16/12/09

"EL DOCTOR PÁJARO-RATÓN", DE REGINALD BRETNOR


Reginald Bretnor (Alfred Reginald Kahn, escritor de nacionalidad estadounidense nacido en 1911, en la ciudad portuaria de Vladivostok, Costa del Pacífico, Siberia, Rusia, y fallecido en 1992, en Medford, Oregon)

He aquí un relato de ciencia ficción para mí muy queer y desde luego bastante perverso. Fue publicado en la antología Extraños compañeros de cama. Selección de Thomas N. Scortia. Barcelona, Martínez Roca, 1979.

Añado algunos datos más sobre el autor y algunas amistades suyas, pues me parecen interesantes:

Reginald Bretnor escribió relatos cortos de ciencia ficción, y libros de teoría militar. También es conocido porque fue amigo y socio de Anton Szandor LaVey, fundador de la Iglesia de Satán.

(Anton Szandor Lavey (Chicago, 1930- S. Francisco, 1997), fundó la Iglesia de Satán, en 1966, en California. LaVey negaba la figura de Satán como un ser malvado y lo describía como un mito, la representación de la inteligencia y la humanidad en la Tierra, pues era un ángel de Dios y pensó por sí mismo y se rebeló contra él. El satanismo de Anton LaVey decía promover la humanidad y la libertad, y renegaba del cristianismo, además de condenar los sacrificios y profanaciones que otros proclamados satánicos realizaban, a los que acusaba de ser tan estúpidos como los cristianos y de dar un mal nombre al satanismo. Creía en la dualidad entre el bien y el mal de este mundo y que el satanismo era exactamente eso, la unión de extremos, como el Yin y yang, ya que sin bien no habría mal y sin mal no habría bien. La Iglesia de Satán está reconocida como un culto legítimo en Estados Unidos)
(Datos tomados de Wikipedia)

 
 
El doctor Pájaro-ratón aprendió el inglés en sólo dos semanas. Cada mañana se encontraba con Vandercook en la puerta del bote espacial y se alejaban caminando, o al menos Vandercook caminaba, mientras el doctor Pájaro-ratón revoloteaba y brincaba sobre la fresca hierba azulada en dirección a los árboles rosáceos del seto, donde se sentaban sobre mullidas hierbas llamadas tirmlings y trogs. A Vandercook le gustaban los trogs porque no chirriaban como los tirmlings y además estaban secos.
Evidentemente, la relación no era de hecho tan informal como pudiera parecer.
Vandercook no caminaba realmente sobre la hierba. Los extraños amiguitos del doctor Pájaro-ratón extendían siempre una espléndida alfombra roja desde la puerta del bote espacial a través de la arboleda exterior y del lugar reservado a las gesticulaciones, hasta la arboleda interior. Allí servían el gran banquete de la mañana, una especie de ensalada de frutas con verduras y Smorgasbord y desplegaban sus más bonitos gestos mientras
Vandercook comía, y continuaban gesticulando hasta que la duodécima Luna de Eetwee -la más rápida, la verde - pasaba por tercera vez sobre sus cabezas.
Vandercook atribuía todo esto a su propia abundancia de recursos y velocidad de pensamiento. En cuanto el doctor Pájaro-ratón hubo aprendido inglés suficiente para preguntarle a qué se dedicaba, se presentó como enviado extraordinario y embajador plenipotenciario de la Tierra en Eetwee. Con este ardid se evitó tener que explicarle su verdadera profesión al doctor Pájaro-ratón, cómo había viajado de planeta en planeta tocando el piano y cómo brillaba la luz de las tres viejas, románticas y retorcidas lámparas de aceite sobre su lustroso cabello ondulado, su chaqué listado, su sonrisa roja y sus blancas manos velludas; y cómo las mujeres, delgadas, jóvenes y solitarias, o hambrientas y de mediana edad, o anhelantes y viejas, habían permanecido sentadas muy quietas, escuchándole y devorándole con sus estúpidos ojos humedecidos.
Pasó un mal rato cuando la personalidad del doctor Pájaro-ratón, que había florecido al amparo de su locuacidad, comenzó a presentar un inquietante parecido con la de su propio tío Edwin, una persona anciana, de sexo indeterminado, con unos ingresos suficientes para permitirse revolotear en el círculo exterior de las Artes. Cuando el doctor Pájaro-ratón le hubo llamado varias veces "querido muchacho", para ofrecer a continuación una reproducción perfecta de la risita de soprano del tío Edwin, Vandercook le preguntó francamente:
- ¿Está leyendo mis pensamientos?
El doctor Pájaro-ratón volvió a reír, emitió un silbido y respondió:
- Querido e ingenuo muchacho, me encantaría poder leerlos y saber todas las dulces ideas que le pasan por la mente. Pero no puedo. Aquí, en el querido pequeño Eetwee, somos todos muy intuitivos, pero, simplemente, no soy telepático.
Vandercook se acomodó en su trog, aceptablemente seguro de que las dulces ideas que ocupaban su mente se hallaban ocultas en lugar seguro. Esas ideas hacían referencia a lo que había estado haciendo desde su llegada y a sus planes para el futuro, formados a los quince minutos de aterrizar en Eetwee. Su profesión no ofrecía tantas compensaciones como al parecer brindaba en los días más substanciosos del siglo XX y había estado esperando la oportunidad de dejarla. Además, estaba harto de mujeres ardientes pero desagradables, por separado o llenando salas enteras. Estaba aburrido y cansado de las bromas vulgares que constantemente le hacía al respecto su gordo hermano, Hughie, sobre todo cuando eran en público y delante de sus ruidosos amigotes de cara colorada. Hughie era transportista y disponía de toda una serie de actrices, modelos y artistas de cabaret absolutamente pornográficas. Vandercook había estado reflexionando al respecto. De pronto tomó una decisión; abandonó a su empresario y piloto y emprendió la huida con el bote espacial y sus bártulos. Luego, no tardó en extraviarse hábilmente y fue a parar por casualidad a Eetwee.
En fin, muy pronto, si quería, estaría en condiciones de comprarse el harén más exquisito del mundo. Se las imaginaba morenas, rubias y pelirrojas, todas en un lujoso decorado de baño turco, mientras Hughie babeaba de envidia al otro lado de la puerta.
¡Chico, sería toda una lección para él!
En el acto comprendió que los amigos del doctor Pájaro-ratón valían dinero. Tanto valían que incluso con los que pudieran caber en su bote espacial tendría ya una fortuna.
En general, no valía la pena dedicarse a exhibir extraterrestres; eran demasiado distintos.
Un par de monos sacados de un zoológico podían robarles el espectáculo en cualquier momento. Además, precisaban atmósferas y temperaturas especiales, sin hablar ya de los menús. Pero todos los amigos del doctor Pájaro-ratón respiraban oxígeno y cada uno de ellos tenía un aspecto casi tan familiar que era posible permanecer horas enteras mirándolos e intentando descubrir dónde estaba la peculiaridad, tal como le había ocurrido al principio a Vandercook. Luego, uno acababa llegando a la conclusión de que cada uno de ellos constituía una especie distinta.
Vandercook sabía que si uno coge una copa alta, vierte en ella un vasito de coñac y otro de tequila, y luego la llena de champán, el resultado es algo único. Tal vez el cóctel recuerde un poco los ingredientes, pero pose nuevas y especiales características propias y éstas son claramente funcionales. El doctor Pájaro-ratón era así. A primera vista, a Vandercook le hacía pensar en la mezcla de un ave bastante grande, tal vez de la familia de los faisanes, y un ratón bastante grande, no un cruce forzado, ni una unión antinatural de genes hostiles, sino una sutil fusión, que a su vez modificaba los ingredientes. El doctor Pájaro-ratón no era un ratón más un pájaro. Era algo de una categoría superior. No tenía plumas ni pelo, pero poseía la resultante de ambos, una suave capa que revelaba los brillantes dibujos del plumaje ancestral bajo su gris superficie. Tenía alas que se plegaban discretamente para no interferir con su aspecto ratonil una vez posado en el suelo. Tenía un pequeño pico oscuro que se arrugaba, manos en las extremidades anteriores y posteriores y un abanico en forma de parasol, que le servía de estabilizador, en el extremo de la cola. Y en este aspecto particular, el de su total singularidad, todos sus amigos eran como él.
En cuanto pudo hacerlo, Vandercook le preguntó la razón de este hecho.
- ¿Dónde está el resto de cada especie? - le preguntó -. ¿Por qué sólo he visto uno de cada clase?
- ¿Especies? ¿Qué resto?
El doctor Pájaro-ratón parecía sorprendido.
-Claro - dijo Vandercook -. Todas las criaturas iguales entre sí, todos los osos o tigres o caballos o lechuzas, todos los..., bueno, todos los Pájaros-ratones.
- Quiere decir... - de pronto el doctor Pájaro-ratón pareció muy excitado -. ¿Quiere decir que todavía tienen especies en la Tierra?
- Pues sí, naturalmente - respondió Vandercook.
- ¡Cielo santo! Y... ¿no son infecundas?
Soltó una gran carcajada despreocupada a costa de Vandercook. Éste, cogido un poco por sorpresa, echó un rápido vistazo a los amigos del doctor Pájaro-ratón que tenía a su alrededor, abrió la boca y sacudió la cabeza sin decir palabra.
- ¡Dios mío, Dios mío! - El doctor Pájaro-ratón empezó a aletear, a silbar y a dar saltos sobre su tirmling. Luego se calmó un poco y palmeó la rodilla de Vandercook.
- Pobre, pobre criatura - murmuró -. ¡Qué aburrida debe de ser su vida, querido muchacho!
Después el doctor Pájaro-ratón le hizo muchísimas preguntas y Vandercook le dijo todo lo que consideró que podía revelar sin riesgo sobre la reproducción en la Tierra, poniendo gran cuidado, como es lógico, en no herir sus sentimientos.
Cuando hubo terminado, el doctor Pájaro-ratón intentó consolarlo lo mejor que pudo.
- Debe procurar no preocuparse demasiado - dijo amablemente -, pues estoy seguro de que algún día también ustedes llegarán a estar civilizados. Nosotros éramos primitivos, antes de la intervención del apreciado señor Gibón. Teníamos toda clase de especies, que se iban reproduciendo absolutamente sin ningún motivo.
Vandercook le preguntó quién era el amable señor Gibón, y el doctor Pájaro-ratón señaló de inmediato a uno de sus amigos, el cual el entregó una pesada bolsa marrón que llevaba. El doctor Pájaro-ratón extrajo de ella un bonito retrato tridimensional, en un estuche de plástico, de lo que parecía ser un serio mono listado con sobrias gafas y un trasero de color rojo intenso.
- Gibón es la mejor aproximación posible de su nombre en su lenguaje - declaró el doctor Pájaro-ratón -. Hizo toda clase de maravillas, pero lo más maravilloso de todo fueron sus medicinas. La primera se llamaba Fortificante mental del señor Gibón y lo vendía en deliciosas botellitas azules, rectangulares, y los otros gibones las agotaron todas y las repartieron a todos los demás para ver qué pasaba. Lo que pasó, naturalmente, fue que pronto los gibones dejaron de ser la única especie inteligente y civilizada, pues los demás eran ahora tan listos como ellos. Los leones, tigres y demás animales dejaron de matar y devorar a sus nuevos amiguitos y se hicieron ingenieros civiles, violinistas, peritos de seguros, y se doctoraron en las más interesantes ramas del saber. Todo el mundo estaba muy contento, querido muchacho.
Por unos minutos, Vandercook acarició la idea de conseguir unos cuantos cientos de litros de tónico mental y administrárselo a los leones, tigres y demás animales de la Tierra; y después tomaría el poder y se erigiría en dictador con su ayuda. Luego recordó que, en Eetwee, su único efecto había sido transformarlos a todos en pacifistas y volvió con alguna reticencia a su más modesto plan inicial.
- Pero no eran ni la mitad de felices de lo que llegarían a ser después - siguió diciendo el doctor Pájaro-ratón, pues entonces salió a la venta el Catalizador genético del señor
Gibón. Tenía sabor a regaliz, y era buenísimo y se vendía en coquetonas botellitas cuadradas de color verde, con un retrato del querido señor Gibón en la etiqueta, conque naturalmente todo el mundo lo compró. Pero lo mejor de él fue que en el acto hizo infecundas a todas las especies.
-¿A todas? - le interrumpió Vandercook, ligeramente incrédulo.
-A todas excepto a los peces, querido muchacho, y con ellos no habría tenido ninguna gracia. Actúa sobre los genes y los cromosomas y esas cosas; y en cierto modo los modifica y los adapta, de modo que sólo quedan las características más agradables y todo resulta simplemente hermoso por muy distintos que seamos. Actualmente, como es lógico, las especies están completamente mezcladas, pero cada nueva persona que nace sigue presentando lo que llamamos caracteres dominantes, dos de ellos como Pájaroratón, por ejemplo, que nos recuerdan los malos, viejos tiempos. ¡Y es tan artístico! Aquí en Eetwee, querido muchacho, lo último que se nos ocurriría es separar las ovejas de las cabras. Y aquí... - el doctor Pájaro-ratón soltó una risita y guiñó un ojo -, aquí el león realmente yace con la oveja. Sí, de verdad.
Vandercook empezaba a comprender todo el alcance del proyecto de vida del señor Gibón. Incluso él estaba anonadado.
- ¡Pero eso es imposible - exclamó -. Quiero decir..., al fin y al cabo..., los meros problemas mecánicos...
El doctor Pájaro-ratón le aseguró que no había habido absolutamente ningún problema.
- El fortificante mental del señor Gibón nos hizo muy inteligentes a todos - dijo con sencillez; y entonces, antes de que Vandercook pudiera insistir en el tema, lo abandonó con la promesa de que ya le ofrecería mayores detalles más adelante -. Pero primero, querido muchacho... - Hizo un gesto a tres de sus amigos, que se acercaron, caminando, reptando y a saltos, y tomaron asiento -, quiero presentarle a nuestro joven señor Serpiente-cerdo..., ¡una persona tan dulce y sensible! Se presentó ante la Academia Nacional y ganó el primer premio. Y el doctor Leopardo-oveja, que preparó la combinación, y la querida señorita Alce-buitre. ¿No es espléndida? Un espécimen notable que contribuyó en el arreglo. Ahora es la señora de Leopardo-oveja...
El joven señor Serpiente-cerdo enroscó la cola con embarazo; el doctor Leopardo-oveja tenía un aire de imperturbable orgullo y su consorte resultaba más bien monstruosamente recatada. Y, al contemplar el resultado, Vandercook advirtió que si bien Serpiente-cerdo eran claramente los caracteres dominantes, podían detectarse ecos y resonancias de Leopardo-oveja aquí y de Alce-buitre allá. Comprendió, asimismo, que el arte de la combinación genética en Eetwee era equivalente al arte de los arreglos florales en el Japón, pero todavía más acentuado. Por ello comentó educadamente que el señor
Serpiente-cerdo era una verdadera obra de arte, que los genios que lo habían concebido merecían toda clase de felicitaciones y que estaba encantado de conocerlos.
El doctor Pájaro-ratón tradujo todo esto y sus interlocutores se mostraron visiblemente complacidos. La combinación se retorció avergonzada. Los genios se rieron tontamente y movieron inquietos los pies. Luego todos se pusieron a hablar al unísono.
- Están sencillamente encantados, querido muchacho - declaró el doctor Pájaro-ratón - y están seguros de que usted debe haber producido toda clase de deliciosas combinaciones en su pequeño planeta y quisieran que les explicara cómo las hizo y cuántos premios ha ganado.
La mayor parte de las breves aventuras de Vandercook habían sido transacciones comerciales con admiradoras bien situadas, las cuales, se estremecía sólo de recordarlo, invariablemente intentaban casarse con él o adoptarlo. Incluso cuando había permanecido a su lado el tiempo suficiente para averiguar si se trataba de lo uno o de lo otro, ello nunca había dado lugar a ninguna pequeña combinación. Sin embargo, astutamente, decidió no mencionar este hecho a sus oyentes y se declaró padre de unas cuantas docenas de criaturas. Estas, fanfarroneó, habían ganado toda clase de premios y estuvo a punto de declarar que arias de ellas habían llegado a ser Águilas de los Muchachos Exploradores, pero decidió que era muy posible que interpretaran mal esa expresión. Todos sus hijos, dijo, eran apuestos, sanos y normales. Al oír esto, la señorita Alce-buitre quiso saber qué significado tenía la palabra normal: y cuando el doctor Pájaro-ratón se lo explicó, ella le rogó que tuviera a bien expresar sus más sinceras condolencias a su desgraciado visitante.
Vandercook los examinó a los tres y se imaginó las largas, rentables colas de visitantes alineados ante la taquilla. Se dijo que aquellas gentes de Eetwee eran listas; se precisaría un poco de lobotomía para solventarlo... Luego agradeció muy cortésmente a la señorita Alce-buitre y dijo que demasiado bien sabía él cuán monótona resultaba la vida en la Tierra, teniendo que hacer siempre las mismas combinaciones, año tras año. Explicó que ello era inevitable, pues el hombre era superior a todos los animales inferiores, hecha salvedad de su presente compañía, naturalmente. Sin embargo, en su opinión, ambas culturas podían aprender mucho una de otra; y esa era la razón, dijo, de que la Tierra le hubiera enviado a Eetwee, a fin de invitar a una misión cultural de Eetwee para que le acompañara en su viaje de regreso y realizara una larga y agradable visita a su planeta.
Sugirió que tal vez el doctor Pájaro-ratón y sus tres amigos, con otros ocho o diez más, podrían formar un buen grupo para empezar.
El doctor Pájaro-ratón parecía tener ciertas dificultades para traducir sus comentarios, y el motivo resultó evidente cuando hubo terminado. Todos rompieron a reír. El doctor
Pájaro-ratón brincaba de un lado a otro. El joven señor Serpiente-cerdo se enroscaba y se retorcía. El doctor Leopardo-oveja y la señorita Alce-buitre se bamboleaban sobre sus tirmlings.
- ¡Mi querido, absurdo, buen muchacho! - balbuceó el doctor Pájaro-ratón cuando se hubo recuperado lo suficiente para pronunciar algunas palabras -. Pretende que vayamos a la Tierra! ¿Para qué diantres? Nos divertimos tanto aquí...
Vandercook controló su impaciencia como buenamente pudo. Pasaba gran parte del tiempo imaginándose rodeado de las más apetecibles jovencitas que quepa imaginar y mirando con desdén no sólo a Hughie y todos sus vocingleros amigotes, sino también a sus antiguas protectoras, embadurnadas y teñidas, voraces, plañideras y marchitas. Esas fantasías le hacían sentirse muy viril.
El resto del tiempo lo dedicaba a largas conversaciones con el doctor Pájaro-ratón y a seguir el ritmo de la marejada social de Eetwee, expresión que sólo tuvo que tomar al pie de la letra en una ocasión, cuando le invitó a cenar el anciano señor Gaviota-marsopa.
Esas conversaciones aburrían al doctor Pájaro-ratón. Las descripciones que le hacía Vandercook de la vida de un embajador plenipotenciario y enviado extraordinario le parecían sencillamente ridículas. A fe suya, decía con retintín, no lograba comprender cómo podía quedarle ningún momento para dedicarlo a actividades artísticas. Era completamente antinatural.
Y Vandercook le replicaba que si todo ello le parecía tan raro a su anfitrión era debido a que él era un hombre, no un Pájaro-ratón, y no había disfrutado de las ventajas del fortificante mental del señor Gibón, y de todos modos iba pasando el tiempo y él tenía que emprender el regreso. ¿No querrían el doctor Pájaro-ratón y sus amigos hacerle un favor a la Tierra y acompañarle en su viaje?
Entonces el doctor Pájaro-ratón volvía a repetirle una vez más que el viaje simplemente no ofrecía ningún incentivo para ellos, que no deseaban conocer la poesía de Ezra Pound, ni los secretos de la fisión nuclear, ni The pines of Rome, ni tan sólo la versión en comics de El amante de lady Chatterley, pues ninguna de esas cosas, pese a su posible valor intrínseco, guardaba ninguna relación con la producción de pequeñas combinaciones.
Siempre que Vandercook intentaba oponer alguna objeción era la hora de un banquete o de un desfile, y el doctor Pájaro-ratón le decía que no se preocupara, que todo sería por su bien, puesto que Eetwee realmente era el mejor de todos los mundos.
Se celebraban cinco banquetes diarios en el jardín intramuros, e interminables rituales en el lugar reservado a las gesticulaciones, y meriendas al aire libre en el jardín extramuros, entre una y otra comida. Hacían visitas a ciudades vecinas y paseaban pausadamente por sus suaves calles reticuladas, en cuyas zonas sombreadas, verdes arañas agitaban su lánguido follaje. Y luego recorrieron las galerías de arte y los museos, los cuales podrían haber resultado más entretenidos si el doctor Pájaro-ratón no hubiera insistido en presentarle a todas las piezas en exhibición, obligándole a inventar un cumplido trivial tras otro para no desentonar en su calidad de embajador.
La existencia comenzaba a hacérsele bastante monótona a Vandercook. Exprimió su ingenio en busca de nuevos argumentos en favor de una misión cultural, sin conseguir nada. Luego, con la esperanza de que el fortificante mental tal vez pudiera aguzar su inventiva, comenzó a insinuar, cada vez más descaradamente, que una dosis del mismo sería bien recibida. Sus insinuaciones pasaron inadvertidas. Por fin, durante una fiesta en casa del doctor Pájaro-ratón, descubrió la pequeña botellita azul sobre una repisa del cuarto de baño, justo debajo de la bañera empotrada y se la bebió de un trago. Al día siguiente consiguió arreglar sin ninguna dificultad una cremallera que se había quedado atascada, un problema que siempre le había desbordado en el pasado. Por lo demás, la pócima no parecía haber surtido ningún efecto y se sintió bastante desalentado.
Se tornó irritable e impaciente y comenzó a perder color; y el doctor Pájaro-ratón no hizo más que empeorar las cosas preocupándose por él. Adquirió la costumbre de aletear compasivamente sobre su hombro, mientras le miraba de un modo extraño y decía:
- ¿Se siente bien, querido muchacho? ¿Seguro que es perfectamente feliz? ¿No tendrá algún pequeño problema que quiera confiarme?
Hubo un momento en que Vandercook, que ya empezaba a desesperarse, consideró la posibilidad de formular un ultimátum: o bien enviaban la misión o serían atacados por una flota espacial dotada de las armas más modernas. Pero algo, tal vez el fortificante mental del señor Gibón, le hizo sospechar que ello no les impresionaría. A cambio, optó por un ultimátum de carácter menos violento.
- Me marcho el próximo martes - le dijo al doctor Pájaro-ratón en tono casual -. Confío en que para ese día algunos de ustedes se hayan decidido a acompañarme. Pero, tanto si vienen conmigo como si no, ahora me toca a mí ofrecerles una fiesta, sólo para usted, el presidente Oso-zarigüeya y su familia y un par de amigos íntimos, el señor Serpientecerdo y sus padres, usted ya me entiende. La fiesta tendrá lugar en mi bote espacial algunas horas antes del despegue y serviré setas, corazones de alcachofa, champán y dulce de chocolate.
Naturalmente, no dijo palabra de que pensaba encerrarlos en la cabina y bombear luego una buena dosis de un fuerte anestésico, pero el doctor Pájaro-ratón se asustó mucho a pesar de todo.
- ¡Mi querido, querido muchacho! - dijo con voz chillona -. No es posible que quiera hacer eso... cuando todavía no hemos tomado tan sólo una decisión. Nos ha causado tantas preocupaciones; hemos estado considerando su caso y hemos hablado de usted. Y queremos proceder correctamente, mi buen muchacho. Queremos asegurarnos de que será feliz. ¿No podría esperar un par de días, por favor? Me gustaría que tuviera una larga charla íntima con la señorita Vaca-tortuga antes de decidirse. Ella es muy dulce y comprende todos esos problemas...
Al cabo de quince minutos de oírle hablar de esa guisa, Vandercook aceptó entrevistarse con la señorita Vaca-tortuga y dijo que aplazaría su partida hasta el jueves por la noche. No estaba dispuesto a esperar más.
- Está usted cambiado, querido muchacho -dijo con tristeza el doctor Pájaro-ratón -. Supongo que nadie le habrá dado unas gotitas de fortificante mental, ¿o se lo han dado?
¿La querida señorita Alce-buitre o alguien por el estilo?
Vandercook soltó una risita, le confió lo ocurrido en su cuarto de baño y se disculpó diciendo que sólo tenía un poco de sed.
El doctor Pájaro-ratón se secó la transpiración de su cuarzada lengüita y dijo:
- ¡Cielo santo! Y se bebió todo eso de un solo golpe. ¡Y no se desintegró! Me alegro mucho, querido muchacho.
Durante unos instantes, Vandercook se sintió claramente conmocionado; al parecer, el uso incontrolado de los elixires del señor Gibón tenía sus riesgos. Luego rechazó virilmente esas preocupaciones y se concentró en la puesta en práctica de su plan que, de momento, consistía en seguirles la corriente a las gentes de Eetwee y minimizar al máximo sus sospechas.
Tuvo una larga charla muy aburrida con la señorita Vaca-tortuga. El doctor Pájaro-ratón le había enseñado un poco de inglés y ella le hizo muchas preguntas en voz tenue y mugiente, se interesó por su carrera y quiso saber si realmente se había adaptado y por qué la Tierra enviaba embajadores a viajar de un lado a otro cuando podrían resultar mucho más útiles si se dedicaban a hacer combinaciones en sus casas. El le respondió con gran astucia y le repitió su historia sólo con leves variaciones; y se abstuvo de manifestar el menor desagrado por la molesta costumbre de la señorita Vaca-tortuga, que retraía los cuernos y hundía la cabeza en su caparazón siempre que tenía que anotar algo. Cada vez que ello ocurría, él se limitaba a pensar en las actrices, las modelos y en los celos que tendría Hughie.
Después de eso, aceptó diplomáticamente la invitación del presidente para que pasara los pocos días que le restaban de estancia con la familia Oso-zarigüeya en la mansión del ejecutivo. Se dirigió a la ciudad en compañía del doctor Pájaro-ratón y el joven señor Serpiente-cerdo. Aunque la ciudad estaba aún más alejada de los jardines que el bote espacial, las alfombras rojas cubrían cada milímetro del recorrido y el público había acudido para hacer gestos aún más eetwianos que de costumbre. Los cuatro días que siguieron no parecían tener fin. De vez en cuando, Vandercook abordaba al presidente, o a uno de los ministros, o al doctor Pájaro-ratón en persona y les preguntaba si habían tomado una decisión; siempre respondían que lo sentían tanto, pero no habían tenido tiempo, y en esa momento se iniciaba justamente un banquete en la habitación contigua y ¿no querría acompañarles?
Vandercook engordó cuatro kilos. Estaba casi a punto de estallar cuando el presidente Oso-zarigüeya le estrechó la mano después del tercer banquete del jueves y le dijo que había sido un placer tenerle como huésped en su casa - ninguna molestia, en absoluto - y le aseguró que todos estarían encantados de asistir a cuantas fiestas decidiera celebrar, cuando él quisiera, y le palmeó la espalda y le susurró que el doctor Pájaro-ratón tenía noticias muy placenteras que comunicarle sobre la decisión que habían tomado.
Vandercook se sentía muy animado cuando emprendió el camino de regreso sobre las espléndidas alfombras rojas en compañía del doctor. Su animación no le abandonó a pesar de que el doctor no paraba de reír por lo bajo y se negaba a decirle nada excepto:
- Es una sorpresa adorable..., simplemente demasiado adorable para expresarla en palabras.
Llegaron al jardín intramuros, al rincón donde los árboles que formaban la verja se abrían sobre el claro.
- Ahora tiene que cerrar los ojos, mi querido muchacho - anunció el doctor Pájaro-ratón
-. Así tendrá mucha más gracia.
Vandercook cerró los ojos, esperando ver aparecer dentro de un instante a los amigos del doctor Pájaro-ratón, bien con las maletas hechas para partir en misión cultural o bien formando un grupo ansioso de asistir a la fiesta. Tanto le daba que fuera lo uno como lo otro. Entonces el doctor Pájaro-ratón le hizo doblar la esquina y luego avanzaron varios metros. Vandercook abrió los ojos...
- ¡Mire! - exclamó el doctor Pájaro-ratón -. ¿No es una belleza? ¡Le hemos construido una casa!
Vandercook miraba anonadado. La misión cultural no se divisaba por ninguna parte.
Ante sus ojos se alzaba una casa circular de metal que recordaba un hongo muy grueso, con un porche saliente y un par de ventanas en forma de ojo de buey. Mientras el doctor Pájaro-ratón le instaba a seguir adelante tuvo la horrible sensación de que ya había visto eso antes en alguna parte.
- ¿De do-dónde han s-sacado e-ese metal? - balbuceó.
- De su desagradable y viejo bote espacial - replicó orgulloso el doctor Pájaro-ratón -.
Lo hemos fundido. Estábamos seguros de que a usted no le importaría, querido muchacho.
Vandercook le siguió a través de la puerta. Contempló las mesas y las sillas de la nave espacial a su alrededor y vio nuevas piezas de mobiliario fabricadas a partir de sus piezas antes útiles. Divisó su piano cromado y chapado en oro, con las atractivas lámparas de aceite a la antigua usanza. El doctor Leopardo-oveja, la señorita Alce-buitre y el joven señor Serpiente-cerdo, le esperaban allí reunidos, luciendo en sus rostros las expresiones satisfechas típicas de todos los comités de recepción.
- ¡Cielos! - graznó Vandercook -. ¡E-estoy varado!
- Mi querido muchacho - exclamó el doctor Pájaro-ratón -. ¡Qué inteligente es usted!
¡Ha dado exactamente en el clavo!
Todos parecían terriblemente complacidos, a excepción de Vandercook, que en el acto comprendió la enormidad de lo sucedido. Los años luz que separaban Eetwee de la Tierra dejaron de ser simplemente un breve salto de tres semanas para alcanzar toda su terrible extensión. La perspectiva de enriquecerse fácilmente con la venta de los amigos del doctor Pájaro-ratón se desvaneció en una desolada, fría oscuridad. Y otro tanto ocurrió con las damitas que debían impresionar a Hughie.
Era demasiado. Vandercook comenzó a pasearse a grandes zancadas, delirante y enfurecido. Agitó sus hirsutas manos regordetas y amenazó destruir Eetwee con todos sus habitantes. Empleó expresiones poco educadas para referirse al doctor Pájaro-ratón y todos los demás habitantes de Eetwee y habló en términos muy desagradables de la superioridad del hombre sobre todo el restó de la embrutecida creación, de la cual ellos también formaban parte, pese a toda su inteligencia.
El doctor Pájaro-ratón y sus amigos no le interrumpieron en ningún momento. En una ocasión, el doctor Pájaro-ratón comentó sotto voce:
- Pobre chico, está delirante de alegría.
El doctor Leopardo-oveja le susurró a su mujer algo sobre sedantes. Pero, excepto eso, no dijeron nada hasta que él se hubo apaciguado, lo que ocurrió de forma muy repentina.
Un minuto casi parecía a punto de cometer una violencia personal y al minuto siguiente había comprendido que, aun siendo pacifistas, el doctor Leopardo-oveja, la señorita Alcebuitre y el joven señor Serpiente-cerdo estaban dotados de horribles colmillos, o bien de impresionantes cascos, o de una terrorífica musculatura. Bruscamente se sentó.
La señorita Alce-buitre se le acercó en el acto y comenzó a acariciarle la mano. El doctor Leopardo-oveja tosió y rió suavemente en señal de simpatía. El doctor Pájaro-ratón aleteó, revoloteó y dijo:
-Mi querido, querido muchacho. Todo ha sido por su bien. Hemos hablado muchísimo de su caso y hemos decidido hacer lo más conveniente.
Siguió explicando que desde el momento de su primer encuentro le habían tomado afecto a Vandercook, pero que durante largo tiempo habían dudado sobre la conveniencia de retenerle en Eetwee. Comprendían que en él fondo de su corazón era un artista y que no había sido feliz durante todo ese tiempo, obligado a trasladarse siempre de un mundo a otro, pero, aun así, se trataba de su profesión y le veían siempre muy ansioso de emprender nuevamente el vuelo. Era un verdadero enigma. Los mejores cerebros de
Eetwee se habían dedicado día y noche a desentrañarlo.
- Y nunca diría - comentó el doctor Pájaro-ratón con una risita - qué cosa más absurda sugerí yo al principio. Creí que a usted le gustaba la diplomacia y deambular de un planeta a otro. ¡Imagínese! Realmente debí adivinar desde un comienzo que usted detestaba todo eso y lo que de verdad deseaba era instalarse en alguna parte y hacer toda clase de graciosas combinaciones...
La idea de unas graciosas combinaciones evocó un vívido cuadro mental. Vandercook se estremeció.
- ¿Qué sabe usted de eso? - dijo bruscamente -. ¡Dentro de un instante me dirá que es capaz de leer mis pensamientos!
- Cielos, no - replicó el doctor Pájaro-ratón -. Yo no puedo hacerlo pero la señorita
Vaca-tortuga sí puede. ¡Bendita sea! Es tan buena persona..., realmente lo hizo muy bien, teniendo en cuenta cuán extraño era todo para ella. Logró vislumbrar varios detalles de unos planes que tenía usted. Eran terriblemente románticos, pero por alguna razón usted no parecía verdaderamente demasiado satisfecho con ellos. Quiero decir que no parecía terriblemente entusiasmado. Pero ella comprendió la razón al primer atisbo: quienquiera que usted tuviera en mente, parecía tan desaliñado y poco atractivo. Y entonces... en fin, ella averiguó cuánto deseaba usted poder llevarse a algunos de nosotros y tuvo la impresión de que usted nos apreciaba muchísimo. Nos sentimos muy conmovidos, querido muchacho. Después de oír eso, el presidente Oso-zarigüeya, el doctor Leopardooveja, el joven señor Serpiente-cerdo y yo mismo, todos coincidimos en que usted se debatía realmente entre el amor y el deber y que, en el fondo, lo que de verdad deseaba era quedarse aquí en el querido pequeño Eetwee...
Se oyó un breve, tímido golpecito en la puerta y el doctor Pájaro-ratón exclamó:
- Adelante.
Entró la señorita Vaca-tortuga.
Vandercook la miró con abierta hostilidad.
- ¿Y me está diciendo que esa cosa leyó mis pensamientos? - preguntó -. ¿Ese... maldito monstruo de vaca-tortuga?
- Oh, ya no es la señorita Vaca-tortuga - le corrigió el doctor Pájaro-ratón -. Ahora es la señora Vandercook.
- ¿Qué? - bramó Vandercook.
- La señora Vandercook - repitió el doctor Pájaro-ratón -. Podrán hacer sus combinaciones los dos juntos. ¿No será hermoso?
Vandercook miró a su alrededor en busca de una salida. Sólo había una y el doctor Leopardo-oveja estaba mostrando los dientes apostado justo a ella. Vandercook recordó los buenos viejos tiempos y las innumerables hileras de dulces y delgadas jóvenes, dulces y jadeantes mujeres maduras y cariñosas y anhelantes ancianas, y cómo todas le devoraban con sus adorables ojos humedecidos. Rompió a llorar.
El doctor Pájaro-ratón y el joven señor Serpiente-cerdo en el acto le ayudaron a acomodarse en una silla.
- No debe tomárselo así, querido muchacho - dijo el doctor -. Ya sé que es una noticia maravillosa, maravillosa, pero no debe dejar que le afecte tanto. A fin de cuentas, le hemos traído cada día a los jardines de la luna de miel, sobre las alfombras rojas de rigor y todos los pajes y damas de honor gesticularon de la manera más adorable, y le hemos construido una casa aquí, en el mismo centro para prepararle psicológicamente. Incluso hemos conservado su piano para usted. Y ahora, querido muchacho... - Le tendió una pequeña copita de licor -. Bébase esto y se sentirá mucho mejor.
Vandercook alargó a ciegas la mano para coger la copa.
- De un solo trago - le indicó el joven señor Serpiente-cerdo.
Vandercook se lo bebió de un trago; en el acto se sintió mejor y ya era demasiado tarde cuando advirtió que la bebida estaba aromatizada con regaliz.
La señorita Alce-buitre aplaudió con sus manos en forma de alas.
- ¡Lo ven! - exclamó encantada -. ¡Les dije que no se desintegraría! Estaba seguro de que todas esas supuestas diferencias del hombre eran una tontería.
- Me alegro mucho - mugió ardientemente la señorita Vaca-tortuga.
- Es estupendo - declaró el doctor Leopardo-oveja -. Por primera vez después de siglos podemos trabajar con una especie completamente nueva. Pasará usted a la Historia, señor Vandercook.
Vandercook vislumbró el futuro en todas sus cuatro dimensiones, y todas y cada una le parecieron absolutamente detestables. Puso los ojos en blanco y apuntó un pálido dedo en dirección a la señorita Vaca-tortuga.
- No, no, n-n-no farfulló -. ¡N-no p-p-puedo quedarme aquí encerrado con eso!
El doctor Pájaro-ratón sonrió amablemente.
- No lo estará, querido muchacho. Le comprendemos mejor de lo que cree. Al fin y al cabo, esta dulce personita... - Hizo una reverencia -, advirtió que su papel de embajador no era más que una sublimación y que en realidad lo que usted deseaba era pasarse el resto de su vida revoloteando de una compañerita a otra como una querida abejita. La señorita Vaca-tortuga es sólo la primera. Mire por esa ventana.
Vandercook giró la cabeza como un robot. Afuera, junto a la puerta, esperaban pacientemente la señorita Camello-murciélago y la señorita Hipo-jirafa, la señorita Gansomono y la graciosa y pequeña señorita Rana-terrier; la señorita Yak-paloma y la señorita Foca-zorro y la gorda y madura viuda Caballo-conejo con todas sus simpáticas amigas.
La cola se extendía desde la puerta, a través del lugar reservado a las gesticulaciones y a lo largo del jardín extramuros, hasta la parcela donde antes se encontraba el bote espacial.
Poco a poco, en medio de su desesperación, Vandercook advirtió que su aspecto le era terriblemente familiar. Poco a poco, comenzó a sentirse extrañamente reconfortado.
Sollozó por última vez. Luego se dirigió al piano y exhibió su famosa, tierna sonrisa y, sin apartar ni un momento los ojos de las damas, comenzó a tocar la Sonata del Claro de Luna.

1/12/09

"EL COLLAR DE SEMLEY", DE URSULA K. LE GUIN

Úrsula K. Le Guin (USA; 1929)

Semley's necklace, ©1963.

El collar de Semley. Traducido por Ana Goldar en El mundo de Rocannon (Barcelona, Editorial Bruguera, 1982, colección Naranja)

(Puede encontrarse también este relato en El mundo de Rocannon (Barcelona, Edhasa, 1989, colección Clásicos Nebulae, traducción de Elena Rius), y en Las doce moradas del viento (Barcelona, Edhasa, 2004, colección Fantasy Nebulae, traducción de Elena Rius)


Este cuento, escrito en 1963, publicado en 1964 como “La dote de los Angyar” y en 1966 como prólogo de mi novela El mundo de Rocannon, es en realidad el octavo que publiqué, pero pienso que es el más característico y romántico de mis primeros trabajos fantásticos y de ciencia ficción. Mi estilo ha progresado, alejándose lenta y continuamente del franco romanticismo. No hay duda de que sigo siendo una romántica y eso me alegra, pero el candor y la inocencia de "El collar de Semley" se han convertido gradualmente en algo más fuerte, más duro, y más complejo.Ursula K. Guin.

Creo que esta historia será considerada una de las mejores de ciencia ficción de toda la literatura del género. En la actualidad es ya clásica, sólo cinco años después de su publicación inicial. Con todo, la idea en sí no es nueva. Todos hemos especulado con el concepto de la dilación del tiempo, con los principios de la contracción del tiempo, formulados por Einstein, cuando uno se aproxima a la velocidad de la luz. No obstante, Ursula K. Le Guin (en una narración que se convirtió en raíz de su primera novela y de toda la serie que culminaría en su soberbia La mano izquierda de la oscuridad) destila aquí este concepto tan común hasta convertirlo en la pureza del mito. Creo verdaderamente que ha dejado poco o nada todavía por decir.(Ted White. Recopilador de la antología Grandes relatos de ciencia ficción. Barcelona, ATE, 1979, traducción de Roser Berdagué, donde aparece este relato de Ursula K. Le Guin con el título “La dote de los Angyar”)




¿Cómo distinguir la leyenda de los hechos en esos mundos tan alejados en el espacio y el tiempo? Planetas sin nombre, a los que sus gentes llamaron simplemente El Mundo, planetas sin historia, donde el pasado es tema de mitos y, a su regreso, un explorador se halla con que sus propios hechos –realizados poco tiempo atrás– se han convertido en los gestos de una divinidad. Lo irracional obscurece la brecha del tiempo que atraviesan las naves espaciales, veloces como la luz, y en esa oscuridad, como malas hierbas, crecen la incertidumbre y la desproporción.
En el intento de relatar la historia de un hombre, un simple científico de la Liga, que pocos años ha partiera hacia ese mundo sin nombre, conocido apenas, cualquiera se siente como un arqueólogo entre ruinas milenarias, avanzando a través de densas marañas de hojas, flores, ramas y enredaderas hasta la repentina geometría brillante de una rueda o una pulida piedra, penetrando luego en un espacio familiar, que se presenta como un acceso luminoso a la oscuridad, al imposible titilar de una llama, al centelleo de una joya, al sólo entrevisto movimiento de un brazo de mujer.
¿Cómo separar el hecho de la leyenda, la realidad de la realidad?
En el relato de Rocannon surge la joya, el centelleo azul sólo entrevisto. Y así se inicia:

Área galáctica 8, nº 62. - FOMALHAUT II.
Formas de vida de elevado cociente de inteligencia. Contactos con las siguientes especies:
Especie 1:
A) Gdemiar (singular Gdem): elevado cociente de inteligencia, antropoides, trogloditas nocturnos; talla media 120 a 135 cm, piel clara, cabellos obscuros. En el momento de establecerse el contacto, estos cavernícolas poseían una sociedad oligárquica y estratificada con rigidez, modificada por telepatía parcial colonial, y una cultura orientada tecnológicamente según la temprana edad del acero. El nivel tecnológico se ha elevado hasta el punto C durante la misión de la Liga de los años 252-254. En el 254 un vehículo automático (desde Nueva Georgia del Sur y retorno) fue entregado a los oligarcas de la comunidad del Mar de Kirien. Nivel C-Prima.
B) Fiia (singular Fian): elevado cociente de inteligencia, antropoides, diurnos, aproximadamente 130 cm de talla; individuos observados piel y cabellos claros, en general. Unos pocos contactos han señalado aldeas de grupos nómadas, de estructura comunal, telepatía parcial colonial, con indicios de onda corta TK. La raza parece atecnológica y evasiva; esquemas culturales mínimos y cambiantes. No sujetos a contribución. Nivel E - Interrogante.
Especie II:
Liuar (singular Liu): elevado cociente de inteligencia, antropoides, diurnos; estatura media encima de los 170 cm; esta especie posee una aldea fortificada, Sociedad constituida por clanes, tecnología bloqueada (Bronce) y cultura heroico-feudal. Se ha advertido un desdoblamiento social horizontal en dos subrazas: a) Olgyior, «hombres normales», piel clara, cabellos obscuros; b) Angyar, «señores», muy altos, piel obscura, cabellos rubios...


–Es la raza de ella –dijo Rocannon, levantando la vista del Manual abreviado de formas inteligentes de vida, para mirar a la mujer de piel obscura, elevada talla y cabellos rubios, inmóvil en el centro del amplio salón del museo: erguida, con su corona de cabellos brillantes, observaba algo en una vitrina. A su alrededor se movían cuatro pigmeos ansiosos y desagradables.
–No sabía que en Fomalhaut II viviesen estos otros tipos, además de los trogloditas –dijo Ketho, el director del museo.
–Tampoco yo. Aún quedan algunas especies «no confirmadas» en esta lista; nunca ha habido contacto con ellas. Parece llegado el momento de enviar una misión investigadora más profunda. En todo caso, al menos ahora la conocemos a ella.
–Querría tener algún medio de saber quién es ella...

Provenía de una antigua familia, descendiente de los primeros reyes de los Angyar, y por encima de todas sus carencias, su cabello brillaba con el puro e inmutable oro de los de su raza. Los diminutos Fiia, a su paso, se inclinaban ya en los tiempos en que ella no era más que una niña descalza que correteaba por las praderas, la luminosa y ardiente cabellera como un cometa, sacudida por los duros vientos de Kirien.
Tierna era su edad cuando Durhal de Hallan la conoció, cortejó y llevó consigo, lejos de las ruinosas torres y ventosos espacios de su niñez, hacia la alta casa de Hallan. Allí, junto a la montaña, tampoco había comodidades, aunque perdurara el esplendor. Ventanas sin cristales, piedra desnuda en los pisos; durante la estación fría, al despertar, se podía ver la nieve nocturna acumulada junto a las ventanas. La esposa de Durhal, de pie, descalza sobre el suelo helado, trenzaba el fuego de su cabello y sonreía a su joven esposo a través del espejo de plata de su habitación. Ese espejo y el traje de boda de su madre, recamado con mil menudos cristales, constituían toda su riqueza. Los familiares lejanos de Durhal aún eran dueños de guardarropas suntuosos, mobiliarios de maderas doradas, monturas, armas y espadas de plata, joyas y alhajas sobre las que la joven esposa arrojaba miradas de envidia, volviendo sus ojos hacia una diadema de perlas o un broche de oro cuando el dueño de la joya le cedía el paso como signo de deferencia por la alta alcurnia de su linaje y matrimonio.
En el cuarto puesto a partir del trono de Hallan Revel se sentaban Durhal y su esposa Semley, tan cerca del señor de Hallan que, a menudo, el anciano ofrecía vino a Semley con su propia mano y hablaba de las cacerías con su sobrino y heredero Durhal, envolviendo a la joven pareja en una mirada de amor torvo y sin esperanzas. Escasas podían ser las esperanzas para los Angyar de Hallan y para las Tierras del Oeste, desde que aparecieran los Señores de las Estrellas, con sus casas que brincaban sobre pilares de fuego y sus tremendas armas que arrasaban montañas. Ellos habían bloqueado todos los antiguos caminos y se habían inmiscuido en las viejas guerras, y aunque los montos eran pequeños, resultaba una vergüenza insoportable para los Angyar el tener que pagarles un tributo, contribución para la guerra que los Señores de las Estrellas sostenían con algún extraño enemigo, en algún lugar del espacio abismal entre las estrellas. «Será también vuestra, esta guerra» decían; pero la última generación de los Angyar había permanecido inerte en su ociosa vergüenza, dentro de sus salones, viendo cómo enmohecían sus espadas de doble filo, cómo crecían sus hijos sin intervenir en una sola batalla, cómo sus hijas se unían a hombres pobres, incluso a los de baja cuna, sin aportar la dote de un patrimonio heroico a un noble marido. El rostro del Señor de Hallan se ensombrecía al contemplar a la pareja de cabellos dorados, al oír sus risas mientras bebían vino amargo y jugueteaban en la fría, ruinosa y antes resplandeciente fortaleza de su casta.
El propio rostro de Semley se endurecía a la vista del salón donde relampagueaba el brillo de las piedras preciosas en asientos muy por debajo del suyo, entre mestizos y hombres de casta inferior, de piel blanca y cabellos obscuros. Ella nada había aportado como dote a su esposo: ni siquiera una horquilla de plata. El vestido de Los Mil Cristales estaba reservado para el día de la boda de su hija, si nacía una niña.
Y fue una niña y la llamaron Haldre, y cuando el cabello creció en su cabecita obscura, brilló como el oro inmutable, herencia de generaciones señoriales, el único oro que jamás poseería...
Semley nunca mostró a su marido el descontento que la colmaba. Porque a pesar de su dulzura para con ella, en su duro orgullo de señor, Durhal sólo abrigaba desprecio hacia la envidia y los deseos vanos, y ella temía ese desprecio. En cambio, habló con Durossa, la hermana de Durhal.
–Mi familia fue dueña de un gran tesoro hace tiempo –le dijo–. Era un collar de oro con una piedra azul en el centro... ¿un zafiro?
Sonriente, Durossa alzó los hombros; no estaba segura del nombre.
Estaba muy avanzada la estación cálida del año, el verano de aquellos Angyar del norte, dentro de su año de ochocientos días que inicia el ciclo de los meses en cada nuevo equinoccio. Para Semley, aquél resultaba un calendario extraño, el cómputo típico de los hombres normales. Su familia se extinguía ahora, pero su sangre era más antigua y más pura que la de cualquiera de los integrantes del grupo del noroeste, que con tanta libertad se unían a los Olgyior. Sobre un asiento de piedra, Semley y Durossa contemplaban los rayos de Sol desde una ventana alta de la Gran Torre, en el apartamento de las mujeres casadas. Viuda desde su juventud y sin hijos, Durossa había sido otorgada en segundo matrimonio al Señor de Hallan, que era hermano del padre de ella. Por ser ésta una boda entre parientes y la segunda para ambos, Durossa no recibía el título de Señora de Hallan –que Semley habría de ostentar algún día–, pero se sentaba en el trono, junto al anciano señor y gobernaba con él sus dominios. Mayor que su hermano Durhal, amaba a la joven esposa de éste y se deleitaba con la rubia Haldre.
–Fue comprado –prosiguió Semley– con todas las riquezas que mi antepasado Leynen obtuvo cuando se apoderó del sur de Fief, ¡toda la riqueza de un reino por una joya! Oh, sin duda podría obscurecer a cualquier otra aquí, en Hallan, aun a esos enormes cristales que lleva tu primo Issar. Era tan bello que le dieron un nombre propio; lo llamaban Ojo del Mar. Mi bisabuela lo llevaba.
–¿Tú nunca lo viste? –preguntó la mujer, con lentitud, mientras contemplaba las verdes colinas donde el largo verano hacía soplar sus cálidos vientos incansables por entre los bosques y los caminos blancos, hasta alcanzar la lejana costa.
–Se perdió antes de que yo naciera. No, mi padre me ha dicho que fue robado antes de que los Señores de las Estrellas llegasen a nuestros dominios. El prefería no tocar el asunto, pero una anciana de la casta común, sabedora de toda clase de cuentos, siempre me ha asegurado que los Fiia han de saber dónde está.
–¡Ah, los Fiia! ¡Cuánto me gustaría verlos! –dijo Durossa–. Conocen tantas canciones y leyendas... ¿Por qué nunca vendrán a las Tierras del Oeste?
–Demasiado altas, demasiado frías, creo. Gustan del Sol de los valles del sur.
–¿Se asemejan a los gredosos?
–A ésos no los conozco; se mantienen alejados de nosotros en el sur. ¿No son blancos, como los hombres normales, y deformes? Los Fiia son graciosos; se asemejan a los niños, sólo que más delgados y sensatos. Me pregunto si sabrán dónde está el collar, quién lo robó y dónde lo oculta. Piensa, Durossa, si yo pudiera ir a una fiesta de Hallan y sentarme junto a mi marido con toda la riqueza de un reino en torno a mi cuello y eclipsar a las otras mujeres, tal como ellas eclipsan a los hombres.
Durossa inclinó el rostro hacia la niña, que examinaba sus propios piececitos obscuros sobre una manta, entre su madre y su tía.
–Semley es una simple –murmuró a la niña–; Semley, que brilla como una estrella fugaz, Semley, la mujer de un hombre que no quiere más oro que el de ella...
Y Semley, viendo las verdes colinas del verano que llegaban hasta el mar distante, callaba.
Pero cuando hubo pasado otra estación fría y hubieron regresado, una vez más, los Señores de las Estrellas para coger sus tributos por la guerra –y esta vez una pareja de gredosos enanos les servía de intérpretes, de modo que todos los Angyar se sintieron humillados hasta el límite de la rebeldía–, y cuando hubo pasado también otra estación cálida y Haldre ya había crecido hasta convertirse en una dulce y locuaz niña, Semley la llevó consigo, una mañana, hasta la solana de Durossa, en la Torre. Semley lucía una vieja capa y una capucha cubría sus cabellos.
–Ten contigo a Haldre por unos pocos días, Durossa –pidió con calma, pero de prisa–. Voy a ir al sur, a Kirien.
–¿Vas a ver a tu padre?
–Hallaré mi herencia. Vuestros primos de Harget Fief se han mofado de Durhal; incluso Parna, ese mestizo, se cree con derecho a atormentarlo porque su mujer tiene un edredón de raso para su lecho y unos pendientes de diamante y tres vestidos... ¡Esa bruja de pelo negro! Y en tanto, la mujer de Durhal ha de remendar su vestido...
–¿El orgullo de Durhal está en su mujer o en lo que ella lleva?
Pero Semley no cambió su propósito.
–Los Señores de Hallan se han convertido en hombres pobres en su propia mansión. Traeré mi dote a mi señor, tal como una de mi estirpe debe hacerlo.
–¡Semley! ¿Sabe Durhal que partes?
–Dile que el mío será un regreso feliz –respondió la joven Semley rompiendo en una breve risa gozosa, luego se inclinó a besar a su hija, y antes de que Durossa pudiese hablar ya marchaba, ligera como el viento, sobre el suelo de piedra de la solana.
Las mujeres casadas de los Angyar jamás cabalgaban, sino por necesidad, y Semley no había salido de Hallan después de su matrimonio; ahora, al montar sobre la alta silla de su animal alado se sintió niña otra vez, como la doncella indómita que había sido, cabalgando sobre escuálidas bestias con el viento del norte, a través de los campos de Kirien, pero su montura actual provenía de las montañas de Hallan, era de la mejor de las razas, de piel a rayas, recia y lustrosa, extremidades vivaces, ojos verdes, penetrantes a pesar del viento, claras y vigorosas alas que se elevaban y caían a cada lado de Semley, descubriendo y ocultando, descubriendo y ocultando las nubes por encima y las colinas por debajo.
En la tercera mañana arribó a Kirien y, una vez más, se detuvo en medio de las salas ruinosas. Su padre había estado bebiendo durante toda la noche y, como en días pasados, la luz del Sol, filtraba por entre las grietas de los techos, lo abrumaba. La presencia de su hija aumentó su disgusto.
–¿A qué has venido? –en tanto que sus ojos hinchados recorrían las paredes y el rostro de la joven; la mata de fuego de su cabellera había desaparecido y sólo gruesas arrugas le cubrían el cráneo–. ¿El joven de Hallan no se ha casado contigo y vienes aquí con tus lloros?
–Soy la mujer de Durhal; he venido a buscar mi dote, padre.
Ebrio aún, gruñó una vez más, con enfado; pero la sonrisa de ella fue tan dulce que se sintió vencido.
–¿Es verdad, padre, que los Fiia han sido los que robaron el collar, el Ojo del Mar?
–¿Cómo puedo saberlo? Son viejas leyendas. Esa joya se perdió antes de nacer yo, creo, y quisiera no haber nacido nunca. Pregúntale a los Fiia, si quieres saberlo. Vete con ellos, vuelve con tu marido, déjame solo aquí. No hay espacio en Kirien para las muchachas, el oro y todo lo demás. Aquí ya es el fin; ésta es una plaza perdida, vacía. Los hijos de Leynen han muerto todos; sus riquezas han desaparecido. Sigue tu camino.
Gris e hinchado, casi como un pordiosero en una casa ruinosa, se volvió, tambaleante, para ir a ocultarse de la luz del Sol, en los sótanos.
Con la rienda de su cabalgadura alada entre las manos, Semley abandonó el antiguo hogar. Marchaba hacia una colina escarpada, luego de atravesar la aldea de hombres normales, que la saludaron con hosco respeto. En los campos pacían las bestias aladas y semisalvajes, en grandes rebaños. Semley descendió por un valle de verde intenso, rebosante de Sol. En lo profundo del valle estaba asentada la aldea de los Fiia, y al par que ella iba descendiendo, con la rienda entre las manos, las diminutas gentes corrían a su encuentro desde huertas y jardines riendo y nombrándola con sus finas vocecillas:
–¡Salud, esposa de Hallan, Señora de Kirien, Dama de los Vientos, Semley la Bella!
Todos coreaban dulces nombres y ella los oía con placer, sin enfadarse por sus carcajadas, porque los Fiia reían a cada palabra: era su actitud habitual, hablar y reír. Se detuvo, firme y erguida en su capa azul, en el centro de la bienvenida.
–Salud, gentes blancas, habitantes del Sol, Fiia, amigos de los hombres.
Penetró en la aldea, conducida por todos, y se instaló en una de las luminosas casas, y los niños corrían y gritaban a su alrededor. Era difícil saber la edad de un Fian adulto; incluso distinguir con certeza a uno de otro era arduo, porque se movían con la rapidez de una mariposa en torno de la luz, y ella no sabía si siempre hablaba con el mismo interlocutor. Pero tuvo la sensación de que sólo uno de ellos le hablaba, por un momento, en tanto unos atendían su cabalgadura y otros le ofrecían agua y frutas de sus árboles.
–¡No han sido los Fiia quienes han robado el collar de los Señores de Kirien! –exclamaba el hombrecito–: ¿Qué podrían hacer los Fiia con el oro, Señora? Para nosotros brilla el Sol en la estación cálida y en la estación fría nos quedan los recuerdos de ese brillo. Las frutas amarillas, las hojas amarillas de fin de estación, el amarillo de la cabellera de nuestra Señora de Kirien: no tenemos otro oro.
–¿Lo robó, pues, alguno de los normales?
–¿Cómo osaría hacerlo un normal? Ah, Señora de Kirien, cómo fue robada la joya ningún mortal lo sabe, ni el hombre, ni el normal, ni el Fian, ni ninguna de las siete castas. Sólo los muertos saben cómo se ha perdido, tiempo ha, cuando Kireley el Arrogante, bisabuelo de nuestra Semley, marchó sin compañía por las cavernas del mar. Pero quizá esté entre los Enemigos del Sol.
–¿Los gredosos?
Un estallido de risa seca, nerviosa.
–Siéntate con nosotros, Semley la del cabello de Sol, llegada desde el norte.
Y se sentó a comer con los Fiia, tan complacidos con su donaire como ella lo estaba con su presencia. Pero cuando la oyeron repetir su propósito de buscar la joya entre los gredosos, si es que allí estaba, dejaron de reír; poco a poco fueron desapareciendo. De pronto estaba sola junto a la mesa con uno de ellos, tal vez el que le hablara antes de la comida.
–No vayas al encuentro de los gredosos, Semley –le dijo, y por un instante el corazón de la Señora de Hallan se estremeció.
El Fian, con un lento vaivén de la mano por encima de sus ojos, había obscurecido el aire que los rodeaba. Restos de frutas llenaban las fuentes; todos los cuencos de agua clara estaban vacíos.
–En las montañas lejanas se separaron los Fiia y los Gdemiar; hace muchos años se separaron –dijo el pequeño hombre de los Fiia–. Mucho antes de eso fuimos un solo pueblo; pero lo que nosotros somos, ellos no lo son. Lo que no somos, ellos lo son. Piensa en la luz del Sol y en la hierba y en los árboles que dan frutos, Semley. Piensa que no todos los senderos que hay son buenos.
El Fian se inclinó, con una sonrisa.
Fuera de la aldea Semley montó en su cabalgadura, dijo adiós en respuesta a los adioses, y en el viento de la tarde se remontó hacia el sudoeste, hacia las cavernas de las costas rocosas del Mar de Kirien.
Temía tener que penetrar en las cavernas para hallar a las gentes que buscaba: le habían dicho que los gredosos nunca salían fuera de sus grutas a la luz del Sol y que hasta recelaban de la luz de la Gran Estrella y de las lunas. El trayecto era largo; una vez bajó a tierra, para que su cabalgadura cazara alguna alimaña mientras ella comía un trozo de pan de su alforja. El pan estaba duro y reseco ahora y sabía a piel, aunque conservaba algo de su sabor primitivo: por un momento, comiendo sola en un claro de los montes sureños, oyó el tono apacible de una voz y le pareció haber visto el rostro de Durhal, vuelto hacia ella a la luz de las antorchas de Hallan. Y permanecía sentada, viendo el rostro austero, vívido y joven, soñando con que al regresar con toda la riqueza de un reino en torno a su cuello le diría: «He querido traer un regalo digno de mi marido, Señor...» Se apresuró luego, pero al alcanzar la costa el Sol se había ocultado, Y la Gran Estrella se ponía también. Desde el oeste se había elevado una brisa suave que viró luego para adquirir empuje. La montura de Semley luchaba contra el viento con tanto esfuerzo, que ella le dejó descender sobre la arena. La bestia plegó sus alas y encogió las gráciles patas bajo el cuerpo, con una suerte de ronroneo. Semley, de pie, se ajustaba la capa en torno a los hombros, palmeando el pescuezo del animal, que sacudió las orejas en tanto volvía a ronronear. El contacto tibio le reconfortó la mano, pero sus ojos no veían más que un cielo gris, cubierto de jirones de nubes, un mar gris, arenas obscuras. Luego, deslizándose sobre la arena, se presentó una criatura baja, sombría, luego otra, por fin todo un grupo que se agazapaba, corría, se detenía.
Los llamó en alta voz. Y aunque se hubiera dicho que no la habían advertido, en un instante la rodearon todos; pero se mantenían apartados de su montura, que cesó en sus ronroneos, crispada la piel bajo la mano de su ama. Semley cogió las riendas, confiada en la protección que la bestia le brindaba, pero temerosa de la ferocidad que podía manifestar. En silencio, las extrañas gentes la observaban, con los toscos pies descalzos inmóviles sobre la arena. No podía haber engaño: eran de la talla de los Fiia, y en todo lo demás, una sombra, una imagen negra de aquel pueblo risueño. Desnudos, contrahechos, ralos los cabellos negros, la tez gris y viscosa como la de un gusano, de piedra la mirada.
–¿Sois los gredosos?
–Somos los Gdemiar, el pueblo de los Señores de los Reinos de la Noche.
La voz tuvo una inesperada hondura y corrió pomposa a través del anochecer salino. Pero, tal como le ocurriera con los Fiia, Semley no estaba segura de quién le había hablado.
–Salud, Señores de la Noche. Yo soy Semley de Kirien, esposa de Durhal de Hallan. He venido hasta vosotros a buscar mi herencia, el collar llamado Ojo del Mar, que se perdiera tiempo atrás.
–¿Por qué lo buscas aquí, Angya? Aquí sólo hallarás arena, sal y noche.
–Porque las cosas perdidas se hallan en los lugares profundos –repuso Semley, hábil para las agudezas–, y oro que ha venido de la tierra tiene un medio de volver a ella. Y a veces lo hecho, dicen, regresa a su hacedor –no era más que una conjetura. Y fue exacta.
–Por cierto que conocemos el nombre de Ojo del Mar. Fue hecho en nuestras cavernas, tiempo ha, y vendido por nosotros a los Angyar. La piedra azul procedía de los campos de arcilla de nuestros parientes del este. Pero éstos son antiguos cuentos, Angya.
–¿Podría escucharlos en el mismo lugar en que fueron narrados?
El círculo de gentes obscuras guardó silencio por un instante, como si dudara. El viento gris barrió la arena, obscureciendo la puesta de la Gran Estrella; el sonido del mar se amortiguó. La voz profunda vibró otra vez:
–Sí, Señora de los Angyar. Podrás penetrar en las Moradas Profundas. Síguenos.
Hubo como una asechanza en la voz, pero Semley no quiso oírla. Siguió a los gredosos por la arena, llevando con la rienda corta a su cabalgadura de agudas garras.
Ante la boca de la caverna, una boca desdentada de la que surgían vahos fétidos, uno de los gredosos dijo:
–La bestia no debe entrar.
–Sí –dijo Semley.
–No –repuso todo el grupo.
–Sí, no la dejaré aquí. No me pertenece, no puedo dejarla. No os hará daño, mientras yo sujete las riendas.
–No –repitieron voces obscuras.
Pero otras asintieron:
–Como tú quieras.
Tras un instante de duda avanzaron; la boca de la cueva parecía haberse cerrado tras ellos, tanta era la oscuridad bajo la piedra. Marchaban de uno en fondo, Semley la última.
La oscuridad del túnel se debilitó; habían llegado hasta el lugar donde pendía del techo una bola de tenue fuego blanco, otra más lejos y otra. Entre ellas, como festones, negros gusanos larguísimos colgaban de las rocas. A medida que avanzaban, menor era el espacio entre una y otra bola de fuego y todo el túnel estaba iluminado con una luz brillante y fría.
Los guías de Semley se detuvieron. Tres puertas que parecían ser de acero bloqueaban el acceso a otras tantas vías.
–Aguardaremos, Angya –dijeron, y ocho de ellos permanecieron junto a ella en tanto otros tres abrían una de las puertas y la franqueaban antes de que cayera tras ellos con estrépito.
Firme y erguida se mantuvo la hija de los Angyar bajo la descolorida luz de las lámparas; su montura se echó a su lado, batiendo una y otra vez su cola a rayas, con las alas plegadas, aunque sacudidas una y otra vez por un impulso de vuelo. Detrás de Semley, en el túnel, los ocho hombres gredosos se acuclillaron, y sus voces hondas murmuraban palabras en su propia lengua.
La puerta central resonó al abrirse.
–¡Dejad que Angya penetre en el Reino de la Noche! –gritó una nueva voz, jactanciosa y resonante; un hombre gredoso, con alguna vestidura sobre el tosco cuerpo gris, apareció en el vano de la puerta e hizo señas de que se adelantaran–. ¡Entra y contempla las maravillas de nuestras tierras, los prodigios realizados por las manos de los Señores de la Noche!
Silenciosa, Semley tiró de las riendas e inclinó la cabeza para seguir a su nuevo guía por un pasaje de poquísima altura. Otro túnel iluminado se abría delante, paredes húmedas, deslumbrantes bajo la luz blanca. Sobre el suelo dos barras de acero pulido se extendían a cada lado, hasta donde llegaba la vista. Sobre las barras se apoyaba una especie de carro de ruedas metálicas. Obediente a los gestos del guía, sin trazas de vacilación o asombro en el rostro, Semley penetró en el carro e hizo que su montura la acompañara. El gredoso se sentó frente a ella, tras ajustar barras y ruedas. Se produjo un ruido estridente, el rechinar de metal sobre metal, y luego los muros del túnel comenzaron a deslizarse. Más y más veloces cada vez, los muros corrían a cada lado, y los globos de fuego se convirtieron en un trazo de luz y el aire fétido y cálido era un viento que sacudía la capucha de la mujer.
El carro se detuvo. Semley siguió a su guía por gradas de basalto hasta una vasta antesala y luego a una más vasta cámara, erosionada en la roca por el agua de los siglos o tal vez por los excavadores gredosos; aquel ámbito, que nunca conociera la luz del Sol, estaba iluminado con el misterioso brillo frío de los globos de fuego. En las paredes, tras amplias rejas, grandes paletas metálicas giraban y giraban para remover el aire viciado. En la enorme sala cerrada zumbaban las voces graves de los gredosos, el chirrido agudo y la vibración de los metales. De todo ello la roca devolvía, una y otra vez, el eco intermitente.
Allí los gredosos cubrían sus rollizos cuerpos con prendas similares a las de los Señores de las Estrellas amplios pantalones, botas flexibles, túnicas con capucha, aunque las pocas mujeres que se dejaban ver, serviles enanas siempre apresuradas, estaban desnudas. La mayoría de los hombres eran soldados que portaban armas parecidas a los terribles lanzarrayos de los Señores de las Estrellas, si bien Semley pudo advertir que se trataba de simples garrotes de metal. Lo que vio, lo vio sin observar; avanzó por donde la conducían, sin volver la cabeza ni a derecha ni a izquierda. Cuando hubieron llegado frente a un grupo de gredosos que lucían diademas de acero sobre sus cabellos, el guía se detuvo y con voz profunda anunció:
–¡Los excelsos Señores de Gdemiar!
Eran siete y todos le habían clavado los ojos con tal arrogancia pintada en sus grises rostros terrosos que ella sintió deseos de reír.
–He venido hasta vosotros para buscar el tesoro perdido de mi familia, Señores del Reino de las Tinieblas –dijo en tono solemne–. Busco el botín de Leynen, el Ojo del Mar –su voz sonaba débil en medio del estrépito.
–Así nos lo han dicho nuestros mensajeros, Semley, señora de Hallan –esta vez logró determinar quién le había hablado: un individuo más bajo que los otros, que apenas si le llegaría al pecho y lucía un resto fiero en el rostro–. No poseemos lo que buscas.
–En otro tiempo lo tuvisteis, se dice.
–Mucho es lo que se dice allí donde el Sol centellea.
–Y las palabras son llevadas por el viento, allí donde el viento sopla. No pregunto cómo se ha perdido el collar ni cómo ha vuelto a vosotros, sus artífices de antaño. Esas son viejas historias, antiguas habladurías. Sólo intento encontrarlo ahora. Vosotros no lo poseéis, pero quizá sepáis dónde está.
–No está aquí.
–Estará, pues, en otro lugar.
–Está donde tú no puedes llegar; no, a menos que cuentes con nuestra ayuda.
–Ayudadme, pues; os lo pido en mí condición de huésped vuestra.
–Se ha dicho: los Angyar toman; los Fiia dan; los Gdemiar dan y toman. Si hiciéramos esto por ti, ¿qué nos darías?
–Mi gratitud, Señores de la Noche.
Y permaneció firme y bella, sonriente entre ellos. Todos la contemplaban con asombro maligno, con hosco sentimiento.
–Escucha, Angya, grande es el favor que pides; no sabes cuánto; no puedes comprenderlo. Perteneces a una raza que no lo comprenderá, porque sólo os cuidáis de cabalgar en los vientos, de levantar cosechas, pelear a espada y vocear juntos. ¿Pero quién fabrica vuestras espadas de acero brillante? ¡Nosotros, los Gdemiar! Vuestros jefes vienen aquí, a los Campos de Arcilla, compran sus espadas y se alejan sin mirar ni comprender. Pero ahora tú estás aquí, podrás mirar, podrás observar algunas de las maravillas infinitas de nuestra raza: las luces que arden por siempre, el carro que se impulsa a sí mismo, las máquinas que hacen nuestras ropas y cuecen nuestros alimentos y purifican nuestro aire y nos sirven en todo. Debes saber que todas estas cosas están más allá de tu entendimiento. Y tenlo presente: ¡Nosotros, los Gdemiar, somos amigos de aquellos a los que llamáis Señores de las Estrellas! Con ellos hemos ido a Hallan, a Roohan, a Hul-Orren, a todas vuestras mansiones, para ayudarlos a entenderse con vosotros. Los Señores a quienes los orgullosos Angyar pagáis tributo son nuestros amigos. Ellos nos favorecen tal como nosotros los favorecemos. Pues bien, ¿qué significa para nosotros tu agradecimiento?
–Esto lo debéis contestar vosotros –repuso Semley–, no yo. Te he hecho mi pregunta, contéstala, Señor.
Por un instante los siete se agruparon para hablar y callar luego. Las miradas la buscaron, la evitaron, el silencio se densó. Una muchedumbre se agrupaba en torno a ellos, crecía con rapidez y sin ruidos. Repentinamente Semley estuvo rodeada de centenares de opacas cabezas negras, hasta que se cubrió de gente todo el suelo de la caverna resonante, excepto un pequeño espacio cercano a la Señora de Hallan. La bestia alada se agitaba, entre el temor y el enojo demasiado tiempo reprimidos, y sus ojos se dilataban como cuando un animal de su especie se veía obligado a volar de noche. Semley acarició la tibia piel de la cabeza, murmurando:
–Tranquilízate, mi valiente señor del viento...
–Angya, te llevaremos hasta donde está el tesoro –una vez más le había hablado el gredoso de la cara blanca y diadema de acero–. No podemos hacer otra cosa. Deberás venir con nosotros en demanda del collar, hasta donde están quienes ahora lo poseen. La bestia alada no podrá acompañarte. Debes partir sola.
–¿Cuán largo será el viaje, Señor?
El gredoso apretó los labios con fuerza.
–Será prolongado, Señora. Aunque no haya de durar más que una larga noche.
–Agradezco vuestra cortesía. ¿Podréis cuidaros de mi montura por esta noche? Ningún daño debe ocurrirle.
–Dormirá hasta tu regreso. Habrás cabalgado en una bestia aérea mucho mayor cuando vuelvas a ver esta tuya. ¿No preguntas adónde te llevaremos?
–¿Podremos emprender ya ese viaje? Quisiera no faltar por mucho tiempo de mi hogar.
–Sí. En seguida –los labios grises se distendieron.
De lo ocurrido en las horas siguientes Semley no podría dar cuenta. Todo era prisa, confusión, estrépito, sorpresa. Mientras ella acariciaba la cabeza de su cabalgadura, un gredoso introdujo una larga aguja en la corva dorada de la bestia. Semley estuvo a punto de gritar, pero el animal se agitó apenas y luego, entre ronroneos, quedó dormido. Con claras muestras de miedo, un grupo de hombres cogió a la bestia dormida para llevársela. Más tarde vio cómo una aguja se introducía en su propio brazo, quizá para probar su valor, porque no se sintió adormecida, aun cuando no estaba cierta de ello. Viajó en carros que atravesaban puertas de hierro innumerables cavernas abovedadas. Hubo un instante en que el carro rodó por una caverna estrecha, por completo sombría y la oscuridad estaba poblada de raras alimañas. Oyó sus chillidos, los gritos roncos, y vio grandes bandadas frente a las luces del carro; cuando pudo verlas a la débil luz blanca, comprobó que no tenían alas y que eran ciegas. Y cerró los ojos ante tal visión. Pero había más túneles a recorrer, y siempre más cavernas, más cuerpos grises, y feas caras y retumbantes voces graves, hasta que por fin llegaron al aire libre. Era noche cerrada; elevó la vista, feliz, hacia las estrellas y la única luna resplandeciente, la pequeña Heliki que brillaba en el oeste. Pero los gredosos estaban aún junto a ella y la hacían penetrar en otro carro o en otra cueva, no estaba cierta. Era un espacio pequeño, lleno de diminutas luces temblorosas, muy estrecho y claro, después de las enormes cavernas húmedas y de la noche iluminada de estrellas. Otra aguja penetró en sus carnes y le dijeron que tendría que dejarse atar en una especie de silla plana: ligaduras en la cabeza, manos y pies.
–No lo permitiré –dijo Semley.
Pero al ver que sus cuatro acompañantes gredosos se dejaban atar, se sometió. Quedaron solos. Hubo un estruendo y luego un hondo silencio; un peso enorme, invisible, la oprimía; luego desapareció todo: peso, sonido, todo.
–¿He muerto? –preguntó Semley.
–Oh, no, Señora –respondió una voz desagradable.
Al abrir los ojos entrevió una cara blanca, inclinada sobre ella, una gran boca sumida, ojos como piedras. Sus ligaduras habían desaparecido y dio un brinco: no tenía peso ni cuerpo. Se sintió como una mera ráfaga de terror en el viento.
–No te haremos daño –dijo la voz o varias de ellas–. Permítenos tan sólo tocar tu cabello; déjanos tocarlo...
El carro tembló un tanto. Fuera de su única ventana se extendía una noche total... ¿o era bruma, o nada? Una larga noche, le habían dicho. Muy larga. Sentada, inmóvil, soportó el contacto de las gruesas manos grises sobre su cabello. Luego quisieron tocarle las manos, los pies y los brazos, y uno, la garganta: saltó entonces en pie, y mostró los dientes; los gredosos retrocedieron.
–No te hemos hecho daño, Señora –le dijeron.
Sacudió su cabeza.
Cuando se lo ordenaron, volvió a tenderse en la silla y a dejarse atar. Cuando la luz se tornó dorada, a través de la ventana, hubiera querido llorar ante aquel espectáculo, pero cayó desfallecida.


–Bien –dijo Rocannon–, al menos ahora sabemos a qué raza pertenece.
–Querría tener el medio de saber quién es –murmuró el director–. Busca algo que tenemos aquí, en el museo. ¿No es lo que han dicho los trogloditas?
–No los llames trogloditas –observó Rocannon, lleno de escrúpulos; como exoetnólogo, especializado en formas de vida inteligentes, se resistía al empleo de tales palabras–. No son hermosos, pero tienen el grado C entre nuestros aliados... Me pregunto por qué la Comisión los escogió a ellos para el plan de desarrollo, aun antes de tomar contacto con todas las especies inteligentes. Apuesto a que lo decidieron los de Centauro; a los centaurianos siempre les han gustado los cavernícolas nocturnos. Creo que aquí tenemos la especie II.
–Parecen tenerle un temor respetuoso, estos trogloditas.
–¿Tú no?
Ketho contempló a la mujer una vez más, y se ruborizó, sonriente.
–Vaya, en cierto modo; jamás, en dieciocho años, había visto tan bello tipo alienígena, ni aquí ni en Nueva Georgia del Sur. Y, de hecho, jamás había visto ninguna mujer tan bella. Parece una diosa –el rubor le cubrió ahora la calva, porque Ketho era un hombre tímido, nada afecto a las hipérboles; pero Rocannon asintió con sobriedad.
–Preferiría hablarle sin estos trog... Gdemiar de por medio. Pero no hay manera –Rocannon se encaminó hacia los visitantes y, cuando ella volvió su espléndido rostro, le hizo una profunda reverencia, hasta plantar un rodilla en tierra, con la cabeza doblada y los ojos cerrados.
Era lo que él denominaba un «gesto de acercamiento intercultural» y lo ejecutaba con cierta gracia. Cuando se irguió, la mujer habló, sonriente.
–Ha dicho «salud, Señor de las Estrellas» –gruñó uno de los pigmeos, en su monserga galáctica.
–Salud, Señora de los Angyar –respondió Rocannon–. ¿En qué podemos complacer a la Señora nosotros, los del museo?
Tras los gruñidos del troglodita, la voz de la mujer se deslizó como una brisa de plata.
–Ha dicho que, por favor, le devolváis su collar, tesoro de sus ancestros remotos.
–¿Qué collar? –preguntó el científico.
La mujer, que le había comprendido, señaló el centro de una vitrina que exhibía una pieza magnífica: una cadena de amarillo oro, macizo pero delicado en su orfebrería, con un enorme zafiro azul engastado en el centro. Rocannon enarcó las cejas, mientras Ketho murmuraba sobre su hombro:
–Tiene buen gusto. Es el collar Fomalhaut, una pieza única.
La joven sonrió a los dos hombres y volvió a hablarles.
–Ha dicho: Señores de las Estrellas, Joven y Anciano, Habitantes de la Casa de los Tesoros, este tesoro es mío. Mucho, mucho tiempo atrás. Gracias.
–¿De dónde salió esta pieza, Ketho?
–Veamos; déjame consultar el catálogo. Aquí lo tengo. Aquí está. Salió de estos trog... bueno, lo que sean, Gdemiar. Al parecer estos tipos tienen la obsesión de los negocios; tuvimos que dejarles comprar la nave con que han venido, una AD-4. El collar fue parte del pago. Fue hecho por ellos.
–Apostaría a que ya no pueden hacer esta clase de trabajo; ahora están adiestrados en la rama industrial.
–Pero se diría que piensan que la joya pertenece a esta mujer y no a ellos o a nosotros. Ha de ser importante, Rocannon, o no le habrían dedicado tanto tiempo a esta diligencia. El intervalo objetivo entre Fomalhaut y aquí debe de ser considerable.
–Varios años, sin duda –contestó el etnólogo, que sabía de viajes espaciales–. No muchos.
–Bueno, ni el Manual ni la Guía me dan datos suficientes para una estimación correcta. Está claro que estas especies no han sido estudiadas bien. Los pigmeos le deben estar manifestando mera cortesía. O quizá una guerra interracial dependa del maldito zafiro. O quizá los deseos de ella sean órdenes, porque la consideran superior. O, a pesar de las apariencias, puede que ella esté prisionera, que sea un señuelo. ¿Cómo podemos saber...? ¿Puedes disponer de las piezas, Ketho?
–Oh, sí. Todos los objetos de la sala Exótica están, técnicamente, en carácter de préstamo, no son de nuestra propiedad, ya que estas reclamaciones se han producido siempre. Pocas veces ha habido negativas. Paz, antes que nada, hasta que llega la Guerra...
–Entonces creo que es mejor que se lo entregues.
Ketho sonrió.
–Es un privilegio –dijo, y abriendo la vitrina cogió la gruesa cadena de oro; luego, tímido, la tendió hacia Rocannon–. Dásela tú.
Y la piedra azul, por un instante, refulgió en las manos del científico. Pero su mente estaba lejos; se volvió hacia la espléndida alienígena con el manojo de fuego azul y oro. Ella no alzó las manos para cogerlo, sino que inclinó la cabeza y él deslizó el collar sobre sus cabellos. Refulgía como una brasa en torno a su garganta broncíneo dorada. Parecía tan llena de orgullo, delectación y gratitud que Rocannon enmudeció y el director murmuró en su propia lengua:
–Es un placer, un gran placer...
La mujer inclinó la cabeza en un saludo hacia Ketho y Rocannon, luego se volvió hacia sus guardias (¿o captores?) y envolviéndose en la capa azul atravesó el salón y se marchó.
–A veces siento... –comenzó Rocannon.
–¿Qué? –preguntó Ketho con voz ronca, tras una larga pausa.
–A veces siento, cuando... me encuentro con estas gentes de mundos que conocemos tan poco, a veces... siento como si transitara por el margen de una leyenda, de un mito trágico, tal vez, que no alcanzo a comprender...
–Sí –dijo el director, aclarándose la garganta–. Me pregunto... Me pregunto cuál es su nombre.


Semley la Bella, Semley la Dorada, Semley la del Collar. Los gredosos se habían plegado a su deseo y también lo habían hecho los Señores de las Estrellas, en aquel terrible lugar al que la llevaran los gredosos, la ciudad que estaba al término de la noche. Le habían hablado y le habían devuelto con alegría su tesoro.
Pero aún no había podido desechar el sentimiento opresivo de aquellas cavernas que la rodearon, donde la roca la aplastaba, las voces retumbaban y las grises manos se tendían a... Ya era suficiente. Había pagado por el collar; bien. Ahora le pertenecía. La cuenta estaba saldada, el pasado era pasado.
Su montura alada se había deslizado fuera de una gran caja, con los ojos como velados y la piel escarchada; en un principio, al abandonar las cuevas de los Gdemiar no había querido volar. Ahora el animal estaba restablecido, y volaba en un suave viento sureño, a través del cielo brillante, hacia Hallan.
–Rápido, rápido –le decía, entre sonrisas, a medida que el viento despejaba la oscuridad de sus pensamientos–, quiero llegar pronto junto a Durhal...
Y volaron, veloces, de regreso a Hallan, donde llegaron al atardecer del segundo día. Ya las cavernas de los gredosos no eran más que una pesadilla lejana; estaban a mil pasos de Hallan y atravesaron el Puente del Precipicio, donde los bosques prosperan. En la luz dorada del crepúsculo desmontó en las cuadras y caminó entre las rígidas estatuas de los antepasados heroicos; los guardias, en el portal, se inclinaron, sin dejar de admirar la mágica joya que lucía en torno a su garganta.
En la sala de entrada detuvo a una joven que pasaba, una joven bellísima, parienta cercana de Durhal, por su aspecto, aunque Semley no lograba recordar su nombre.
–¿Me conoces, doncella? Soy Semley, la esposa de Durhal. ¿Le dirás a la Señora Durossa que he regresado?
Porque temía entrar y, quizá, hallarse sola en presencia de Durhal necesitaba el apoyo de Durossa.
La niña la observaba con extrañeza; murmurando «sí, Señora», se precipitó hacia la Torre.
Semley permaneció de pie en la ruinosa sala dorada. Nadie acudía.
¿Estarían cenando en el Gran Salón? El silencio era agobiante. Tras unos momentos, Semley se encaminó hacia la escalinata de la Torre. Pero una anciana le salió al encuentro, atravesando el piso de piedra, con los brazos abiertos, sollozante.
–¡Oh, Semley, Semley!
Jamás había visto a aquella mujer de cabellos grises, y dio un paso atrás.
–¿Quién eres tú, Señora?
–Soy Durossa, Semley.
Se mantuvo silenciosa y sin moverse durante todo el tiempo en que Durossa, entre abrazos y sollozos, le preguntaba si era verdad que los Gredosos la habían capturado y la habían puesto bajo hechizo por todos esos largos años. ¿O habían sido los Fiia con sus extrañas artes? Luego Durossa dejó de llorar y dio un paso atrás.
–Aún estás joven, Semley. Tan joven como en el día en que te marchaste. Y llevas el collar en tu cuello...
–He traído mi presente a mi marido Durhal. ¿Dónde está él?
–Durhal ha muerto.
Semley quedó petrificada.
–Tu marido, mi hermano Durhal, el Señor de Hallan, fue muerto en una batalla hace siete años, nueve años después de tu partida. Los Señores de las Estrellas jamás regresaron. Entramos en guerra con las Castas del Este, con los Angyar de Log y con Hul-Orren. Durante la lucha Durhal cayó herido por la lanza de un normal, porque su cuerpo tenía poca protección, y su espíritu ninguna. Yace sepultado en los campos cercanos al pantano de Orren.
Semley giró sobre sí misma.
–Allí lo buscaré, pues –dijo mientras cubría con la mano la cadena de oro–. Le entregaré mi dote.
–¡Aguarda, Semley! ¡La hija de Durhal, tu hija! ¡Aquí está, Haldre la Bella!
Era la joven con la que ya había hablado, a la que había preguntado por Durossa, una joven de tal vez diecinueve años, con los mismos ojos azules obscuros de Durhal. De pie junto a Durossa, no quitaba sus ojos profundos de aquella Semley que era su madre y tenía su misma edad. Iguales eran sus años, sus cabellos de oro, su belleza; sólo que Semley era apenas más alta y lucía la piedra azul en su pecho.
–Es tuyo. Tómalo. ¡Para Durhal y para Haldre lo he traído desde el fin de una larga noche! –Semley gritó estas palabras en tanto se arrancaba la pesada cadena, que cayó sobre la piedra con un frío y musical sonido–. ¡Es tuyo, Haldre! –gritó una vez más.
Agitada por el llanto se volvió y se alejó de Hallan, por el puente y la escalinata, precipitándose en el bosque de la ladera montañosa.

8/11/09

"NOSOTROS AMAMOS LA LUZ", DE MARÍA GUERA Y ARTURO MENGOTTI

(ESTE RELATO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA NUEVA DIMENSIÓN, nº extra 5, enero 1971, p. 91-114, publicación de la cual lo hemos transcrito)

© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.
Podéis encontrar más información sobre este relato y sus autores en.
Ver Índice de los relatos de María Guera y Arturo Mengotti en este blog.


En aquel mismo instante mi condena se terminó, había sido redimido.

Percibí la llamada de mis compañeros, un claro tañido de campanas que vibraba en ondas apremiantes, desde la distante estrella.

Una parte de mí casi desfalleció de júbilo, de nostalgia inaplazable, ante la certidumbre del regreso. La otra mitad luchó por resistir y permanecer para siempre entre los seres creados con mi propia vida. Pero era mejor abandonarlos a un libre destino y quedar en su recuerdo como un mito, sin fallos.

Venció la llamada del hogar, y en una vertiginosa caída a través del espacio, que rugió y se estremeció al abrirse durante el instante de un parpadeo, fui a reunirme con ellos.

Cuando soñé con mi vuelta, nunca esperé palabras de bienvenida. Sería un verdadero amanecer en la serenidad y el equilibrio de nuestra hermandad, después de los solitarios años de luchar .conmigo mismo. Abandonado, igual que el sublevado de un navío en el islote solitario, el errante cometa. Sin más alimentos que mis propias emociones, al fin consumidas.

Tuve tiempo de sobra para comprender lo que mis compañeros rechazaban, cuando me condenaron al aislamiento. Nosotros, los hombres, habíamos conseguido ese difícil equilibrio sobre la antigua ambivalencia de
nuestra mente, tal vez a costa de nuestra condición humana. Aún podíamos ceder, y una grieta en nuestra alma bastaría para arrastramos por la fascinante corriente entre los contrarios, en la que, durante milenios de aprendizaje, fuimos campo de batalla. Ahora ya sabía que todo estaba consumado y todas las misiones cumplidas. Las fronteras del Yo fueron cruzadas muy atrás en el tiempo, para poder alzar los cimientos de nuestra unión. Y sin embargo... ¿por qué una nostalgia ancestral me acuciaba siempre a abrir la puerta?

Aguardé en la enorme sala, decorada por la luz. Gavillas de haces tornasolados se desintegraban sin esfuerzo al atravesar los prismas de las columnas. Bloques transparentes que se precipitaban en una catarata silenciosa, desde la remota pirámide que los coronaba y vertía la armonía de miles de matices, que desde un suave escarlata tintineaban, a través de un esmeralda y ámbar, hasta más allá del índigo y violeta y bajaban a posarse en el suelo, alfombrándolo de vívidas estrellas, como luciérnagas que se hubiesen detenido un momento antes de volver a alzar el vuelo, en un tranquilo incendio del aire.

Ya nos era difícil recordar las antiguas vidrieras de las catedrales, destruidas por las guerras. Pero ¿podían ser acaso más maravillosas? Nosotros deseamos amar la luz. Y recogemos la luz errante que se detiene un momento a jugar, retenida en su salto desde las estrellas, para ser enjaulada en el corazón frío del cristal y después de templarlo con sus ardientes rubíes y topacios escapar por las aristas. Sobre el suelo era un mosaico aterciopelado, que cambiaba en inesperados intervalos geométricos de fulgores.

En el centro de la sala, temblaba de impaciencia. Convergieron hacia mí, con apagados pasos, surgiendo de entre los pilares resplandecientes. Me anunció su llegada el murmullo de sus largas capas que, al arrastrarse, espantaban los titilantes colores en tenues revoloteos e iban a posarse sobre ellos.

Volvieron a tenderme las manos, igual que cuando se despidieron al condenarme, y sentí dentro de mí la exaltación de sus pensamientos unidos en un esencial saludo. Otra vez formaba parte de la comunidad, su acogida golpeaba casi mi cerebro, después de tantos años de existencia apartada de los míos. De pronto, me abandonó el cansancio acumulado de soledad y aislamiento. Estaba orgulloso de mi tarea cumplida, pero al mismo tiempo un trasfondo de desasosiego me apartaba de ellos. Por un instante, intuí el conocimiento vago de una verdad que me singularizaba. Temí que percibieran el cambio y volviesen a rechazarme y me resguardé tras una barrera que alzó mi conciencia. Estaba seguro de que esta sensación de extrañeza acabaría por desaparecer.

-Os lo debo todo. Sin vuestra ayuda, no habría sabido llevar a cabo la tarea de creación que me había impuesto. Vosotros colaborasteis en mi sueño.

Percibí sus risas silenciosas.

-El sueño fue obra tuya, dictado por tu voluntad.

-Pero ¿no es verdad que he vuelto a crear la vida? Auténtica vida, no la espectral que destruí.

-Y has vuelto a abrir las puertas de la muerte.

Sus pensamientos se extinguieron, y capté un último clamor disonante de gritos.

Algo informe y oscuro se derrumbó a través de la constante pirámide y al estrellarse contra el suelo, lo salpicó de negrura. Las columnas se apagaron y sacudieron un terror vacío. Un soplo helado, un horrible viento sombrío arrastró en su corriente los rescoldos fragmentados de lo que fue construido con vivientes y centelleantes gemas.

Mis compañeros habían desaparecido. Quise gritar para llamarles, pero el pánico me agarrotaba la garganta. Les invoqué, implorando con voces interiores que les buscaban a tientas. Todo borrado en un instante, tan totalmente como si nunca hubiera existido.

Permanecí no sé cuanto tiempo, transido, atónito, en un intento de rehacer esa nada y comprender.

Y, de repente, la verdad estalló en el interior de mi ser. No era una ilusión o una realidad de pesadilla. La técnica adquirida mientras estuve encerrado en el núcleo del cometa, las enseñanzas de los seres que habitaban en las tormentas del lejano mundo que crucé en mi órbita, se habían transformado en un reflejo condicionado que, a pesar mío, reaccionaba a la menor señal de alarma, aún en contra de mi propia voluntad.

Esta vez no me había trasladado a través del espacio, puesto que seguía en medio de la enorme sala, inmóvil y en pie, tal y como estaba un instante antes, pero debí haber huido rompiendo la barrera del tiempo; ignoraba si en un salto hacia atrás, hacia el pasado, o a un futuro caótico e imposible de calcular.

La resplandeciente nave estaba muerta en su lugar, me envolvía el fantasma de una construcción en polvo y cenizas que se desmoronaban. Debía salir de allí antes de ser sepultado y afrontar la verdad. Podía ser que, al desaparecer el desasosiego que me impulsó a escapar, volviese a funcionar automáticamente el mecanismo de retorno.

Pero ahora era pánico lo que sentía, me paralizaba la intuición de una presencia extrahumana que me estaba vigilando y se burlaba de mis emociones.

Allí acechaba algo invisible o enmascarado tras la apariencia sombría de las cosas, agazapado como una sucia bestia, pero .con una mente inteligente, plena de una carga negativa, impulsada por un odio frío y calculador. Lo sentía flotar en torno mío y penetrar como un miasma en busca de un punto vulnerable de mi cerebro, como si unos órganos táctiles, que no podía percibir, palpasen en su interior de una forma obscena, hurgando para analizar mi sustrato humano, extraer lo animal que aún pudiese yacer en él y seleccionar con atroz deleite los vulnerables posos de sadismo, de placer macabro, de fascinación morbosa , ante el horror. Lo siniestro que había dejado huellas en mi alma, durante milenarias noches de la Tierra.

Lo rechacé con tremendo esfuerzo, estremecido de asco. A ello me ayudó ese resto ambivalente, claroscuro de humanidad, que mis compañeros me reprochaban. Sentí angustia y compasión por ellos, fáciles presas para esa ignota criatura venida de una extraña dimensión de maldad absoluta, ante la que ellos, con sus mentes claras y limpias, estaban inermes.

Venciendo mi repulsión, conteniendo mi primitivo instinto de defensa por paralizamiento, avancé hacia afuera, a enfrentarme con eso, aunque fuese el mismo infierno olvidado.

Mis pies tropezaron con los desintegrados y apagados fragmentos de lo que fueron centelleantes prismas de luz y que ahora, bajo mi peso, terminaban su agonía con un chirrido de vidrio arañado que repercutía en los dientes.

Hasta donde mi vista podía alcanzar, todo yacía destruido, bajo las ráfagas continuas de un viento pesado y pardo que silbaba con estridencia. Nuestro orbe ordenado se había transformado en una inútil inmensidad.

Los vi muy lejos, apiñados, inmóviles, como si hubiesen echado raíces de terror que les ataban al polvo, extraviados de sí mismos. Sus ropas tejidas de metal y sus ígneas capas les hacían visibles en la desolación. Los sentía desamparados, prisioneros de sus propias conciencias que ya era incapaces de asimilar la destrucción y la muerte.

La misma cálida esencia del paisaje se había transformado en materia muerta, como si las moléculas que la constituían hubiesen girado hacia un signo negativo. El suelo semejaba grisáceo polvo de tiza rallada, liso como una hoja de papel preparada para escribir una sentencia.

Y ante mis ojos se fueron dibujando sobre él dos inmensas parábolas, cuyos brazos se abrían hacia el infinito y se cortaban para encerrar en el área central a mis compañeros. Después, con lentitud de pesadilla, comenzó a desenrollarse una espiral, que se iba trazando poco a poco desde un punto imaginario que marcaba el centro del área; de vez en cuando surgían líneas trasversales inesperadas, para cortarla a intervalos irregulares, construyendo un laberinto. Del dibujo se sentía brotar una energía cargada de ponzoña. Intuí que aquellos trazos constituían una máquina emisora de ondas psíquicas y, en alguna forma, ya que yo era inmune, podía enloquecer a mis compañeros, encerrándolos en el odio y la maldad absolutos.

Intenté atravesar la barrera para unir mi mente a las suyas, pero tan sólo percibí un desequilibrado grito de angustia, como la llamada de socorro de un animal caído en la trampa, e incoherentes balbuceos imposibles de comprender. Al mismo tiempo me azotó una sensación de demoníaco triunfo, que surgía aullante del viento oscuro.

Para vencer al peligro me era necesario unirme a ellos y comprender e identificarme con sus vivencias, que me eran ajenas. Lo que para ellos debía ser un martirio insoportable en mí era un desasosiego que me mantenía alerta. Mi deber era salvarles de aquella máquina, que en realidad obraba como un monstruoso pecado, al mostrarles, trazado entre las líneas, el revés de su espíritu. Corrí desesperado a través de la diagonal; el laberinto de sus revueltas no llevaba para mí ninguna carga significativa, no podía atraparme si no creía en él, y lo crucé a saltos, evitando pisar los trazos indelebles. Sentía que tiraban de mí, como una red de fuerza magnética, pero yo podía mantenerla extraña a mi ambiente, sin dejarme capturar por ella.

La espiral se retorcía más y más, hasta abarcar toda la inmensa desolación visible de lo que antes era nuestro mundo. En cambio, las parábolas se iban estrechando y sus vértices apretaban como tenazas el centro del área, a cada momento más angosto, donde mis amigos se cobijaban. De algún modo real, les impedía escapar.

Al fin llegué a su lado, exhausto por la interminable carrera. Vi sus caras contorsionadas por el espanto, casi irreconocibles. Concentré mi voluntad en un acercamiento a sus sensaciones para poder asomarme a las imágenes que se alzaban ante sus ojos y así conseguir liberarles de su alucinación.

Recibí el impacto de un pánico salvaje, bestial. Lo que para mi percepción no era más que un dibujo geométrico, una infinita sucesión de puntos negros, para ellos era la clave de paso a una dimensión mágica. Su imaginación era forzada a ver las líneas como gigantescas oleadas de sangre espumeante, que realmente amenazaban ahogarnos con su continuo avance, rompiendo y saltando unas sobre otras como desencadenadas fieras de un rojo escarlata que extendieran sus garras. Dejaban salpicaduras de cuajarones espesos y parduzcos que manchaban las brillantes vestiduras y enmascaraban los lívidos rostros. Un olor nauseabundo y dulzón, el aroma de la putrefacción, flotaba en densa neblina sobre nuestras cabezas y con su peso nos agobiaba hacia el suelo, a la muerte.

Era una espantosa ilusión que desmoronaba su serenidad y convulsionaba el difícil equilibrio conseguido a costa de desarraigarse de nuestro origen. La fuente de la vida se transformaba en una fuerza destructora para arrastramos con su corriente alucinante a hundimos en una realidad olvidada...

Retenidos entre las murallas de sangre, estaban obligados a cruzar del otro lado de la frontera abolida y reconocer el malo ahogarse en él.

El hedor insoportable y el vaivén vertiginoso acabarían por arrastrarme con ellos. Forcé mi mente a desasirse de las caóticas emociones de mis compañeros, que se aferraban a mi pensamiento para sobrenadar.

Con una desgarradora sacudida de la voluntad, conseguí aislarme del retumbar creciente y rojo de la marejada, de la niebla que el viento empujaba en ráfagas de nudos corredizos en tomo a mi garganta, del sabor viscoso a materia en descomposición que pegaba mi lengua al paladar.

En un instante el muro desapareció, y volví a ver los trazos negros de las parábolas que se abrían y cerraban con un latido automático. Pisé entre ellos, los aplasté con mis pies y conseguí rechazar su carga. Grité entonces a mis compañeros:

-¿No podéis ver que estoy encima, que con mi cuerpo aplasto a la alucinación? ¿Acaso no sois más que animales acorralados? Algo está intentando hacernos sus esclavos o destruirnos para adueñarse de nuestro mundo y convertirlo en un infierno, ¡venid a refugiaros a mi lado!

El impacto de mi pensamiento consiguió taladrar la ceguera y despertar en ellos el antiguo instinto de lucha por la supervivencia. Avanzaron titubeantes, y admiré el sobrehumano valor que necesitaban para lanzarse al torbellino. Con mis manos tendidas como puente los fui rescatando uno a uno, sus miradas confusas se dirigían al suelo. Guiados por mí aún eran capaces de reconocer su engaño.

Las curvas que les habían retenido en su interior desaparecieron al hacerse inútiles.

-Thur -me preguntó uno de ellos- ¿Cómo conseguiste que eso no te venciera?
Gracias a ti nos hemos salvado.

-Yo soy más humano que vosotros, aún no he podido alcanzar esa perfección que os hace tan vulnerables, y por eso todavía puedo comprender el mal.

-Pero es seguro que se renovará el ataque, y entonces puedes fallar igual que nosotros.

-Con el destierro, me sometisteis a un aprendizaje que ahora nos sirve a todos de ayuda -les tranquilicé, aunque no me sentía muy seguro.

La espiral estaba desenroscándose sobre el suelo grisáceo, su punto final llegó a hundirse en el horizonte y, al retroceder hacia el fondo, se abrió en un enorme círculo central, sobre el que me mantuve firme, alerta para lo que viniese después. El vendaval oscuro cesó, sustituido por un silencio sobrecogedor cargado de amenazas desconocidas, al acecho. Les ordené:

-¡Huid antes de que sea demasiado tarde! Atravesad las líneas, recordad siempre que no son más que trazos.
-Son más que eso y tú lo sabes, Thur -murmuró un sobrecogido pensamiento común- Son una máquina receptora del Mal.

-Acordaos entonces de vosotros mismos, tratad de mantener la unidad del alma. Aislaos dentro de ella, únicamente se puede valer de percepciones conocidas para crear imágenes fantásticas. Ignorad el viento negro, el polvo seco. Recordad la luz ¡Rápido! -repetí- Yo quedo aquí para vigilar. Velaré contra vuestras pesadillas.

Corrieron desparramándose en todas direcciones, y pude seguirles en su huida por el brillo de sus cuerpos y el ondular de sus capas. Me recordaban insectos fosforescentes que se debatieran en una tela de araña.

Vi que se sentían incapaces de atravesar las líneas transversales que cortaban la espiral y chocaban contra ellas, rechazados por invisibles paredes. Sus pensamientos se transformaron en desesperanza y de nuevo brotó el pánico. Estaban obligados a girar, siempre entre sus propios pasos, desorientados. Al fin se detuvieron, atrapados otra vez en el cepo, ante los obstáculos. Tuve la certeza de que habían cedido a la fascinación de su imagen negativa, igual que las alondras que, en otro tiempo, atrapaban los niños con espejos.

Rebusqué en el vasto silencio de mi cerebro. Tenía que ser transformado en la máquina que contrarrestase a esa máquina maligna. Su maqueta había existido siempre en el abismo sin fondo de mi ser auténtico, en los más profundos estratos de mi mente, allá donde se enterraban las mismas de mi humanidad y los contrarios han unidos, abolida su, perpetua pugna.

Estaba en ese lugar en el que el hombre, desde su interior, es capaz de percibir toda Ia realidad y reposa encerrado el universo entero. Esa máquina necesaria para luchar contra la espiral podía ser simbolizada en una gigantesca piedra preciosa, un diamante tallado en tantas facetas como dimensiones distintas vivían mis compañeros en ese mismo instante, para detectar a la vez todos sus tiempos y espacios de extrañeza y reflejarlos en mi conciencia.

Una ciudad de tortuosas callejuelas, bajo la caliginosa luna que en su estela arrastraba equívocos guiñapos de nubes, semejantes a confusos sueños medio borrosos de sortilegios, cargados de maldad. Y en el mismo centro de la ciudad vi el insoportable resplandor de la tosca estatua, calentada al rojo blanco. El falso dios exigía víctimas, su ávido vientre repleto de leños en ascuas. El hedor insoportable de la carne quemada, que se alzaba en una niebla amarillenta y viscosa hasta la sonrisa monstruosa del ídolo. Los niños eran arrojados por sus propias madres a las garras tendidas, mientras los alaridos se confundían con el bramido rítmico de un tambor, que latía como un gigantesco corazón enloquecido. Los hombres lanzaban risas agudas, las caras pintadas con grotescos chafarrinones que agrandaban aún más sus ojos desorbitados y teñían de bermellón sus mejillas y sus labios; perfumados con mirra y adornados con collares y diademas de nardos. Estridencia de tirsos que agitaban mujeres medio desnudas, embriagadas de latigazos y bebida de dátiles fermentados. Promiscuidad de seres humanos y alimañas, al fondo de los oscuros callejones...

Mandé a mi compañero atravesar la barrera de la ilusión. Yo era ahora él y su mente una faceta de la mía. Su figura resplandeciente cruzó, alzando el aleteo de su capa. Llamó a las puertas de las casas para anunciar la destrucción a los pocos que merecían salvarse. La tierra se estremeció y del cielo cayó un solo rayo, mensajero de muerte. Después un polvo impalpable borró la proyección.

Luchábamos contra la destrucción con la necesaria respuesta de destrucción. Uno ya estaba a salvo.

A la luz fosforescente de las antorchas, las sombras de las brujas se entrelazaban, se arrastraban y saltaban. Gemían las flautas hechas con huesos de muerto y el pandero era la tensa y seca piel de un ahorcado... Hormigueaba la abominación en furtivos movimientos. Presidía la ceremonia desde su trono negro el Señor del Mal, coronado de horror, apestando a macho cabrio. Conseguí que mi amigo destruyese la aparición de las tinieblas con la imagen del sol y el evocado claror del canto de un gallo. Las siluetas huyeron y así pude derribar otro muro.

Alambradas y torres desde las que hombres torvos, empuñando armas, vigilaban a sus hermanos. Un desamparado rebaño humano que había sido obligado a perder ya la última dignidad y se encaminaba desnudo bajo la tormenta de nieve, empujado por las pesadas botas de los verdugos, hacia las cámaras de gas. Y después la ignominia final del pulcro y blanco laboratorio, que esperaba los cuerpos para fundirlos y desintegrarlos en sus componentes químicos aprovechables. Cuerpos que habían encerrado un alma y no podrían resurgir de sus cenizas.

Un torbellino de nieve lavó la visión en su blancura mágica y redimió a mi compañero de su martirio.

Vi, rodeado por la selva de lianas, el Templo de los Guerreros con su Patio de Mil Columnas, erizado de serpientes emplumadas. A su entrada, el terrible dios de la lluvia aguardaba a que en su regazo horadado cayese la ofrenda de los corazones palpitantes de los cautivos. Sacerdotes vestidos de negro, con los cabellos apelmazados por la sangre coagulada, trabajaban sin descanso hasta mellar los cuchillos de obsidiana. La cavidad del pecho rebosaba y el aire era aún sofocante. Muy lejos se amontonaban algodonosas nubes de tormenta, que se negaban a avanzar, exigiendo más víctimas.

Las facetas de mi yo reflejaban, absorbían y destruían una proyección tras otra.

Y había más y más, formas retorcidas y colores enloquecedores, voces de falsos profetas, hipocresía de falsos milagros demoníacos, el verdadero Mal que rebasa los límites de la conciencia normal, que sumerge en éxtasis, como la santidad. El otro lado.

Yo lo captaba y trataba de comprender, sin descanso, hasta que consiguiese rechazar ese horror que intentaba vencemos con armas tomadas de nosotros mismos, a su mundo.

y uno después de otro, mis compañeros liberados se integraban conmigo y se incorporaban a la lucha. Por fin la espiral comenzó a difuminarse, arrastrada por el vendaval, que huyó para transportar a la disfrazada presencia hacia la dimensión de locura, condenación y odio que la había vomitado. Detrás de ella no quedaron rastros, como si nunca hubiese existido.

Ignoraba el tiempo transcurrido en la lucha, podía ser sólo unos instantes. Yo aguardaba otra vez, en pie en medio de la gran nave de cristal, rodeado de mis amigos, ignorantes de su destino y de que me deberían la salvación en un futuro incalculable.

Por un momento me sentí confuso, cogido en falta, desasido del mundo que me rodeaba, como si en mi desplazamiento hubiese sido desenfocada mi fórmula vital y, para restablecer el contacto, tuviese que encajar los datos en ecuaciones que se ordenaban a más velocidad que la luz, fuera del pensamiento que gobernaba el existir de mis compañeros.

Las columnas seguían en pie, eran indestructibles llamaradas de puros colores que abrían pórticos de claridad. Atrás y adelante de ellos el Mal estaba borrado, ni una huella en la virginal magia del aire.

Pero ellos no me permitieron descansar, después de la lucha agotadora.

-Thur. ¿Qué es lo que te impulsa a hacer eso?

-¿De qué podéis acusarme ahora? -balbuceé.

-Es un juego absurdo o una broma de mal gusto. Puedes estar satisfecho de lo que has aprendido, conseguiste hacerte invisible hasta para nuestras mentes.

-Lo hice de una forma totalmente inconsciente y sin propósito de burla. Es algo aprendido, pero que aún no he conseguido controlar.

En mí estaba el miedo. Deseaba con toda mi alma asirme a ellos, no ser rechazado del último grupo de hombres. Cualquier momento de descuido, una emoción sin control, podían arrastrarme fuera de la corriente del tiempo, arrojarme hacia el pasado o el porvenir o contra un mundo inhóspito donde me sumergiría sin su ayuda. O al vacío absoluto, al abismo ascendente de la nada.

-No ha hecho nada reprochable durante su ausencia -interrumpió uno-. Aunque nos sea imposible seguir su rastro, yo sé, y vosotros también lo sabéis, que no ha utilizado su poder para dañarnos. Para nosotros los humanos, por desgracia, siempre ha sido oscura y contradictoria la lectura del destino. Sin embargo intuyo que, en alguna dirección de su huida, nos ha servido de ayuda.

Me eché a reír, con rabia de su orgullosa torpeza.

-Vosotros conserváis tan sólo una pequeña porción de humanidad, que se os escapa constantemente, porque casi os avergonzáis de retenerla, mientras que en mí permanece íntegra. .Y si vais a intentar aislarme porque esa diferencia represente una amenaza para vuestra estabilidad -añadí con ira-, yo me erijo en dueño absoluto de mi destino y escojo la auténtica soledad, el aislamiento entre vosotros,.. Estáis demasiado engreídos en vuestra serenidad e ignoráis cuán vulnerables os hace.

-¿Es una advertencia que debemos agradecerte, Thur?

-Es solamente una despedida.

Les volví las espaldas, rebosante de un inútil enojo, ante sus benévolas sonrisas, que me perdonaban todo de antemano. Pero ¿por qué les reprochaba la frialdad de su agradecimiento por un favor que aún no les había hecho?

Acució mi marcha la vehemente llamada del hogar abandonado y el recuerdo del tranquilo transcurrir del tiempo de antaño. Cuando ya me dirigía hacia él, conjurándole en mi espíritu, capté el último comentario silencioso del grupo:

-Thur nunca dejará de estar vinculado a la Tierra y sentir la nostalgia. Siempre deseará encontrar obstáculos para superarlos.

Me detuve un instante ante la puerta, que dejé sellada con mi pensamiento, al partir, para responder a su destello de acogida. Su sensible mecanismo reconoció mi frecuencia mental y giró suavemente, sin esfuerzo. Franqueé el umbral y al fin sentí que me invadía la paz del hallarme en casa, dentro de mí mismo. Cerré el dispositivo de la entrada, borrando la idea de su existencia de mi imaginación.

Mi primer cuidado fue cubrir con mi capa negra el espejo que me servía para comunicarme con mis compañeros, y a través del cual podían observarme en cualquier momento. Antes había sido un continuo lazo de unión; a través de los espejos permanecíamos siempre juntos, cerrando nuestro círculo.

Después encendí, acariciándolo con la yema de los dedos, el enorme zafiro que derramaba un suave y al mismo tiempo destellante azul, para servirme de lámpara central. Ordené la energía en formas funcionales, que se adaptaran con sus curvas al descanso o con sus superficies planas al apoyo y la labor. Tal vez cediese al capricho de grabar la historia de mis aventuras, para nadie o para mi recuerdo.

Al fin estaba rodeado del ambiente que no sé si me merecía, pero que era semejante a mi espíritu, en el que mi fantasía no era una huida, sino un trabajo de construcción sobre la materia inerte.

Me sentía enormemente fatigado, con un cansancio de arrastrar años de extrañeza y ausencia de intimidad conmigo mismo, en perpetua lucha.

Extinguí con un chasquido de dedos el fulgor azul y, a través del techo de cristal, ordené el paso a los rayos de luz negra, para modelarme con ella un lecho en el que me hundí inmediatamente.

Cerré los ojos, quizá fuera aún capaz de dormir, lo deseaba hasta la desesperación. Era sólo un hombre. Sin compañía. Ni siquiera una bestia amiga a la que acariciar, dar sencillas órdenes y que siguiera mis huellas con fidelidad, un animal de piel suave en la que descansar mis manos fatigadas, descargando a través de su tacto caliente la preocupación.

Los animales quedaron en la Tierra, abandonados a su suerte. Pero quedaba la fantasía con su poder de crear, acaso...

Me despertó el arco iris que la luz rosada del amanecer proyectaba atravesando el techo. Quise negarme a emprender el camino solitario del día y volver al seguro refugio del sueño sin sueños. El roce de algo húmedo y áspero en la palma de mi mano abierta me obligó a incorporarme, sobresaltado y en guardia.

Sí, allí estaba, tendida a mis pies, como si un resorte la hubiese hecho saltar de un cajón secreto de mi imaginación, para sorprenderme mientras dormía. Surgida de mi nuevo conocimiento, que tanto me inquietaba admitir.

Era una bestia hermosa, un felino de pelaje gris, aterciopelado, tachonado en sus puntas por un polvillo centelleante de estrellas. Su tamaño era el de una gigantesca pantera, igual a las que habitaron las junglas de nuestro antiguo mundo cuando no estaba aún abandonado y muerto.

Apoyó la cabeza achatada sobre mi hombro y clavó las enormes esmeraldas vivas de sus pupilas en mis ojos, con una mirada seria y cariñosa, cargada de animal fidelidad. Me dio su aliento en la cara, olía a musgo y especias, a plantas bañadas por el rocío.

Acaricié su cuello musculoso, con un vaivén distraído, mientras mi mente se preocupaba por la forma de que me valdría para ocultarla a mis compañeros. ¿Necesitaría alimentarla? Era un animal de presa y podía suceder que, cuando el hambre la hostigase, intentara salir para atacar o la imperiosa necesidad la volviera contra mí.

Su garganta vibraba, los ojos entornados en dos oblicuas rayas por el placer. Luego me sonrió. Sí, fue una verdadera sonrisa de una voluptuosa calidad femenina, con una súplica de amistad, mostrando sus mortales colmillos, los plateados bigotes erizados.

Me llegó su pregunta, que me dejó atónito por lo inesperada. Yo contaba, por supuesto, con sus sentimientos, que había deseado de una manera egoísta, pero no estaba preparado para recibir un pensamiento animal en mi mente abierta.

-¿Cómo me vas a llamar, amo? Deseo tener un nombre. -La interrogación sonó en mi cerebro como un susurro de hojas secas, tan bajo era el afectuoso ronroneo de sus palabras.

-Creo -recapacité- que te debo llamar sencillamente Pantera. Eres única, y es el auténtico nombre que te mereces. Los demás ya no tienen significado.

-Entonces yo debo llamarte Hombre, porque también es lo mejor que puedo escoger para ti. Sé que te llaman Thur, pero si a ti debo nombrarte según tu verdadero significado, tu nombre será Amo. Y ahora -añadió con un canturreo, mientras estiraba sus poderosos músculos- me gustaría hacer algo ¿Te acuerdas de jugar?

Me agaché para recoger del suelo un fragmento de luz multicolor posado en su caída a través del vidrio del techo, desintegrado en un extraño espectro estelar de fantásticos matices, un juguete que había caminado durante millones de años para que nosotros lo utilizásemos.

Le di la forma de un pájaro, moldeándolo toscamente con mis manos. Pantera comprendió y se colocó en posición de acecho, agachada y con el cuerpo tenso, dispuesta para el salto, mientras golpeaba impaciente el suelo con la cola.

Se lo lancé en un revoloteo chisporroteante, alternativamente visible u oculto, según cruzase zonas de claridad o de penumbra.

Pantera dio un tremendo salto y lo abatió de un certero zarpazo. Cuando se cansó de perseguir al pájaro, lo recogí y lo hice girar y girar entre mis palmas para transformarlo en una esfera, una magnífica pelota que podía perseguir, atrapar o dejar escapar un poco, igual que a una presa viva.

Mientras, me senté a reflexionar. Yo mismo me había encerrado en la casa y había alzado una barrera psíquica para cortar mi comunicación con los otros. Ahora me sentía desolado, agobiado por la soledad y una vez más, atrapado. Aun no había transcurrido siquiera uno de nuestros días en reclusión voluntaria.

La fiera posó con cuidado su pata de terciopelo, las uñas encerradas en sus estuches, sobre mi rodilla y me interrogó, ladeando la cabeza para observarme:

-¿Estás preocupado, Amo? Creo que la preocupación es algo inherente a la raza humana -añadió, después de reflexionar.

Me eché a reír y casi me sobresaltó el sonido de mi propia carcajada. ¡Hacía tanto tiempo que no oía risas! Mi creación sabía incluso decirme frases escogidas.

Pantera me lanzó una mirada astuta, un rápido relámpago verde, y luego fingió seguir jugando con la pelota de luz, medio desgarrada.

-Pero tú no eres humano, quiero decir como los antiguos hombres de la Tierra, .al igual que yo -continuó, no se si para vengarse de mi risa o para consolarme- no soy una auténtica pantera. Soy parte tuya y tan distinta de lo que fue una fiera como tú de los seres las cazaban.

Leí en su pensamiento una vaga desesperanza. Quizá al crearla la había dado, con mis recuerdos, instintos imposibles de satisfacer, ajenos a mí. Ansia de acechar la noche, de perseguir presas huidizas, olfatear el libre viento en busca de rastros.

Sentí un nudo en la garganta, ella era una verdad que me dirigía un reproche.

-Tienes razón, nos estamos engañando con falsos nombres, necesitaremos clasificarnos de alguna nueva forma para ser justos.

-¿Y cuáles otros podrás inventar? Déjalo estar así, Amo. Estos son bastante buenos y, si rebuscásemos, puede que no encontrásemos nada. Mejor es inventar un nuevo juego -me propuso, mientras arrojaba lejos, de un zarpazo, el inútil guiñapo de luz- Si siquiera pudiésemos salir, tú te esconderías y yo me entrenaría a seguirte por tu olor.

-¿Acaso tengo yo un olor?

-Naturalmente, puesto que tienes un cuerpo. Fíjate, es tan intenso en tu ropa, que sería capaz de encontrarte en una noche de niebla.

Se acercó con sus pisadas afelpadas hacia la capa que ocultaba el espejo, para olfatearla, restregándose contra ella con un ronroneo satisfecho. Al rozarla, cayó al suelo. Vi a la fiera endurecerse, rígida, el hocico entreabierto para lanzar un gruñido de advertencia antes de atacar, y la cola azotando los ijares.

-Nos observan. ¿No lo sientes? Ábreme una puerta para que pueda salir -me imploró su sombrío pensamiento felino- y ya no volverán a hacerte ningún daño.

–Son incapaces hasta de idearlo, Pantera. Ni tan siquiera sienten curiosidad. No necesito que me defiendas de ellos.

-Lo comprendo -reflexionó Pantera, y su verde mirada de piedra preciosa transparente se clavó en mis ojos- Todo lo que puedes decir de ellos son negaciones y la negación... ¿no es un mal? Tenemos que huir de aquí, yo quiero escapar contigo, estamos enjaulados.

-Pero... ¿adónde?

-A un lugar en el que crezcan árboles, haya ríos que vadear...

Dejé de oír sus pensamientos. Sentí otra vez el vértigo, el silbido del tiempo, el helado horror de precipitarme en el caos, mientras me derrumbaba a través de eones que tronaban al chocar conmigo.

Abrí mis pulmones oprimidos por la angustia del vacío. Ya había aire que respirar.
Olía a tierra recién regada, y de muy lejos acudió a mi memoria un aroma a café que al hervir se desborda sobre la placa ardiente del fogón. Me atreví a levantar los párpados, que había mantenido fuertemente apretados durante el instante de la caída, en defensa contra la negrura total de la nada.

Estaba echado en el suelo fresco y Pantera era el erizado pelaje gris que se apelotonaba contra mi cuerpo, en busca de protección.

Era el lugar que siempre añoré, el antiguo huerto de los abuelos, en un crepúsculo de primavera. Volví a las sensaciones de mi infancia, las colinas eran montañas y los matorrales de hierba bosques profundos.
Ahora también, hundido entre las raíces de los arbustos, me sentía empequeñecido, en un mundo gigante.

Me puse en pie y las cosas volvieron a sus proporciones justas pero conservaron su cualidad mágica. Los árboles frutales, podados con esmero, estaban cubiertos de botones rosados, a punto de estallar. Apuntaba una luna de un jugoso color naranja.

Empujé la cerca y un deseo incontenible guió mis pasos hacia la casa. Pantera me seguía, deteniéndose de vez en cuando para olfatear en el suelo la pista instantánea del salto de una ardilla o el trazo de huida de un conejo asustado.

La puerta de la casa permanecía entreabierta a la espera de visitantes, y los ancianos aguardaban igual que en mi memoria, sentados junto a la chimenea. La abuela tenía las manos callosas cruzadas sobre el regazo, debía estar rezando. El fuego iluminaba la cara apergaminada y curtida por el sol del abuelo, tenía los ojos cerrados y no volvió siquiera la cabeza al oír mis pasos, tal vez durmiera.

Eran demasiado viejos para asombrarse de nada o tener miedo a los fantasmas. Pantera restregó su cabeza contra las rodillas de la abuela que, sonriendo, se inclinó a acariciarla con la misma tranquilidad que si se tratase de un gato vecino de visita. Luego me miró fijamente:

-No sé si me habré quedado dormida, me suele suceder en cuanto me siento junto a la lumbre y el calor me templa los huesos. No temáis, mi marido no os puede ver, ya hace años que tuvimos la desgracia de que se quedara ciego.

No me dio siquiera tiempo a contestarla y continuó, muy deprisa:

-Eres mucho más alto que mi nieto y eso que es un buen mozo. Sin embargo, te encuentro parecido a él, aunque seas un extraño. No lo comprendo -añadió, sacudiendo la cabeza- Sois tan iguales como un hijo puede ser a su padre.

-Soy tu mismo nieto, sólo que vengo de muy lejos, hacia delante.

-No, eso si que no puede ser -alzó la mano para poner en orden sus cabellos plateados y sus ideas- Thur está en la fiesta.

-Es que yo también soy Thur.

Traté de que mi pensamiento abriese sus mentes a la comprensión.

-¿De más allá de la muerte, acaso? -me interrogó-. No, tampoco es eso. La muerte es un descanso y tú no descansas nunca. Prefería haber guardado esa esperanza para ti. Nosotros al menos confiamos en el reposo eterno.

El antiguo reloj de pesas chirrió y desgranó las horas de la Tierra, con golpes cansados. Sentí que me oprimía el pecho la angustia de su tiempo.

Debíamos marchamos, mi presencia no significaba nada allí, tan sólo añadía inquietud. Inesperadamente, el abuelo, que hasta entonces había escuchado con indiferencia, como si ya hubiese cruzado esa frontera en que se confunden lo cotidiano y lo fantástico, interrumpió el silencio para ordenar:

-Ofrécele un plato de sopa. Ha debido ser un viaje muy largo y vendrá con hambre.

-¿Puedes tomarla ahora que eres tan distinto? -me preguntó la abuela con timidez-. Sabes lo mucho que te gusta.

-Lo intentaré, quiero recordar su sabor.

Se levantó y, con temblorosos movimientos, preparó un mantel a cuadros rojos y blancos y dispuso un cubierto en una pequeña mesa cerca del fuego.

-Te la he conservado al calor, pero hay que dejar también para el otro.

Era delicioso sentir deshacerse en la boca la fragancia de las verduras recién cortadas. Pantera bostezó, con envidia, de una forma ostentosa. Estaba tumbada a mis pies y, a través de los ojos entrecerrados, lanzó una súplica con su mente astuta. La abuela fue hasta la alacena y sacó un trozo de carne cruda, que la fiera tomó con delicadeza de su mano.

-¿Sabéis lo que me gustaría hacer ahora? -interrogué dudoso-. Quisiera verme tal como era.

-Ve con cuidado -me interrumpió el abuelo, con una clarividencia inesperada.– Thur es muy joven y aún es capaz de asustarse. Ignoro cual es ahora tu aspecto, pero no todo el mundo puede resistir la prueba de encontrarse consigo mismo.

-No -protestó la abuela- Su aspecto es demasiado maravilloso, no puede atemorizarle. Tan alto y esbelto, vestido con algo que reluce como el cobre de los candelabros cuando se refleja en ellos la llama de la chimenea.

-Volveré en seguida para despedirme de vosotros, y no temáis nada, me ocultaré a él. ¡Vámonos! -ordené a Pantera, que ronroneaba, satisfecha, mientras se limpiaba el hocico con las patas.

Salimos al campo, ya violeta y plata. Los álamos se columpiaban a la orilla del río, difuminados por la neblina que se alzaba del agua. El césped se hundía bajo los pasos. Verdaderamente, estaba en la única creación hecha a la medida del hombre.

Me llegó un eco de acordeones y violines y el rítmico golpeteo de los tacones sobre la plataforma de madera. Brillaban hileras multicolores de farolillos de papel. La carretera estaba desierta y nos atrevimos a caminar por ella. Paró la música entonces, sustituida por cataratas de carcajadas y aplausos, la noche vibraba de juventud. Confiaban, sin saber que cerca de ellos estaba el fin.

Se hizo un momentáneo silencio y nos detuvimos, alerta. Percibí unos pasos que se aproximaban, alguien venía hacia nosotros, silbando el estribillo de la melodía; una voz de muchacha gritó su nombre, el mío, pero él continuó andando sin hacerla caso.

Pantera se hundió de un salto entre los matorrales, yo fui menos rápido y el muchacho tuvo tiempo de verme, recortado por la luz de la luna. El estupor le paralizó, y la música alegre que había lanzado contra el cielo cayó de su boca, como cortada por una guadaña.

Durante unos instantes nos contemplamos, casi desafiándonos. En mí había nostalgia, en mi antiguo yo un horror fascinado del que le era imposible reaccionar.

Entonces aulló el motor de un coche que avanzaba a toda velocidad, sin esperar obstáculos en la ruta vacía. Intenté arrastrarle antes de que al pasar la curva cayese sobre nosotros, pero me rechazó con la fuerza que da el pánico. Sentí que también su cerebro me rechazaba, hirviente de locura. Su cuerpo rebotó contra la máquina y fue arrastrado por las ruedas. Después el automóvil continuó su camino, sin detenerse.

Quedó tendido a unos pasos de mí. Mi cuerpo, abandonado en medio de un charco oscuro que se hacía más y más ancho, la cara en la que se empezaban a marcar las sombras de la muerte vuelta hacia las estrellas.

Pantera se deslizó furtiva, y el chasquido de una ramita bajo sus patas me volvió a la realidad. Vi como e1 hocico se estremecía al olfatear la sangre, la sujeté con fuerza y sentí bajo mi mano el lomo erizado.

Un insoportable dolor, la angustia de la agonía aullaban dentro de mí. Le arrastré, sintiéndome desfallecer casi, hasta un claro entre los arbustos, cubiertos de gotas de rocío. Necesitaba luz para el trabajo que iba a emprender y concentré sobre ellas los raudales azulados que vertían los distantes astros, hasta que conseguí hacerlos destellar como miles de cirios encendidos.

A lo lejos aulló un perro solitario, para guiar al alma que intentaba romper sus ligaduras. No podía dejarle morir o todo caería en el absurdo y yo sería solamente un espectro, la realidad de mi existencia una burla siniestra y sin sentido, una pesadilla después de la muerte.

Mis dedos se hundieron en la carne desgarrada y con mi voluntad tensa soldé los huesos aplastados, enlacé las venas, empujé la corriente de la sangre hacia el corazón y le marqué el compás de sus latidos. Después, borré los rastros de las cicatrices. No era el cuerpo lo que más me importaba sino el daño que hubiese podido recibir el cerebro. Todo me pareció en orden, la conmoción le ayudaría a olvidar.

Ahora no estoy tan seguro de haber realizado un buen trabajo. Tuve que precipitarme, sin tiempo para comprobar. Alguna silenciosa zona de la materia debió rebelarse entonces para condenarme a esta extrañeza, a escoger siempre la evasión, a preferir el destierro al grupo.

Había ordenado a Pantera que vigilase el camino mientras yo reparaba mi cuerpo destrozado. Estaba inmóvil en la actitud de una antigua esfinge, y sus ojos eran dos tranquilizadoras señales verdes que con su parpadeo me transmitían seguridad. No había peligro de presencia humana por las cercanías.

Me ayudó a transportar la carga inerte hasta la puerta del hogar. Allí quedé, abandonado a mi destino. Después, como un malhechor, sin despedidas, sin dejar un recuerdo siquiera, me lancé desesperado a la búsqueda del pensamiento ordenado, de los símbolos precisos para encontrar la encrucijada por donde huir hacia mi estrella. Durante un instante de angustia interminable no ocurrió nada, allí seguían los manzanos plantados a distancias iguales, medidas por los pasos de algún antepasado. Luego volví a sumergirme en el océano sin fondo.

Y ya estaba allí, bajo la bóveda de música congelada en miles de colores desconocidos en la Tierra.

Supe al instante que esta vez no habría perdón ni posibilidad de redención, eso eran para ellos palabras sin significado con las que me permitieron jugar. Yo no era más que un extraño a la fraternidad del grupo, que siempre había trastornado su difícil equilibrio. Les obligaba a recordar que, durante millones de años, fuimos tan sólo bestias guiadas por el ciego instinto. Al fin tenían conquistada la serenidad con la que contemplaban el paso de los siglos, en paz consigo mismos, sin buscar nada, con todas las metas previstas. Sus mentes podían ordenarlo todo, gobernaban las máquinas, no las toscas maquinarias terrestres sino sencillos puentes tendidos entre la materia y los complicados circuitos de sus cerebros. Pero no podían dominar mi rebeldía.

Eran un grupo armónico y yo el grano de arena que dificultaba el funcionamiento perfecto. Estaban siempre despiertos y habían olvidado el pecado; el castigo también, por lo tanto sólo era una palabra inútil.

-Thur -me ordenó uno en nombre de todos-, debes volver al planeta donde te enseñaron esa técnica que no has aprendido a manejar y te domina. Es un conocimiento innecesario y tendrá que ser borrado de tu mente para que puedas permanecer con nosotros. Solamente esos seres pueden hacerla. No nos interesa poseerla.

Algo dentro de mí se sublevó contra la orden. Pantera, agazapada a mi lado, gruñía sordamente, intuyendo el peligro.

–Y -añadió- destruye esa cosa horrible que te ha divertido crear.

-Pero -protesté- tiene en ella parte de mi vida que la he dado, es algo que me pertenece. Vosotros no podéis ordenar la destrucción. ¿Acaso soy un estorbo porque poseo conocimientos nuevos? Pueden abrirnos nuevos caminos y transformar los deseos en realidades.

-¡Destrúyela! -insistió su pensamiento, carente de emociones- Estás alimentando sueños con peligro para todos.

Pantera saltó igual que una saeta gris, tan inesperada como esos fuegos artificiales que encendimos en nuestra infancia y cruzaron silbando el cielo. Intenté retenerla, pero era tan imposible como sujetar el pensamiento huido. Un instante después, mi compañero yacía en el suelo, con el cuello vuelto en una postura inverosímil, semejante a una estatua de plata que, al ser derribada de su alto pedestal, se hubiese tronchado. Alrededor de su cabeza se iba formando una mancha sombría y espesa, una aureola de muerte. Y yo lo había hecho.

Retrocedimos todos, despavoridos. Pantera nos desafiaba con las poderosas garras clavadas en los hombros del amigo muerto, en defensa de su presa. La llamé para obligarla a cedernos el cuerpo, pero antes de que pudiera evitarlo recibió el impacto de sus mentes unidas para rechazarla. Durante un momento permaneció erguida, desafiándonos con los blancos colmillos, en la actitud de una bestia rampante de fantasía heráldica. Después, sencillamente, se borró. Hacia ese almacén desconocido donde van a parar los sueños humanos rechazados en la vigilia.

Algo que había estado antes en mi cerebro se borró con ella, dejándome una sensación de horror. Todavía me sentía tan próximo al odio, a la sed de sangre. Tal vez contaminado por la lucha que sostuve para salvar a mis compañeros y que aún estaba por venir.
Sentí deseos de esconderme, de buscar una guarida para refugiarme en ella como un animal acosado. Era insoportable. Un resorte ignorado de mi mente saltó, al igual que Pantera, inesperadamente, y caí fulminado.

Desperté ausente de mi cuerpo, que había quedado abandonado en la estrella, junto al del compañero muerto. Recibí una sensación de acogida, de saludo amistoso. Giraba arrastrado entre los nubarrones de densa humareda verde, azotado por el latigazo violeta de los relámpagos, mordido por el eterno viento de tempestad que constituía la esencia de aquel planeta extraño.
Oí su música de bienvenida, llena de alegría, como si celebrase una broma ajena al pensamiento humano. El torbellino de chispas se alzó y, unido a ellos, me sentí volar, atravesando cataratas de radiante púrpura con flotantes alas de oro. Liberado de peso, del dolor, de la distancia, del sufrimiento de vivir.

–¡Qué fácil te ha resultado encontrarnos!
–cantaron unidos a mi giro-. Seguramente estarás contento. Aprovechaste tan bien nuestras enseñanzas, que ya no necesitas de tu cuerpo para tus desplazamientos. Así resulta mucho más fácil y podrás quedarte siempre entre nosotros si lo deseas.

-Os ruego que me liberéis -imploró mi mente-. Estoy dominado por la técnica que enseñasteis. Se adueña de mí cuando menos lo espero.

-Funciona siempre siguiendo la pauta de tus deseos, no según tus conveniencias –fue su enigmática respuesta.

-Pero, ¿por qué lo hicisteis así? -interrogué indignado.
-Dada tu contradictoria condición humana, pensamos que anhelarías lo inesperado y desearías eso que llamáis dolor. Tal vez no nos detuvimos a analizarte detalladamente, es tan difícil captar esas funciones toscas...

-Pero -protesté- por vuestra culpa vuelto a hacer el mal. Y el mal estaba abolido entre nosotros, lo dejamos atrás...

-¿Qué es el mal? -y las chispas vibraron arrastrándome con ellas más y más arriba, en un surtidor irisado, envuelto en una sensación de alegría en la existencia- Ese Mal abandónalo, déjalo olvidado con tu cuerpo. Aquí entre nosotros podrás al fin ser libre.

La tentación era terrible, pero no solucionaba nada a mi alma humana. En realidad, equivalía a una pérdida de la libertad, del derecho a elegir. A la pérdida también de la debilidad de mi carne, incapaz de resistir aquellas atronadoras descargas de energía sin que su belleza destruyese mis sentidos.

-No -insistí- Lo único que deseo es conseguir que mi conciencia pueda dominar la técnica impresa en mi mente.

-¿Y qué es la conciencia? -centelleó esa música que percibía al mismo tiempo como un perfume y a una vez con mil sensaciones que les pertenecían.

Parecían verdaderamente interesados, sin su forma habitual de dirigirse a mí, como a un animal que intenta un juego desconocido y que con su torpeza incita a una burla bondadosa. Trataron de comprenderme y comenzaron a instruirme con paciencia, mientras mi mente giraba en su mismo torbellino, unida a su sonido claro, a sus percepciones a un tiempo misteriosas y razonadas.

Cuando estuve seguro de que no podría ya equivocarme en mi camino, la nostalgia me guió a recuperar mi cuerpo abandonado.
Y volví a sentir el martilleo del corazón, midiendo el tiempo de mi vida. Aparté de mí la fascinante y siniestra extrahumanidad y recuperé la posesión en toda su amplitud de mi yo, de mi antiguo yo terrestre.

Abrí los ojos; había permanecido acostado, en mi hogar de la estrella. A través del espejo, capté que mis compañeros estaban esperando el momento de mi vuelta. Tuve la inmediata sensación de que me escudriñaban, tratando de localizar entre los recovecos de mi cerebro un resto de conocimiento que aún permaneciese grabado y fuese ajeno a ellos. Pero ese conocimiento era ahora tan diáfano, que se alzaba como una barrera impenetrable.

Estaba solo para siempre. Mi singularidad me condenaba a no tener un amigo. Añoraba con ansia verdadera amistad, la que se basa en la hermandad del alma y no vacila ante el sacrificio total.

Entonces recordé. Hubo un hombre, o acaso solo su sombra, que no vaciló en hacer eso por mí; deseaba buscarlo, salir a su encuentro cruzando la corriente y volver a construir entre nosotros ese mundo de conocimiento que nace entre los solitarios y desplazados.

Lentamente, ordené los cálculos. No quería fallar el resultado por una torpeza o un descuido. El conocimiento adquirido funcionaba por sí mismo, sin titubeos ni detenciones para comprobar datos equivocados.

***

En el campamento ardían las hogueras y en torno a ellas los soldados se repartían el botín del saqueo.

El viento precursor del amanecer sacudía los ahorcados, que se balanceaban, colgando de las ramas secas. Pesaba el olor a quemado, graznaban los cuervos, se oían quejas y juramentos en una confusión de lenguas. A lo lejos, relinchos y golpeteo de cascos de caballos que erraban sin dueño, resplandor de incendios.

Contra el cielo sombrío se destacaba la blancura de los muros almenados que guardaban la ciudad, y los dorados minaretes, bajo el plateado creciente, lanzaban destellos de despedida antes de su destrucción.

Flotaban estandartes blancos con rojas cruces en tranquilas ondas. Un tropel de hombres con abigarrados uniformes manchados de fango y sangre sondeaban los charcos con sus lanzas, en busca de cadáveres retenidos en el fondo, entre las raíces. Un rostro lívido subió hacia la superficie y la luz de las estrellas al reflejarse en el agua podrida lo envolvió en una aureola irisada.

Me preguntaron el santo y seña y ellos mismos me dictaron la respuesta con su pensamiento; así pude atravesar las líneas.

Le encontré en su tienda. Velaba, sentado en un tosco lecho construido con cuatro tablas y cubierto de fardos de brocado sucio. A la cabecera, un maravilloso tapiz bordado en el que dos ángeles accionaban la rueda del tiempo, coronada de astros.

Sostenía en su mano un enorme vaso enjoyado como un cáliz, que latía con destellos rojos cuando se alzaba la llama de la antorcha. Estaba solo, tal y como yo esperaba: Sus ojos abstraídos contemplaban la agonía de los tiznones en el brasero.

Llevaba el mismo traje que en el cuadro, de terciopelo verde, con calzas ceñidas y amplias mangas ribeteadas de piel. Pero polvoriento y desgastado hasta mostrar la trama del tejido. Su rostro había enflaquecido y las facciones tenían una expresión de dureza que yo no conocía en él. Se había despojado del peto de acero y a sus pies dormitaba el lebrel negro.

Alzó su mirada azul, atrevida y limpia, cuando oyó mis pasos. Se puso en pie, alerta y sin temor.

-Dios te guarde, Chrestien -le saludé.

-¿Cómo conoces mi nombre, extranjero?

Un toque de clarín desgarró el aire, para anunciar el comienzo de un nuevo día de lucha. Levanté la cortina de la tienda y señalé hacia el primer tinte matinal que vibraba en la bruma.

-Porque, aunque vengo de muy lejos, nos une una hermandad. Nosotros, Chrestien, amamos la luz.

Con una sonrisa de bienvenida, me tendió la copa, llena de vino caliente que olía a especias.

Noviembre, 1967


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