(Este relato fue publicado en la revista NUEVA DIMENSIÓN, nº extra 5, enero 1971, p. 67-90, publicación de la cual lo hemos transcrito.
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© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.
¿La mañana era lo peor? Un interminable tiempo en el que aquel mundo yacía, completamente blanco, y no podían mirar al cielo porque el sol les habría devorado los ojos; no era dorado como el de la Tierra, que ya apenas recordaban. Un inmenso globo que flotaba lento, pesado, en un infinito tan terriblemente vacío, espeso como un océano de luminosa leche. Derramaba cataratas de llamas opalinas sobre los árboles gigantescos, abrasaba a esas flores que chupaban el cieno, tan grandes que habrían podido servir de mesas o sillas si no fuesen ya demasiado ajenas a lo humano.
Hasta el atardecer, resplandeciente niebla abolía los colores. Estaban obligados a permanecer inmóviles, sin defensa, en cualquier madriguera de tierra excavada, cubierta con hojas podridas; sofocados, intentando respirar ese aire pegajoso como gelatina, fétido, de sabor dulzón, igual que si buceasen en agua estancada a punto de hervir.
Las horas se estiraban en un ensueño por el que flotaban, aletargados. A veces se contaban historias con un cuchicheo jadeante o se intercambiaban fantasías sin palabras. (Papá tiene el oído muy fino y está siempre alerta, es lo único despierto en este mundo tan silencioso. Papá siempre necesita ayuda).
Cuando sentían que no podrían soportar más, exhaustos sobre el barro seco, boqueando como peces varados, venía por fin la tormenta. ¿Peor? Un cambio, al menos.
Allá donde debía estar el horizonte, oculto tras la jungla, se alzaban unos enormes monstruos que habían permanecido agazapados para rechazar al sol. Negros, pardos, cambiaban de forma al girar y tan pronto eran solo puños que restallaban látigos de un centelleante violeta, como dragones que vomitaban fuego de un lívido azul, o demonios con los vientres desgarrados de los que brotaban entrañas borboteando sangre incandescente, y todas aquellas formas rugían, aullaban, escupían contra el disco ciego.
Después venía la lluvia, caía a torrentes y acababa de borrar lo blanco, tan odiado, tan terrible.
Pero la lluvia también era un tormento, miles de martillos que machacaban contra el barro. Al principio, fascinados por el horror de la tormenta, se habían dejado sorprender por su ataque, pero ya sabían adivinar el momento justo en que se abrirían las compuertas y se precipitaría contra ellos. Además, era un torbellino que daba la vuelta al planeta, ávido como una jauría que acosa a una bestia torpe. Pronto, solo quedaba su recuerdo: árboles tronchados, pétalos del tamaño de alfombras que tapizaban el suelo de un púrpura consolador.
Algún humo amarillo aquí o allá, donde golpeó el rayo.
Entonces los niños podían al fin salir de su cubil y llenarse los ojos de imágenes maravillosas: la brisa mecía plumajes verdes, palios de encaje tachonados de diamantes flotaban en el aire. El cielo era un espejo de bronce bruñido y en su fondo giraban unas espirales plateadas, con vuelo suave. ¿Acaso pájaros? Eso decía Lone, aunque jamás vieron un ser vivo en ese mundo. Lani prefería pensar en hadas, ángeles, copos de nieve, aunque ninguno de los dos sabía el significado de esas palabras mágicas, imaginar tan solo.
El viento traía una melodía que parecía murmurarles desde el fondo de los cañaverales y de los charcos, de los jirones de niebla que se alejaban. Era una llamada furtiva, secreta, que no podían localizar, como si el mundo entero les apremiase.
¡Y cuántos arcos iris! No uno, ni dos, ni seis, docenas que se entrecruzaban, policromos puentes que saltaban por encima del miedo, siempre presente en el recuerdo.
Hablaban en un tono un poco más fuerte, antes de que viniera la noche. Durante esta tregua cotidiana hasta se atrevían a comentar sus pesadillas en voz alta.
–Lone –rogó Lani–. Dime, ¿cómo te imaginas que sería una madre de verdad? Lo he estado pensando antes.
–Yo lo soñé.
La madre. Su obsesión. La búsqueda. Habían tenido muchas madres, unas duraron solamente horas, otras aguantaron meses. Pelirrojas, platinadas, con trajes ceñidos y pestañas postizas, uñas como garras, máscaras pintadas tras las que cambiaba el color de los ojos pero no la mirada de sapo, máscaras de cartón que sabían arrugar la nariz como si el olor de ellos les ofendiera. Algunas más fofas y viejas) con trajes raídos, brazaletes de hojalata y piedras de colorines. Dependía, según decía papá, de cómo anduviesen de dinero.
Se empeñaban en lavarles y ordenar los rebeldes mechones de pelo, las había que hasta los besaban y los apretujaban contra su carne húmeda, esas eran las peores. Otras se encerraban en el dormitorio, se hacía el silencio; el sobresalto de oír una botella que se rompe o la angustia de soportar ese jadeo de animal cansado. Era un alivio cuando papá llegaba a sentir aversión por ellas, abría la puerta y una de dos: o les daba un puñado de esos papeles arrugados y sucios que las ponía contentas o las arrojaba a empellones. Se marchaban siempre, de todas formas. Era un alivio, pero volvían, distintas, iguales.
–Verás –continuó Lone–; Yo no sé pensar viéndolo todo claro, de repente. Cuando se piensa en una calle... ¿Recuerdas casas, coches, gentes? Yo primero veo una raya gris, cuadrados más oscuros a un lado y a otro. Si pienso en mamá, veo una mancha roja, tan grande como un charco.
Se habían sentado para charlar, medio ocultos por una flor escarlata parecida a un quitasol de puntas arqueadas. Fumaban acurrucados. Siempre recogían las colillas de papá, las preservaban de la humedad en una bolsa de plástico y sabían liar cigarrillos con papeles viejos. Tenían un gusto amargo y dolían en los pulmones, pero así se podía fingir aplomo, como hacen las personas mayores.
–¿Por qué? –preguntó Lani–. Yo, si pienso en un tigre, lo veo con ojos de esmeralda, rayas naranja y negras, que se mueve así –deslizó la mano sobre las hojas podridas, con un movimiento delicado y maligno–. Te enseñaré a ver por dentro.
–No es eso –Lone chupó pensativo y carraspeó–. Es que ya sabes. No se debe hablar de eso, son cosas prohibidas, pero papá dice que nacimos los dos a la vez y luchábamos dentro del vientre por salir primero y mamá murió por culpa nuestra. Papá no podía pagar, el médico no acudió y mamá sangraba, sangraba, hasta que se quedó vacía.
Ya estaba dicho, escupió hacia el charco.
–Por eso nos debe odiar tanto, nos tiene que llevar con él y se lo estamos recordando siempre.
–Dice que antes había asilos, debía ser estupendo, ¿sabes? Dentro vivían sin padres.
–¡Bah! –Lani alzó los hombros con desprecio–. Estás loco si crees que iban a dejarnos solos a los chicos. Siempre habría hombres y mujeres viejos para vigilar y mandar, aunque no fuesen verdaderos padres. Y además –continuó, volviendo a su primera idea– él dice que me parezco a mamá. Imaginar para mí es más fácil, puedo ver mi reflejo en el agua.
Se inclinó sobre el charco e hizo una mueca a su imagen. Lone le lanzó una ojeada crítica.
–¿Pues sabes una cosa? Tienes la cara de esta forma –dibujó un triángulo en el aire con el índice–, los ojos verdes con chispas doradas y el pelo rojizo. Mamá debía tener el aspecto de una bruja.
–Y tú eres tan oscuro y tosco como papá, por eso a ti también te aborrece. Yo como ella, tú como él, siempre delante. Mejor esconderse.
Trataron de reír, pero a los dos les temblaban los labios, casi en un sollozo. Reír acaba por ser tan difícil, cuando se han releído los mismos cuentos hasta que las hojas mugrientas se deshacen, y se han hecho y se han roto muchos muñecos iguales, con astillas y cartón de embalaje.
Los dos tuvieron a la vez la misma idea, eso era frecuente en los gemelos, lo aceptaban como cosa natural.
–Leer...
–Encontré una vieja revista infantil, entre los libros que le permitieron cargar a papá en la nave. La tengo escondida aquí, debajo de la camisa. No se ha mojado.
–¿La miramos? Rápido o vendrá la noche.
–Yo la he hojeado ya. El no la echará de menos, es muy antigua, de un tal Walt Disney. Será de cuando él era pequeño.
–El nunca fue niño, por eso no nos deja... ¡Trae acá!
Pasaron las horas en silencio.
–¡Bah! –dijo Lone–. ¿Ves como es idiota? Estos animales que llevan guantes blancos para ocultar que tienen zarpas y no manos. ¡Fíjate! Roban, se persiguen para quitarse cosas que no pueden comer, mienten. Igual que personas. Yo no creo que una bestia sea capaz de mentir.
–Es mucho mejor «La isla del doctor Moreau» de ese Wells –dijo Lani apartando la revista con gesto remilgado–. Ahí por lo menos no quieren ser hombres, y aunque el viejo les dé latigazos hacen lo que es natural: desgarrar, morder, matar, pero no quieren mentir ni andar en dos patas. Papá me quitó el libro. Va y dice que era morboso y no nos convenía, podía dañar nuestras mentes. ¿No te divierte que diga eso? Busqué la palabra en el diccionario.
–¿Y qué? –inquirió Lone con avidez– Ya sabes que las palabras y yo...
–Pues... –Lani guiñó un ojo maliciosamente– morboso es... lo que es él.
–Claro, igual que sus libros. ¿No los escogió? A nosotros no pudo elegirnos en un estante y tiene que soportarnos tal como somos, pero a los libros sí.
–Está oscureciendo. Hay que volver a casa. –La niña bajó la voz y miró a su alrededor con aprensión– Empezará lo de las plantas.
Los dos se estremecieron y, con idéntico impulso, se pusieron en pie y comenzaron a correr, cogidos de la mano. Las piernas flacas y atezadas se movían al unísono, esquivando los obstáculos como dirigidos por un solo control.
¿Es que acaso la noche era lo peor? Una enemiga siempre en vela, al acecho, la noche de este mundo que papá se vio obligado a aceptar, de este infierno, como decía él, al que los trajo porque no tenía otra solución.
Las plantas se movían con ese impulso salvaje de crecer y crecer, se abrían de pronto esas flores con estambres largos y rectos, iguales a cirios fosforescentes, reventaban frutos rojos con espantoso aspecto de vísceras. De ellos se desprendían las hojas podridas, viscosas, que se pegaban al cuerpo como harapos de sudarios; en los troncos aparecían enormes llagas, donde los hongos se apresuraban a devorar la madera viva, las lianas azotaban en busca de una presa para enroscarse y las raíces tendían trampas. Toda la jungla exudaba un fétido aliento de corrupción y gestación. Sin el alivio de un grito de pájaro, de pasos que chapotean en el barro, de ojos que brillan, únicamente tentáculos tanteando en las tinieblas bajo un cielo como un paño mortuorio extendido sobre un cadáver. Sin luna, sin parpadeo de estrellas. En el silencio negro, las plantas murmuraban, secreteaban, chupaban el cieno con ansia, antes de que el sol las aplastara con el peso de su incandescencia; Desde las ventanas del hangar veían los árboles, ronda de fantasmas que avanzaban cuando papá se volvía de espaldas.
Así siempre, sin respiro ni esperanza, salvo la tregua maravillosa del atardecer, tras la tormenta. Y ni siquiera la podían saborear con sosiego, porque estaba tendida entre dos pánicos iguales: el blanco y el negro.
Al principio, cuando aún estaban allí otros hombres, lucharon todos juntos contra la selva. Durante el día permanecían refugiados en la nave, discutían, se peleaban, irritados por el aire sofocante y el encierro. Por la noche, se unían en el odio común a la jungla. Traían lanzallamas e intentaron una y otra vez abrir un claro; los árboles se retorcían como columnas salomónicas de chispas doradas, almas condenadas de gigantes, sobre un tormento de brasas. Después, bajo la alfombra de cenizas, las raíces profundas, fertilizadas por la muerte de los troncos, se vengaban. La muralla implacable se volvía a alzar y los hombres dejaban caer los brazos, impotentes.
Algo de mucho valor debía yacer escondido en el vientre del planeta, para que forcejearan así por arrancarlo a sus guardianes vegetales. Los niños no sabían qué podía ser pero fabulaban sobre ello, cuando sus mentes entrelazaban sueños en las horas de modorra.
Habían oído que, en el espectro del planeta, se descubrió un elemento agotado en la Tierra. Lani decía que en un cuento de Dickens se aparecía un espectro de un hombre, que estaba muerto desde hacía muchos años y olvidado dentro de un armario; este mundo sería tal vez un cofre enorme del que surgiría un inmenso fantasma verde para buscar a su asesino: el sol.
O acaso bajo la tormentosa vida de la selva estuviese enterrado un tesoro y el cieno negro ocultase un mosaico de piedras preciosas: esmeraldas, rubíes, topacios, amatistas, que solo con nombrarlas ya brillaban.
Pero Lone escuchaba con más atención e imaginaba menos; era un elemento químico lo que buscaban. La Química pertenece a la realidad del mundo de los mayores; el que lo consiguiera tendría mucho poder, sería el amo de los demás, porque podría fabricar la muerte para todos. A uno de los hombres se le ocurrió la idea, destruir las raíces era tan sencillo después de todo, bastaba impregnarlas de sal. Trabajaron con excavadoras, bajo la luz de los focos. Pronto abrieron un gran claro, instalaron el hangar y descargaron la nave. Al principio hasta funcionaba constantemente un acondicionador de aire, no se ahorraba el combustible.
Acabaron agotados, un día se secaron por última vez el sudor que les corría por las caras lívidas, con las manos agrietadas, y cambiaron una mirada. Papá comprendió, gritó injurias contra ellos. Le volvieron la espalda y subieron a la nave. Todos tenían allá, muy lejos, tras el cielo negro, un hogar con un umbral aguardando sus pisadas.
Papá prefirió quedarse y fue abandonado con unos sacos de provisiones y alguna máquina casi inservible, igual que el hombre vestido de pieles de cabra de «La isla del Tesoro».
Prometieron volver, le daba igual. Él no tenía casa, jardín, mujer manejando aparatos para lavar, pulir y cuidar cosas inútiles, siempre había sido un vagabundo. Cavaría como un perro hasta reventar o triunfar, si se les ocurría volver para arrebatarle el botín enseñaría los dientes. Y se quedó solo, con unos libros amarillentos que no leía nunca porque fueron de ella, como eran de ella también esas dos criaturas a las que nunca quería mirar de frente. Observaba a los niños de reojo, sintiéndolos aislados de él, como reflejados en un espejo. Y ese espejo era la muerte que se llevó a la madre. Algunas veces la pared invisible se derrumbaba, era un alivio. Podía alcanzar sus cuerpos huidizos con sus brazos largos y golpearles, para conseguir el descanso y saborear una botella serenamente, sentir como el licor arrastraba hacia el fondo del pecho la soledad, las palabras contenidas. Luego, los niños volvían a pensar en la muerte, sin saberlo ellos mismos, mientras construían arcos con cañas y aguzaban ramas para hacer espadas, como todas las crías humanas, que llevan en la sangre el germen de la destrucción como un demonio insaciable.
Se volvía a levantar el muro y se acechaban de uno a otro lado; las palabras lo atravesaban, pero desintegradas, desprovistas de sentido y sentimientos, sin alma. Las soportaban, fingían comprenderlas. Trabajaban toda la noche, sembrando la sal, como autómatas sacudidos por la trepidación de la excavadora, disueltos en el continuo zumbido, incapaces de intercambiar mensajes o ensueños mudos. Al amanecer, estaban a veces tan agotados que no se sentían con fuerzas para escapar, y seguían al padre, que cerraba la puerta para dejar fuera la bestia blanca.
Dormían en el silencio. En sueños se reunían en una zona crepuscular donde las palabras tenían una claridad imposible durante la vigilia. Los niños gritaban su terror, compartían las pesadillas y podían reírse. El padre, dormido, dejaba de ser una constante amenaza, y aunque los gemelos, abrazados, no eran más que dos criaturas sin defensa, estaban seguros y eran libres.
La jungla corría a su lado. No sabían qué impulso les acuciaba hacia el claro donde se alzaba el almacén, porque el miedo a la oscuridad casi se equilibraba con el temor al padre. La idea de hogar era tan remota para ellos como el parpadeo de las estrellas, ausente en aquel mundo. Solo en lo más profundo de sus mentes, junto a la sombra de la madre, podían dejar de ser imposibles la casa que ampara y la luz que no ataca.
Jamás se marcaba un sendero y no existían puntos de referencia en la vegetación que continuamente se renovaba; debían procurar no alejarse demasiado y permanecer al mismo tiempo fuera del alcance del padre. Sabían que estaban cerca del claro y se deslizaban entre las hendiduras de la vegetación en el silencio infinito, convirtiendo en su imaginación a los gigantescos árboles en aves de presa que les acechaban. Y luego estaba esa llamada angustiosa de la que nunca habían hablado. ¿Era musical? No tenía melodía, se asemejaba a una vibración del aire espeso, una ilusión que zumbaba muy lejos o murmuraba pegada a los oídos, aquella noche un poco más fuerte, casi tan real como un crujir de seda, un tamborileo de dedos, la tensión que flota y asciende cuando se ha parado un coro de voces. Un susurro espantoso y muy dulce. En ese arrullo del crepúsculo intuían una nota falsa, igual que en el tono meloso de voz con el que les hablaban las personas mayores cuando las molestaban.
De pronto, esos sonidos apenas intuidos se hundieron en el estruendo de la perforadora, de una realidad sacrílega; las luces de los focos atravesaron las grietas de la selva y los pasadizos negros se vistieron de un resplandor sobrenatural, de un verde fosforescente en el que flotaban burbujas perladas y columnas de vapor, los charcos se transformaron en espejos con reflejos de sangre, cuando el viento mecía las orquídeas.
Papá iba a trabajar esta noche; desde que se fueron los otros, tan pronto desarrollaba una actividad frenética como permanecía sentado a la entrada del almacén, gritándoles órdenes, o se apartaba a un rincón, fingiendo trastear en algún aparato inutilizado, sin hablar durante toda la noche, con rostro vacío e inexpresivo, mientras en su interior se acumulaba energía que amenazaba en el silencio.
Entraron con aprensión en el área del claro, emergiendo de la marea vegetal, y se quedaron esperando cogidos de la mano, justo al borde de las oleadas que iban a extenderse sobre el barro.
Papá levantó la cabeza y les sonrió; comprendieron que había bebido, podía sonreírles. Lo que esto significaba les retorció las entrañas, volvían a estar encadenados, su sangre les obligaba a obedecer.
Se acercaron lentamente, sin poder apartar la mirada de los ojos grises, precavidos contra el golpe, y le devolvieron una mueca, torciendo la boca en un intento de congraciársele.
–Se acabaron las escapadas, no va a haber más vacaciones.
La voz era demasiado alta, con un tono de burla que daba frío. Sintieron que se les erizaba la piel y afirmaron con la cabeza, aguardando con fingida mansedumbre, como los animales de circo esperan las órdenes sin sentido del domador, mientras dentro late el odio.
–Está bien, así me gusta –apartó de un puntapié una rama muerta, para darse aplomo–. De ahora en adelante, trabajaremos de firme en cuanto descargue la tormenta. El día es imposible.
Se pasó la mano por la frente para borrar el recuerdo de las interminables horas blancas.
–Empezaréis ahora mismo a traer los sacos de sal... No, mejor será que cenéis antes algo. Tenéis cara de enfermos, no habréis comido esas asquerosas frutas...
Negaron con un gesto y corrieron a escabullirse por el pedazo de lona, alzado a modo de puerta.
Dentro volvieron a ser ellos mismos, la tensión de los hilos que les unía como marionetas al padre se había aflojado un poco, y la trepidación de las máquinas acabó de aislarles.
Olía a grasa de cerdo y café, sobre la mesa plegable había una fuente con salchichas fritas y ya frías y un termo lleno de líquido espeso y negro, parecido al cieno de la selva. Tenían que permanecer despiertos y alerta, el trabajo iba a ser duro.
–Helado de fresa, crema de chocolate con nata, caramelos de menta –recitó Lani mientras cogía una salchicha con los dedos pringosos.
–Tarta de cumpleaños con guindas rojas y almendras para el Sombrerero Loco –completó Lone.
–Y pudding de Navidad. Dime. ¿Te imaginas a qué sabrá eso?
–A Dickens.
–Entonces yo prefiero tocino salado, galletas y ron, igual que los piratas de Stevenson.
–Un sandwich de pollo y lechuga fresca, somos el Topo y la Rata –canturreó Lani sin hacerle caso–. ¿Te sirvo limonada?
El café abrasaba la garganta y estaba amargo, imposible soñar. Lo aceptaron, tenían que vivir en el mundo que no habían podido elegir.
–¿De qué sirve? –dijo Lone, encogiéndose de hombros– Hay que ayudarle.
–Vaciar los sacos en las fosas, cargar una y otra vez. Nos vigilará.
–Hay que decidirse.
–Huiremos mientras duerma.
–¿A dónde? Nos moriremos de hambre. Escaparemos de él, pero no de la luz blanca, los rayos azules, la noche que crece y te envuelve.
–Calla. Caminaremos al atardecer, cuando se tienden los arcos iris. Nos llevaremos latas de conservas y cuchillos para abrirlas y para cortar las lianas. ¿Tú no has oído la llamada?
Se miraron cara a cara; nunca se habían atrevido a hablar de ella, por el temor a hacerla real.
–¿Crees que es algo malo? No nos grita, no manda.
–Bueno, mejor no pensarlo.
El plato estaba vacío y afuera papá aguardaba, no se habían dado cuenta del repentino silencio. Se estremecieron, cogidos en falta. Le sentían tan tremendamente vivo bajo los focos, montado en su máquina dispuesta para destruir.
No hubo pausa en toda la noche, las raíces se retorcían como serpientes negras, bajo la continua lluvia de sal que caía sobre ellas para envenenarlas.
El sol saltó sobre ellos de improviso, escupiéndoles ascuas ardientes. Huyeron trastabillando, deslumbrados, tanteando sin encontrar la entrada del hangar. Bajaron la lona para dejarlo afuera, sus rayos como dedos de fuego les buscaban entre las rendijas. Se dejaron caer en los catres y se taparon la cara con las manos. Lentamente pasaron del letargo de agotamiento vacío, un eco lleno de dolor, al alivio y la tortura de los sueños, por los que se dejaron arrastrar, aplastados bajo el aire espeso que aún olía a grasa.
El vendaval precursor de la tormenta vino y pasó sobre el almacén, sacudiéndolo con sus puños de gigante; redoblaron los tambores de los truenos, las nubes reventaron en cataratas y la sal se disolvió para transformar la savia en ponzoña.
Los niños despertaron y se incorporaron, ausentes de la realidad, perdidos aúnen su laberinto de pesadillas. Habían estado deslizándose juntos por un río plateado de mercurio, que se deslizaba tan recto y tan rápido como la columna del termómetro cuando tenían fiebre, bajo un cielo de un azul imposible. Una mujer anciana, vestida de harapos, sollozaba en la orilla, oírla estrujaba la garganta. Alzó hacia ellos el rostro consumido, comprendieron que estaba muerta de sed y no podía alcanzar el agua de la vida. Detuvieron la barca entre los sauces y le dieron de beber en el cuenco de las manos, no se saciaba, una y otra vez tenían que correr a llenarlo, salpicando estrellas. Al fin se transformó en una muchacha de cabellos rojizos que les tendía los brazos. Sintieron un dolor lancinante en el pecho, sin saber que era la esperanza lo que podía hacer tanto daño. Ese anhelo que desgarraba por dentro, buscando el corazón. La voz de la mujer era un arrullo, extrañamente conocido, que fundía el alma helada.
Entonces estalló el primer trueno y retornaron al desamparo, al mundo en el que tan solo eran instrumentos del padre. Miraron en torno suyo con la vaga sensación de una pérdida irreparable, de haber caído.
Yacía tan cuadrado y sombrío, en un letargo de piedra que no se dejaba taladrar por el fragor de la tormenta.
Invocaron ayuda a ese fantasma que huía hacia el fondo de sus mentes, del que ya solo podían retener el resplandor de su aureola de cobre; la cara, el cuerpo, eran de niebla gris. ¡Que él mantuviera los párpados siempre así, cerrados! No volver a recibir el latigazo de la mirada.
Tenían el cuerpo agarrotado, todas las fibras de sus músculos eran dolor, el cansancio les traspasaba la médula de los huesos; esperaron acurrucados, con la garganta reseca, sin poder levantarse para beber y oyendo afuera el tormento de la lluvia, que se derramaba a chorros sobre la lona, al otro lado y tan cerca de sus bocas. Dos pequeños guijarros hundidos en el fondo de un océano de angustia, en los que solo quedaba la cualidad de dureza, la paciencia de los desamparados para la espera, sin esperar nada.
Papá seguía encerrado en su caparazón de sueño. ¿Qué sortilegio le mantendría dormido contra el ulular, rugir y gorgotear de la tempestad? Al fin los dragones grises se alejaron, pisoteando la maraña verde. Un tintineo de gotas más y más espaciado, un murmullo de hilillos de agua que se deslizan.
Él volvió la cara y el ritmo de su respiración cambió, masculló palabras ininteligibles que sonaban a amenaza, los niños se sobresaltaron y el miedo en el que habían estado sumergidos les penetró, el silencio que ahora rodeaba al hangar podía ser el toque de alarma que le despertase.
Entonces comenzó la llamada, más clara que nunca; se colaba por los resquicios, columpiada en las corrientes de aire, y era un gorjeo como el de esos pájaros grises que cantan a la luna, allá en el mundo en que nacieron y en los cuentos de Andersen, donde hay cosas tan sencillas; era una canción de cuna, un silbido de la brisa sobre las cañas, y no era un sonido. Nunca les había llamado nadie. ¿Seguro que era para ellos el mensaje?
–No podremos soportar otra noche igual –murmuró la niña al oído de su hermano–. Nos partiría en pedazos.
–De acuerdo. Es preferible huir; si buscamos tal vez encontremos un camino, hay que quererlo, las cosas solas no cambian.
–¿Le robamos comida?
–Las latas pesan mucho.
–Terrones de azúcar, tabletas de carne concentrada, tubos de vitaminas.
La llamada les envolvía en ondas de hechizo. No, no podía ser para ellos, pero si alguien silba también los perros sin amo se enderezan.
Las manos se afanaban, cautelosas, yendo y viniendo como hormigas que almacenan, hasta conseguir un montoncillo miserable, hurtado en los cajones. Miradas de reojo a ese bulto contra la pared, dedos temblorosos, hombros encogidos.
Lone hizo un paquete envuelto en un plástico y se lo guardó en un bolsillo del pantalón, taponaba el agujero que nadie cosía, no se podía escapar.
El padre bostezó y se restregó los ojos. Entonces o nunca. Corrieron hacia la puerta.
Afuera había comenzado la hora maravillosa. Los enormes abanicos de encaje verde, tachonados de estrellas fugaces, les saludaron con una reverencia. Las heridas negras de la tierra, colmadas en espejos temblorosos en los que se bañaba el cielo, aleteando como un gran pájaro dorado. Las flores anaranjadas, escarlata, lustrosas y moteadas como pieles de fieras puestas a secar, se sacudían el polen en nubecillas de lentejuelas. Muy alto volaban las espirales blancas, con la solemnidad de un rito religioso.
Entraron en la jungla de puntillas, cogidos de la mano; aunque no hubiesen visitado nunca una catedral, en el alma siempre quedan grabados los gestos necesarios. Tampoco podían saber que en la Tierra no se alzaron nunca templos para el diablo y que aquello era demasiado hermoso para ser aún bueno; caminaban a través del escenario para un pecado perfecto.
Bebieron el agua retenida en las hojas, parecidas a cuencos de cobre para ofrendas, y saciaron la sed; la selva se congraciaba con ellos, que habían trabajado para envenenarla.
La llamada tenía voz, aún muy lejana. Titubearon, tratando de orientarse y captarla. Ya no sentían miedo, ni dolor, ni cansancio. Hablaba con palabras humanas, reconocían en ellas un timbre familiar, como si las hubiesen escuchado antes muchas veces, en sueños, en la cuna.
Y la voz dijo:
–Os mandaré un guía, vais a perderos, pequeños cachorros.
Se estremecieron ante el milagro, pero sin asombro; esto tenía que suceder. Un día alguien les hablaría directamente, no por encima de ellos, no toda relación con los demás iba a ser siempre el odio, el temor, la desconfianza. Lo habían leído.
Uno de esos copos blancos que flotaban en el cielo se desprendió de la rueda y descendió suavemente, tranquilizador, con la lentitud de una hoja que no tiene peso.
Al crecer fue adquiriendo forma y se transformó en un animalillo que fue a posarse sobre un racimo de frutas disfrazadas de joyas, que apenas se balanceó.
Entonces sí que se sorprendieron, todo lo que los gemelos eran capaces de sentir positivamente. Se apretaron más las manos, con las bocas abiertas, sin atreverse a hacer el menor movimiento por temor de que se espantase.
Era un murciélago: todo su cuerpo estaba recubierto por un pelo más blanco que el del armiño, más que la idea del color blanco, diamantino en las puntas. En él hasta las alas eran blancas, no membranosas sino afelpadas de pelusilla que brillaba como las estrellas de nieve sobre un cristal; solamente los ojos eran dos rubíes engarzados en aberturas oblicuas, y titilaban bajo enhiestos mechones plateados; tenía orejas puntiagudas de felino, y los afilados dientes eran lo más blanco de todo.
–¡Oh! –exclamó Lani, hechizada– Nos sonríe como el gato de Alicia en el País de las Maravillas.
El murciélago erizó los bigotes, tan brillantes como hilos de árbol de Navidad, y gorjeó columpiándose, con las alas abiertas y los ojos de brasa clavados en ellos.
Entonces les pareció que toda la selva tendía cortinajes de colores nuevos más brillantes y que el aire era más fácil de respirar.
En el suelo había aparecido un sendero, que no estaban seguros de que antes existiera, y en él, bien marcada, la huella de un pie pequeño. ¿De niño acaso?
El mensajero alzó el vuelo y desapareció entre las lianas, con un aleteo fantasmal; los niños parpadearon, seguros de que iban a despertar en el odiado hedor a sudor y alcohol del padre, en el aborrecido olor a grasa de conservas recalentadas, otra vez encadenados.
Pero no, el animalillo volvió, tan rápido y silencioso como el haz de luz de una linterna. Se posó en el hombro de Lani y restregó la cabeza contra la mejilla de la niña; era tan caliente y tan suave, tan auténticamente real, el contacto producía un leve calambre que no llegaba a doler, tan solo sacudía un poco los nervios; mucho más tenue que cuando por descuido se toca un cable eléctrico por donde se ha pelado la cubierta protectora. Lone extendió los dedos tímidamente para acariciar el blando cuerpo, sintió a su vez la descarga y apartó la mano, sorprendido. Los dos rieron; nunca reían, y la carcajada retumbó tan insólita en las bóvedas verdes que sobrecogió, como si hubiesen cometido una falta.
–Debe vivir aquí otro niño –dijo Lone, señalando la huella– No son pisadas nuestras, la lluvia y la noche borran los senderos.
–La voz era nuestra voz.
–Y nos ha llamado pequeños cachorros, ya le enseñaré yo a ese –crispó los puños, con el mismo gesto de cólera, ávida de presa débil del padre.
–¡Estúpido! Vamos a hacerle una visita, igual que en los libros que cuentan la vida de verdad; la gente se visita y conversa. Tazas de té.
Volvieron a reír, encantados de compenetrarse en la broma.
–Guíanos.
Obedeció, igual que en los buenos sueños, y comenzaron a seguirle. El murciélago volaba delante de ellos, como una enorme mariposa nacarada; cuando marchaban despacio se volvía y se quedaba quieto, como si fuera una figura recortada en papel del que envuelve chocolatinas, pegada contra el verde sombrío. Les miraba con sus ojos encarnados de albino y enseñaba los dientecillos afilados, les sonreía.
No les extrañó cuando la jungla fue sustituida por una llanura de hierba alta. Aquí y allá se alzaban rocas azules, cristalinas, que acaso el viento había tallado en forma de símbolos de un culto secreto, arabescos y líneas geométricas imposibles de descifrar. Si hubieran sido hombres, les habría detenido la desconfianza, pero eran niños, y en su universo imaginario todo era admisible. Si estaban caminando por un cuento, ciertamente tenía un buen argumento, hasta ahora no había aparecido un hada bobalicona envuelta en gasas rosadas o una de esas princesas encadenadas por el ogro, que no huelen a mugre ni se les hacen llagas con pus donde los grilletes roen la carne. Era una historia lógica.
Al final de la pradera estaba el refugio, porque casa no era la palabra. Unos troncos negros, moteados de musgo, con una entrada triangular, sin ventanas
El murciélago atravesó la puerta con tanta seguridad como si desde dentro alguien recogiese un hilo invisible para atraerlo, igual que una cometa sin viento.
No eran altos para sus doce años, si no hubiesen tenido que agacharse para entrar.
Al principio, el contraste con la luz de afuera fue demasiado grande y temieron haberse quedado ciegos de repente; al irse acostumbrando poco a poco, percibieron con alivio que no era una oscuridad absoluta sino que les rodeaba una penumbra roja y caliente, que latía, como si la corriente de su impulso hacia lo fantástico les hubiera arrastrado hasta el interior de una víscera viva.
Olía a humo, a hierbas podridas, un vago relente a esas medicinas que se toman cuando hay tos y duele el pecho; a pomadas. Debía ser eso que en los libros llaman un perfume balsámico. Y el latido lo producían unas manos negras al golpear rítmicamente algo redondo, amarillo, reseco. No era un cráneo de gigante desenterrado sino un fruto de la jungla. Todo natural, no había que molestarse en sentir miedo inútil.
La voz que les había llamado susurró al lado de ellos. Sí, era la de un niño, idéntica a la de ellos, pero el que estaba hablando no tenía edad.
Era un pequeño ser arrugado, encorvado, que daba la sensación de ser borroso, de estar distante. A pesar de eso, se daban cuenta de que debía ser espantosamente viejo. Sus ojos opacos les observaban con una mirada todo lo antigua y sabia que hubieran podido tener unos ojos humanos, antes de convertirse en la de un idiota senil o pudrirse bajo tierra. El pelo, rígido como una diadema de púas, era blanco. Llevaba un vestido de abalorios gastados que destellaban suavemente y formaban una tela de araña sobre las rodillas afiladas, los brazos y las piernas nudosos como raíces desenterradas. Estaba sentado en cuclillas y sus dedos tamborileaban, independientes de lo que decía su voz, tan dulce:
–Tenía muchos deseos de conoceros, por eso os llamaba, no me habéis podido oír con palabras hasta que estuviésemos preparados.
–¿Y cómo has aprendido a hablar igual que nosotros? –inquirió Lani.
–Bueno, puede que mi poder esté gastado, lo uso poco. No llegabais a oírme. ¿Acaso no sabéis oír verdaderamente? Pero yo os he estado escuchando, dormidos y despiertos, hasta que aprendí. Me gusta eso que llamáis libros, hay en ellos cosas útiles encerradas. ¿Creéis en la magia?
–No –contestaron los gemelos a un tiempo.
–Debéis creer –les reconvino–. Ya sé que allá en vuestro mundo los hombres se han olvidado de ella, pero vosotros sois niños, ¿crías?, y podéis aún... Aquí es necesario aceptarla y utilizarla. Hay que saber controlar la fuerza oculta en las plantas, la tierra y las nubes, de lo contrario no sobreviviréis, haceros amigos suyos, mandarlos u os destruirán.
–¿Y sabes hacer hechizos? –le preguntó Lone.
–Muñecos de cera a los que se clavan agujas después de bautizarles –enumeró Lani–, espejos mágicos, sacrificar gallos blancos y negros, destilar filtros.
–¡Bah! ¡Cállate, Lani! –dijo su hermano con tono despectivo–. No vayas a empezar con vampiros o zombies, para luego tener pesadillas y contagiármelas aunque yo no quiera. Siempre tenemos las mismas infecciones a la vez.
–Sí, sí –rogó el viejo con un tono de curiosidad infantil–, os daré comida buena, os regalaré a éste para que juguéis con él.
Su pulgar izquierdo señaló al murciélago blanco, enhiesto detrás de su cabeza, las alas parecían estar fundidas al hombrecillo, ser dos ávidas orejas tensas, extendidas a ambos lados de la cara arrugada.
–¿Prometido? –se aseguró Lone–. Entonces te contaremos todo lo que hemos leído en los libros que esconde papá, aunque mucho no lo entendemos y otras cosas no las recordamos. ¿Sabes? –añadió, orgulloso–, creo que a mamá le gustaban esas cosas.
–Yo os ayudaré –las pupilas eran dos cavernas fosforescentes y los niños se hundieron en el fondo de un mar tenebroso, cayendo paralelos al abismo, para refugiarse en ellas. Abajo se estaba cómodo y caliente, tan ignorante del temor como en el seno materno. Era una delicia abandonarse a esa sensación de estar envuelto, flotando en un líquido espeso y tibio– No os importe ignorar como se hace. Lo mismo que he conseguido hablar vuestro lenguaje, con vuestros sonidos tan toscos, penetraré en su significado auténtico para utilizado. Yo escucho lo que hay detrás de vuestras palabras.
Recordaron consejas y leyendas, algunas leídas, otras encontradas en ese poso, ese légamo que está en el fondo de la mente humana, esa herencia tan antigua como el hombre mismo. Gestos para gobernar la muerte, sortilegios contra las fuerzas hostiles de la naturaleza, magia para atraer la caza. Ese legado de todos los milenios en los que las noches fueron un espanto interminable, junto al fuego interminable, con los ojos chisporroteantes de las bestias acechando su momento, tras las espaldas temblorosas. Lo que hace que los recién nacidos lloren a la hora del crepúsculo y que los adolescentes se despierten gritando de pavor sin saber por qué. Todo lo que el mundo limpio y ordenado por máquinas que pertenece a los adultos ha rechazado, al perder la inocencia y encontrar la angustia.
En algún momento se encendió un fuego, según creyeron recordar después, y comieron en unos cubiletes de madera; no eran más que tallos y yemas de plantas, pero olían y sabían a todos los manjares deseados: pasteles de manzanas y fresas con canela y limón. Ni siquiera había que soñarlo, ahí estaban.
–Somos amigos, ¿no?, compartimos comida, esa es vuestra costumbre –preguntó el Viejo.
Así habían decidido llamarle. El no les había querido entregar su nombre, eso sí que no quería compartirlo con ellos, porque en el hombre hay magia que puede ser utilizada contra su dueño.
–Aún es pronto para decidirlo –contestó Lone, ceñudo–, hasta ahora sí. Después, veremos...
–Comprendo. Difícilmente podéis ser amigos de nadie, si ni siquiera lo sois de vosotros mismos. Acaso lo seáis entre vosotros, pero el vínculo que os une debe ser la necesidad. También a mí me vais a necesitar.
Su boca de sapo se extendió en un remedo de sonrisa, una mueca a un tiempo benévola y perversa. Lani trató de disculpar a su hermano:
–Es que no estamos acostumbrados a esto... A reír, a que nos escuchen. Casi duele. ¿Qué le podemos dar a cambio?
En las novelas de aventuras a los salvajes se les da espejos, cuentas de cristal, trapos rojos, pero intuía que quería más.
–Ya me lo habéis dado –susurró–, vamos a divertirnos mucho juntos.
La tarde había ido girando en una espiral tan suave como los vuelos blancos de lo alto, que antes fueron una incógnita.
Les puso sobre aviso el repentino rugido de la excavadora, un relámpago violeta en la serenidad del refugio; parecía imposible que pudiese llegar hasta aquel remanso el mundo de odiosa realidad que creaba el padre en torno a sí. Los niños se removieron, dos cachorros de alimaña atrapados en el cepo del miedo.
–¡Vamos, daos prisa! –la voz ya no era infantil ni las palabras conocidas, aunque las entendieron– ¡Rápido! Él os necesita.
Siempre les habían echado, estaban acostumbrados a estorbar, y obedecieron. Afuera el paisaje se quitaba la máscara, les aguardaba la selva, con sus fantasmas de niebla y sus demonios verdes, todo era una farsa.
Pero el murciélago volaba ante ellos y su cuerpo semejaba un cristal luminoso; abría caminos en la oscuridad tras él, avanzaban con soltura de nadadores, sorteando las oleadas de hojas.
El padre alzó el rostro hacia ellos desde el fondo de la fosa. Los ojos eran látigos, sentían restallar su mirada y hundirse en la carne. El murciélago gorjeó dulcemente y se posó en el hombro de Lone, la cara de hielo se fundió en una expresión de maravilla. Juró entre dientes:
–¿Dónde habéis conseguido esto? Jamás pensé que aquí pudiera vivir ni un gusano. ¡Qué piel! Las mujeres se volverán locas, vale un buen puñado de billetes.
Los niños mintieron de acuerdo, atropellándose al hablar:
–Si nos lo dejas guardar vivo...
–Estamos seguros de que acudirán otros...
–Bien –vaciló el hombre–, pero habría que hacerle una jaula. ¿Sabéis qué come ese bicho?
–¡Oh! Frutas, hojas... cualquier cosa. Se comió un terrón de azúcar que le dimos –volvieron a mentir.
–De acuerdo, consiento por ahora. Voy a hacer la jaula antes de que se le ocurra escapar, es preferible que lo metáis en el hangar y bajéis la lona.
No intentó huir, había recibido una orden. El padre se afanaba con un rollo de alambre y alicates, mientras silbaba una canción casi olvidada. Cuando concluyó el trabajo, los niños le encerraron sin atreverse a protestar, tenían la boca seca por el sabor amargo de la traición, era un amigo, el único que habían tenido.
Se hizo un ovillo, envuelto en sus alas, y cuando el padre apagó la luz brilló en la negrura, igual que esas linternas de los mineros en las que la llama encarcelada guía por los túneles de carbón.
No durmieron en toda la noche, al acecho del momento en que el padre se hundiera en su tiniebla interior y pudieran liberar al talismán, pero él tampoco dormía, lo habrían percibido en el cambio de la respiración.
A la madrugada, el murciélago estaba casi apagado, su piel ya no centelleaba y cada vez se parecía más a una vulgar rata blanca, arrebujado en las alas plegadas y con sus ojos de rubí entornados, opacos, como cubiertos de una película.
El padre se acercó a la jaula:
–Debe tener hambre o estar enfermo, así ya no vale nada, habrá que matarlo.
Los niños le ofrecieron alimentos enlatados, lo único de que disponían; no los miró siquiera, replegado contra los barrotes de su prisión.
–¡No malgastéis más! –gritó el padre–. La nave tardará aún meses en volver, si es que vuelve. No le dejaré escapar, lo mataré y lo abriré para verle las entrañas, puede que así averigüe algo por si atrapamos otro.
En el suelo de la jaula se amontonaban pedazos de carne en conserva, pescado seco, galletas y azúcar.
Los gemelos se consultaron con la mirada, ya no era mágico, sentían curiosidad como cuando se despanzurra un juguete, pero el Viejo se lo había confiado, era un aliado, les sirvió de guía.
–¡Vamos! No vale nada. Nos divertiremos, traed el cuchillo.
Les sonrió de frente, nunca lo hacía, y fue como si ellos recibieran la cuchillada en el pecho. Intuyeron con la clarividencia de compartir el mismo instinto que aquel animalillo blanco representaba para el padre todo el mundo hostil que se negaba a ser dominado por el hombre, ese maldito sol y esas tinieblas que se animaban con una vida aviesa, avanzando cuando les volvías la espalda, y si girabas rápidamente tan solo percibías un temblor y un susurro. La bestezuela encerrada era la proyección de la enorme bestia invisible que rondaba en la noche en torno al hangar, ávida de succionar vida. La clavaría con el cuchillo de limpio acero, forjado en la Tierra y desaparecería la amenaza escurridiza. La descuartizaría para que entregase su secreto, sabría si tenía un corazón, para poder dormir tranquilo sin emborracharse.
–Déjanos salir antes de que comience a arder el sol –rogó Lani–. Traeremos hojas, frutas, bayas, tiene que comer cosas de su mundo, no del nuestro. Tan solo iremos al borde del claro.
Lone añadió:
–Está enfermo porque siempre ha sido libre y no puede soportar el encierro, yo también quisiera ver como es por dentro, pero es mejor curarle.
–Cuando se haya acostumbrado a estar entre barrotes, volverá a tener ese pelaje de chispas, de nieve y lentejuelas...
El padre la miró con todo su hastío, rencor, lejanía: la cara de la madre. Sí, esa cámara secreta que nunca consiguió abrir y se refugió bajo tierra para escapar de él. Siempre delante y escapando, no podía dominarla.
–Bien, marchaos, pero no intentéis escapar como ayer –rió entre los dientes apretados–. El sol es la muerte, escoged.
–Promete que no lo matarás hasta que volvamos –exigió Lone con la misma voz fría que él.
–¡Bah! Puedo prometer cualquier cosa, igual que vosotros, y después hacer lo que se me antoje en cualquier momento. Cuanto antes regreséis, más probabilidades tenéis de que aún no lo haya rajado. Siempre este aburrimiento... –Se alzó de hombros.
Los niños atravesaron el claro de una carrera. Oscilaba una luz perlada, pero al fondo el resplandor naranja ya era una amenaza. La brisa sacudía el follaje, que se dejaba mecer, pasivo; la selva descansaba.
–Escucha, Lone; no creo que sea capaz de hacerlo. Sé que le gustaría, pero saltará la sangre y él la teme. Intentemos visitar al Viejo, él nos ayudará, puede que ya esté enterado.
–¿Cómo encontraremos el camino?
Un tintineo de campanillas de cristal, un vibrar de alas, como un leve zumbido de insectos.
–¡La llamada! Viene de allá.
Una pausa: algo que no era música ni palabras.
–¡Te equivocas, Lani! Es a nuestra espalda.
Corrieron de un lado para otro, venteando el rastro del sonido entre los penachos, los abanicos y los cortinajes verdes. Un murmullo desde lo más espeso: voces veladas, risas en la profundidad de la tierra, palabras desconocidas dentro de los troncos podridos, quejas de las raíces envenenadas. Silencio opresivo. Espejismos sin sentido.
El sol abrumador vomitó sobre ellos miles de jabalinas al rojo blanco y tuvieron que agazaparse bajo una de esas flores enormes y redondas como la Tabla del Rey Arturo. Excavaron en el cieno y se cubrieron con él; el cielo golpeaba sin ruido.
Habrían querido llorar pero no podían, sólo se llora cuando se cree que la compasión existe; bebieron agua de un charco, sabía amarga, puede que se durmieran.
En el hangar, el aire era denso y sabía a goma recalentada. El padre sintió sed; rompió el cuello de una botella y bebió el licor amargo, para apagar esa ira inútil que llevaba dentro, para poder aguantar más horas de vida estéril en ese pudridero del universo, para intentar autocompadecerse.
Cerró los párpados y bajo ellos desfilaron calles con anuncios chillones de neón, terrazas de bares con toldos y plantas domesticadas en tiestos, hielo en cubos dentro de los vasos, bocas pintadas. Pero las imágenes interiores no podían abolir el tiempo y el espacio de fuera, estaba cogido en una trampa.
Empuñó el cuello astillado de la botella y se levantó, decidido a destruir a ese mundo que se burlaba de él, que se fingía agonizante y se mantenía al acecho.
Abrió la puerta de la jaula y, antes de que pudiera impedirlo, el murciélago escapó, con la facilidad de un soplo de aire y con la precisión de un ciego que se mueve en su cubil y conoce todos los obstáculos cotidianos; se dirigió al cable del generador y clavó en él sus colmillos, del cobre roto saltó un enjambre de avispas azules y el zumbido del aparato enmudeció.
La alimaña opaca volvió a parecer una mariposa chisporroteante, un espejo plateado que flotaba y huía.
El hombre corrió para atraparlo, afuera en el resplandor blanco era invisible, pero los dos rubíes centelleantes se clavaron en sus ojos, cargados de odio, durante un interminable momento. Después el hocico escupió un grito asesino, imperceptible para los oídos humanos, un ulular tan bajo que el cerebro no pudo resistirlo y se escapó en migajas grises y rosadas por la nariz y los oídos, hirviendo en sangre. Se desplomó, muerto. Sus pies y sus manos golpearon varias veces el suelo en una protesta independiente, después quedó el cuerpo como una vaina vacía, inmóvil bajo el cielo de plomo derretido, los ojos desorbitados reflejando el peso del sol.
El murciélago danzó un momento en torno suyo y se fundió en la luz.
En medio del claro era un espantapájaros caído. Los rayos le respetaron, las nubes vertieron cataratas sobre él sin conseguir borrar de lo que había sido un rostro, convertido ahora en una máscara hueca, esas costras secas, trazos rojos y negros como pinturas mágicas para un conjuro de guerra o caza, cargadas de fuerza sobrenatural. La brisa fresca del atardecer, saturada de aromas vegetales, no consiguió espantar el olor a carroña que se había estado incubando en las entrañas durante las horas ardientes y ahora flotaba sobre él como un halo vibrante.
Aquella noche fue distinta, la selva descansaba, ahíta de venganza, en silencio, quieta. Luego se iluminó para una fiesta de triunfo, los largos estambres de las flores semejaban cirios funerarios, los troncos eran fosforescentes columnas y las hojas miradas de esmeralda que se guiñaban mensajes, reflejados en los charcos, constelaciones caídas; llamas de un azul espectral correteaban sobre el cieno, allá donde se pudrían las plantas sacrificadas.
Los niños asomaron la cabeza fuera de su madriguera, no habían podido salir antes porque aquel día no hubo la acostumbrada tregua del crepúsculo.
Creyeron ver en los árboles gigantes bolas de cristales multicolores, y las lianas eran guirnaldas plateadas, cientos de candelas encendidas en las ramas. La selva jugaba con ellos, inventaba disfraces que colmasen su imaginación.
–Esto es cosa del Viejo –murmuró Lani, maravillada, al oído de Lone.
Una vez, siendo muy pequeños, ahora lo recordaron, alguien los llevó a una iglesia, tuvieron la misma sensación de una presencia invisible cargada de energía, ante la que había que arrodillarse.
–¿Habrá matado al murciélago? –recordó la niña.
–Seguro –contestó Lone–. De todas formas iba a morir, estaba enfermo.
–Imposible. ¿No te das cuenta de que los talismanes no pueden morir?
–Sí –convino avergonzado, mirando en torno suyo–. Nos está ayudando el Viejo.
Unos cuantos pasos les separaban del claro y caminaron hacia él, con una mezcla de curiosidad y recelo. Les extrañaba el silencio, los focos apagados. ¿Estaría dormido todavía?...
Delante del hangar ese bulto caído, vagamente familiar, bajo la luz submarina que irradiaba el bosque.
Antes de llegar junto a él casi habían comprendido. Se detuvieron a sus pies. Papá enseñaba los dientes, era una sonrisa ya inofensiva y extraña a todo. El pelo, la ropa, se movían bajo el soplo del viento, dándole una apariencia falsa de vida, pero el cuerpo permanecía inmóvil. Para asegurarse, Lone levantó un pie y le pisó, los dos retrocedieron aterrorizados de su osadía. Nada.
–¿Qué haremos ahora? –Lani sentía una bola de hielo en el estómago que pugnaba por salir, empujada por la náusea.
–Habría que enterrarlo antes de que salga el sol. ¿No notas el olor? Luego esperamos a que regrese la nave, para entonces ya habremos escogido la mejor historia y se la contaremos. Nos sobra comida. ¿Tienes miedo? –se burló Lone.
–No –mintió Lani–. El Viejo nos está ayudando, dijo que nos íbamos a divertir juntos.
–Ya hemos empezado.
–Quisiera encender los focos, no me atrevo a entrar, está tan oscuro...
–Yo lo haré. Él me enseñó a manejar las llaves y los mandos por si quería descansar –señaló con la barbilla hacia el cuerpo e intentó reírse, le salió un sollozo que sonaba a falso–. Habrá que cavar una fosa profunda. Ahora yo mando y tú obedeces.
La misma voz, como latigazos. La niña fingió aceptar y se quedó afuera, esperando. Oyó a Lone tropezar y maldecir entre dientes, igual que papá, para darse ánimos.
–Algo se ha estropeado, el generador no funciona –le gritó desde dentro–. Buscaré una linterna, velas y palas para enterrarle.
–Hazlo pronto. No me gusta estar aquí sola, en este silencio, todo tan quieto... Tengo tanto miedo...
Entonces, como si respondiera a una invocación, se rasgó el aire con el estruendo de los tambores, en un ritmo igual al de los dedos del Viejo. Cientos de puños que transmitían, que conjuraban, con un clamor insoportable, capaz de despertar a un muerto. Un haz de luz revoloteó dentro del hangar, la linterna temblaba en las manos de Lone, que corrió hacia la puerta.
–¿Oyes?
–¿Cómo no voy a oír? Deben ser miles.
–La jaula está vacía, ha ido a avisarles.
–Son amigos, no estamos solos. Enfoca a papá, veamos de qué ha muerto.
Primero los pies, enormes. La lluvia había empapado las ropas y el traje se ceñía al cuerpo como un guante de cabritilla negra con mangas de musgo. Al fin la cara, iluminada sin piedad ¿Esas manchas rojas, son sangre? Hay pelusa verde en las cejas, entre el pelo. La vida vegetal había empezado a crecer, sobre el rostro, emborronándolo.
–La humedad de la noche le corromperá aún más que el calor del sol y nos cansaremos pronto de cavar...
–¿Y si lo arrastrásemos fuera del claro? La selva al crecer lo sepultaría.
–Cuando vengan los hombres, tendremos que mostrarles el sitio donde está enterrado; lo marcaremos con una cruz, así es como se hace y es más seguro. Diremos que se puso enfermo y lo cuidamos.
–Pero, ¿cómo habrá muerto?
Sabían que había sido el murciélago, sus miradas cómplices se cruzaron por encima del padre, derrumbado en su abismo.
El redoblar de los tambores era tan fuerte que la tierra latía, empujando el cuerpo, que parecía temblar, intentando alzarse. ¿Estarían dormidos compartiendo una misma pesadilla?
Pero era imposible que durmiesen dentro de ese clamor ensordecedor. No más fábulas, no, la realidad era el mundo salvaje que vibraba en torno a ellos, solos en el centro del círculo con el cadáver de un extraño.
El escalofrío del pánico corría arriba y abajo por la columna vertebral, paralizándolos; sintieron ansias de madriguera, impulsos solamente. Cogieron al padre y le arrastraron dentro del hangar, después bajaron la lona. Las manos les temblaban, se empujaban el uno al otro, la linterna se había roto en la huida.
–Reparar el generador –gritó Lone al oído de Lani, los dientes le castañeaban.
A tientas consiguió encontrar el cajón de las velas y las cerillas, rompió muchas con los dedos temblorosos antes de conseguir encender.
Era aún peor: aquel desconocido, disfrazado con una máscara, ocupaba con su cuerpo extendido todo el espacio, no comprendían como no cayeron sobre él en la oscuridad. No quedaba sitio para ese espantoso latido que conjuraba en la noche y para el hedor que llenaban todo el aire. Tampoco quedaba sitio para ellos, les empujaban las sombras oscilantes, danzando en torno suyo.
–¡Reparar el generador! –repitió la niña– Eso es, ¡hazlo si puedes!
–¡Él lo tiene que hacer, yo no sé!
El extraño se incorporó lentamente, toda su altura se enderezó tan despacio que parecía querer alcanzar el techo. No volvió hacia ellos los ojos muertos, llegó a la máquina. Había recibido una orden.
Los niños corrieron enloquecidos a la puerta, rechazándose con furia, abrazándose hasta que, enredados el uno en el otro, rodaron afuera.
Enmudeció el redoble, segado de un tajo. Un soplo que venía de muy lejos y de todas partes apagó las miradas que parpadeaban en las ramas y las llamas azules que correteaban sobre el cieno. Nada más silencio y oscuridad.
Un fantasma plateado voló hacia ellos desde el telón negro del cielo. ¡El talismán perdido! Tendieron las manos hacia él, estaba caliente, su piel chisporroteaba entre los dedos y sacudía los nervios con un suave cosquilleo. Esa sensación de seguridad, de no estar solos en el inmenso mudo, ese alivio.
Se alzó en el aire ante ellos, sin aletear apenas, como si no tuviera peso, igual que la primera vez que se encontraron, los ojos eran dos brasas que se balanceaban a la altura de los suyos, puede que durante unos minutos o el tiempo que dura un sueño, tal vez horas de descanso.
Creyeron captar un mensaje o una orden, transmitida por el juego de la luz en las facetas de los dos rubíes que giraban. Sí, el miedo había muerto para siempre, de ahora en adelante no recibirían órdenes, las darían, él estaba obligado a obedecer sin rabia, sin vida, incansable. Tampoco habría más odio.
El generador adentro empezó a ronronear, igual que un gato ahíto; se encendieron los focos.
El murciélago voló hacia el hangar, le siguieron confiados bajo el amparo de las alas abiertas.
Estaba sentado ante el tablero de mandos, las manos extendidas, aguardando. Unos falsos párpados de musgo cubren, piadosos, los ojos en un infierno lejano que se habría podido reflejar en el fondo de las pupilas. ¿Sonreía con los dientes lavados por la lluvia o era su última mueca?
El mensajero giró en torno a su cabeza y sus alas le abofetearon las mejillas; no se movió siquiera, sin un reflejo de rechazo. Esperaba otra orden, nada más, así de fácil.
Estallaron en carcajadas; el ruido les sobresaltó, aunque no supiesen lo que era un sacrilegio retrocedieron, mirándose con la angustia del mal. Pero su talismán les arrulló, silbó, dibujó arabescos en el aire para calmarles.
–El Viejo nos ha ayudado. Lo ha hecho bien.
–Por eso –contestó Lani– nos hizo tantas preguntas sobre la magia del hombre.
–¿Recuerdas? Le hablamos de esas islas, donde hace tanto calor y también hay selvas, donde los negros muertos cortan la caña de azúcar porque un hechicero los convirtió en zombies.
–Tenemos un esclavo, no se cansará nunca ni hará falta usar el látigo con él.
–Ordenémosle para probar.
–¡Vete a cavar! Haz una fosa profunda, pero no te acuestes en ella.
Se levantó y se apartaron con presteza, aunque ya no era necesario huir de él. Caminó derecho hacia la excavadora, con zancadas iguales, de autómata. La trepidación del barreno penetrando en la tierra hizo oscilar el hangar.
–Apaga las velas, da mala suerte tenerlas encendidas cuando hay luz.
Lone se habituaba rápidamente a sustituir al padre, ya sus movimientos y su voz eran una caricatura de los que fueron suyos.
La niña se encaró con él:
–Aquí no hay ya quien mande. Una vez se hará lo que yo quiera, otra lo que quieras tú. ¿Comprendes? Por turno.
El murciélago se alisaba el pelaje, posado en su jaula abierta; con su lengüecilla recogía las chispas prendidas en las puntas.
–Bueno –gruñó Lone, vencido–. De acuerdo, una vez tú, otra yo, pero sin trampas.
–¿No crees que es mejor dejarle siempre fuera? A causa del olor...
–Bajo el sol y la lluvia imposible, se estropearía. Echaremos alcohol.
–Yo creo que ya no le puede pasar nada, ¿cenamos? –sonrió, guiñándole un ojo–. Hace tiempo escondí una lata de piña, esperando una buena ocasión.
El niño se afanó echando chorros de desinfectante, la niña preparaba mientras la mesa, las rodajas de fruta dorada eran tan tentadoras...
–¡Ahora sí que parece un fiesta de cumpleaños! –bromeó Lani.
–¿Y si vuelve la nave? –recordó Lone ¿Qué haremos?
–¡Bah! Le mandaremos tenderse en el fondo de una fosa y lo cubriremos de tierra.
–No nos dará tiempo.
–Sí, si vigilamos el cielo. Procurarán posarse de noche. Veremos las luces.
Cambiaron una ojeada para afirmar el pacto secreto; habían llevado tanta carga de angustia y abandono que no les fue difícil fingirla.
–Pero si no le permitimos entrar aquí, tendremos que cargar nosotros con los sacos. ¡Y pesan tanto!
–Todavía no son necesarios, puede que ya nunca haga falta sembrar sal. ¿No te has dado cuenta? Esta noche la selva está quieta; si le mandé cavar fue nada más para hacer una prueba.
–Es la magia.
Y las dos caras sonrientes se volvieron hacia su blanco fetiche, con agradecimiento, casi con ternura.
–No podemos dormir con este estruendo.
–Saca los libros que nos quitó y leeremos, Yo quiero «El asno de Oro», búscalo. Es de un tal Apuleyo, un romano, ¿sabes?
–¡Idiota! ¿Es que te crees importante? Sé más que tú y yo leeré las aventuras de «Arturo Gordon Pym».
Se aislaron tras una muralla de historias fantásticas que se alzaba de las hojas amarillentas. El murciélago los observaba, clavados en ellos las dos ascuas, demasiado vivas.
Ya llegaba a lo lejos la brisa precursora del amanecer cuando ella dejó al Asno y los pintados sacerdotes de Isis y él se apartó de la barca que iba a hundirse en el gigante blanco. Alzaron las cabezas y se sonrieron ahítos. Nunca habían saboreado un libro de un solo trago, leído de un tirón, sin miedo a ser sorprendidos y castigados, sin tener que esconderlo en la camisa a cada sobresalto, sin temor a esa mano que lo rebuscaba y golpeaba después.
Les aguardaban días y días que vivirían a su antojo en el palacio de la Reina de Corazones o la Ciudad de Esmeralda del Mago de Oz, volarían en tapices o caballos mágicos. Largos días y noches de ocio lleno de maravillas.
La máquina continuaba su trabajo, se habían aislado del estruendo. Recordaron.
Lone salió, decidido, para ordenarle que parase.
–Dile que se tienda bajo los árboles, viene el sol.
–Quizá tengas razón, no sabemos si ahora puede resistirlo...
Volvió silbando entre dientes, con las manos en los bolsillos, y miró a su hermana desde muy lejos, desde su poder recién adquirido y la personalidad suplantada, que levantaba una pared entre ellos.
Cogió una botella que le había atraído siempre, porque en la etiqueta había unas naranjas perfectamente dibujadas y doradas; la degolló de un golpe y se sirvió un vaso.
–¿Y yo?– exigió Lani.
–Sírvete tú misma, hay donde elegir.
–Pero es que yo quiero de ésa.
Era un licor a un tiempo empalagoso y amargo que penetró corrosivo en la sangre, era delicioso y nauseabundo sentirlo flotar en el estómago, empapar lentamente el cerebro. Fumaron un último cigarrillo, cada uno de su propio paquete, nunca más colillas robadas. Se fueron a acostar, tambaleándose por la fuerza de la bebida. El ocupó la cama del padre, ella la que antes compartieran, estaban separados.
Salió el sol y rodeó el hangar de llamas blancas; los niños dormían arropados de pesadillas; a Lone le arrastraba papá por el corredor de una mina, Lani bajaba cogida de su mano por la chimenea escalonada de un cráter, que giraba y giraba hacia las entrañas de la tierra. Nunca moriría en los sueños, que ya no compartían. Durante esas horas iban a tener que obedecer sus órdenes, soportar sus golpes, arrastrados por él, separados más y más, vivo con toda su alma cargada contra ellos. Siempre iba a estar vivo aunque bebieran sus botellas para dormir con valor.
El murciélago huyó por una rendija de la lona, mal sujeta, hacia el primer fulgor azul, estaba hambriento. Cuando les despertó el trueno y le buscaron con la mirada ya se había unido al círculo de sus compañeros, allá, muy alto, donde las nubes chocaban.
No les importó. Vivirían en sus mundos, aparte, perdidos en los laberintos de la fantasía. Si la bestia no volvía, pronto sería relegada al olvido. Eran libres, no necesitaban fetiches vivos para apoyarse en su magia, talismanes contra el odio y el pánico, falsas caricaturas de madres que arrullan y protegen.
Pasaron por el cielo muchos soles, cruzaron tras ellos las tormentas, cayeron noches, otra vez el océano de leche hirviendo que se desborda. Alrededor, en la jungla, siempre silencio.
Mientras no se agotasen los víveres serían dos Robinsones en su isla desierta, porque ninguno de los dos se iba a prestar a hacer de Viernes; además, tenían uno que obedecía siempre, y tenían botellas multicolores para saborear topacios, esmeraldas, rubíes, era maravilloso. El padre casi siempre permanecía hecho un ovillo en un rincón, fuera del paso, donde no estorbase, a veces recibía órdenes absurdas, durante días enteros lo ignoraban y yacía relegado al olvido de la vigilia. Habían acabado por admitirle dentro del hangar a causa del posible deterioro, casi les extrañaba la ausencia de una enorme llave en su espalda que diese cuerda al muñeco mecánico. Era demasiado sencillo. El polvo se acumulaba sobre él, tenía algunas quemaduras en el traje, en los lugares donde cayera una colilla arrojada por encima del hombro con descuido; por lo demás ya no cambiaba. Si olía no lo percibían, se habían habituado y además estaban esos deliciosos aromas a menta, guinda, naranja, hierbas aromáticas. Los vertían a propósito de los frascos, para respirarlos y que les ayudasen a trasladarse con la imaginación. Islas rodeadas de espuma y mar tan azul, ciudades donde la luz era color canela, bosques de árboles frutales bajo la luz tan suave de la luna.
Hasta que un día se asomó Lone al umbral y gritó:
–¡Mira! ¡La selva está avanzando otra vez, Lani! ¿Cuánto tiempo habrá pasado?
La niña se alzó de hombros y señaló hacia el extraño, relegado a un rincón:
–¡Mándale que trabaje! Que la detenga él, que no se puede cansar.
–Los hoyos están cavados, pero las raíces no murieron, no tienen sal, porque eso lo hicimos siempre nosotros.
–Bueno, pues que lo haga ahora él ¡Déjame en paz!
–No, han crecido demasiado, tendremos que cargar mientras maneja la excavadora; han aparecido brotes nuevos. ¡Vamos, rápido! –ordenó–, ve a destruir las plantas.
Dócilmente, el cuerpo se irguió, fue hacia los bidones de combustible y salió, muy erguido, sin tambalearse con el peso.
Los niños jadeaban arrastrando los sacos, no se hablaban, pero ajustaban sus movimientos para evitar esfuerzos; volvían a recordarlos, despertaban otra vez a ese mundo terrible en el que habían caído.
Afuera, la alta silueta del padre se recortaba, pegada contra la fosforescencia verdosa de la jungla, una sombra negra proyectada contra una pantalla. En torno suyo, una mano invisible encendió hachones funerarios y las flores bostezaban enviándoles su aliento almizclado. Los fuegos fatuos guiñaban mensajes de un código secreto. Pronto los dedos del autómata iban a despertar la máquina que con su estruendo lo dominaría todo. El no podía cansarse, vencería a la noche.
–Antes llenemos las fosas antiguas.
–Abre el saco y vacíalo –gritó Lone. Las manos muertas arrancaron la cuerda de un tirón y se hundieron en los cristales blancos. El rostro recobró la vida de pronto, como una casa vacía en la que un desconocido enciende las luces, se borró la máscara y apareció una expresión de asombro, asco y terror infinitos. Del fondo de las entrañas descompuestas brotó un clamor de condenado que había estado fermentando. Saltó hacia atrás y arrojó la sal lejos de él. Lone retrocedió a su vez, asustado.
Lani le apartó de un empellón y volvió a ordenar:
–Siembra la sal –ella no iba a acobardarse, estaba acostumbrada a lo insólito.
Pero el padre huyó, tropezando con las raíces; su sombra caía y se alzaba, sus aullidos rebotaron contra los troncos oscuros y la selva se llenó de ecos.
–Volvamos al hangar. No le podemos seguir de noche, mañana al amanecer lo encontraremos –cogió a su hermano del brazo y le palmeó la espalda, ya no serían jefes por turno, los cobardes sólo pueden obedecer.
–Sí –dijo Lone, mohíno– lo necesitamos para que trabaje, no podemos perderle.
Antes de que reventase la llaga blanca del cielo, comenzaron a buscarle. Toda la noche le habían echado de menos, el hangar parecía enorme sin él.
No dejó rastros en su huida, las ramas tronchadas volvieron a erguirse, él cieno chupó las huellas de sus pisadas. Se abrían paso levantando los pétalos escarlata, como perros que intentan ventear una pista perdida.
Al fin lo encontraron, lo envolvía una espiral de lianas y raíces igual que el capullo a la larva; la car!a asomaba, vuelto su horror hacia el cielo, y en ella las sombras de las hojas movidas por la brisa bailoteaban fingiendo muecas.
–Toma este cuchillo y corta. ¡Levántate! –le gritó Lani.
No se movió. Muerto. Sin golpeteo de tambores que le sacudieran con su sortilegio.
–Cortaremos nosotros.
–¡Qué duras son estas plantas que le han atrapado! –se quejó Lone.
–Busquemos las raíces. No te quedes ahí, parado.
Cavaron hasta que el acero se quebró, después siguieron con los dedos, las uñas les sangraban en el esfuerzo inútil. Sin darse cuenta de los tentáculos verdes que se extendían hacia ellos para unirlos al padre.
Dieron manotazos, patalearon, lucharon uno contra otro, recordaron el llanto y las súplicas, el abrazo se cerraba.
Cayeron en un letargo del que les despertó la lluvia, mansa, suave, como la caricia de una madre, infatigable y consoladora. Porque aquella tarde no descargó la tormenta.
El rostro del padre se había vuelto borroso y blando, irreconocible. Durante las horas de sol una semilla había germinado en su boca abierta, transformándola en una balanceante orquídea, en las órbitas hundidas temblaban dos espejos de agua estancada sobre los que flotaban dos arcos iris muertos. ¿Eco de cascabeles de plata? ¿Arrullo de pájaros?
Comprendieron la burla, la trampa del Viejo. Había hurgado en sus mentes, rebuscando entre los posos de supersticiones olvidadas que reviven en los niños. Los zombies aborrecen la sal, es el aliento de la vida.
Los utilizó para destruir al padre, al usurpador de su mundo; los obligó a participar en un juego maligno, solapado, cuyas reglas empezaban a comprender. Mientras no lo entendieron hasta fue divertido, eso era lo peor, conocer la vergüenza. Sentir como fermentaban en ellos milenios de angustia y soledad.
Esa caricia de los tallos como dedos maternales que arropan, tan delicada, casi imperceptible; ese continuo deslizarse creciendo sobre su piel y acariciándola, también era vergonzoso. Las lágrimas y no saber palabras, no conocer la palabra que se pudiesen decir el uno al otro, para volverse a unir.
Completamente inmovilizados, oyeron el rumor de pasos que se acercaban. No podían volver la cabeza. Ante sus ojos, en el espacio que abarcaban con el giro de su mirada, surgieron docenas de figuras, retorcidas como raíces desenterradas. Sobre ellos descendía la vertiginosa espiral de los murciélagos blancos, que hacía mucho tiempo semejaron un vuelo de ángeles.
Podían matarles pero, ¿y si conocían la clemencia y les condenaban a vivir? Y había también la otra alternativa, aún peor.
Septiembre, 1969