaría que no estaba en casa y acabaría por marcharse. Probablemente sería algún amigo, no inquieto sino acuciado por la curiosidad, ya que últimamente había abandonado sus habituales tertulias, o alguien que se habría equivocado de puerta.

Pero el extraño silencio de espera, después de la única llamada, era apremiante. Sabía que el otro aguardaba, seguro de lo que buscaba y de que él estaba dentro, cobijado en la oscuridad. Se imponía más que si sus dedos no hubiesen soltado el timbre.

La tensión se le hizo insoportable y le obligó a levantarse, En cierto modo se identificaba con la de la atmósfera, enrarecida, saturada de electricidad.

Cuando abrió, dudó por un momento si no le habrían engañado sus oídos. La escalera estaba a oscuras, pues en esa época del año el portero la alumbraba más tarde y no había adelantado su hora porque la tormenta hubiese precipitado el crepúsculo.

Poco a poco, la sombra se dibujó ante sus ojos, recortándose con una negrura más profunda, contra los escalones que se hundían en las tinieblas. Le pareció muy alto. Más tarde, cuando sobrevino su desgracia y tuvo tiempo de sobra para analizar sus recuerdos, trató muchas veces en su confusa y extraviada mente de analizar el por qué de esa impresión. En realidad la altura del visitante era casi idéntica a la suya y, al entrar en la habitación con paso resuelto, creyó en un instante de escalofrío que era su propia sombra la que, independizada, se deslizaba sobre la blancura impoluta de la pared.

Sin una palabra de saludo, le tendió un ligero abrigo negro, que llevaba echado por encima de los hombros como una capa. Intuyó en el gesto una conexión de cortesía, al entregarse algo suyo. Le extrañó que estuviese completamente seco, a pesar de que desde hacía un rato había comenzado a caer una llovizna fina y continua, atravesada por fulgores cada vez más próximos, seguidos casi de inmediato por el estampido del trueno. Palpó extrañado la frialdad del tejido, ausente de calor humano.

Habría venido probablemente en coche, aunque tenía la certidumbre de no haber oído el chirrido del frenazo delante del portal, el fragor de la tormenta lo habría cubierto. Aún así, tendría que haber corrido para cruzar la acera y no estaba sudoroso y agitado, su respiración en el silencio del estudio era inaudible.

No sintió temor alguno de que fuese un malhechor, había en su presencia algo inquietante que producía una vaga desazón, pero no miedo. Bien sabía él que no vendría a robarle, porque allí no había nada digno de ser robado. Sin embargo, un presentimiento tan huidizo como los relámpagos lanzó una llamada de aviso para ponerle en guardia, con un sobresalto del corazón. Aquel desconocido venía a llevarse lo único que valía la pena.

Con la voz ronca, demasiado fuerte, que nos suena a nosotros mismos como la de un extraño, del que ha permanecido muchas horas en silencio, le preguntó:

–¿Qué desea? ¿Está seguro de que es a mí a quien busca? –el otro no contestó– Voy a encender las lámparas para que nos podamos ver las caras, creo que somos desconocidos.

Dio unos pasos titubeantes en busca del interruptor, entonces se encenderían a la vez todos los rincones, con estudiada luz indirecta, para conseguir un efecto teatral, y podría desenmascarar al visitante, amparado en el relampagueo ocasional de la tempestad.
–No es necesario –le interrumpió aquel– Igual podemos hacer nuestro trato en la oscuridad.

–Si ese es su gusto, no tengo nada que objetar. Yo también prefiero permanecer a oscuras, desde hace una temporada me dañan a los ojos los resplandores vivos.

–No me extraña, ha debido ser para usted una experiencia terrible; en parte ése es el motivo de mi visita. Debo ser rápido –añadió–, tengo el tiempo justo, he de estar enseguida de vuelta.

Hablaba con voz sosegada y lejana, y aunque sus primeras palabras le habían inquietado, el ritmo pausado le calmaba a pesar suyo.

–Si lo desea, me sentaré un momento. Veo perfectamente esos dos sillones, junto a la ventana, preparados para nuestra entrevista.

Sin un titubeo se dirigió hacia ellos, ignorando los obstáculos. El pintor, en cambio, tropezó con un atril, en el que solía dejar abierto un antiguo misal, iluminado con iniciales retorcidas, y maldijo en voz baja cuando cayó con estrépito al suelo. La tormenta había dado un paso más hacia delante y la lluvia caía a torrentes. Los súbitos resplandores violetas eran casi continuos e iluminaban la cara del extraño. Le recordó esos rostros que desde lo alto, en las vidrieras de las catedrales, dejan pasar la luz a su través y desgarran las tinieblas, los transparentes rasgos enmarcados y endurecidos por los gruesos trazos negros del plomo. El cabello era de un blanco resplandeciente, parecido al fino plumón que crece bajo las alas de los pájaros marinos, y hacía un efecto extraño en esa cara sin arrugas y sin edad.

–Perdóneme este desorden –consiguió tartamudear, en un esfuerzo por romper el silencio–. Soy aficionado a reunir baratijas, que compró después de muchos regateos a esos anticuarios que exponen sus mercancías en la misma acera. Lo mismo falsos Budas que falsas Biblias. Todo me atrae, y nada vale, por eso no me agacho a recogerlo.

Su risa le sonó a él mismo fuera de lugar, aquel hombre le inquietaba, le inspiraba un miedo frío. Era distinto, demasiado seguro entre la sombra, identificado con ella.

-Vengo a comprarle el cuadro que ha terminado esta tarde -cortó el desconocido.
-Pero, ¿cómo conoce siquiera su existencia? No he hablado a nadie de mi obra -el miedo se iba transformando en pánico, y tuvo que apretar las manos empapadas en sudor frío para contener el impulso de rechazo y huida. Es algo muy mío, no lo podría comprender usted ni yo sabría explicárselo, aunque lo intentara.

-Lo sé -le interrumpió el otro, alzando imperativo una mano, muy larga y muy blanca, como tallada en marfil por el cuchillo del relámpago-. Y por eso voy a pagárselo bien, mucho mejor de lo que conseguiría por muy alto que sea tasado.

-En este caso no me interesa el dinero, cosa bastante extraña en mí -contestó con una risita forzada.
-Voy a pagárselo en oro -insistió el visitante-. Escuche.

Deslizó sus dedos en los bolsillos y el tintineo del metal sonó maravillosamente a los oídos del pintor.
-Son monedas muy antiguas, algunas todavía tienen el polvo de tumbas cerradas desde hace miles de años. Valen mucho más que su peso real y hay un buen puñado. Tendría suficiente dinero para el resto de los días, no dispondrá de tiempo para gastarlo.

Aquello sonaba a velada amenaza, no tenía que dejarse amedrentar.
-De niño -replicó, tratando de refugiarse en la burla- leía cuentos en los que el oro se transformaba en escoria y cenizas después de cerrado el trato.

A él mismo le sorprendió lo ridículo de la respuesta, pero aquel personaje era tan insólito que las frases absurdas podían parecerle naturales. Además, ¿acaso no lo estaría soñando? Tal vez fuese una alucinación que acabaría por borrarse, igual que pasarían las nubes borrascosas cuando hubiesen descargado. Y si era real, pensaría que estaba loco. Verdaderamente, el dolor de cabeza se hacía más y más insoportable, y ya le resultaba muy difícil discernir entre la confusión de las percepciones reales y esas otras imágenes que escapaban por algún pasadizo oculto de su cerebro. Se restregó los ojos fatigados, el hombre permaneció, significativo y tangible.

-¿Sabe usted lo que ha pintado?
-No tiene ningún sentido. -¿Para qué iba a molestarse en dar explicaciones a un desconocido?-. Pero, ¿usted lo sabe acaso?
-Yo tan sólo he sido enviado como comprador, soy agente de otro.
-Estoy decidido a no vender, puede ir a decírselo, es mi última palabra.

-En ese caso no insisto más -replicó el visitante, al tiempo que se ponía en pie-. Estaba seguro de que no vendería, aunque el oro es auténtico y a usted le ha interesado más que nada hasta ahora. Por mi parte, opiné que era un intento desesperado e inútil. A usted le habría convenido el negocio, pues éste está destinado a ser su último cuadro. En fin, ya otra vez fueron advertidos y no supieron ver, pobres criaturas con ojos ciegos en el alma.

Con pasos seguros se dirigió a recoger su abrigo, que el pintor había dejado sobre un arcón, junto a la entrada. Sus pasos se deslizaron sin ruido por la escalera. La puerta quedó entreabierta a su espalda, y a través de la rendija penetró una corriente de aire frío. Después se cerró con un golpe seco, que sacudió los nervios del pintor como si marcase un jalón en su vida. Pero nada quedaba del visitante en la habitación, ni un vago olor, ni el eco de su voz, ni tan siquiera la huella de su cuerpo impresa en los almohadones del sillón.

La tormenta había pasado y la luna azulada iluminaba hasta el último rincón.
Con las manos extendidas, se dirigió hacia el cuadro, casi lo acarició, con temor a emborronar la pintura húmeda. Lo contempló largo rato; bajo aquella luz que sembraba sobre él polvo plateado, los colores no eran tan insoportables.

¿Cómo habría llegado al conocimiento de ese desconocido? Sintió que volvía el escalofrío, se sirvió una copa y se la bebió de un solo trago. Después se alzó de hombros, decidido a olvidar.
Iba a ser un éxito. De eso, al menos, estaba seguro.


Y la desconcertante visita se fue borrando de su recuerdo, era ya solamente una cicatriz un poco irritante en el tiempo de las tormentas.
Cuando la pintura estuvo bien seca, la barnizó cuidadosamente y encargó un marco apropiado. Un sencillo listón gris.

En la Exposición fue un éxito, la crítica no comprendía aquella evolución brusca de su estilo, algunos comentaristas hicieron reír amargamente al autor de la obra, y hubo un niño que se echó a llorar al mirar el cuadro, refugiándose entre las faldas de su madre. Ganó el premio y fue adquirido por el Museo de Arte Moderno.

Allí fue instalado, con mala luz a juicio del pintor; o tal vez sería que se negaba a reconocer que la debilidad de su vista iba en un aumento progresivo y continuo, aunque el dolor había desaparecido desde que dejó de pintar. Y el cuadro, desde su rincón, siguió hablando su lenguaje desconocido y abstracto, que nadie era capaz de interpretar.

Ya no se podía ganar la vida con sus antiguos retratos, las imágenes huidizas del despertar no se concentraban, ahuyentadas por su conciencia en guardia.

El Museo no tenía muchos visitantes y los críticos se iban olvidando de él. Puede que el cuadro llegase a ser una ilustración más, a todo color, si es que eran capaces de reproducirlo, en un libro de Historia del Arte. Era expresivo e inquietante, pero no tenía valor de símbolo. Su técnica. Su técnica, conseguida con tales esfuerzos, había marcado un hito, pero no tenía seguidores. Nadie podría captar ese color indefinido y sin embargo atronador como un toque de mil trompetas; metálico y fermentado por el tiempo, refulgente desde el interior y apagado como un rescoldo. Y el abrumador círculo central rojo era más terrible que los alucinantes soles de Van Gogh.

Pero él, mientras, vivía en la miseria.
La mujer de la limpieza se cansó de reclamar su salario atrasado y no volvió. Casi a tientas, ponía un poco de orden en el estudio, y acabó por amontonar las estatuas contra las paredes para abrirse un camino seguro. Sentía sus miradas vacías acecharle, en continua centinela. Comía descuidadamente alguna lata de conserva y mendigaba a los antiguos amigos para poder beber, y comprar las pastillas que le proporcionaban alguna hora de sueño.

Un día salió como siempre, al atardecer, cuando la luz ya no hería con tanta fuerza sus retinas y era casi soportable.

Era ese momento en que se encienden los anuncios luminosos para gritar consignas idiotas, dibujando figuras geométricas de tortura. Evitaba alzar la mirada del suelo. Las antenas de televisión dibujaban signos de una escritura aún no descifrada contra el cielo rojizo del atardecer, tal vez algún mensaje de aviso que era preferible ignorar.

Las gentes salían de su trabajo, ajenas a su propia existencia, engranaje sin sentido en la gigantesca maquinaria de la ciudad. Los coches formaban una cadena continua y los árboles secos olían a polvo estéril.

Gente con los rostros huraños y hostiles, apresurada y preocupada. Caminaban al igual que él, con las cabezas bajas, sin levantar la vista del suelo.

De pronto hubo un cambio brusco en la luz del atardecer que para él significó un momentáneo descanso, pero en ese mismo instante se encendieron los focos del alumbrado publicó y pasó desapercibida. Se levantó un viento helado y la muchedumbre aceleró el paso, hacia el refugio de las madrigueras, los bares, los cines o los simulacros de hogar.

Alguien, seguramente un solitario, alzó los ojos más allá de los tejados, en busca de los nubarrones y las estrellas lejanas. Su repentino aullido paralizó el tumulto de la calle; su mano señaló hacia lo alto, en un último gesto de aviso desesperado.

Después, el estruendo de los bruscos frenazos, de los automóviles que chocaban, de las ventanas que se abrían con violencia, saltando de los goznes. El chillido unánime de las ratas acorraladas que se atacan, sin encontrar un camino por donde huir cuando se hunde el barco.

Empujado por la resaca del pánico, se apoyó contra un muro, aferrándose con las uñas a los salientes de la piedra para no dejarse arrastrar, y alzó a su vez los ojos medio ciegos hacia el cielo olvidado. Y vio, porque aquello había sido grabado en su cerebro para siempre, hasta el fin de sus días.

En el último instante, cuando ya era demasiado tarde, supo que sus manos habían sido el instrumento ignorante que transmitió el aviso.

Ahora, abajo, el silencio era absoluto y los rostros, fascinados, resplandecían con la luz final. Muchos esperaban de rodillas.

Las palabras del Apocalipsis resonaron en su interior, no sabía si con su propia voz o con la del desconocido que un día le visitara:
«LA LUNA SE VOLVIÓ COMO DE SANGRE, Y LOS CIELOS SE CERRARON COMO UN ROLLO DE PERGAMINO... »

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