©La crisálida, 1981. Relato publicado con permiso de la autora.
Este cuento apareció por primera vez en la revista española Nueva Dimensión nº 140 (diciembre 1981). Posteriormente fue incluido en el libro Cuentos del Archivo Hurus ( México, Ediciones del Ermitaño, 1998)
Se trata de un cuento de ciencia ficción que recuerda el estilo poético y la atmósfera de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury.
Podéis encontrar más información sobre este relato y su autora en: Sobre Blanca Martínez
LA CRISÁLIDA
(Blanca Martínez)
Avanzaba por la carretera delante de mí. Era alta y esbelta. Su pelo negro se deshacía en ondas y se balanceaba al compás de su cuerpo. Su piel era rojiza.
—¡Vaya! —pensé—. Apuesto a que es una de esas marcianas.
La alcancé y paré mi Buick-2000 sport junto a ella. Me quité las gafas oscuras y le sonreí ampliamente.
—¿Quieres subir? —la invité.
Se había parado y me contemplaba en silencio.
—Voy a Cinzia —dijo finalmente.
Ya, pensé: Cinzia, una pequeña ciudad al lado del espaciopuerto. Salidas diarias a Marte. Apuesto a que intentará colarse en un cohete y largarse a su “tierra”.
Seguí sonriéndole. Añadí:
—Yo voy un poco más allá. Al espaciopuerto. Me presentaré: piloto Al Braker. Será un honor gozar de tu compañía hasta Cinzia. No suelo hacer preguntas.
No sonrió. Hizo un breve gesto con la cabeza y entró en el Buick. La tela roja de su túnica destelló un momento sobre el tapiz del coche, luego se desplegó suavemente sobre su cuerpo con aquella extraña gracilidad que caracterizaba a los marcianos y a todo lo que les rodeaba.
Los marcianos tenían fama de amables. Eran cultos y buenos conversadores. Poseían una belleza delicada y dura, y junto a todas esas facultades, la de irritarme con extrema perfección.
Juro que, de no ser porque iba furioso a cusa de mi pelea con mi anterior conquista, no me hubiera parado, pero en fin… me gusta la compañía y siempre se puede pasar un buen rato con una chica, sea de aquí o de la Quinta Galaxia…
No me decepcionó. Hablamos de mil cosas que curiosamente me interesaron: naves espaciales y monumentos que había visto. Reconozco que hacia años que no disfrutaba conversando.
Llegamos a la pre-estación de abastecimiento de energía III.
—Voy a parar. Tengo que repostar energía y revisar una cosa del Buick.
Una sombra de miedo cruzó por sus párpados.
—No temas —sonreí—. No ocurre nada. Simplemente quiero revisar un ruido algo extraño y reposar. Cuestión de minutos.
No contestó. Realmente estos marcianos son irritantes. Me alejé en busca del especialista. Era un hombre de unos cincuenta años. Vivía en una herrumbrosa casa rústica al lado de la estación y poseía un pequeño negocio allí mismo, aparte del taller.
Pulsó el botón automático y, cuando la tapa del radiador se corrió, emitió un silbido.
—Bueno, ¿qué? —interrogué irritado.
—No se preocupe: no es muy caro, pero resultará laborioso. Es el entronque, cuatro o cinco horas de trabajo…
—Eso es un problema —exclamé—. Esta noche he de estar en el espaciopuerto. Iré algo justo, pero…
—El problema no es ése —dijo el especialista. El problema es que hoy es el día de fiesta de los chicos.
—Pero habrá algún turno fijo que…
—Por supuesto, por supuesto —me tranquilizó el hombre—. Sólo que hay otros delante… Hasta dentro de un par de horas…
—No puedo: tengo que estar en el espaciopuerto antes de medianoche. Soy piloto y no quiero tener problemas.
—Realmente la culpa es suya, por ir con el tiempo justo… —empezó el hombre.
Sentí que iba a explotar. El viejo tenía razón: un piloto jamás debe arriesgarse a ir con el tiempo justo. Pero cuando me peleo con una mujer, la cosa lleva tiempo.
—Bueno —interrumpí, estoy seguro de que usted podrá solucionarlo en un momento.
—No —dijo el hombre—. En un momento no. Eso lleva tiempo. No me dedico personalmente a ello y…
—¿Cuánto? —pregunté impaciente.
Me miró directamente a los ojos.
—La marciana —dijo.
Aquello era lo último que hubiera esperado. Me quedé perplejo.
—¡Oiga! —protesté—. ¿Cree que va a poder jugar con ella? Ya sabe como son. Es casi imposible…
Me interrumpió.
—La quiero para cristalizar.
Bueno, no soy hombre de demasiados escrúpulos: cuando me propongo algo no reparo en medios. Pero la cristalización de un marciano está “realmente” penada por la ley.
La situación es esta: nuestras relaciones con Marte son estrictamente comerciales. Hay productos mutuos que nos interesan. Pero son relaciones frías, por no decir heladas.
Hay pocos terrestres que vayan a Marte, y menos marcianos aún, que se arriesguen a venir aquí. Y, desde luego, apenas nos visitan desde que se descubrió la cristalización.
Miré a la chica que permanecía dentro del coche. Sus ojos oscuros nos miraban. Permanecía envarada y silenciosa.
Demonios, ¡era realmente guapa! Una lástima. Debía haberse encontrado sin valores para volver a Marte, y seguro que pensaba regresar de “polizón”.
Pero ese era “su” problema. El mío era llegar a tiempo al espaciopuerto.
—Trato hecho —dije mirando al hombre—. Pero no me comprometa. No la venda antes de tres meses.
—No se preocupe —afirmó el hombre—. Tengo un cliente que me dará lo que le pida. Vendrá a finales de verano.
Bien —pensé—. Todavía faltan cuatro meses.
El proceso de cristalización era muy sencillo: se cogía al marciano —o marciana, según el caso— y se le dormía con un gas, pues su buen carácter desaparece cuando se intenta cristalizarlos. Una vez dormido, se le inyecta helio-7 congelado en una vena y empieza el proceso.
Juro que no he visto en toda la galaxia nada más fascinante.
Primero su piel se endurece, luego se va volviendo transparente y encogiéndose como un niño que regresa dulcemente al útero. Luego despide luz: una luz suave, iridiscente. Y, a medida que esta luz se va apagando, empieza oírse un ruido como el del agua corriente entre las rocas. Y luego se desvanece y solo queda eso: una piedra transparente, brillante como una lágrima. De pronto: eterna.
Solo lo vi una vez. Aún lo recuerdo.
Se que pagan fortunas por esas piedras. Ni los mejores brillantes tienen ese tacto duro y suave, ni las mas bellas esmeraldas, esa luz.
Haría lo que fuera por tener una. Solo por el placer de mirarla cada amanecer. Cada anochecer.
Pero soy un hombre práctico y el tener un marciano cristalizado se paga con cadena perpetua en el penal de Urón-2. Y no sé de nadie que haya vuelto de aquellos infiernos. Así que renuncio a ello de momento.
Ahora bien, yo no tenía nada que ver con la chica. Era simplemente cuestión de no ver ni oír. Llegaría a tiempo al espaciopuerto y no perdería mi licencia.
El especialista me miraba.
—Adelante —dije—. Haga lo que quiera. Pero no le pagaré nada por la reparación y quiero un repuesto total de energía, gratis.
El hombre sonrió suavemente.
—Vaya a comer —dijo—. Invita la casa.
Miré hacia el coche antes de alejarme.
En aquel momento el especialista lanzaba una maldición. La chica había bajado del coche y corría velozmente hacia los matorrales que bordeaban los campos.
No me moví. No era asunto mío. ¿O sí? Si aquella maldita marciana escapaba, adiós viaje a Neutrax, adiós licencia de piloto, adiós dinero que tenia que cobrar… Sin pensarlo eche a correr tras ella.
La alcancé tras un altozano. Me lancé sobre ella y la sujeté.
—¡Quieta! —mascullé— ¿A que viene esto? ¿No te gusto? Suelo tener éxito con las chicas…
Ella me miró tristemente.
—Eres hermoso para ser terrestre —murmuró—. Ahora déjame ir…
Estuve a punto de soltarla.
—Oye… —empecé a decir.
Me vi rodando por el suelo. ¡Era fuerte como la piedra, delicada y salvaje como el viento! Me lancé sobre ella, luchando, asombrado de su fortaleza y su ferocidad.
Entonces llegaron ellos.
—¡Sujétela un momento más! —exclamó el especialista.
Un hombre joven y grueso que venía con él, le lanzó spray a la cara, y un segundo después la chica dormía.
Cayó como caen los pétalos de las rosas, y por un momento sentí algo que nunca antes había sentido. Aquello me alteró y recordé la pelea.
No tenia que molestarme por nadie, por supuesto, y menos aun por ella: por una maldita marciana nadie mueve un maldito dedo.
El especialista se inclinó y clavó una jeringuilla en el brazo de la chica.
Y entonces, cielos, ¡lo vi por segunda vez!
Se deshizo en mil luces, en mil destellos imposibles. Suavemente, pero luchando hasta el fin.
Cuando todo acabó, de ella solo quedaba un recuerdo. Y la piedra. Suave. Dura. Un desgarro bellísimo. Una lagrima eterna.
—Téngame el coche a punto —le dije roncamente al hombre—. Voy a comer.
Tres horas más tarde partía hacia el aeropuerto.
Llegué y aun me quedó tiempo para organizar la partida, presentar mis credenciales, preparar mi equipaje y, ¡suerte entre las suertes!, encontrarme con Whissita.
Whissita es una muchacha encantadora. Pasamos un buen rato. Y le prometí llamarla en cuanto regresara de Neutrax.
Me dirigí a las pistas con tiempo suficiente.
Una vez que estuvo todo lo dispuesto, me presentaron al copiloto.
Siempre me he considerado un buen mozo. Soy bastante alto, atlético y algo moreno por el sol. Mis ojos son oscuros, y no hay muchacha que no crea que la amo cuando la miro intensamente.
Pero no dejo de reconocer cuando encuentro a algún endiosado que tenga ventaja sobre mí. Me alegré de que Whissita no estuviera allí: el copiloto que sustituía a Wender, mi compañero previsto para el viaje, era algo así como una de esas estatuas de los tiempos antiguos de la Tierra.
Asombrosamente proporcionado, su piel era algo oscura y sus cabellos dorados. En su cara, el tono gris de sus ojos destacaba con una luz amistosa. Pero había en ellos algo que no me gustó. Parecía que estuvieran advirtiendo algo. Un estúpido, vaya. A más de un niñato había liquidado yo por esos mundos por menos de una mirada amenazadora.
—Vaya —le sonreí, buscando pelea—. Si eres tan valiente como guapo…
El permaneció inmóvil, mirándome.
—Tenemos que hacer este viaje —dijo—. Cuando volvamos de Neutrax, hablaremos.
—Bien, bien —dije, extendiendo las palmas de las manos hacia él en un gesto apaciguador que volvía locas a las chicas—. Hablaremos a la vuelta.
Estudié de forma rutinaria sus credenciales y nos encaminamos hacia la nave.
Juro que no se lo que pasó.
Primero salimos al espacio libre. Todo iba bien. La carga llegaría en su momento a Neutrax. Pero si todo iba bien, ¿qué demonios ha pasado? De pronto mi compañero hizo un gesto hacia mi cara. Si todo iba bien, ¿por qué me he dormido? ¿Por qué estoy atado a la camilla de emergencia?
El estaba allí. El copiloto, inclinado amablemente sobre mí, tomándome el pulso.
—¡No me hagas perder la paciencia imbécil! —grité loco de ira.
Y entonces me di cuenta: su piel era de color rojizo.
—¿Cómo lo has conseguido? —murmuré asombrado.
—Un tónico colorante. Su efecto dura unas horas —contestó plácidamente.
—¿Y para que demonios quieres parecer marciano?
—En realidad —explicó—, el efecto del colorante ya ha pasado.
Lo miré. No bromeaba. Así que era un marciano…
—De acuerdo —dije—. Ya me has sorprendido. Ahora suéltame. Tus papeles eran falsos… ¡Vaya con el chico guapo! Te vas meter en un buen lío.
—Cállate —su voz no sonaba amable—. Ahora —añadió—, dime donde está O-Ra.
—¿O-Ra? ¿De qué me estás hablando?
—Me comunicó que había subido a un Buick sport amarillo. Era tu matrícula. Te describió. Lo hizo desde la estación de repostar III.
Maldita sea —pensé—. La marciana iba a meterme en líos.
—Oye —empecé, intentando ganar tiempo.
—Cállate —dijo—. Colaborarás conmigo. La traerás aquí.
—Oh, sí, claro. Suéltame y hablaremos.
—Te voy a soltar.
En cuanto lo hiciera yo tendría las de ganar. Una bestia contra una estatua de carne.
Me soltó.
Y entonces me di cuenta. Mi pierna derecha era una maravilla. Toda de roca transparente. No tan bella como hubiera sido la de un marciano, pero…
Me volví furioso, aterrado, deseando retorcer aquel cuello perfecto.
—Los terrestres no soléis razonar mucho —dijo suavemente—, así que te lo voy a explicar. Si quieres que tu pierna no sea diferente del resto de tu cuerpo, vas a localizar a esa mujer y a decir que la lleven al espaciopuerto. Le comprarás un billete para Marte. Después…
—¡Espera! —interrumpí—. Hay un pequeño problema.
Demonios, no sabía como decírselo. Él aguardó.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó de pronto.
—Bueno… yo nada. Ella se fue a dar una vuelta por ahí, ya sabes… Hay gente sin escrúpulos… No pude impedirlo.
—La habéis cristalizado —murmuró.
Se sentó. Durante unos instantes me miró fijamente. ¡Malditos marcianos! ¡Malditos todos ellos! Si al menos me atacara, lo entendería. Pero no, te miran impasibles con aquella mirada extraña, sin que se mueva un músculo de su cara.
—¡Bien! —grité—. ¡Ataca si quieres! ¡Está cristalizada! ¡Cristalizada! ¡La tiene el dueño de la estación! ¡Vamos, pégame, con pierna de cristal y todo te dejaré un buen recuerdo!
Durante un buen rato gesticulé furioso ante él. Me miraba. Las manos entrelazadas, la barbilla apoyada en ellas.
—¡Marte! —grité—. ¡El dios de la guerra! ¡Da gusto conocernos! ¡Rojos de piel, pero no debéis tener sangre en las venas! ¡No sois capaces de nada!
Se levantó. Me miraba con indiferencia.
—Ya te has desahogado —dijo, en tono completamente normal—. Ahora cállate: tengo trabajo.
Salió, dejándome encerrado en la cabina de emergencia.
Volvió al poco rato.
—Ven —dijo.
Le seguí, cojeando con mi pierna de cristal y mascullando maldiciones.
—Atiende —me dijo mirándome fijamente y como si yo no pudiera entenderle—. Tenemos una avería. No es grave, pero resulta más rentable en tiempo y energía aterrizar de nuevo en la base. Allí la reparación será cuestión de una hora y volveremos a salir. Ahora vamos a comunicarnos con el dueño de la Estación III. Tenemos línea abierta. Es cuestión de segundos.
Poco después, el especialista aparecía en la pantalla. El marciano le puso al corriente de la situación en pocos segundos.
El hombre palideció.
—Bien —dijo mi forzoso compañero de viaje—. Creo que todo esta claro. Hay dos posibilidades… le denuncio a las autoridades, con lo cual usted y sus socios…
—¡Hey, espera! —protesté.
—Cállate —dijo el marciano—… con lo cual usted y sus socios serán enviados a Uron-2 y mi compañera pasará meses en ese estado antes de que realicemos todos los trámites necesarios para regresar a Marte, ya que entró ilegalmente a la Tierra…
El rostro del especialista era de color ceniza.
—… O, segunda posibilidad… intenta librarse del problema, sale e intenta tirar la crisálida al mar. Hay agentes marcianos controlando su casa: lo matarán o lo denunciarán si lo intenta, con lo cual todos tendremos problemas.
—¿Entonces? —dijo el terrestre. Parecía diez años más viejo.
—Entonces —continuó el marciano— hay un posible arreglo… coge usted la crisálida y la envuelve. Dentro de tres horas se dirige a la Zona de Recreo G del espaciopuerto. Yo estaré allí. Me la entrega. Se vuelve a casa y lo olvida todo.
El especialista alzó la vista. Temblaba.
—Escuche: salgo ahora mismo. Salgo ahora mismo.
—Recuerde: uno, estará vigilado. Dos, tiene familia. No debe ocurrirle ningún accidente, ni a usted ni a ella.
—De acuerdo, sí, sí, de acuerdo.
—Está bien. Corto.
Apenas cortó la comunicación, empecé a gritarle:
—Pero… ¿No es que no ves que en el espaciopuerto se darán cuenta de todo? Apenas metas la crisálida, en la nave sonará la alarma…
—No seas infantil —susurró—. Cállate.
Iba a seguir gritando cuando vi que sacaba una botella pequeña del bolsillo. Se bebió el contenido de un trago.
—¿No invitas? —Pregunté sarcástico.
Me miró. Creí notar un destello burlón en sus ojos.
Inmediatamente después se llevó las manos a la cabeza. El dolor distorsionó sus facciones. El sudor corría por su cuerpo. Se desnudó. Jadeaba horriblemente.
Yo me sentía aterrado.
Ahora ese imbécil se muere —pensé—, y ¿qué hago yo con mi pierna?
—¡Hey! ¡Por Dios! ¿Qué hago?
De pronto se calmó. Estaba como dormido. Al cabo de un par de minutos abrió los ojos. Y entonces me di cuenta: su piel volvía a tener el mismo color que la mía.
—¡Cielos! —exclamé—, ¿cómo lo hacéis?
Me ignoró. Se levantó, se vistió y luego se dirigió al cuadro de mandos.
—Atención, piloto —dijo—, preparativos para el aterrizaje.
Poco después tomábamos tierra en el espaciopuerto.
Yo tuve que quedarme dentro de la nave por necesidades de la “avería”. Tengo que reconocer que había sido inmejorablemente preparada.
Un par de especialistas estaban trabajando abajo, en el piso inferior.
El marciano se dirigió a la zona de recreo. Enfoque el visor, gradué el aumento y lo localicé en el bar.
El especialista estaba en la barra. Mi copiloto se sentó a su lado. Inmediatamente se levantó y fue a los aseos. Salió a los pocos minutos. Sentado en la barra, se tomó algo. ¡Cielos, que sangre de horchata! Luego se dirigió de vuelta a las pistas. La nave ya estaba lista para salir.
“Veamos como se las arregla para pasar el control”.—pensé—. Si en aquella bolsa iba la crisálida, iba a organizarse un pandemónium. Llegó al control. Yo sudaba. Maldita sea. Lo mirara por donde lo mirara, a mí las cosas no me iban a ir bien…
Los agentes de control le saludaron. Sonrieron. Volvió a enseñarles los papeles. Les mostró la bolsa. Bromearon. Aquel maldito extraterrestre hasta se dignó sonreír.
Ahora se dispararía la alarma.
No se disparó.
Pasó tranquilamente, y poco después entraba en la nave.
Me dejé caer en la silla del piloto. Me sequé el sudor que me corría por la frente.
El copiloto se sentó a mi lado.
—Preparados para el despegue.
—¿Cómo demonios lo has hecho? —pregunté.
—Ocúpate de la nave —respondió—. Tenemos mucho camino por delante.
Horas después, ya en el espacio libre y rumbo a Neutrax, conectamos el piloto automático.
Él se levantó y yo lo seguí.
En la sala de emergencia, sobre la camilla, estaba la bolsa que había traído el marciano. La abrió con cuidado y sacó una enorme y extraña fruta. Era de origen marciano y solo se cultivaba en la Tierra en algunos invernaderos especiales.
—Oye… —empecé a preguntar.
Él, sin hacerme caso, saco un bisturí y abrió la fruta.
Dentro estaba la piedra.
¡Que hermosa era! Su luz era lánguida, iridiscente y tenue. La miré hechizado. Él también la contemplaba. Algo parecido a la tristeza brilló en sus ojos.
—Dentro de poco estaremos en Marte —murmuró.
—¿Eh? ¿Qué dices? —gruñí—. Vamos a Neutrax.
—Si —asintió—.Allí tomaremos un cohete biplaza a Marte. Dos días de viaje.
La nave no debía regresar a Neutrax hasta la próxima semana.
Miré mi pierna cristalizada y suspiré.
—Bien, jefe —asentí—. Lo que tú dispongas. Espero que los médicos marcianos hagan algo por mí…
—Lo harán —afirmó suavemente.
Tres días después llegábamos a Marte. De la zona de aterrizaje nos fuimos directamente a las salas de emergencia.
Un equipo de médicos, hombres y mujeres, tomaron la crisálida con religioso cuidado y desaparecieron en unas salas plateadas y perfectas.
Miré a la gente. Que hermosos eran: los hombres, las mujeres. Con aquella expresión benévola, con el disco rojo del dios Marte en sus túnicas o en su pelo.
No había gritos ni carreras. Dureza y suavidad. Terciopelo y brillantes. Roca y pétalos de rosa. Siempre razonables, amables. ¡Cielos, cómo los odiaba! En cuanto regresara a la Tierra iba a correr tras una crisálida y juro que ni los horrores de Uron-2 iban a impedirme tenerla.
Me gusta la gente violenta: por lo menos sé a que atenerme. Pero aquellos seres seudoperfectos irritaban a cualquiera.
De pronto, una de las puertas metálicas se abrió y O-Ra apareció en el umbral. Se apoyó en el hombro de mi odiado copiloto.
Y el le dijo algo así como:
-Bienvenida.
Antes de que empezaran los arrumacos me acerqué a ellos.
—Bien. Ahora mi pierna. Tengo prisa.
Me miraron como desde muy lejos, con esa mirada hecha de eternidad. Él hizo una seña y dos jóvenes con uniforme se acercaron.
Me durmieron con un spray o algo parecido.
Cuando desperté estaba en un lugar increíble. Plantas bellísimas crecían por las paredes. Arroyos de agua clara nacían y discurrían por entre los senderos, y había algunas rocas de gran hermosura. No tanta como la de las crisálidas marcianas… quizá se parecieran mas a mi pierna…
¡Mi pierna! ¿Dónde estaba mi pierna? No la tenía.
¿Y mis brazos? ¡Eran de piedra! ¡Igual que las piedras que había entre las plantas! ¡Malditos! ¡Mil veces malditos! ¡Me estaban convirtiendo en piedra! ¡Todo yo! Miré hacia arriba. El disco rojo del dios de Marte colgaba en lo alto y el Sol restallaba en el hasta la desesperación. ¡Que bello era! ¡Y que horror! ¡Crueles! ¡Crueles con un salvajismo vengativo e irrevocable!
Yo hubiera hecho lo mismo con ellos.
Iba a gritar. Tengo que gritar.
Al Braker. Piloto espacial Al Braker. No puedo gritar.
Y es que las piedras no gritan.