30/11/17

"DE POSTRE" , DE ADOLFINA GARCÍA

Adolfina García (Córdoba, España, 1974)
©"De postre" (1993). Relato publicado con permiso de la autora.


“De postre” apareció por primera vez en la antología Visiones propias II, seleccionada por Elia Barceló y publicada por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia ficción y Terror.

Se trata de un cuento de terror cuya acción se ubica en territorio hispánico. 
Podéis encontrar más información sobre la autora en: Sobre Adolfina García.


DE POSTRE
Adolfina García

Las voces de Javier Gurruchaga y Ana Belén cantando a dúo inundaban el coche.
“... angel... nunca me dice que sí...
dame tus labios de caramelo...
vamos juntos al séptimo cielo...”
—Apaga esa mierda, ¿quieres?
“...yo soy tu án...”
—Ya está. No te pongas nervioso, coño. —Apartó un instante los ojos de la carretera para dirigir una mirada fugaz a Manuel, que estaba contemplando, con las mandíbulas apretadas, el paisaje campestre que pasaba rápidamente ante sus ojos. La ventanilla estaba bajada y algunos largos mechones negros que se le habían soltado de la coleta flotaban desordenadamente en torno a su cabeza—. ¿Quieres que ponga otra emisora, o...?
Manuel dejó de mirar el paisaje para dirigirse a él. Le clavó unos ojos oscuros y penetrantes que siempre le amedrentaban y le hicieron arrepentirse inmediatamente de haber hecho alguna sugerencia.
—Solo quiero que apagues la jodida radio. —Una de las cosas que más le enervaban de Manuel era que jamás alzaba la voz. Siempre hablaba con el mismo tono bajo y ligeramente amenazador—. Y, a ser posible, que aceleres.
Dani obedeció en silencio y Manuel volvió a contemplar las verdes elevaciones del terreno salpicado de encinas. Pese a que de momento lucía el sol, el día era desapacible. En el cielo azul eléctrico se estaban comenzando a formar nubes de lluvia blancas y aborregadas y de vez en cuando soplaba un viento fresco que las arrastraba de un lugar a otro al tiempo que peinaba la hierba. Un día de últimos de verano.
El reloj digital del Panda marcaba las doce y tres minutos del mediodía, y el de pulsera de Manuel la una menos veinte. En cualquier caso, llevaban cerca de una hora seguida sin cruzarse con ningún otro coche. Un bache hizo que de repente el Panda diera un bote. Manuel saltó en su asiento, cuyos muelles chirriaron, y Dani controló a duras penas una expresión de triunfo que estuvo a punto de dejar entrever un pedante “ya te lo decía yo”.
—Las carreteras comarcales de Andalucía son una mierda —dijo Dani—. No se puede ir a ciento veinte por hora, y menos con un Seat Panda de segunda mano.
—Pues entonces ve más despacio.
Dani no se molestó en recordarle que había sido precisamente él quien acababa de pedirle que fuese más deprisa. Aminoró la marcha y se pasó la mano izquierda por la cabeza, en un gesto de crispación, sujetando el volante con la diestra. Llevaba el pelo muy corto, casi rapado al cero, y tocárselo sintió como si estuviera acariciando un oso de felpa. Esto le hizo pensar en Julia, a quien le encantaba manosearle el pelo cuando estaba recién cortado, y no pudo reprimir una sonrisa y eliminar cualquier posible rencor hacia Manuel. Después de todo era normal que estuviera nervioso, con cinco kilos de coca en el asiento de atrás. A algunas cosas nunca se acostumbraba uno. Manuel, sencillamente, estaría teniendo un mal día. De acuerdo.
La carretera estrecha, serpenteante y mal asfaltada parecía avanzar, interminable, por entre paisajes campestres de ingentes dimensiones. Sobre ella, a Dani le llamó la atención una nube enorme que le recordó irremisiblemente a la silueta de un gato gigantesco que bufaba con el lomo arqueado. El viento no tardó en difuminar esta figura para convertirla en algo que con mucha imaginación podía parecerse a un sonriente y deforme hombre de perfil. Volvió a concentrarse exclusivamente en la carretera.
Manuel tenía un mal presentimiento. Se llevó instintivamente la mano al amuleto que siempre llevaba colgado del cuello, un águila de cobre, y sintió cómo se le ponía la piel de gallina. Él no era un histérico. Había realizado operaciones similares infinidad de veces y jamás había sentido ni el más mínimo nerviosismo. Pero esta vez algo iba mal. Lo sabía, podía olerlo. Su sexto sentido no le engañaba nunca, y hoy todo estaba demasiado tranquilo. Cada soplo de viento y cada piedrecilla suelta en el arcén parecía estar transmitiéndole malos augurios.
Dani vio por el espejo a Manuel aferrándose trémulamente al águila de cobre y percibió una expectación irracional en sus ojos. Sin duda con cualquier otro habría soltado algún comentario burlón o incluso ofensivo —y de hecho estuvo a punto de dejar escapar uno de ellos, algo así como “eh, ¿alguien está a punto de hacerse caca en los pantalones?”—, pero Manuel era un tipo al que respetar. En ocasiones, pensó al recordar en qué estado quedó la cara de alguien que osó llamarle una vez “cobarde de mierda”, alguien a quien temer. Así que el silencio continuó entre ellos, mientras viajaban a lo largo de la carretera con raudas nubes sobrevolándolos, hasta que Manuel lo rompió:
—¿Seguro que vamos bien por aquí?
 Dani le contestó sin apartar la mirada de la carretera:
—Que sí, hombre.
Manuel no replicó inmediatamente.
—Pues algo va mal.
—¿Qué coño es lo que va mal? —la frase sonó entrecortada a causa de un nuevo bache, lo que sin duda restó vehemencia a la pregunta pretendidamente retórica de Dani. Así que decidió rematarla:— Oye, mira, comprendo que llevar eso ahí atrás te destroce los nervios, pero hemos hecho intercambios como este millones de veces y siempre hemos cerrado los negocios sin problemas y con un buen pellizco de pelas, ¿no? Este camino es una mierda, pero por aquí no pasa ni un puto poli... Merece la pena dar el rodeo, tío. Llegaremos a la autovía en... no sé, media hora; ponle tres cuartos como mucho. Desde allí será fácil. Marcos lo ha preparado todo para el canje. Pillamos nuestra pasta y nos abrimos.
—Claro —dijo Manuel lúgubremente mirándole con una sombra de desprecio.
Durante unos minutos volvieron a permanecer callados. A Dani el comentario de Manuel le había intranquilizado y, pese a no ser supersticioso, aumentó a ciento diez la velocidad. El reloj digital marcaba las doce y veinte cuando Manuel habló de nuevo:
—Tío... dime que tú no encuentras nada extraño en este paisaje.
Dani se sobresaltó. No encontraba nada raro... o tal vez sí. A lo mejor era cierto que el cielo estaba demasiado azul y la hierba de un verde demasiado brillante. Como si todo fuese únicamente un escenario, un montaje coloreado por alguien que se olvidó de matizar los tonos. Pero más probablemente se tratase de su mera sorpresa ante la impredecible pregunta de Manuel. Jamás lo había visto tan inquieto.
—Tranquilízate o vete a hacer puñetas —replicó, aparentando calma. Pero Manuel se dio cuenta de que ahora Dani aferraba el volante con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos.
—Oye, vamos a poner la radio otra vez, ¿vale? —continuó Dani con una sonrisa que le colgaba de las orejas y sin percartarse, como su compañero, de que el coche estaba comenzando a perder velocidad. —Los dos estamos un poco tensos y algo de música nos calmará los nervios, ¿eh?
Manuel lo miró sin contestar. Ahora iban a sesenta por hora, y la aguja del cuentakilómetros fue descendiendo progresivamente hasta quedarse en cero. Pese a la ausencia absoluta de tráfico, Dani metió el Panda en el arcén antes de que este se detuviera del todo.
—¿Qué le pasa al puto coche? —preguntó Manuel con su habitual voz sin inflexiones.
Dani golpeó el volante con rabia.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¿Y yo qué coño sé? No sé, una avería o algo. ¡Un puñetero Panda de segunda mano! ¡Vaya mierda!
—Cierra ya la bocaza —replicó Manuel abriendo la puerta y saliendo del coche. Hacía un calorcillo agradable excepto cuando soplaban las esporádicas ráfagas de viento frío. Le resultó grato sentir el suelo firme bajo sus zapatos después de haber pasado tantas horas metido en el maldito coche. Además, estaba contento de que todo se hubiese quedado en una estúpida avería. Si no eran capaces de repararla ellos mismos, tarde o temprano pasaría alguien que pudiera recogerlos o, en el peor de los casos, continuarían a pie. El próximo pueblo no podía estar muy lejos aunque solo consistiese en cuatro casuchas encaladas y solitarias, como el último por el que habían pasado, haría cerca de una hora.
Manuel miró a su alrededor con las manos en las caderas. El aire olía a césped y flores. Por entre las verdísimas briznas de hierba asomaban margaritas, dientes de león y algunas amapolas. Ocasionalmente, aquí y allá, se alzaban unas encinas polvorientas cuyas hojas, en aquel momento en que el viento estaba tranquilo, permanecían inmóviles. Desde donde se encontraba no se divisaba ningún pueblo, pero tal vez hubiera alguno cerca oculto, por ejemplo, tras una empinada colina que comenzaba unos quinientos metros más allá de donde se encontraba estacionado el Panda. Echó un vistazo a Dani, que aún continuaba sentado en el coche maldiciendo entre dientes. Golpeó la ventanilla para llamar su atención.
—Mueve el jodido culo. Tú eres el que sabe algo de coches.
Dani abrió la puerta.
—Me huele a que va a ser la gasolina —dio sin molestarse en cerrarla después de salir—. ¿Le has echado una ojeada al depósito?
—¿Qué coño...? —Manuel metió la cabeza en el coche para comprobar el indicador de la gasolina. Comenzó a soplar el viento de nuevo y aprovechó para coger un jersey de color arena, deshilachado, que estaba sobre su asiento.— Ahí dice “lleno”.
—Marcos nos ha pasado un coche que es una mierda, me cago en su puta madre.
Manuel lo miró interrogante mientras él se desahogaba dando una patada a la rueda trasera.
—¡El indicador está jodido! El depósito está seco como una piedra.
—¿No tenemos más gasolina?
—¡No! ¿Cómo coño iba a pensar yo que...?
Una ráfaga de viento particularmente fría le hizo callar y cruzarse de brazos. Manuel miró al cielo. Aún hacía sol, pero las nubes continuaban ganando terreno. Tal vez empezase a llover. Vio a Dani coger la cazadora que llevaba en el asiento trasero mientras murmuraba entre dientes que “vaya putada”. A Manuel, Dani no le caía mal del todo. Pensaba que era un tío legal, pese a la facilidad que tenía para perder el control ante cualquier contratiempo. Se colocó detrás de la oreja un mechón de cabellos que el frío viento le estaba metiendo en los ojos. Dani ya había cogido su cazadora y cerrado la puerta, pero, por alguna razón, en lugar de ponérsela estaba de pie, inmóvil, contemplando algo que se movía detrás de Manuel. Le hizo a este una seña para que se volviera. Ambos vieron a una muchacha, a unos cincuenta metros, que se acercaba sonriente a ellos con un ramo de flores en la mano. Tendría probablemente unos diecinueve o veinte años. Su cabello, de un rubio plateado, ondeaba fantasmagóricamente tras ella.
—Coge la bolsa —ordenó rápidamente Manuel—. Ya sabes lo que quedamos en decir.
Dani sacó la Karhu del coche y se colocó junto a Manuel. Ahora que la chica estaba más cerca pudieron apreciar sus suaves facciones. Llevaba un vestido ligero, bajo el que asomaban unas piernas delgadas y blancas, y una chaqueta de lana.
—Está buena —murmuró Dani junto al oído de Manuel justo antes de que ella llegara a estar lo suficientemente cerca de ambos como para escucharlos.
Manuel asintió sin sonreír. Ella se acercó y llegó a su misma altura en el momento en el que Dani se terminó de abrochar la cazadora. Este dejó la mochila en el suelo, entre ellos dos, y saludó cortésmente a aquel ser botticelliano. Ella tenía unos ojos desvaídos imperceptiblemente ribeteados de rojo, unos labios finos y una piel pálida ligeramente ruborizada por el aire libre. Al hablar mostró unos dientes blanquísimos y perfectos de los que Dani no podía apartar la mirada. De vez en cuando el viento, al mover sus cabellos, permitía vislumbrar unas pequeñas orejas rosadas un tanto despegadas de la cabeza. Su sonrisa era lánguida y tristona.
—Hola... —Se detuvo un momento, azorada—. Habéis tenido algún problema con el coche, ¿no? —Una nueva pausa—. Os he visto llegar y, no sé... Pensé que tal vez podría ayudaros o algo.
Manuel se limitó a mirarla con un mal disimulado recelo. Pero Dani sonrió, tras pasarse la mano izquierda por la cabeza. Le habían gustado las piernas de la chica y el modo en el que sus pequeños pechos se marcaban bajo la rebeca de lana. Y sus dientes. Sobre todo, sus dientes.
—Bueno, a lo mejor sí puedes. Es solo que nos hemos quedado sin gasolina. Manuel y yo somos primos, íbamos a ver a nuestros tíos. No conocemos mucho esta zona y no sabemos dónde podríamos conseguir combustible. Nos estábamos preguntando si...
—¿Hay alguna gasolinera por aquí cerca? —le cortó Manuel con un tono de voz peligrosamente amable.
Ella trasladó su inexpresiva sonrisa de Dani a Manuel.
—La verdad es que no estoy segura.
Manuel continuó serio.
—¿Un pueblo? ¿Algo? ¿A cuántos kilómetros está la autovía de aquí?
Ella se encogió de hombros. El viento arrastró furiosamente algunas nubes y, durante un instante fugaz, Dani pudo entrever una ropa interior de color blanco.
—No sé, no sé. Yo vengo de un pueblo que está algo lejos de aquí. Si veníais del norte, habéis tenido que pasar por él. Es muy pequeño.
Daniel asintió enfáticamente. Cualquier cosa que ella pudiera decir le parecería bien. Pero Manuel hizo un gesto de escepticismo.
—Venga. No me digas que no sabes nada de los alrededores.
—No salgo mucho de casa.
El cielo comenzó a oscurecerse. Las nubes estaban empezando a desbancar al sol. Ya podía sentirse la humedad en el ambiente, y las ráfagas eran cada vez más constantes.
—¿Y qué haces aquí, a ochenta kilómetros de ella?
Dani se dijo que si él estuviese en el lugar de la chica y alguien a quien se hubiese acercado para echar una mano comenzara a hacer preguntas de forma tan irritante, sin duda ya se hubiese marchado. No obstante, la expresión de ella era invariablemente amable. Dani se atrevería a decir, incluso, que ella estaba casi disfrutando con la actitud de Manuel. Como si le hubiera sometido a una prueba sorpresa y Manuel la estuviese pasando sin problemas.
—He venido con mi familia en coche. Venimos aquí a menudo para pasar el día. Hoy hace un estupendo día de campo.
—¿Tú crees? —preguntó Dani alzando la mirada hacia el cielo encapotado.
Ella ignoró completamente su comentario. Continuaba mirando a Manuel fijamente.
—Nosotros hemos traído varios coches —siguió diciendo la muchacha—. Tal vez tengamos alguna lata de gasolina que daros. O, si no, seguro que mi padre puede acercaros a donde queráis. —Un breve e intermitente atisbo de sol por entre las nubes—. Si vamos para allá ahora, seguro que  llegamos a tiempo para la comida —añadió.
Dani optó más prudente dejar la decisión en manos de Manuel.
—No queremos molestar —fue lo que dijo, con una sonrisa torcida.
Ella soltó una carcajada. Su risa brotó tan repentina y calculadamente que a Dani se le antojó siniestra. O, cuando menos, excesivamente preparada. El cielo se oscureció de nuevo.
—Te aseguro que no molestaréis. Todo lo contrario. Nos encanta conocer gente nueva. Y habrá comida de sobra.
Manuel miró a Dani. Este se encogió de hombros. Le daba igual. La risa mecánica de la chica le había decepcionado tanto como antes le habían fascinado sus dientes. Sin embargo, Manuel parecía encantado. Ella se rio de nuevo. Miró a Dani y después, una vez más, a Manuel. Dani se estremeció de frío y se subió el cuello de la cazadora. Un relámpago partió bruscamente el cielo, seguido de un trueno cercano. La risa de la muchacha le había parecido esta vez impregnada de un triunfalismo burlón. Si él, como Manuel, fuera supersticioso y llevara un amuleto colgado del cuello, este sería un buen momento para aferrarlo. Pero se contentó con asir con fuerza la bolsa de viaje, la causa por la que él se encontraba allí en aquel preciso instante. Le extrañaba que una tía que rodaba los veinte no hubiera salido jamás del pueblo miserable donde vivía salvo para ir a merendar con sus parientes. Se dijo que tal vez ella se había sentido atraída por Manuel y aquel cuento de chica pueblerina se tratase sencillamente de una excusa para invitarlo a comer. Probablemente su recelo venía de ahí: le había defraudado el hecho de que hubiera sido Manuel, y no él, el elegido, y ahora se desahogaba inventando razones oscuras y estúpidas.
Pero, ¿por qué hacer un viaje de ochenta kilómetros para una excursión, cuando sin salir de casa tenían a dos pasos toda la hierba y los árboles que quisieran? ¿A qué se debía, viviendo en pleno campo, aquella palidez enfermiza? ¿Y cómo se explicaba que no hubieran visto a la muchacha mientras iban por la carretera, ni siquiera una vez que se habían detenido por completo? Sencillamente parecía haberse materializado allí, en el lugar y el momento justos, a una distancia relativamente corta de ellos.
Dani se sintió ridículo diciéndose todo esto. Estaba teniendo un día cansado y tenso, llevaba un montón de horas conduciendo. Miró a Manuel y a la chica justo cuando un segundo relámpago iluminaba los ahora sombríos campos. Manuel estaba completamente relajado y la sonrisa que mostraba era ancha y franca. Dani decidió no ser menos. El de las intuiciones y esas gilipolleces era Manuel, no él. En el coche se había dejado influir en exceso por sus presentimientos ridículos y ahora no era capaz de quitárselos de la cabeza. Y, en cuanto a las preferencias de aquella muchacha, recordó que cuando acabasen con aquel asunto le esperarían los besos amorosamente húmedos de Julia.
Un tercer relámpago acompañado casi simultáneamente por un trueno fue el heraldo que anunció las primeras y gruesas gotas de la tormenta.
—Las tormentas de verano son así: aparecen y desaparecen de golpe. Seguro que esta tarde vuelve a salir el sol —dijo ella—. Ahora es mejor que corramos, o vamos a llegar empapados.
Manuel lanzó una mirada significativa a Dani.
—Yo me hago cargo de la bolsa —se apresuró a decir él mostrándole que, de hecho, ya la había agarrado.
Ella se cubrió la cabeza con la chaqueta. Las primeras gotas aisladas ya habían pasado a convertirse en un chispeo continuo. Aún sostenía en su mano blanca y pequeña el ramo de flores silvestres que ahora, con los pétalos mojados, apuntaban sin gracia hacia el suelo.
—¿No es mejor esperar en el coche hasta que escampe? —preguntó Dani, a quien no le seducía en absoluto la idea de correr bajo la lluvia cargando la mochila.
—Venga, solo son cuatro gotas —rio ella, y comenzó a correr hacia la colina seguida de Manuel—. Únicamente hay que tener cuidado con los árboles. Atraen a los rayos.
En unos pocos minutos estaba diluviando. Ella corría delante con el aspecto de una cría alborozada a la que hubieran sacado de su contexto. El vestido empapado debía de ser, sin duda, incómodo para correr, aunque a ella no parecía molestarle en absoluto. Manuel iba detrás, con el pelo chorreando. A Dani le pesaba la vieja Karhu y sentía un irracional desasosiego interior. Toda aquella situación se le antojaba irreal, absurda.
—Hay que joderse —murmuró para sus adentros. Sus gastadas Panama Jack se escurrían en la hierba húmeda.
Llegaron cuando ya había parado la tormenta, jadeando y calados hasta los huesos. La muchacha los había conducido a un lugar no muy alejado de la carretera pero desde el que, mirando en cualquier dirección, solo se alcanzaba a ver un campo mojado que estaba empezando a ser nuevamente calentado por los aún débiles rayos de sol. Allí estaban aparcados dos grandes y destartalados Peugeots —uno de color blanco grisáceo y el otro de un rojo amarronado— y una roulotte enorme y viejísima. Algo apartados de los vehículos estaban los rescoldos de una hoguera que, pese a la humedad de la madera, un hombre acuclillado estaba tratando de volver a encender. El hombre alzó la cabeza al oír sus pasos, sonrió de forma idéntica a como antes lo había hecho la muchacha (si bien tal sonrisa quedaba en él infinitamente más repulsiva) y se puso en pie. Dani, aún con la Karhu al hombro, y Manuel, contemplaron a aquel tipo alto constituido por mantecosos rollos de una carne blanda —casi todo su cuerpo tembló como la gelatina cuando se pueso en pie— y casi tan blanca como la leche. Sus mejillas eran imberbes y su cabeza lisa como una bola de billar. En la cara, donde el exceso de grasa había llegado hasta el punto de desfigurar cualquier tipo de facciones, destacaban unos ojillos pequeños y redondos, de un color azul acuoso, que se movían en todas direcciones, como si fuera incapaz de clavar la mirada en un punto concreto durante demasiado tiempo. Sus labios rosados adoptaron, al abandonar la sonrisa, un rictus idéntico al de un bebé malcriado que llora con excesiva facilidad. Únicamente vestía unos pantalones de deporte que le llegaban hasta media pierna y unas zapatillas Subirán sin cordones y verdes de césped.
—¡Ah, Belinda! —saludó—. ¿Ya has vuelto de tu paseo? ¿Te has mojado? Ya veo que traes invitados. —Les dirigió su esquiva y porcina mirada y otra de sus brevísimas sonrisas. Se humedeció los labios.
Mientras Belinda se acercaba a él —sus ropas y cabellos pegados casi sensualmente a su cuerpo— para besarlo en la mejilla y mostrarle las flores que había recogido, Dani miró a Manuel y no le sorprendió comprobar que su expresión distendida de antes había vuelto a transformarse en recelo. Lo vio avanzar unos pasos en dirección a la chica y el que, presumiblemente, era su padre.
—Solo hemos venido por si podían vendernos algo de combustible o indicarnos cómo podemos llegar a la gasolinera más próxima —se apresuró a aclarar Manuel.
El desencanto se pintó en la hermosa y enfermiza cara de Belinda.
—Creí que os quedaríais un rato —dijo caminando hacia Manuel. Sus pestañas rubias estaban mojadas de lluvia. Su boca era del color de las cerezas maduras.
—Hombre, es que no queremos molestaros —replicó Manuel distraídamente. Estaba pensando en que, pese a tener un padre tan repelente, a Belinda le quedaba francamente bien el vestido ceñido al cuerpo.
El tipo seboso configuró con sus labios infantiles una “o” redonda y albina.
—Oh, no. No nos molestáis de ningún modo. Al contrario... nos gusta la gente. —Sus gestos tenían un tinte desagradablemente afeminado—. Nos encanta la gente.
Manuel se debatía entre la atracción que sentía hacia Belinda y la repulsión que le inspiraba su padre.
—Es que hemos quedado con un amigo... —intervino Dani sin pensar.
Estaba viendo más allá de la roulotte, jugando con una pelota en el más completo silencio, a un grupo de niños, todos ellos obesos, de piel lechosa y, según alcanzó a ver desde aquella distancia, con expresiones no demasiado lúcidas reflejadas en sus rostros. Uno de ellos, de tripa desmesuradamente hinchada, un labio leporino y cuyo brazo izquierdo finalizaba en un brillante muñón rosado, le causó una especial aversión. Acaso por ello no se percató de la mirada asesina que le lanzó Manuel cuando mencionó descuidadamente a “un amigo”.
—Habíamos quedado en recogerlo antes de ir a visitar a nuestros tíos —se apresuró a aclarar, aunque Belinda no parecía haberse dado cuenta de la metedura de pata de Dani.
—Venga, hombre. —El tipo carnoso y blancuzco rodeó a Belinda por los hombros de una forma que a Manuel casi le dio náuseas, sin comprender por qué un gesto tan habitual y que había visto tantas veces entre padres e hijas se le antojaba ahora desmesurado e incluso lascivo—. No creo que a vuestro amigo le importe esperar un poco. Os divertiréis con nosotros —soltó una ridícula risita gorgoteante—, os lo aseguro. Y después yo mismo me encargaré de llevaros hasta el próximo pueblo.
Manuel iba a decir el no definitivo cuando su mirada se cruzó con la de Belinda. Sonrió a medias. ¿Le habían parecido inexpresivos alguna vez aquellos ojos? Aquellos ojos enigmáticos. Seductores. Hipnotizadores. Parecían dotados de una irresistible luz propia. Se rindió:
—Solo un poco.
Dani lo miró con expresión de asombro, desconectándose bruscamente del silencioso y geométrico juego de los niños.
—¿Qué?
Manuel le replicó encogiéndose de hombros, como si no hubiese tenido otra opción que la de aceptar.
—Lo justo para la comida —estaba diciendo Belinda alegremente. Los ojos le brillaban.
El padre se frotó las blandengues manos, regocijado.
—Voy a decírselo a tu madre, a la tía Marta y a la abuela —anunció a la muchacha encaminándose hacia la roulotte.
Dani continuaba mirando a Manuel, perplejo.
—¿Eres gilipollas? —le dijo, olvidándose momentáneamente de que Belinda continuaba allí con ellos. Ella comprendió y, cortésmente, comentó que iba un momento a ver a sus hermanos—. Bueno —repitió Dani entonces—, ¿estamos tontos, o qué?
Manuel lo miró como sin comprender.
—¿Pero qué coño te pasa? ¿Qué otra cosa íbamos a hacer, si no sabemos ni dónde estamos?
La calma con la que pronunció tales palabras terminó de exasperar a Dani.
—¡Oye, tío! ¡Tengo colgada del hombro una bolsa llena de mierda!
—Baja la voz, estúpido.
—Tengo aquí una mochila llena de coca. No estamos como para pararnos a coger margaritas... —Dani se detuvo al ver que Manuel se estaba quitando tranquilamente el jersey empapado—. ¡Pero escúchame, coño!
Manuel le puso el dedo índice en el pecho. Lo miró amenazadoramente. En un instante de pánico, Dani evocó el historial que Mnauel había ido forjándose arrebato tras arrebato de ira. Recordó angustiado que había olvidado su navaja en la guantera del Panda. Pero Manuel se limitó a hablarle:
—No tolero que me levanten la voz.
Y permaneció así, en silencio, hasta que estuvo seguro de haber intimidado a su compañero. Entonces relajó sus músculos lentamente. Dani tragó saliva antes de continuar hablando.
—Tío... —comenzó a decir con cautela—. Mira, no sé qué mosca te habrá picado, pero las cosas no están para meriendas campestres —iba a hacer una broma acerca del tiempo, pero no le pareció el momento más apropiado—. Oye, parece mentira que no conozcas a Marcos. Se pondrá nervioso. Va a pensar que nos hemos pirado con la mercancía y... joder, ya sabes cómo es Marcos cuando se cabrea.
—Marcos nos espera de aquí a un día o dos —replicó Manuel con obstinación—. Y si hubieras estado más al loro con el coche —ignoró la mirada de indignación que Dani le dirigió entonces— no nos faltaría ahora la puta gasolina. No pretendo que pasemos un día de campo, pero vamos a tener que hacer tiempo antes de que nos acerquen a no sé qué maldito pueblo.
Dani hizo un gesto de fastidio y derrota. Manuel decidió mostrarse generoso.
—Solo hasta la comida —concedió con una sonrisa burlona.
—Estupendo —masculló Dani entre dientes.
Manuel se rio y le dio una palmada en la espalda.
—Y ahora sonríe, chico —le dijo con un guiño—. Disfruta del campo.
Avanzó unos pasos hacia la roulotte, detrás de la cual había desaparecido Belinda, y entonces se volvió hacia él de nuevo:
—¡Y vigila eso!
Dani forzó una sonrisa. Continuaba intranquilo y acababa de descubrir que no lo estaba ni por Marcos ni por la maldita droga.
“Tío... dime que tú no encuentras nada extraño en este paisaje”.
Era por Belinda, por aquel tipo gordo y extraño, por el miserable crío de labio leporino y las miradas dementes de sus compañeros de juego. Era por el modo incoherente en el que se estaban desarrollando las cosas y por la pasmosa tranquilidad con la que Manuel se estaba tomando todo aquello.
“Tío... dime que tú no encuentras nada extraño en este paisaje”.
Aunque Manuel sí que había percibido algo. Antes... ¿de qué?
Sopló una brisa fresca que le resultó helada al entrar en contacto con sus vaqueros mojados. Los silenciosos niños volvieron a entrar en su campo de visión por un instante, y luego fueron cubiertos de nuevo por la roulotte mastodóntica. Sin embargo, continuaba viendo de vez en cuando la pelota, cuando botaba más alto que el techo del vehículo. También veía a Belinda y a Manuel, que se alejaban dando un paseo. No era propio de Manuel estrechar lazos tan rápidamente con desconocidos.
Dani sentía un gusto amargo en la boca. Aferró la Karhu con indecisión. Podía huir corriendo de allí. Ahora, en aquel preciso instante. Nadie lo vería marchar. Le parecía que, por alguna razón, le había sido dada una última oportunidad. Una última oportunidad, ¿para qué? ¿Para huir de qué? Correría como un loco, sin pararse hasta llegar de nuevo a la carretera comarcal. Allí haría autostop, alguien tendría que pasar tarde o temprano. Pero iría caminando hasta la autovía si fuera necesario. De cualquier forma, se las arreglaría para llegar hasta Marcos.
¿Y entonces? Estaban negociando con gente con la que no se podía jugar, y Manuel estaba mejor considerado entre aquellos tipos de lo que Dani llegaría a estarlo jamás. Pensarían que se lo había cargado para cobrar él su parte o, sencillamente, que lo había dejado en la estacada a la primera oportunidad. ¿Iba a arriesgarse a ser machacado por los gorilas de Marcos solo porque aquella familia les habían invitado a comer? ¿Porque estaban desagradablemente gordos? ¿Porque eran extremadamente pálidos? ¿Por su mirada extraviada?
Dudó un segundo. El corazón le saltaba dentro del pecho. Hizo un amago de correr hacia Manuel, de hablar con él de nuevo. Pero ya había consumido su tiempo. Escuchó a a su espalda la voz poco viril del padre de Belinda. Se volvió sobresaltado.
El gordo había tenido, al menos, la delicadeza de ponerse una camiseta, en la cual figuraba un mensaje descolorido por muchos lavados: “TODOS CONTRA EL FUEGO”. Venía acompañado por dos mujeres. Una de ellas, que se parecía a él asombrosamente (eran probablemente hermanos: blancura casi translúcida, ojos esquivos, gelatinosos michelines adivinándose bajo el amplio vestido), lucía una enorme sonrisa. Al menos, se consoló Dani, sus dientes eran marfileños y hermosos. Belinda sin duda había heredado los dientes de la familia de su padre. La otra mujer, a pesar del rictus desagradable de sus finos labios y de su edad (Dani le calculó unos cuarenta y cinco), debía de haber sido preciosa en su juventud. La palidez de su rostro no era desagradablemente lechosa y su carne estaba muy lejos de la flacidez de la de sus acompañantes. Sus ojos claros, de un color indefinido entre el marrón y el verde, sostuvieron la mirada de Dani de forma desdeñosa y burlona.
—Esta es mi hermana Marta. Y esta es mi esposa, Elisa.
El gordo no había dicho su nombre antes y tampoco lo hizo ahora. Dani sonrió, azorado.
—Encantado —dijo, sintiéndose ridículo por emplear ese formalismo—. Soy Daniel —hizo una pausa para encajar una sonrisa nerviosa—. O Dani.
Les interrumpió un griterío procedente de detrás de la roulotte. Una cascada voz de mujer estaba farfullando algo que quedó ahogado por un chillido agudo como el de un cerdo en día de matanza y una explosión de risas infantiles. Dani miró hacia la caravana, sobresaltado por el grito. Los ojillos de Marta y el padre de Belinda eran ahora más esquivos que nunca.
—Ya están los niños molestando a la abuela —dijo Elisa con una voz cansada y sin inflexiones—. La pobre se pasa el día metida en la cocina preparando la comida y, mientras, ellos siempre molestándola.
Miró a Dani, pero este, por alguna razón, fue incapaz de sostener su mirada. La escuchó mientras contemplaba una nube que se parecía deliciosamente al perfil de Alfred Hitchcock.
—Tenemos muchos hijos, y todos son varones menos Belinda. Tienen entre seis y doce años. —Suspiró—. Los niños a esa edad son crueles. Solo piensan en jugar, dormir y comer.
La agitación de detrás de la roulotte parecía haber empezado a acallarse. La pelota subía y bajaba de nuevo. En el cielo, el perfil de Hitchcock se esfumó. Dani volvió a mirar a Elisa, que continuaba hablando:
—Tener tantos hijos acaba destrozándole el cuerpo a una. Aquí donde me ves, yo antes tenía un vientre liso y suave, unos senos marmóreos y unas piernas perfectas.
Miró soñadoramente más allá de los árboles durante un instante. Luego se dirigió con frialdad a su esposo:
—Iván, tenemos que decirles a los niños que no molesten a tu madre.
Iván asintió obedientemente y Elisa sonrió a Dani con tristeza.
—Voy a ver cómo va la comida —dijo.
Luego se alejó hacia el remolque. Todos la siguieron con la vista hasta que ella penetró en el vehículo. Solo en aquel momento pareció Iván percatarse de la bolsa que colgaba del hombro de Dani.
—Por favor, dame eso —dijo con grandes aspavientos—. Debe de pesarte horrores.
—No, no. Si no pesa nada, de verdad —rehusó Dani alarmado.
—Pero no vas a estar cargando con ella hasta la hora de la comida —insistió el padre de Belinda.
—Si es que siempre la llevo conmigo.
Iván, confundido, dejó de insistir. Pero entonces intervino su mantecosa hermana, con aquella cándida sonrisa suya que mostraba todos sus dientes.
—Vamos, hombre —dijo, arrebatándole la mochila suavemente—. La guardaré en el coche y la recogéis cuando os vayáis, ¿vale? Cerramos con llave y no os la tocará nadie.
Dani enrojeció ligeramente. Sin duda lo estarían considerado un pedante por pensar que alguien de aquella familia pudiera estar interesado en quitarle su astrosa bolsa. Confundido, se resignó a que Marta la dejara en el Peugeot.
—¿Ves? Seguro que ahora estás más cómodo —comentó Iván en el mismo tono que hubiera empleado si acabara de salvarle la vida.
Daniel asintió distraídamente. Lo más probable era que Manuel se pusiera furioso cuando descubriera que había perdido la droga de vista, pero entonces recordó que si aún estaban aquí era por culpa suya. Lo imaginó besando a Belinda tras alguno de los árboles más alejados mientras él se pudría allí, conversando con aquella espantosa familia, y se dijo que en tal situación él era el único con derecho a cabrearse. Suspiró profundamente. Marta ya regresaba del Peugeot. Le mostró unas llaves que se guardó inmediatamente en el bolsillo del vestido.
—Recuérdamelo cuando os marchéis —le dijo amablemente.
Dani tuvo la desagradable sensación de que si le habían guardado la bolsa en el coche no había sido por cortesía. Era simplemente un medio para controlarlo, para que no pudiera marcharse sin previo aviso. Se le hizo un nudo en la garganta. Miró a Iván y le sorprendió observándole. Aquellos ojos porcinos se apartaron con la brusquedad de alguien a quien sorprendieran haciendo algo injustificablemente malo. Marta se humedeció los labios antes de hablar:
—Por cierto, ¿sabe alguien dónde se ha metido Belinda?
Iván pareció alegrarse de que Marta sacara un tema de conversación:
—Sí, ¿dónde está Belinda? ¿Y dónde está tu amigo... cómo se llama?
—Manuel. Creo que han ido a dar una vuelta —observó atentamente las reacciones de Iván y Marta, pero estas no revelaron gran cosa. Tal vez Marta apretase un poco los labios, aunque Dani no supo cómo interpretar ese gesto. ¿Indignación? ¿Envidia?— Espero que no tarden mucho —continuó—, porque Manuel y yo nos iremos pronto.
—Yo también espero que no tarden —dijo Marta. Aunque teóricamente estaba dirigiéndose a Dani, era a su hermano a quien estaba mirando... ¿acusadoramente?— Ella ya sabe que comemos pronto. Los niños tienen hambre. Y además, teniendo invitados...
Iván pareció encogerse sobre sí mismo. Hizo un gesto que pretendió ser airado, pero que no produjo más efecto que el de un grotesco temblor que sacudió su papada rolliza.
—Hablas como si yo tuviera la culpa de lo que hiciera Belinda —balbuceó.
—Bueno, es tu hija. Deberías haberle enseñado, al menos, a no ser tan egoísta.
Iván pareció no encontrar ninguna buena respuesta a su acusación. Las comisuras de sus labios aniñados se curvaron hacia abajo, pero no dijo nada. Dani, azorado ante aquella situación, se ofreció a dar una vuelta para encontrarlos, pero tanto Iván como Marta se apresuraron a negarse con una sonrisa mecánica. Le dijeron que iban a comer “ya mismo” y que, después de todo, tal vez Belinda sí llegase a tiempo. Dani, por toda respuesta, se encogió de hombros.
—Y, hablando de comida, voy a ir preparando la mesa —dijo Marta—. Y tú, Iván, podrías ir encendiendo el fuego. Si no, este chico va a tardar años en secarse la ropa. Está empapado. —Lo miró maternalmente—. ¿Te pilló la tormenta?
Dani asintió y ella dio media vuelta hacia la roulotte antes de que pudiera ampliar su respuesta. El muchacho sintió entonces algo desagradablemente blando sobre su espalda. Era la mano de Iván.
—¿Vamos con la fogata? —le preguntó este arqueando de forma interrogante las cejas, unas finísimas curvas rubias. Ambos caminaron hasta el punto donde Dani y Manuel habían visto por primera vez, acuclillado, al padre de Belinda. Al acercarse al remolque, un delicioso aroma a carne asada llegó hasta ellos durante un instante y, después, el viento lo alejó hacia otra dirección.
—Ah... mi madre es una cocinera excelente —comentó Iván sacándose del bolsillo una caja de cerillas de madera que hacía propaganda del restaurante El Charolés.
—Sí, eso huele muy bien —concedió Dani—. ¿Qué es?
Iván apartó la madera más húmeda de los rescoldos. Tomó un número atrasado de El Mundo que había dejado cerca de ellos, sujeto por una piedra grande, y prendió fuego a alguna de sus páginas.
—¿Lo que están cocinando? —preguntó sin prestar mucha atención—. Carne, naturalmente.
Dani se conformó con esta respuesta tan obvia. Los papeles de periódico en llamas habían conseguido prender una rama seca de encina. El sol fue oscurecido por una nube, luego volvió a salir. Dani se situó en un punto desde el cual se divisaba el coche en el que había guardado la Karhu. Nadie se había acercado a él. De todas formas, dudaba mucho de que alguien fuera a tomarse ninguna molestia por lo que aparentemente era tan solo una bolsa vieja. Desde su posición también alcanzaba a ver a algunos de los hermanos de Belinda. Ya habían dejado la pelota a un lado. Ahora formaban un apretado corrillo y hablaban en susurros.
—La verdad es que no sé por qué me molesto en encender un fuego —estaba diciendo Iván, sin duda con ánimos de darle conversación—. Antes cocinábamos en él, pero ahora... —Señaló el remolque con un gesto. Como si aquel movimiento hubiera correspondido a algún tipo de encantamiento, el olor a comida recién hecha volvió a llegar hasta ellos.
—Los niños están muy callados, ¿no? —preguntó Dani, por comentar algo.
—Oh, sí; hoy sí. Pero no creas que están siempre así, a veces son terribles.
—¿Sí? ¿Cuántos son?
Iván tuvo que pensarse la respuesta durante unos segundos.
—Siete. ¡No, seis! Contando a Belinda —al pronunciar ese nombre, la mirada del gordo se ensombreció—. Ojalá que no tarde.
—Por Manuel puede estar tranquilo —se apresuró a decir Dani ante el revuelo que se estaba formando por la tardanza de Belinda—. Es un tío legal.
—¿Qué? —preguntó Iván. Y por alguna razón debió de pensar que el último comentario de Dani había sido gracioso y se echó a reír.
Dani lo miró desconcertado. Maldijo a Manuel en su fuero interno por hacerle estar en compañía de aquella gente. Confiaba en no tener que comer él solo con toda la familia. Alzó la mirada hacia el cielo. Las nubes no pasaban de semejarse a mullidas bolas de algodón. Iván se puso en pie limpiándose las manos en los pantalones. Había terminado de encender el fuego.
—Bueno, esto ya está —dijo, sintiéndose al parecer sumamente orgulloso de sí mismo.
Dani premió su hazaña con una sonrisa abúlica.
Estuvieron esperando a Manuel y Belinda hasta cerca de las tres de la tarde. Elisa y Marta habían montado una enorme mesa, no lejos de la fogata que Iván se encargaba de alimentar afanosamente cada cierto tiempo, y la habían cubierto con un mantel de hilo blanco. Mientras las mujeres sacaban de la ruolotte los platos, las servilletas, unas preciosas copas de cristal tallado y vino, Iván y Dani, a quien no permitieron echar una mano, hablaban sobre el tiempo y sobre la familia imaginaria a la que se suponía que pertenecían él y Manuel. Dani vigilaba de vez en cuando el coche blanco, más por aburrimiento que por miedo, y ojeaba las colinas oliváceas con la esperanza de ver llegar a Manuel y a Belinda, los cabellos revueltos y las ropas verdes de hierba húmeda. El silencio de los niños había ido rompiéndose poco a poco y alrededor de las dos y media estaban chillando, peleándose unos con otros y, como Elisa había dicho horas antes, “molestando a la abuela”. Dani sentía a la vez aprensión y curiosidad por conocer al miembro más vetusto de aquella familia demencial que llevaba una larga mesa de madera de caoba y una vajilla lujosa para hacer una comida campestre. En ocasiones la imaginaba como una gigantesca y blanquecina montaña de carne sebosa que avanzaba arrastrando los pies y resoplando en el interior de su cocina móvil, y otras veces como un ser apergaminado, sin dientes y seco como un sarmiento que vivía martirizada por sus nietos y esclavizada por sus hijos y nuera.
Fue esta última, Elisa, la que se acercó a ellos con una mirada inexpresiva y les dijo que ya era hora de comer, que había que hablar seriamente con Belinda y que, sobre todo, los niños tenían hambre.
—Creo que es mejor que vayáis comiendo vosotros —dijo Dani levantándose—, y que yo vaya mientras a buscar a Manuel. No es normal que tarde tanto y estoy empezando a preocuparme.
Lo cierto era que la tardanza de Manuel le importaba más bien poco, pero no le apetecía ni mucho ni poco ponerse a comer él solo con todos aquellos desconocidos. En la cara de luna de Iván se dibujó un gesto de desencanto que rozaba la desesperación. Elisa, en cambio, lo miró con rostro pétreo.
—No, no, de aquí no se va nadie —dijo, tomándole por el brazo con suavidad y conduciéndole hasta la silla que presidía la mesa—. Qué van a a pensar Belinda y Manuel si cuando vuelvan de su paseo tú ya te has marchado.
Dani se dejó sentar en la silla con relativa docilidad. Se planteó la posibilidad de mantenerse firme, exigir que le devolvieran la mochila y marchar en busca de Manuel, pero le pareció una reacción excesivamente violenta para una gente que, a fin de cuentas, lo único que estaba haciendo era ser hospitalarios con él. Mientras Dani se sentaba comenzaron a caer algunas gotas que no llegaron a convertirse en lluvia. Iván se colocó junto a él, y también tomaron asiento algunos niños gruesos que miraban con ojos brillantes los pedazos de pan que su madre había puesto en una cesta de mimbre.
—¿No se sienta la... abuela con nosotros? —inquirió Dani.
Iván se metió con ansiedad un trozo de pan en la boca.
—No, qué va. A ella le gusta más comer sola en la cocina.
Marta llegó radiante a la mesa llevando a uno de aquellos blancos cochinillos humanos de cada mano. Todos ellos, para consternación de Dani, comenzaron a comer pan y beber vino o cerveza con gran avidez y en cantidades industriales. Pensó en Manuel y se dijo que algún día se vengaría de él por la mañana que le estaba haciendo pasar. Debía de haberle ido estupendamente con Belinda, al muy cerdo, para no haber regresado aún. Tanto los niños como Iván y su oronda hermana no cesaron en su afán desaforado por engullir trozos de pan hasta que vieron a una solemne Elisa saliendo de la caravana con una enorme fuente humeante repleta de tacos de carne asada. Se hizo un silencio sepulcral. La madre de Belinda fue sirviendo en cada plato una cantidad generosa de carne bajo la mirada atenta del resto de sus familiares, que olisqueaban la comida con una devoción casi religiosa que provocaba náuseas a Dani. Cuando hubo dado la vuelta a toda la mesa y se sirvió ella misma se sentó frente a Dani, y este acto tuvo el mismo efecto que el de un pistoletazo para el inicio de una carrera. Todos comenzaron a comer con voracidad salvo Elisa, que cortaba la carne elegantemente y bebía su vino a pequeños sorbos, y Dani, que al pinchar su primera pieza no pudo evitar apartarla con repulsión cuando vio la cantidad de sangre que comenzó a rezumar. Creyó ver entonces un cruel brillo de diversión en los ojos de Elisa e inmediatamente lo achacó a su imaginación. Paseó la mirada por cada uno de los comensales. Todos ellos comían con las manos y con una expresión de insaciabilidad en sus rostros. Hacían ruido al sorber la bebida y muchos mostraban un reguero de saliva, vino, cerveza y sangre que les caía desde la comisura de los labios. Dani supo que no sería capaz de probar un bocado... ¿de nuevo aquella sonrisa cínica en la cara de Elisa? No. Ella se estaba limpiando recatadamente con una servilleta, con la mirada absorta; ni siquiera estaba mirándolo. A su lado, uno de los pequeños obesos eructó. Dani hizo un gesto de disgusto. No le extrañaba en absoluto que la famosa abuela prefiriera comer sola en la cocina. Aunque tal vez no comiera sola. Recordó al chaval del labio leporino. Aquel al que le faltaba una mano. Contó a los voraces críos que estaban sentados a la mesa: cinco. Eran cinco. ¿Cuántos había dicho Iván? Seis, contando a Belinda. Así pues, estaban todos. Entonces... ¿quién era el chico del labio leporino? Uno de los pequeños depredadores contempló la comida intacta en el plato de Dani con unos ojos tan grandes como platos; la gula parecía desbordarse por ellos. Alargó una mano gordinflona y agarró tres trozos que engulló acto seguido. Dani recordó las palabras de Marta y Elisa.
“Los niños tienen hambre”.
Otro crío acercó su mano para quitarle más trozos de carne.
¿Dónde se había metido el chico manco? Y... ¿cuáles habían sido las palabras de Iván exactamente?
“Siete. ¡No, seis! Contando a Belinda”.
“Siete. ¡No, seis!”
En su plato quedaba una única tajada de carne. Esta vez fue Iván quien la cogió. El pedazo de carne era casi tan blanco como la pálida mano de su anfitrión, que se lo metió en la boca con una sonrisa golosa. ¿Qué había sido del niño del labio leporino? ¿Por qué no estaba allí con ellos? ¿O tal vez sí estaba? En la gran fuente de porcelana todavía había algunas porciones de carne, aunque iban desapareciendo a una rapidez asombrosa.
“Tío... dime que tú no notas nada extraño en este paisaje”.
Dani sintió cómo el miedo corría por su columna vertebral. Una vena le latía en la sien.
“Los niños tiene hambre”.
“¿Lo que están cocinando? Carne, naturalmente”.
“Siete. ¡No, seis!”
Dani alzó la mirada al cielo. Una nube era idéntica a la rana Gustavo sosteniendo el micrófono. Recordó el muñón rosado sin poder evitar compararlo con su tajada de carne sanguinolenta y apenas tuvo tiempo de apartar la silla para no vomitar sobre el mantel. No comprendía por qué continuaba allí sentado. Sería las piernas agarrotadas y el sabor amargo del vómito a lo largo de toda la garganta. Hizo un esfuerzo por controlar el pánico. Ponerse en pie, tratar de escapar de allí, sería la confirmación de todos sus temores. Sin duda estaba sacando las cosas de quicio. Maldijo su suerte. Estaba ahí sentado, temblando aterrorizado, mientras Manuel se lo pasaba en grande con la puta que los había metido en aquello. ¿Por qué no había vuelto todavía el muy cabrón? Las palabras de reproche que había pronunciado Marta aquella mañana llegaron hasta él como arrastradas por el viento.
“Deberías haberle enseñado, al menos, a no ser tan egoísta”.
“Los niños tienen hambre”.
“Los niños tienen hambre”.
¿Habría sido suficiente la carne del hermanito para saciarla?
Dani palideció. Miró horrorizado a Elisa. Esta vez no había duda. Ella lo contemplaba con una sonrisa espantosa. Y no era la única. También los niños lo miraban. Y Marta. E Iván, con aquella redonda cara de niño llorón. Y todos ellos lo contemplaban con gula. Se preguntó si también la abuela, desde dentro de la roulotte, lo estaría mirando y humedeciéndose los labios. Le atenazó un pavor que no le permitía levantarse de la silla para huir de allí. Percibió un movimiento justo en su ángulo de visión. Uno de aquellos pequeños monstruos había cogido un cuchillo de trinchar. Dani tuvo tiempo de ver la hoja reluciente trazar un semicírculo siniestro, pero el miedo que paralizaba sus articulaciones le impidió apartar el brazo. Contempló horrorizado cómo aquel muchacho le seccionaba la mano izquierda a la altura de la muñeca. Soltó un alarido que no estuvo causado por el dolor, sino por la visión de Iván, Marta y los niños disputándose su mano del mismo modo en que una jauría de perros hambrientos lucharían por un hueso. Se puso en pie sin dejar de gritar. La sangre manaba a borbotones de la herida. Contempló un instante con mórbido horror cómo Iván escupía en su plato una falange con trozos de carne adheridos, y no fue hasta entonces cuando echó a correr, desfallecido y sin rumbo fijo.
Las fuerzas se le escapaban junto con la sangre que perdía por el brazo izquierdo, pero lo espoleaban para correr aún más rápido los jadeos y gruñidos hambrientos que sentía detrás de él. En su mente se entremezclaban los pensamientos más dispares: cómo le explicaría a Marcos la pérdida de la mercancía, cuál sería el verdadero aspecto de aquella vieja cocinera que había deshuesado y condimentado a su propio nieto, si le abandonaría Julia cuando descubriese que había perdido una mano, pese a que acariciar su cabeza era como tocar la de un osito de felpa, y si sería capaz de soportar la impresión en caso de que se topara con el cuerpo a medio devorar de Manuel y, junto a él, a la delicada Belinda descansando, como una leona que hace la digestión tras haber satisfecho el apetito (¿habría hecho como las mantis, que devoran al macho durante el coito?) Soltó un chillido de mujer al sentir que algo se aferraba a su pierna y lo derribaba. Intentó en vano evitar que le despojasen de sus vaqueros y le hicieran la camisa jirones. Dani gritó, esta vez de puro dolor, al percibir nítidamente cómo le arrancaban de un mordisco un trozo de pantorrilla. Tal vez se tratase de Marta, con aquellos dientes tan brillantes, blancos como perlas. Luchó por ponerse boca arriba para poderse defender de algún modo y comprendió demasiado tarde que hacerlo era un error. Sintió dientes inclementes penetrando en sus mejillas, en el vientre, en el cuello. Trató inútilmente de zafarse de ellos intentando golpearlos incluso con la mano izquierda, sin recordar siquiera que ya había sido devorada. Dani gritó por última vez, su campo de visión cubierto por una nube de ojos de un azul desvaído incrustados en blancas lunas de carne.
En el cielo se formó una gigantesca nube que evocaba la fantasmagórica silueta de un galeón hundido. Pero Dani ya no pudo verla, y tampoco aquella familia que masticaba con saña el postre en el campo estival le prestó la más mínima atención.

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