16/11/11

"OSCURO INTERLUDIO", DE FREDRIC BROWN Y MACK REYNOLDS.

Fredric Brown (Cincinnati, Ohio, USA) (1907-1972), en colaboración con Mack Reynolds (California, USA) (1917-1983)

Dark Interlude, 1951

Oscuro Interludio. Traducción de Cecilia Pérez.  Publicado en Pesadillas y Geezenstacks. Madrid, Miraguano, 1990. (Futurópolis, 22)

Espléndido relato de ciencia ficción sobre el tema del racismo, escrito por un autor clásico del género.




Los ojos del sheriff Ben Rand tenían una expresión grave.

- Está bien, muchacho, Pareces bastante nervioso; eso es natural. Pero si tu historia es verídica, no debes preocuparte. No te preocupes por nada. Todo se arreglará, muchacho.

- Ocurrió hace tres horas, sheriff - dijo Allenby -. Siento haber tardado tanto en llegar al pueblo, para despertarle. Pero mi hermana estaba histérica. Tuve que calmarla y después se me presentaron problemas para arrancar la tartana que tengo por coche.

- No te preocupes por haberme despertado, chico. Para eso soy el sheriff. Y no era tarde, en realidad. Pero déjame aclarar algunos puntos. Dices que tu nombre es Lou Allenby. Ese nombre es conocido por aquí: Allenby. ¿Perteneces acaso a la familia de Rance Allenby, propietario de negocios en Cooperville? Te lo pregunto porque yo fui a la escuela con Rance... Ahora, cuéntame sobre el tipo que dijo que venía del futuro...



El Presidor del Departamento de Investigaciones Históricas era escéptico hasta el extremo. Argumentaba:

- Aún mantengo la opinión de que el proyecto no es factible. Presenta paradojas que resultarán insuperables.

El doctor Matthe, el notable físico, lo interrumpió políticamente:

- Sin duda, señor, estará usted familiarizado con la Dicotomía.

El Presidor no lo estaba, por lo que permaneció en silencio para indicar que deseaba una explicación.

- Fue Zenón quien explicó la teoría de la Dicotomía. Era un filósofo griego que vivió unos quinientos años antes de que el antiguo profeta naciera y fuera tomado por los primitivos para marcar los comienzos de su calendario. La Dicotomía establece que es imposible cubrir cualquier distancia dada. Su argumento básico consistía en que una vez que la mitad de la distancia hubiera sido recorrida, aún quedaría por recorrer la otra mitad, y cuando esta mitad transcurriese, la mitad correspondiente quedaría pendiente, y así sucesivamente. Se sigue que siempre quedará alguna porción del terreno por recorrer y que, el movimiento, por lo tanto, es imposible.

- No veo la analogía - objetó el Presidor -. En primer lugar, su griego asumía que cualquier entidad compuesta de un infinito número de partes deberá, en sí misma, ser igualmente infinita, sabiendo como sabemos, que un número infinito de elementos hacen un total finito. Además...

Matthe sonrió gentilmente y levantó la mano.

- Por favor, señor, no me interprete mal. No niego que entendamos la paradoja de Zenón, en la actualidad. Pero créame, durante muchos siglos, los mejores cerebros que pudo producir la raza humana no fueron capaces de explicarla.

El Presidor dijo, con tacto:

- No veo a donde quiere llegar, doctor Matthe. Le ruego perdone mi indiscreción; pero, ¿qué posible conexión hay entre la Dicotomía de Zenón y su proyectada expedición al pasado?

- Únicamente establecía un paralelo, señor. Zenón concibió la paradoja, probando que era imposible cubrir cualquier distancia y ninguno de sus contemporáneos fue capaz de explicarla. Pero, ¿ello les impidió cubrir las distancias? Obviamente, no. En la actualidad, mis asistentes y yo hemos ideado un método para enviar a nuestro joven amigo, Jan Obreen, al pasado distante. La paradoja surge de inmediato... supongamos que mata a un antepasado o que cambia la historia de algún modo. No trataré de explicar cómo esta aparente paradoja se ha eliminado en los viajes a través del tiempo; todo lo que sé es que esos viajes son posibles. Es indudable que mejores mentes que la mía resolverán algún día la cuestión, pero hasta entonces continuaremos realizando viajes en el tiempo, haya o no paradojas.

Jan Obreen permanecía sentado, nerviosamente, mientras escuchaba a sus distinguidos superiores. Se aclaró la garganta y se atrevió a interrumpir:

- Creo que llegó la hora del experimento.

El Presidor se encogió de hombros ante las constantes interrupciones, y abandonó la conversación. Con expresión de duda, dejó vagar sus ojos sobre el equipo que había en un rincón del laboratorio.

Matthe se apresuró a dar instrucciones de última hora a un estudiante.

- Hemos hablado de todo esto con anterioridad, Jan, pero para resumir... aparecerás aproximadamente en el llamado siglo veinte, exactamente dónde, no lo sé. El idioma que escucharás será el anglo-americano que has estudiado concienzudamente; por ese lado no tendrás ningún problema. Aparecerás en los Estados Unidos de Norte América, una de las antiguas naciones cuya división política tenía un propósito desconocido para nosotros. Uno de los objetivos de tu expedición será determinar por qué la raza humana se dividía entonces en docenas de Estados, en vez de tener un solo gobierno. Te adaptarás a las condiciones que encuentres, Jan. Los datos históricos sobre la época son tan vagos que la ayuda que te podamos prestar será muy pequeña en cuanto a informarte de lo que debas esperar.

- Me siento muy pesimista por esta razón. Obreen - intervino el Presidor -, usted se ha ofrecido como voluntario y no tengo derecho a interferir. Su tarea más importante es dejar un mensaje que pueda llegar hasta nosotros; si tiene éxito, se realizarán otros intentos en otros periodos de la Historia. Si fracasa...

- No fracasará - interrumpió Matthe.

El Presidor movió la cabeza y estrechó la mano de Obreen.

Jan Obreen subió a la pequeña plataforma y agarró los mandos de metal del tablero de instrumentos, ocultando, lo mejor que pudo, su desasosiego.



El sheriff, prosiguió:

- Bien, ese tipo... ¿dices que pretendía venir del futuro?

Lou Allenby asintió:

Aproximadamente, de unos cuatro mil años más adelante. Dijo que era del año tres mil doscientos y tantos, más o menos dentro de cuatro mil años; para entonces ya habrán cambiado el sistema de numeración.

- ¿Y no pensaste que se trataba de una tomadura de pelo, muchacho? Por la forma en que hablas, parece que le creíste.

El muchacho se humedeció los labios.

- Sí, creo que le creí - repuso evasivamente -. Había algo en él; no sé: parecía diferente. No físicamente, pues podía pasar por alguien nacido en la actualidad, pero era... algo diferente. Como... como si estuviera en paz consigo mismo; daba la impresión que del sitio de donde venía todos eran así. Y era listo. Tampoco estaba loco.

- ¿Y que hacía entre nosotros, muchacho? - la voz del sheriff denotaba un ligero sarcasmo.

- Era una especie de estudiante. Parece, por lo que dijo, que casi todo el mundo en su tiempo es estudiante. Ya han resuelto todos los problemas de producción y distribución, nadie tiene que preocuparse por su seguridad; de hecho, no parecen preocuparse por ninguno de los problemas que actualmente nos aquejan. Vino a investigar nuestra época. No saben mucho acerca de ella, según parece. Algo ocurrirá durante un periodo malo de algunos cientos de años de duración, en los cuales se perderán la mayoría de los libros y los registros. Se conservarán unos cuantos, pero no muchos. No sabían, por tanto, casi nada acerca de nosotros y deseaban investigarlo.

- ¿Creíste eso, muchacho? ¿Tenía alguna prueba?



Aquél era el punto peligroso; aquí descansaba el primer riesgo. No se tenía conocimiento de los contornos de la Tierra cuarenta siglos atrás, ni mucho menos de las zonas con presencia de árboles o edificios. Si aparecía en algún lugar erróneo, aquello podría significar su muerte inmediata.

Pero Jan Obreen fue afortunado, nada se interpuso en su camino. De hecho, ocurrió lo contrario. Apareció a diez pies de altura sobre un campo arado. La caída pudo haber resultado bastante mala, pero la tierra suave lo protegió; pareció lastimarse un tobillo, pero no de gravedad. Se levantó penosamente y miró a su alrededor.

La presencia del campo demostraba por sí sola que el experimento Matthe se había desarrollado, al menos parcialmente, con éxito. Estaba bastante lejos de su propia época. La agricultura era aún un componente necesario de la economía humana, indicando una civilización más primitiva que la suya.

A una media milla de distancia había una zona densamente arbolada; no parecía un parque, ni siquiera un bosque planeado par a albergar la controlada vida salvaje de su época. Era un bosque que crecía libremente, algo casi increíble. Pero tendría que habituarse a lo increíble. De todos los periodos históricos, ése era el menos conocido. Muchas cosas le serían extrañas.

A su derecha, a unos cientos de metros de distancia, se levantaba una construcción de madera. Era, indudablemente, una casa humana, a pesar de su primitivo aspecto. No tenía objeto posponerlo; tendría que tomar contacto con los seres humanos. Cojeó penosamente hacia su encuentro con el siglo veinte.

Evidentemente, la muchacha no fue testigo de su accidentada aparición, pero en el momento en que él llegó al patio de la granja, ella ya estaba en la puerta para recibirlo.

Su vestido pertenecía, evidentemente, a otra época, porque en la suya los vestidos de la parte femenina de la raza no estaban diseñados para excitar al hombre. El de ella, sin embargo, era de color brillante y agradable y marcaba los juveniles contornos de su cuerpo. Pero no sólo fue el vestido lo que le sorprendió. Exhibía un toque de color en los labios, que le reveló repentinamente su procedencia artificial. Había leído que las mujeres primitivas usaban sobre su rostro, colores, pinturas y pigmentos de varias clases, y en esta ocasión que lo presenciaba por primera vez no le pareció repulsivo.

La muchacha sonrió, haciendo destacar la blancura de los dientes con el rojo de sus labios.

- Hubiera sido más fácil llegar por el camino, en vez de a través del campo. - Sus ojos lo midieron, y si hubiera tenido más experiencia podría haber notado en ellos un interés definido.

- Me temo que no estoy familiarizado con sus métodos de agricultura. Espero no haber dañado irrevocablemente sus esfuerzos de floricultura.

- ¡Jesús! - exclamó Susan Allenby, con tono ofensivo -. Parece que se ha tragado un diccionario. - Sus ojos se abrieron al notar cómo se dolía Jan del pie izquierdo -. ¡Pero si se ha lastimado! Pase a la casa y permítame ver si puedo hacer algo.

La siguió en silencio, casi sin oír sus palabras. Algo, algo fantástico, crecía dentro de él afectando extraña y gratamente su metabolismo.



Ahora entendía lo que Matthe y el Presidor querían decir al hablar de paradojas.

El sheriff prosiguió:

- Bien, ¿tú no estabas en casa cuando él llegó a tu casa?

- No, eso fue hace diez días - explicó Lou Allenby -. Yo estaba en Miami, de vacaciones. Mi hermana y yo salimos una o dos semanas cada año, pero no lo hacemos a la vez porque creemos que es bueno dejar de vernos durante una temporada.

- Seguro, buena idea. Pero, ¿tu hermana creyó esa historia de que él venía del futuro?

- Sí. Y, sheriff, ella tenía las pruebas. Me gustaría haberlas visto. El campo donde cayó estaba recién arado. Después de curarle el tobillo y de que él le hubiera contado sus historias, tuvo la curiosidad de seguir sus huellas por la tierra, hasta su origen. Y terminaban, o más bien principiaban, justo en medio del campo, como si hubiera caído del cielo allí mismo.

- Quizá saltó de un aeroplano, en paracaídas. ¿Pensaste en eso?

- Pensé en eso, y también mi hermana. Ella dijo que si así hubiera sido, entonces debió de tragarse el paracaídas. No había lugar alguno donde ocultarlo.

- ¿Y se casaron de inmediato, según dices? - preguntó el sheriff.

- Dos días después. Yo tenía el coche, así es que ellos fueron con el carro de caballos al pueblo y se casaron.

- ¿Viste la licencia, muchacho? ¿Estás seguro realmente...?

Lou Allenby le miró y sus labios palidecieron. El sheriff se apresuró a decir:

- Está bien, muchacho, no quise decir nada malo. Tómalo con calma.

Susan envío un telegrama a su hermano contándole todo, pero él había cambiado de hotel y no recibió el telegrama. La primera noticia que tuvo de la boda fue cuando llegó a la granja, casi una semana después.

Se sorprendió, naturalmente, pero John O´Brien - Susan alteró el nombre - parecía un buen sujeto. Bien parecido, también, aunque un poco extraño; sin embargo, él y Susan daban la impresión de estar muy enamorados.

Por supuesto, él no tenía dinero, no lo usaban en su época, según les dijo, pero parecía un buen trabajador. No había razón por la cual no saliera todo bien.

Los tres planearon, inicialmente, que Susan y John permanecieran en la granja hasta que éste aprendiera algo más. Entonces buscaría la manera de hacer dinero - se mostraba bastante optimista al respecto - para pasar el tiempo viajando, llevándose con él a Susan. Decididamente, de ese modo aprendería muchas cosas acerca del presente.

Pero lo más importante era encontrar la forma de hacer llegar un mensaje al doctor Matthe y al Presidor. De ello dependía que continuaran ese tipo de investigaciones.

Explicó a Susan y a Lou que se trataba de un viaje en una sola dirección. El equipo lograba hacer viajar al pasado, pero no al futuro. Era un exilio voluntario, y tendría que pasar el resto de su vida en esta época. La idea consistía en que, cuando hubiera estado el tiempo suficiente en este sitio como para poder describirlo bien, escribiría un reportaje crítico y lo pondría en una caja que podría conservarse durante cuarenta siglos. Para lo cual la enterraría donde pudiera ser excavada, en un sitio ya determinado, en el futuro. El lugar exacto estaba señalado geográficamente.

Se emocionó al saber que en varios sitios se habían enterrado ya cápsulas del tiempo. Nunca fueron desenterradas y ahora planeaba incorporarlas como parte de su informe, para que pudieran encontrarlas en el futuro.

Pasaban las veladas en largas conversaciones, hablándoles Jan de su época y de todos los siglos transcurridos entre ambas edades. De la larga lucha y las conquistas del hombre en los campos de la medicina, la ciencia, y las relaciones humanas. Y ellos, hablándole de la suya, describiendo las instituciones y el modo de vida que él encontraba tan extraños.

Lou no se sentía muy contento con el precipitado casamiento, pero pronto empezó a tomarle aprecio a Jan. Hasta que...

El sheriff prosiguió:

- ¿Y no te dijo lo que era, hasta esta noche?

- Así es.

- ¿Tu hermana le oyó decirlo? ¿Te respaldará?

- Así lo espero... ella parece fuera de sí ahora, está histérica. Pero le oyó decirlo, sheriff. Ese tipo debió de tenerla bastante dominada o no estaría tan impresionada.

- No es que dude de tu palabra, muchacho, en algo como eso, pero más vale que ella lo haya oído. ¿Cómo ocurrió?

- Empecé a preguntarle acerca de las cosas de su época y cuando le pregunté sobre los problemas raciales pareció sorprenderse y me dijo que le parecía recordar algo que estudió acerca de las razas en la Historia, porque ya no había razas.

»Dijo que en su época, a partir de la guerra de no sé qué, todas las razas se mezclaron en una sola. Que los blancos y los amarillos casi se exterminaron entre sí y que África dominó el mundo durante algún tiempo, y entonces todas las razas se empezaron a mezclar en una sola, por colonización y casamientos, y que en su época el proceso se había completado. Me quedé mirándole y pregunté:

» - ¿Quieres decir que tienes sangre de negro?

» Y él me respondió, como si no importara nada:

» - Por lo menos, la cuarta parte.

- Bueno, muchacho, hiciste lo que te correspondía - le dijo ávidamente el sheriff -, no hay duda de ello.

- Lo vi de pronto todo rojo. Se había casado con mi hermana; dormía con ella. Me enloquecí hasta tal punto que no recuerdo cuándo cogí la escopeta.

- No te preocupes, muchacho. Hiciste bien.

- Pero me siento muy mal. El no lo sabía.

- Eso es según como lo veas, muchacho. Quizá creíste demasiado en sus paparruchas. ¡Venir del futuro! Esos negros son capaces de cualquier truco, con tal de pasar por blancos. ¿Qué clase de pruebas son ésas que dio? Pamplinas, muchacho. Nadie viene del futuro o va para allá. Podremos acallar esto, para que no se entere nadie. Actuaremos como si no hubiera sucedido nunca.

FIN

20/9/11

"LAS HILANDERAS DEL BOSQUE", DE MARGARET ELPHINSTONE

Margaret Elphinstone (Gran Bretaña, Escocia, 1948)

“Spinning the Green” (1985)

-"Las hilanderas del bosque", en: Desde las fronteras de la mente femenina. Barcelona, Ultramar, 1986, p. 25-39. Traducción de Montserrat Conill.


Relato de fantasía basado en el cuento "La Bella y la Bestia", y en el grupo de mujeres pacifistas de Greenham Common (el campamento de Greenham Common fue una iniciativa pacifista y no violenta de mujeres británicas que, de 1981 al 2000, se instalaron, para protestar contra la proliferación nuclear, junto a una base militar americana en territorio de Gran Bretaña. Obtuvo el apoyo de miles de personas de todo el mundo y se convirtió en un símbolo de la lucha contra las armas nucleares.  El campamento y la base estaban junto a un bosque.)




Érase una vez un rico mercader que tenía tres hijas, llamadas Elsie, Lacie y Tilly. Vivían de los beneficios que rendía una mina de melaza. Elsie y Lacie no se hallaban claramente diferenciadas: para todo el mundo eran simplemente las hermanas mayores, y de este hecho podéis extraer vuestras propias conclusiones. Tilly era tan cariñosa como buena, tan buena como bonita y tan bonita como cariñosa. Y si eso no os dice lo que deseáis saber, tragaos vuestra subversiva curiosidad y seguid leyendo.

Hacía tiempo que el mercader se mostraba preocupado porque la cotización de la melaza descendía vertiginosamente, como consecuencia de una feroz y cruel campaña del gobierno que obligaba a añadir, en letras no menores de un milímetro de altura, "La melaza produce caries dental" en todos los envases y carteles que anunciasen el producto. Además, la cuestión de los residuos, que se apilaban en montículos, se había convertido en un espinoso problema fustigado por la prensa ecologista. Así pues, el mercader ensilló un día su caballo y, tras llamar a sus hijas para despedirse de ellas con un beso, se puse en camino, emprendiendo un largo viaje, hacia una convención internacional en la que quedarían establecidas y aseguradas las futuras bases de la industria de la melaza.

Antes, empero, de espolear a su montura, se volvió hacia sus hijas y les dijo:

—Hijas mías, ¿qué regalito deseáis que os traiga a mi regreso?

—Brillantes —respondió Elsie con ojos refulgentes de ilusión—. Brillantes, oro, pinas tropicales, melocotones, naranjas y jerez, y dos entradas para un partido de críquet.

—Café —contestó Lacie con una dulce sonrisa—. Café, chocolate, tabaco, soja, almendras, nueces, avellanas, un solomillo de ternera y un terreno en el bosque.

—Y tú, Tilly, querida mía —dijo el mercader con mucho afecto —, ¿qué quieres?

Y Tilly, por motivos secretos y privados que no tardarán en revelarse, respondió:

—Una rosa roja, papá, es lo que quiero.

***

La convención obtuvo unos resultados moderadamente satisfactorios. El neo mercader no se sentía plenamente satisfecho, pues albergaba la sospecha de que sus asociados del otro lado del mar Occidental le estaban engañando, y, por otra parte, no le agradaba el acordado proyecto de exportar armas de contrabando, ocultas en el fondo de los barriles de melaza. Así pues, emprendió con lentitud el camino de regreso, empuñando sin vigor las riendas de su montura, dejándola que avanzara por los peligrosos senderos del bosque, absorto en gráficos que relampagueaban por las verdes frondas de su mente y en una secuencia de dígitos luminosos de forma cuadrada que emitían continuos pitidos, acaparando por entero el hilo de sus pensamientos.

E! caballo, por su parte, andaba preocupado con otras ideas (detalle, éste, digno de tener en cuenta, porque en el mundo los cambios no se realizan por casualidad).

Cuando al cabo de un largo trecho de avanzar de esta guisa el mercader levantó la mirada, hallóse en una zona del bosque en la que nunca había estado, un lugar agreste y peligroso, de espesa vegetación, donde los árboles crecían tan próximos que los troncos muertos se mantenían en pie sostenidos por la pujanza de los árboles más jóvenes. De las ramas más altas pendía una densa maraña de enredaderas de especie desconocida, mientras que el silencio de la maleza veíase turbado por curiosos susurros y extrañas llamadas, cuyo eco resonaba por doquier. El mercader se percató de la selvatiquez del paraje, y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Se había extraviado.

—Nos hemos perdido —le comunicó al caballo, el cual, naturalmente, no le contradijo.

En aquel instante, una flecha se clavó en el arzón de la silla de montar del mercader.

Sí, una flecha.

El mercader oyó un leve chasquido, y la vio, temblando todavía, a pocos centímetros de su mano. Con ojos desorbitados, levantó despacio los brazos, confiando que tal gesto fuese el correcto en tan insólitas circunstancias. La flecha medía casi un metro de longitud y estaba adornada con una pluma verde. El caballo avanzó un paso y comenzó a pacer, mordisqueando los tallos largos, jugosos y dulces de la yerba.

—¿Hay alguien ahí? —gritó tembloroso el mercader al notar que nada turbaba el opresivo silencio del bosque.

Tan pronto como hubo pronunciado estas palabras, aparecieron dos figuras meciéndose con suavidad en el follaje que a modo de túnel cubría el camino. Con los arcos tensos y a punto de disparar, saltaron al camino colocándose delante y detrás del mercader, de tal modo que éste quedó atrapado en el sendero, sin posibilidad de escapatoria. Eran dos mujeres e iban enteramente vestidas de verde.

—No llevo ningún dinero —balbuceó el mercader—, y aun cuando lo llevara, sería contrario a mis principios participar en tan subversiva actividad como en la redistribución de la riqueza. Siempre he pagado puntualmente mis impuestos y si no me creéis, os confiaré el número de mi cartilla de la seguridad social para que consultéis la terminal del ordenador de la policía y comprobéis que soy un ciudadano respetable; así podréis averiguar cuanto deseéis saber de mí, enterándoos además de muchas cosas que seríais muy bobas de creer. Os ruego que no me hagáis objeto de amenazas ni violencia. Poseo un pequeño refugio antiatómico que me ha costado mucho dinero y sería una verdadera lástima que no se aprovechara. ¿Me dejaréis marchar si os ofrezco enviaros un cargamento de melaza?

Las dos figuras ignoraron por completo estas palabras. La que estaba delante de! mercader bajó el arco que sostenía y se acercó a tan corta distancia del caballo que el animal le acarició el rostro con el belfo.

—Hemos venido a invitarte a cenar —dijo dirigiéndose al mercader.

Entre ella y su compañera le vendaron los ojos y le condujeron a su campamento, guiándole a través de intrincados vericuetos. La cena fue excelente, aunque el mercader hubiese podido dar cuenta de manjares más sustanciosos que unas simples frutas frescas y hierbas silvestres del bosque. Calculó que habría como mínimo unas cuarenta mujeres vestidas de verde. No había rastro alguno de varones y, sin embargo, ellas ignoraban por completo la presencia del mercader. Los niños se habían unido al abundante festín y correteaban con entera libertad por el claro del bosque, regresando para servirse algún manjar de los numerosos píalos que los contenían para desaparecer nuevamente con risas entre los árboles, de manera que las sombras resonaban con alegres y agudas carcajadas. Sobre la cabeza del mercader, la techumbre de frondas y follaje parecía bailar centelleando a la luz de las fogatas. Entre las hojas vislumbró los fríos e inmóviles puntos de las estrellas que le contemplaban con absoluta indiferencia. Su caballo había desaparecido.

Sólo las dos mujeres que le habían capturado le prestaban alguna atención. Se ocupaban de él, le traían comida y bebida y en algún momento hasta condescendieron a conversar brevemente con él. No le hicieron ninguna pregunta ni profirieron amenaza alguna, pero eso mismo inquietaba al desventurado mercader. Finalmente, haciendo acopio de valor, logró expresar el temor que en secreto albergaba.

—¿Queréis que pague la cuenta?

—No hay cuenta alguna para pagar.

Pocos minutos más tarde, realizaba una segunda tentativa, fingiendo iniciar una anodina conversación.

—¿Me equivoco al pensar que vuestra organización se dedica a la recirculación de capital?

—No existe organización alguna.

Por lo visto, ignoraban las sutilezas de lo velado, insistiendo en ofrecer respuestas directas.

—Es de presumir que tal vez queráis dinero.

—No queremos dinero.

Incrédulo ante lo que acababa de escuchar, el mercader hizo un esfuerzo por tratar de comprender y preguntó:

—Entonces, ¿qué queréis?

—Nada que no puedas darnos.

¿Constituirían aquellas palabras una sombría amenaza? Con voz temblorosa de aprensión consiguió articular:

—Pues no me torturéis. Si me dejáis en libertad, os daré cuanto pidáis.

—No te alarmes; no hay motivo alguno de temor. Lo que queremos de ti, jamás mujer lo obtuvo de hombre alguno por la fuerza.

Y con estas palabras lo dejaron, y terribles pensamientos comenzaron a angustiar su ánimo.

A los pocos momentos, comenzó a sentir que un extraño sopor lo invadía. Le parecía que las voces de las mujeres y el entrelazado del ramaje se fundían formando extrañas imágenes.

Los niños se habían callado, o tal vez se hubiesen marchado, y las mujeres se habían sentado, formando un amplio círculo. El murmullo de sus voces aumentaba y decrecía y las manos revoloteaban atareadas. A la luz de la fogata vio que estaban hilando, hilando hebras de hilo verde, torciendo el hilo que engordaba los husos verdes. Observó la destreza de los dedos que torcían las hebras y luego las tejían, fabricando un recio tejido verde, y vio que el círculo de hilanderas se convertía en un círculo de tejedoras. Hilaban y tejían y los ojos del mercader se tornaban cada vez más soñolientos, sentía la cabeza pesada y a pesar de sus esfuerzos no pudo seguir contemplando corno tejían. Sólo el murmullo de la voz de las mujeres penetró en sus sueños, entretejiendo palabras que iban y venían de un punto a otro del círculo:

¿Quién queda ya
que sepa hilar el verde
para que la tierra reverdezca?

Le invadía un sueño lánguido, el aire parecía dulcemente perfumado de aroma de tomillo. Soñó que se encontraba en un mullido bancal salpicado de prímulas y violetas, cubierto por un dosel de rosas silvestres que brillaban pálidas a la luz de la luna y a cuyos tallos se abrazaba el profuso verdor de la eglantina. Se sumió en un profundo sueño.

Le despertó la fría claridad del alba, y los jirones de sus sensuales y bucólicas ensoñaciones huyeron ante el avivarse de su conciencia. Con hondos sentimientos de pesar, se incorporó y se frotó los ojos. Se hallaba en el lugar donde las arqueras le habían tendido la emboscada y junto a él se encontraba su fardo, intacto, con su capa, la silla y la brida. Del caballo no se veía rastro alguno. Entumecido, se puso en pie notando un leve dolor en los genitales, mas no pudo descubrir en su cuerpo golpe ni herida alguna. La verdad es que se sentía curiosamente liviano, como sí una extraña sensación de ligereza, más acentuada de lo normal, hubiese distendido todo su cuerpo. Y, sin embargo, su situación no podía ser más apurada. Se había perdido, se hallaba lejos de su casa y se había quedado sin caballo.

Con un suspiro, se inclinó a recoger sus alforjas; eran deprimentemente pesadas; los regalos de Elsie y de Lacie no tenían nada de ligeros. Aquello le hizo pensar con cariño en su hija menor y en aquel instante un espeso matorral de brezo le llamó la atención; aparecía salpicado de una profusión de rosas silvestres, rosas rojas. Agobiado bajo el peso de su fardo, el mercader alargó penosamente un brazo, agarró una rama y, haciendo caso omiso de las espinas que le desgarraban los dedos, desgajó una rama cuajada de flores.

En aquel momento oyó a sus espaldas gritos de furor y ruidos de pisadas. Al darse media vuelta divisó a las dos mujeres, con los arcos nuevamente apuntando contra él.

—Os pido disculpas —balbuceó, temblando las rosas en la vara que agarraba con fuerza.

—¿Cómo te atreves?— su ira era terrorífica—. ¿Cómo te atreves, después de lo bien que te hemos tratado y después de haberte dejado en libertad? ¿Cómo te atreves a coger las rosas? ¿Acaso has de destruir todo lo vivo que encuentras a tu paso, todo cuanto crece en libertad? ¿Cómo te atreves a hacer aquí tal cosa?

—Os pido disculpas —repitió—. No era mi intención hacer daño alguno. Las rosas eran para mi hija Tilly. Me pidió que de regalo le trajera una rosa. La verdad, la idea no fue mía en absoluto.

—Estamos muy enfadadas —replicó la mujer—. No tienes derecho a coger las rosas.

—Por favor, no me matéis. — El mercader cayó de rodillas con la cabeza inclinada, lo cual le impidió advertir la mirada que intercambiaron las mujeres—. No quería más que cumplir el deseo de mi hija. Mi intención no era encolerizaros. Aquí, en el fardo, llevo todo lo que me han pedido mis otras hijas. Tilly sólo me pidió una rosa. ¿Qué puedo hacer para salvar la vida?

—Ahora sólo puedes hacer una cosa — contestó la mujer con desdén en la voz —. Manda a tu hija aquí en lugar tuyo. Si logras persuadirla de que venga y la traes antes de que transcurran trece ciclos de la luna, no te perseguiremos y te permitiremos vivir como quieras y para siempre en tu hogar. Pero si tu hija no viene, ten la certeza de que te mandaremos a buscar, y entonces no habrá escapatoria alguna. ¡Ya conoces nuestras advertencias!

Las mujeres no dijeron nada más y cuando el mercader osó levantar la mirada, habían desaparecido. Pálido y tembloroso, se echó el fardo al hombro y se dispuso a buscar el camino de regreso.

Tilly fue la primera en advertir la llegada de su padre. Estaba arrancando las yerbas del jardín, mientras sus hermanas se encontraban dentro de la casa, leyendo novelas de amor y chupando pastillas de regaliz. Dejando caer la azada, Tilly les gritó:

—¡Papá ha vuelto a casa, y viene sin caballo!

—¿Sin caballo? ¡Qué horror! ¿Traerá nuestros regalos? — exclamaron Elsie y Lacie apresurándose a salir.

Pronto las hermanas rodeaban al exhausto mercader rogándole que les contara lo sucedido, cómo había perdido a su caballo y qué desventuras le habían sobrevenido.

El mercader revivió mentalmente su historia. No sonaba particularmente heroica, sobre todo porque seguía notando una ligera insensibilidad en los testículos que indicaba que algo terriblemente embarazoso le había ocurrido. Con un leve carraspeo se puso a pensar a toda prisa y empezó a contarles su relato:

—¡Ay de mí, hijas queridas, ay de mí! —comenzó diciendo—. Vencido por la fatiga, había emprendido el camino de regreso, pensando sólo en vosotras, queridas mías, cuando tuve la desgracia de perderme en medio del bosque. Por más que el miedo y el cansancio se apoderaron de mí, seguí avanzando, sabiendo que en eso consistía mi única esperanza de volver a consolar a mis amadas hijas. Y entonces, de repente... —aquí hizo una pausa, buscando ansioso en torno suyo alguna fuente de inspiración—. De repente oí a mis espaldas un rugido sobrenatural. La tierra temblaba, los pájaros, despavoridos, emprendieron el vuelo con clamoroso terror, las mismísimas flores del borde del camino se marchitaron inclinando desmayadas sus corolas. Y entonces apareció ante mí una Bestia monstruosa, una visión más horrenda que cualquiera que hubiese contemplado en la más espantosa pesadilla, un animal repulsivo de indescriptible fealdad. Con un terrible rugido me agarró... —vio que sus hijas contemplaban con curiosidad su intacta persona, ataviada con su acostumbrada pulcritud y aseo —, pero sus garras eran asombrosamente suaves. Me llevó a su palacio, situado en lo más espeso del bosque y una vez allí desapareció de mi vista.

—Qué extraño —comentó Tilly pensativa.

—¡Qué horrible, papá! —exclamaron Elsie y Lacie al unísono— ¡Qué valor y qué nobleza has demostrado! ¡Nadie se hubiera atrevido a ir donde tú has estado! ¿Y qué pasó después?

El mercader comenzó a notar alguna que otra incoherencia en su relato y, tras lanzar a Tilly una precavida mirada, cambió un poco el tono de voz y prosiguió diciendo:

—El palacio del bosque era extraño y muy hermoso. Unas manos invisibles me alimentaron con exquisitos manjares y ambrosías, guías invisibles me condujeron a un lujoso dormitorio. No tenía más que desear cualquier cosa material y al instante aparecía ante mis ojos: frutas exóticas, vinos y lico res, ropas limpias, un televisor en color provisto de seis canales y unos productos químicos misteriosamente perfumados para introducir en el agua de una enorme bañera. Hasta el asiento del retrete estaba forrado de piel blanca.

—¡Santo cielo!

—A la mañana siguiente me encontré solo. En una bandeja, pulcramente dispuesto, aparecía el desayuno, de modo que sólo tuve que enchufar la cafetera eléctrica e introducir la rebanada de pan en el tostador. Comí hasta saciar mi apetito y dejé una nota de agradecimiento junto al teléfono engarzado de esmeraldas. Encontré la salida a través de unos maravillosos jardines, entre macizos repletos de las flores más bellas que jamás haya contemplado. Al llegar a la verja, me llamó la atención un rosal cuajado de rosas rojas. Inmediatamente pensé en ti, Tilly querida. Alargué el brazo y tronché una rama.

El mercader se detuvo, con dramática pausa.

—¿Qué le ocurrió al caballo? —preguntó Tilly.

—¿Cómo puedes ser tan desconsiderada? —exclamaron sus hermanas silenciándola con reproches—. ¡Viendo lo que nuestro pobre padre ha sufrido, y tú preguntándole por el caballo! Continúa, papá querido, continúa —le instaron, con los ojos expectantemente fijos en el fardo.

—Inmediatamente volví a oír aquel terrible rugido. De nuevo tembló la tierra y la Bestia apareció ante mí, más repugnante que nunca a la luz del día. Confieso que al ver de nuevo aquella horrenda mole me acobardé. Dominándome con su descomunal tamaño, amenazándome con sus enormes garras y gruñendo con incontenida furia, comenzó a chillar:

"¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! Porque te he tratado bien y tú a cambio has osado robar mis rosas. ¡Con la vida pagarás esta terrible afrenta! ¡Ahora mismo voy a arrancar uno a uno todos los miembros de tu cuerpo!"

"Te suplico que me perdones" —respondí yo haciendo acopio de valor—. "Tengo tres hijas que aguardan mi regreso, y si me devoras, ¿qué será de ellas? ¡Morirán de hambre, acabarán vagabundeando por los bajos fondos, o lugares por el estilo, y nadie habrá que las socorra en su desgracia!"

—¿Y escuchó tu súplica?

—¡Ay de mí, querida Tilly! ¿Cómo podré decirte lo que ocurrió a continuación? —exclamó el mercader enjugándose una lágrima—. Me dijo que me dejaría en libertad con una condición: que antes de que se cumpliesen trece ciclos de la luna llena te llevase a ti para que ocupases mi lugar. —No pudo impedir lanzar una segunda mirada a Tilly, al tiempo que añadía—: Dijo que vivirías en su palacio, rodeada de todo lujo y comodidades, y que te concedería cuanto deseases. Pero habrás de ir allí y someterte a su voluntad.

—Opino que así ha de ser —comentó Elsie—. Después de todo, fue a ella a quien se le antojó la rosa.

—No me parece una vida tan horrible —dijo por su parte Lacie—. Siempre te queda el recurso de darle un beso. A lo mejor se convierte en un príncipe encantador.

—Preferiría verlo convertido en una rana —replicó Tilly—. Papá, ¿mató al caballo?

—¡Hijita mía, qué valerosa eres! —exclamó el mercader estrechándola con un cariñoso abrazo —. ¡Estaba seguro de que no me fallarías! ¡Vamos, vamos, seamos felices mientras podamos! ¿Qué habéis preparado para cenar?

***
Un año después.

Tilly aguardaba paciente junto al rosal. Su padre se había separado de ella con una cariñosa pero apresurada despedida, y ella había optado por sentarse en el suelo, levemente desconcertada al no advertir rastro alguno de palacio ni jardines, pero sin sentir ningún temor. En el bosque cantaban los pájaros y un par de libélulas revoloteaban en el aire acariciadas por un tibio rayo de sol. Era un lugar poblado de altos árboles, con numerosos senderos que desaparecían entre la maraña de matorrales, un lugar cálido y habitado pero indudablemente selvático. Tenía la impresión de no hallarse lejos de otras personas, aunque no se veían huellas de hombre alguno. ¿De quién sería, pues, la presencia que percibía?

Pensó entonces en la Bestia y frunció el ceño. Extraño ofrecimiento el de una vida de lujos teñido de amenazas de violencia. Una Bestia que la deseaba, que le concedería cuanto anhelase, pero a cuya voluntad debía someterse. Una Bestia cuya cólera había provocado por desear simplemente un regalo inocente y puro, una Bestia que afirmaba que hasta las flores del bosque le pertenecían y que, con sólo ordenarlo, lograba que ella pasase a su poder; de no haber oído de labios de su propio padre la descripción de su naturaleza, una criatura de tales características le hubiese resultado inconcebible. Pero Tilly se alzó de hombros y siguió esperando.

No recordaba haberse quedado dormida, mas al abrir los ojos hallóse rodeada de varias mujeres vestidas de verde que llevaban arcos a la espalda. Se las quedó mirando fijamente y ellas, en silencio, le devolvieron la mirada.

—Soy Tilly —dijo al fin —. Soy el rescate de mi padre.

Inclinaron la cabeza en señal de asentimiento, como si la estuviesen esperando, y por gestos le indicaron que las siguiera.

La condujeron al claro del bosque, le trajeron agua y alimentos y bajo unas frondosas ramas verdes le prepararon una cama de helechos para que reposara. Como eran silenciosas pero no invisibles, Tilly supuso que el encantamiento tenía para ella características distintas del de su padre, y se preparó a esperar la aparición de la Bestia. Pero la Bestia no se presentó, ni aquel día, ni al siguiente, ni al siguiente.

Por las noches soñaba.

Solía quedarse dormida contemplando los dibujos que formaba el entramado de ramas y follaje, y sus sueños consistían en visiones de hebras verdes que alguien hilaba y de una tela verde tejida a su alrededor por muchas manos; un círculo de hilanderas invisibles bajo las estrellas, un círculo de tejedoras con el tejido verde, tenso y vibrante entre las manos. Un murmullo de voces, el canto de las hilanderas, acompañaba sus sueños. Y del tejido que creaban las palabras captó unos cuantos versos que se repetían y se repetían, abriéndose paso hasta su conciencia, de tal modo que por la mañana los recordaba con toda claridad:

¿Quién queda ya
que sepa hilar el verde
para que la tierra reverdezca?

Se despertó pensando en un lugar, propiedad de su padre, donde el viento barría unas tierras fragosas y escarpadas hasta hacer aparecer unas rocas rojizas, un lugar en el que antaño creciera un bosque. Pensó también en la rosa roja que solicitara como regalo, causa de que se encontrase ahora donde se hallaba. Cuando se presentaron las mujeres trayéndole el desayuno, las estaba esperando.

—¿Dónde está la Bestia? —les preguntó.

Por primera vez una de las mujeres le dirigió la palabra.

—La Bestia se ha ido a su casa —le contestó, y se fue. Al día siguiente, Tilly repitió su tentativa.

—¿Dónde está la Bestia? —preguntó. Esta vez fue otra mujer la que contestó.

—La Bestia somos nosotras —le dijo, y se retiró.

No había forma de averiguar lo que deseaba, pero Tilly, sin desalentarse, probó de nuevo.

—¿Dónde está la Bestia? —preguntó el tercer día.

—La Bestia está en tu cabeza —le respondió la tercera mujer, y se alejó.

Con la cabeza entre las manos, Tilly permaneció sentada, reflexionando. ¿Por qué no le había dicho su padre la verdad? ¿Para evitarse una situación embarazosa? Si así fuese, si para él tal cosa era más importante que la suerte que pudiese correr su hija, entonces todo cuanto ella había creído y dado por sentado durante su vida entera había de ser reconsiderado. Y en su interior comenzó a surgir un inconfundible sentimiento de cólera, una cólera que crecía con la fuerza de un manantial que nace de la tierra, barriendo el polvo de las mentiras y obligaciones en las que hasta entonces había estado sumida. De un salto se puso en pie y, corriendo hacia el claro que se hallaba desierto, comenzó a gritar con todas sus fuerzas, rasgando el silencio que envolvía al bosque:

—¡La Bestia no existe! —gritaba, y las hojas, acariciadas por el sol, se agitaron conmovidas por el grito—. ¡LA BESTIA NO EXISTE!

Entonces llegaron las mujeres.

Llegaron corriendo, dejando atrás la penumbra de las frondas, y la rodearon y le hablaron con dulzura, contemplándola con miradas comprensivas. Si llegó a existir encantamiento alguno, Tilly acababa de romperlo. Y si algo era real, era lo que estaba viendo, puesto que el poder de toda pesadilla desaparece cuando no queda nadie que crea en ella.

Mientras las mujeres la conducían al campamento, oyó a lo lejos el rumor de pezuñas sin herrar y el relincho de caballos salvajes.

***

Pasaron las estaciones, y Tilly aprendió del bosque cuanto necesitaba y también descubrió lo que el bosque precisaba de ella. Averiguó quién era ella, pero eso no puede divulgarse fuera de los límites del bosque, al menos no todavía. Las ropas que ahora vestía eran de paño verde, porque también ella se había convertido en hilandera. E hilando aprendió a conocer a sus compañeras tanto como a sí misma.

Las rosas florecían nuevamente en las matas de brezo y Tilly volvió a pensar en su padre. Preguntó a las mujeres de qué forma podía obtener noticias de él y ellas la condujeron a un pozo de visión.

Lo primero que en él vio fue a sus dos hermanas. Habíanse éstas acercado hasta las inmediaciones del bosque y, tropezándose con los límites del otro mundo, acabaron cayendo fortuitamente en brazos de dos jóvenes, Lisandro y Demetrio. En lugar de enfrentarse cara a cara con lo desconocido, se casaron con ellos en el acto, antes casi de que ambas parejas hubiesen tenido tiempo de separarse una a otra. Vio a su padre, aliviado ante las dobles bodas. Si sus hermanas encontraron en el bosque pasiones subversivas, habían sabido aprovecharse y dominarlas, y cualquier rastro de tristeza o melancolía podía proyectarse sobre Lisandro, sobre Demetrio o sobre cualquier otro lugar donde la yerba apareciese más verde.

Por lo que respecta a su padre, regresó a casa solo y pronto

cayó enfermo, víctima de dolencias difíciles de diagnosticar. El médico anotó sin vacilar en su ficha que sufría una depresión, posiblemente una neurosis, y le recetó tranquilizantes. El mercader empezó a darse a la bebida y, como Tilly pudo ver en el pozo de visión, no tardó en andar de mal en peor.

Así pues, decidió ir a visitarle. La víspera de su partida las mujeres le advirtieron:

—No prolongues tu estancia más de un ciclo de la luna; de lo contrario cambiarás y tal vez no regreses nunca más.

Tilly escuchó con seriedad esta advertencia, pero al llegar a su casa se encontró con una vida mucho más absorbente de lo que había esperado. Su padre recuperó el ánimo y ella le ayudó a solucionar sus asuntos y puso en práctica varios proyectos, aconsejándole que se retirase de los negocios. Uno de tales proyectos consistía en realizar un crucero alrededor del mundo pasando el invierno en los mares del Sur, y otro en la construcción de una piscina en el jardín. También sus hermanas requerían de ella atención, consejos y ayuda para solventar los problemas que planteaban su relación con los hombres y la vida conyugal. Tilly sabía que tenía la obligación de escucharlas, puesto que la independencia que ella disfrutaba evidentemente les resultaba dolorosa e intolerable. Entre una cosa y otra, habían transcurrido ya casi dos meses desde su partida, cuando una noche estalló una tormenta que despojó a los árboles de las últimas hojas estivales. El silbar del viento penetró en los sueños de Tilly, que soñaba visiones de cosas moribundas y olvidadas, cuando de pronto, en plena pesadilla, vio un tejido verde desgarrado y luego un mundo en el que no existían árboles.

A la mañana siguiente lo primero que hizo fue acercarse al pozo y pronunciar un conjuro que permitiese la visión. No contempló visión alguna ni oyó ninguna súplica. Pero de las profundidades surgió una voz clara y sonora, que no le pedía nada pero que le decía:

—Hermana, la elección te corresponde a ti.

***

Al cabo de una hora se había despedido de su padre y hermanas. A su padre le dijo que regresaría cuando él la necesitase verdaderamente, y a sus hermanas les comunicó que si alguna vez deseaban sentirse libres, no dudasen en reunirse con ella. Y después se marchó y pronto la perdieron de vista, una mujer vestida de verde confundida entre los árboles verdes.

10/6/11

"LAS FRÍAS ECUACIONES", DE TOM GODWIN

Tom Godwin (USA, 1915-1980)
Las frías ecuaciones (The Cold Equations)
© 1954
Un texto clásico de ciencia ficción. Pese a la cierta ingenuidad que podemos ver en él leyéndolo hoy, sigue dando lugar a muchas reflexiones.

No estaba solo.
La noticia le llegó por la blanca aguja de uno de los indicadores situados en el
tablero que tenía ante sí. No había nadie más en la cabina de control, ni otro
sonido que el murmullo de las transmisiones, pero la blanca manecilla se había
movido. Marcaba el cero cuando la pequeña nave fue lanzada desde el Stardust;
ahora, sesenta minutos más tarde, había avanzado. Aquello quería decir que algo
había en el pequeño almacén de enfrente, algún cuerpo que irradiaba calor. Sólo
podía tratarse de una clase de cuerno. Un cuerno vivo, humano.
Se echó hacia atrás en el asiento de pilotaje e hizo una profunda y lenta
inspiración, mientras consideraba lo inevitable de sus próximos actos. Era un
piloto de EDS, avezado a la contemplación de la muerte, acostumbrado a ella
desde hacía largo tiempo, capaz de considerarla con una objetiva falta de
emoción, y no tenía alternativa en cuanto a lo que había de hacer. No la tenía...
pero incluso un piloto de EDS necesitaba algunos instantes de preparación para
disponerse a atravesar la cabina y, fría, deliberadamente, quitar la vida a un
hombre a quien aún no había visto.
Porque, naturalmente, iba a hacerlo. Era la ley, según constaba de modo taxativo
en el adusto párrafo L, sección 8, del Reglamento Interestelar: «Todo polizón
oculto en una EDS será arrojado al espacio inmediatamente después de
descubierta Su presencia».
Era la ley, y no cabía apelación.
Semejante ley no era un capricho de los hombres; la habían hecho imperativa las
circunstancias de la frontera espacial. Al desarrollo de la navegación hiperespacial
había seguido la expansión galáctica, y, a medida que los hombres se
dispersaban más allá de la frontera, había surgido el problema del contacto con
las aisladas colonias de pioneros y las patrullas de exploración. Los enormes
cruceros hiperespaciales, producto del genio y el esfuerzo combinados de la
Tierra, exigían para su construcción demasiado tiempo y dinero. Por eso no
existían en número suficiente para que las pequeñas colonias pudiesen disponer
de ellos. Los cruceros hiperespaciales llevaban a los colonos a sus nuevos
mundos y realizaban visitas periódicas, con arreglo a rígidos cuadros de marcha
pero no podían detenerse o abandonar su ruta para visitar colonias sin escala
prevista Semejante retraso alteraría su horario v produciría confusión e
incertidumbre de incalculables consecuencias para la compleja interdependencia
entre la vieja Tierra y los nuevos mundos fronterizos.
No obstante, se hacía necesario un procedimiento para enviar suministros o ayuda
en casos (10 emergencia entre dos visitas, y la solución habían sido los correos de
emergencia bautizados EDS, por las siglas de la denominación inglesa Emergency
Disparclr Ship. Pequeñas y plegables, estas naves ocupaban escaso espacio en la
caía del crucero. Construidas en plástico y metales ligeros, eran impulsadas por un pequeño cohete que consumía relativamente poco combustible. Cada crucero llevaba cuatro EDS; y, al recibirse una petición de ayuda, el más cercano regresaba al espacio normal el tiempo suficiente para lanzar una EDS con los suministros o el personal necesarios, volviendo después a desvanecerse para continuar su ruta.
Los cruceros, movidos por convertidores nucleares, no utilizaban el combustible
líquido para cohetes; pero esos convertidores eran demasiado grandes y
complejos para poder ser instalados en las EDS. Los cruceros se veían así
obligados a llevar una cantidad limitada de aquel voluminoso combustible, que era
racionado al máximo determinándose por los calculadores del crucero la cantidad
exacta que cada EDS necesitaba para su misión. Los calculadores consideraban
las coordenadas de ruta, la masa de la EDS, y las del piloto y la carga. Eran
precisos y seguros, y nada se omitía en sus cálculos. Pero no podían prever el
aumento de masa que suponía un polizón, ni atender a su transporte.
El Stardust había recibido la llamada de una de las patrullas exploradoras
estacionadas en Woden. Los seis hombres que la componían habían sido
atacados por la fiebre de que eran portadoras las verdes moscas denominadas
Ala, y carecían de suero, al haber resultado destruida su provisión por el tornado
que devastó el campamento. El Stardust, siguiendo el método establecido, surgió
al espacio normal para lanzar la EDS con el suero, volviendo a desvanecerse en el
hiperespacio. Al cabo de una hora, el indicador señalaba que algo más que la
pequeña caja de suero se alojaba en la cabina de almacenaje.
Fijó la mirada en la estrecha puerta blanca. Allí dentro, otro hombre vivía y
respiraba, mientras iba ganando confianza en que el descubrimiento de su
presencia sería ya demasiado tardío para que el piloto pudiese alterar la situación.
Demasiado tarde... Sí; para el hombre allí oculto era mucho más tarde de lo que
pensaba, y aun de lo que se atrevería a creer.
No cabía alternativa. Una mayor cantidad de combustible iba a consumirse
durante las horas de deceleración para compensar el aumento de masa del
polizón; una cantidad infinitesimal que no sería echada de menos hasta que la
nave estuviese a punto de alcanzar su destino. Entonces, a alguna distancia del
suelo, que podía ser sólo un millar de metros o decenas de miles de ellos, según
la masa de nave y carga y el previo período de deceleración, las imperceptibles
cantidades de combustible harían notar su falta; la EDS consumiría sus últimas
gotas con un borbotón y entraría en barrene. Nave, piloto y polizón se fundirían al
impacto, convirtiéndose en una masa de metal y plástico, carne y sangre,
profundamente hundida en el suelo. El polizón había firmado su sentencia de
muerte al ocultarse en la nave; no podía permitírsele que arrastrase consigo a
otras siete personas.
Volvió a mirar la manecilla delatora y se levantó. Lo que había que hacer sería
desagradable para ambos; cuanto más pronto terminase, mejor. Cruzó la cabina
de control hasta llegar junto a la puertecilla blanca.
- ¡Salga!
Su orden resonó ronca y abrupta por encima del rumor de la nave. Le pareció
escuchar el susurro de un movimiento furtivo dentro de la pequeña cámara.
Después, nada. Se imaginaba al polizón acurrucándose aún más en lo oscuro, de
pronto, preocupado por las consecuencias de su acto y ya sin rastro de
tranquilidad.
- ¡He dicho que salga!
Oyó al polizón moverse para obedecer y esperó con los ojos fijos en la puerta y la
mano junto a la pistola de onda explosiva pendiente a su costado.
La puerta se abrió y el polizón pasó por ella, sonriendo.
- Está bien..., me rindo. ¿Y ahora qué?
Era una muchacha.
Se quedó mirándola sin hablar, mientras su mano se alejaba del arma y trataba de
encajar lo que le llegaba como un fuerte e inesperado golpe físico. El polizón no
era un hombre, sino una chica de menos de veinte años, plantada ante él sobre
unas blancas sandalias de las llamadas «de gitana». Apenas le llegaba al hombro.
Su pelo moreno y rizado exhalaba un dulce aroma, y mantenía la cara sonriente y
ligeramente levantada, mientras los ojos, sin sombra de miedo ni sospecha, se
clavaban en los suyos en espera de una respuesta.
¿Y ahora qué?
Si la pregunta la hubiese formulado una rotunda y desafiante voz masculina,
habría respondido con la acción, rápido y eficaz. Tras recoger al polizón su disco
de identificación, le hubiese ordenado entrar en la esclusa de aire. Si se negaba a
obedecer, habría utilizado el arma. Todo ello no le hubiese llevado mucho tiempo.
Antes de un minuto, el cuerpo habría sido lanzado al espacio... si el polizón
hubiese sido un hombre.
Volvió al asiento de pilotaje y le indicó por señas que se sentase a su lado, sobre
la protección en forma de cajón que encerraba los dispositivos de control de
marcha. Obedeció, mientras el silencio que él guardaba hacía que su sonrisa se
trocase en la expresión dócil y apesadumbrada del cachorrillo cogido en falta y
que sabe será castigado.
- Aún no me ha dicho... Soy culpable; pero, ¿qué va a ocurrirme ahora? ¿Debo
pagar una multa... o qué?
- ¿Qué hace aquí? ¿Por qué se escondió en la EDS?
- Quería ver a mi hermano. Está con el equipo topográfico oficial en Woden y no le
he visto desde hace diez años, cuando dejó la Tierra para enrolarse en ese
puesto.
- ¿Cuál era su destino en el Stardust?
- Mimír. Me espera allí un empleo. Mi hermano ha estado mandándonos dinero a
mis padres y a mí, y me pagó un curso especial de idiomas. Lo terminé antes de lo
esperado y me ofrecieron este empleo en Mimir. Sabía que pasaría casi un año
antes de que Gerry terminase su trabajo en Woden y pudiese venir a Mimir, y por
eso me escondí ahí. Sobraba sitio para mi y estaba dispuesta a pagar la multa. Es
mi único hermano y no le he visto desde hace tanto tiempo... No quería esperar
otro año cuando podría verlo ahora, aun sabiendo que al hacerlo quebrantaba
alguna norma.
Sabiendo que quebrantaba alguna norma...
En cierto modo, no cabía culparía por su ignorancia de la ley. Vivía en la Tierra y
no se había dado cuenta de que las leyes de la frontera espacial deben,
necesariamente, ser tan duras e implacables como el medio en que nacen. No
obstante, para proteger a las gentes como ella de los resultados de su ignorancia
de la frontera, había un cartel sobre la puerta que conducía a la sección del
Stardust que guardaba las EDS; un cartel bien claro y a la vista:
PROHIBIDA LA ENTRADA AL PERSONAL NO AUTORIZADO
- ¿Sabe su hermano que ha tomado pasaje en el Stardust para Mimir?
- Sí. Le envié un espaciograma comunicándole que había aprobado y que me
disponía a ir a Mírnir en el Stardust un mes antes de salir de la Tierra. Sabía ya
que Mirnir sería su nuevo destino dentro de un poco más de un año. Para
entonces ascenderá, lo destinarán allí y no tendrá ya que pasarse fuera un año
entero en trabajos de campo, como le ocurre ahora.
En Woden había dos equipos topográficos; por eso le preguntó:
- ¿Cómo se llama?
- Cross. Gerry Cross... Está en el «grupo Dos ». Así decía su dirección. ¿Le
conoce?
­Õ_ _El «Grupo Uno» era el que había podido el suero; d «Dos» estaba a unas
ocho mil millas del primero, en la otra orilla del mar Occidental.
- No, nunca lo he visto.
Se volvió al cuadro de control y redujo la deceleración a una fracción de la fuerza
de gravedad; sabiendo que aquello no Podría evitar el fin último, pero haciendo lo
único que estaba en su mano para prolongarlo. La sensación fue de que la nave
había entrado en súbita caída, y el involuntario movimiento de sorpresa de la
muchacha medio la levantó de su asiento.
- ¿Ahora vamos más de prisa, verdad? ¿Por qué lo hacemos?
Le dijo la verdad.
- Para ahorrar combustible durante unos momentos.
- ¿Quiere decir que no tenemos mucho? Prefirió demorar la respuesta
preguntando a su vez.
- ¿Cómo se las arregló para esconderse?
- Me limité a entrar cuando nadie miraba. Estaba practicando el gelanés con la
nativa que hace la limpieza en la oficina de Suministros cuando trajeron un pedido
para el equipo topográfico de Woden. Me escondí en esa cabina con la nave ya
lista para salir, un momento antes de que llegase usted. Fue un impulso
momentáneo, para conseguir ver a Gerry... y, según me mira usted, no estoy
segura de que fuese un impulso muy acertado. ¿Soy una auténtica delincuente... y
debo considerarme presa?
Volvió a sonreírle.
- Pensaba compensar mis gastos, además de pagar la multa. Puedo cocinar y
coser para todos, y sé hacer un montón de cosas útiles, incluso un poco de
enfermera.
Aún quedaba una pregunta.
- ¿Sabía usted qué clase de suministros pedía el equipo topográfico?
- No. Supuse que serían cosas necesarias para su trabajo.
¿Por qué no era un hombre con algún oculto designio? Un fugitivo de la justicia,
que esperaba perderse sin dejar rastro en un nuevo mundo; un aventurero en
busca de transporte hasta las lejanas colonias, nuevo vellocino de oro para los de
su especie; un loco con intenciones...
Cualquier piloto de EDS podía hallar una vez en la vida a semejante polizón en su
nave; hombres torcidos, bajos, egoístas, brutales, peligrosos... pero nunca una
sonriente muchacha de ojos azules, dispuesta a pagar una multa y a trabajar a
cambio de su manutención para poder ver a su hermano.
Se volvió al cuadro de control e hizo girar el interruptor que enviaría señales al
Stardust. La llamada seria inútil; pero se
sentía incapaz, hasta que hubiese agotado esta sola y vana esperanza, de
arrojarla a la esclusa de aire como lo haría con un animal... o con un hombre.
Entretanto, la demora no sería peligrosa, con la EDS decelerando a sólo una
fracción de la gravedad. Sonó una voz en el transmisor.
- Stardust. Identifíquese y adelante.
- Barton, EDS 34G11. Emergencia. Con el comandante Delhart.
Hubo una vaga confusión de ruidos mientras la petición seguía los conductos
reglamentarios. La muchacha le observaba, ya sin sonrisas.
- ¿Va a decirles que vengan a buscarme? El transmisor emitió un sonido metálico
y se oyó una voz lejana diciendo: «Comandante, la EDS pide...».
- ¿Van a venir a buscarme? - volvió ella a preguntar -. ¿Al fin me quedaré sin ver a
mi hermano?
- ¿Barton?
La voz ruda y áspera del comandante Delhart surgió del transmisor.
- ¿Qué emergencia es esa?
- Un polizón.
- ¿Un polizón?
La pregunta denotaba una ligera sorpresa.
-La cosa no es muy corriente, pero... ¿por qué una llamada de emergencia? Lo ha
descubierto a tiempo para evitar el peligro y supongo que habrá informado a los
archivos de la nave para que se pueda notificar a sus parientes más cercanos.
- Por eso he querido llamarle antes. El polizón sigue a bordo y las circunstancias
son tan especiales...
- ¿Especiales? - interrumpió el comandante con voz impaciente -. ¿Cómo pueden
ser especiales? Sabe que tiene una provisión limitada de combustible; conoce la
ley tan bien como yo: «Todo polizón oculto en una EDS será arrojado al espacio
inmediatamente después de descubierta su presencia».
Se oyó un súbito y profundo alentar de la chica.
- ¿Qué quiere decir?
- El polizón es una muchacha.
- ¿Cómo?
- Quería ver a su hermano. Es sólo una chiquilla y no sabía realmente lo que
estaba haciendo.
- Ya.
El tono cortante había desaparecido de la voz del comandante.
- Y usted me llamaba con la esperanza de que pudiese hacer algo...
Sin esperar respuesta, continuó:
- Lo siento. No puedo hacer nada. Este crucero debe cumplir su horario. De él
depende no la vida de una persona, sino la de muchas. Comprendo sus
sentimientos, pero no puedo ayudarle. Tendrá que acabar con este asunto. Haré
que le pongan con Archivos.
El transmisor dejó paso a una serie de débiles rumores, y él se volvió a la
muchacha. Estaba inclinada hacia delante en su asiento, casi rígida, con los ojos
inmóviles enormes y asustados.
- ¿Qué quiso decir con acabar con este asunto? Arrojarme al espacio... acabar
con este asunto... ¿Qué quería decir? No será lo que parece... No puede ser.
¿Qué quería decir?
Le quedaba muy poco tiempo para que el consuelo de una mentira fuese algo más
que un cruel engaño.
- Quería decir lo que usted entendió.
-¡No!
Se apartó de él como si la hubiese golpeado, con una mano medio levantada
como para resguardarse y en sus ojos una obstinada negativa a creer.
-Tendrá que ser así.
- ¡No! Usted bromea... ¡Está loco! ¡No puede hablar en serio!
-Lo siento.
Le habló despacio y con dulzura.
- Debía habérselo dicho antes..., pero tenía que hacer primero lo único posible:
llamar al Stardust. Ya oyó lo que dijo el comandante.
- Pero usted no puede... Sí me obliga a abandonar la nave, moriré.
-Lo se.
Ella le miró a la cara, y la incredulidad desapareció de sus ojos, dando paso
lentamente a una mirada de profundo terror.
-¿Lo... sabe?
Pronunció las palabras muy separadas, entre paralizada y perpleja.
- Lo sé. Tiene que ser así.
- Habla en serio... completamente en serio...
Se apoyó en la pared, menuda y floja como una muñeca de trapo y sin rastro ya
de protesta ni incredulidad.
- ¿Va usted a hacerlo..., va a hacerme morir?
- Lo siento - repitió él -. Nunca sabrá cuánto lo siento. Tiene que ser así y no hay
fuerza humana en el universo capaz de cambiarlo.
- Va a hacerme morir aunque no he hecho nada para merecerlo... No he hecho
nada...
Él suspiró, honda y cansadamente.
- Ya sé que no lo hizo, pequeña. Ya sé que no lo hizo.
- EDS.
El transmisor sonó brusco y metálico.
- Al habla Archivos. Denos información completa sobre el disco de identificación
del sujeto.
Abandonó su asiento para acercarse. Ella se aferró al borde del asiento, su cara
levantada blanca bajo el pelo castaño y el rojo de los labios destacando como el
sangriento arco de un Cupido.
- ¿Ahora?
- Quieren su disco de identificación.
Ella soltó el borde del asiento y recorrió con dedos temblorosos y torpes la cadena
que sujetaba el disco de plástico a su cuello. Si se inclinó y abrió el enganche,
volviendo con el disco a su asiento.
- Ahí van sus datos, Archivos: Número de identificación: T837...
- Un momento - interrumpió Archivos-. ¿Es para consignar en la tarjeta gris,
supongo?
- Sí.
- ¿Y la hora de la ejecución?
- Se la diré más tarde.
- ¿Más tarde? Esto va contra las normas. La hora de la muerte del sujeto ha de
ser facilitada antes...
Hizo un esfuerzo para conservar el tono de su voz.
- Entonces, vamos a saltamos las normas... Leeré primero el disco. El sujeto es
una muchacha y está escuchando cuanto se dice. ¿Lo entiende?
Hubo un silencio breve, casi una sacudida, y después Archivos dijo, en tono
sumiso:
- Perdón. Continúe.
Empezó a leer el disco, haciéndolo lentamente para aplazar lo inevitable, tratando
de ayudarle dándole el poco tiempo que pudiese para recobrarse de su primer
terror y transformarlo en la calma de la aceptación resignada.
Número T8374 raya Y54. Nombre: Marilyn Lee Cross. Sexo: Hembra. Fecha de
nacimiento: 7 de julio de 2160. ¡Sólo dieciocho años! Altura: 1,60. Peso: 55. Un
peso tan leve, y, sin embargo, suficiente para sumarse fatalmente a la ¡masa de la
burbuja de fino cascarón que era una EDS. Pelo: castaño. Ojos: azules.
Complexión: ligera. Tipo sanguíneo: O. Datos triviales. Destino: Port City, Mimir.
Dato nulo...
Acabó y dijo:
- Llamaré más tarde.
Después se volvió una vez más a la muchacha. Estaba acurrucada contra la
pared, observándole con pasmada y perpleja fascinación.
- Esperan que usted me mate, ¿no es cierto? ¿Quieren que muera? ¿Usted y
todos los del crucero desean mi muerte?
Después, el pasmo se quebró, y su voz fue la de un niño asustado y aturdido.
- Todos quieren que muera cuando yo no he hecho nada. No hice daño a nadie...
Sólo quería ver a mi hermano.
-No es lo que usted piensa... Nada de eso. Nadie lo desea ni lo permitiría si fuese
humanamente posible evitarlo.
- Entonces, ¿por qué? No lo comprendo. ¿Por qué?
- Esta nave lleva suero contra la fiebre kala al «Grupo Uno» de Woden. Su
provisión fue destruida por un tornado. El «Grupo Dos», el equipo al que
pertenece su hermano, está a ocho mil millas de allí, al otro lado del mar
Occidental, y sus helicópteros no pueden cruzarlo para auxiliar al primer grupo. La fiebre es siempre mortal, a menos que se consiga el suero a tiempo, y los seis
hombres del «Grupo Uno» morirán si la nave no llega allí en el tiempo previsto.
Estas pequeñas naves llevan combustible apenas suficiente para alcanzar su
destino, y si usted permanece a bordo, el aumento de peso hará que lo consuma
antes de tocar el suelo. Entonces se estrellará, y usted y yo moriremos, igual que
los seis hombres que esperan por el suero.
Transcurrió no menos de un minuto antes de que ella hablase; y, mientras
consideraba lo que acababa de oír, la expresión de pasmo desapareció de sus
ojos.
- ¿Entonces es eso? - preguntó al fin -. Sólo que la nave no tiene bastante
combustible...
- Sí.
- Puedo morir sola o llevarme a otros siete conmigo. ¿No es así?
-Así es.
- ¿Y nadie desea que yo muera?
- Nadie.
- Entonces, quizá... ¿Está seguro de que no puede hacerse nada? ¿No me
ayudarían si pudiesen?
- A todos les gustaría ayudarla, pero nadie puede hacer nada. Yo hice lo único que
podía cuando llamé al Stardust.
- Y ellos no volverán... Pero puede haber otros cruceros... ¿No existe ninguna
esperanza de que pueda haber alguien en alguna parte, alguien que pueda hacer
algo por mí?
Se inclinaba hacia delante con ansiedad mientras esperaba su respuesta.
-No.
La palabra fue como un chorro de agua fría; y ella volvió a apoyarse en la pared,
mientras la esperanza y la ansiedad abandonaban su rostro.
- ¿Está seguro? ¿Sabe que está seguro?
- Lo estoy. No hay otros cruceros en un radio de cuarenta años4uz; no hay nada ni
nadie que pueda cambiar las cosas.
Ella dejó resbalar la mirada hasta su regazo y empezó a retorcer entre los dedos
un pliegue de su falda, guardando silencio mientras su espíritu empezaba a
adaptarse a la trágica noticia.
Era mejor así. Con la desaparición de la esperanza desaparecería también el
miedo, vendría la resignación. Necesitaba tiempo e iba a tener muy poco. Pero,
¿cuánto?
Las EDS no estaban equipadas con dispositivos refrigeradores del casco; su
velocidad tenía que ser reducida a un nivel moderado antes de penetrar en la
atmósfera. Estaba decelerando a 0,10 de la fuerza de la gravedad; aproximándose
a su destino a una velocidad muy superior a la que habían fijado los calculadores.
El Stardust se hallaba muy cerca de Woden cuando lanzó la EDS; y su velocidad
presente les acercaba por segundos. Habría un punto crítico, que pronto
alcanzarían, en el que sería inexcusable reanudar la deceleración. Cuando lo
hiciese, el peso de la muchacha resultaría multiplicado por la intensidad de esa
deceleración, y se convertiría de pronto en un factor de decisiva importancia; el
factor que los calculadores no habían tenido presente cuando determinaron la
cantidad de combustible que debía llevar la EDS. La muchacha tendría que
desaparecer al comenzar la deceleración; no podría ser de otro modo. ¿Cuándo
sería esto? ¿Cuánto tiempo podía permitirle quedarse?
- ¿Cuánto tiempo puedo quedarme?
Se estremeció ante aquellas palabras, que eran como un eco de sus propios
pensamientos. ¿Cuánto tiempo? No lo sabia; tendría que preguntárselo a los
calculadores del crucero. A cada EDS se le concedía un mezquino plus de
carburante para compensar las posibles condiciones desfavorables de la
atmósfera, y en las actuales el consumo era relativamente bajo. La memoria de los
calculadores contendría aún todos los datos concernientes al envío de la EDS,
datos que no serían borrados hasta que alcanzase su destino. Sólo tenía que
proporcionar a las máquinas los nuevos datos:
el peso de la muchacha y la hora exacta a la que había reducido la deceleración a
0,10.
- Barton.
La voz del comandante Delhart surgió abruptamente del transmisor cuando abría
la boca para llamar al Stardust.
- Una comprobación con Archivos me indica que no ha completado su informe.
¿Redujo la deceleración?
De modo que el comandante sabía lo que intentaba hacer.
- Estoy decelerando a cero coma diez. Corté la deceleración a mil setecientas
cincuenta millas y el peso es cincuenta y cinco. Querría permanecer a cero coma
diez todo el tiempo que indiquen como posible los calculadores. ¿Quiere hacerles la
pregunta?
Era contrario a las normas que un piloto de EDS introdujese cambios en la ruta o
el grado de deceleración que los calculadores le habían fijado, pero el comandante
no habló de esa transgresión, ni preguntó a qué razones obedecía. Tampoco lo
necesitaba. No habría llegado a comandante de un crucero interestelar sin reunir
tanta inteligencia como conocimiento de la naturaleza humana. Se limitó a decir:
- Haré que pasen los datos a los calculadores.
El transmisor quedó silencioso y ambos esperaron, callados. La espera no sería
larga; los calculadores darían la respuesta a los pocos instantes. Los nuevos
factores serían introducidos en la boca de acero del primer cuerpo y los impulsos
eléctricos recorrerían los complejos circuitos. Aquí o allá, se oiría el chasquido de
un relé, giraría una pequeña rueda dentada... Pero serían esencialmente los
impulsos eléctricos los que hallarían la respuesta; invisibles, sin forma ni espíritu,
determinarían con absoluta precisión cuánto tiempo podía vivir aún la pálida
muchacha que tenía a su lado. Después, cinco pequeños segmentos metálicos del
segundo cuerpo caerían en rápida sucesión sobre una cinta entintada, y una
segunda boca de acero escupiría la tira de papel portadora de la respuesta. El
cronómetro del cuadro de control señalaba las dieciocho diez cuando volvió a
hablar el comandante.
- Tendrá que reanudar la deceleración a las diecinueve diez.
Ella miró el cronómetro y apartó rápidamente la vista.
- ¿Es a esa hora cuando... cuando he de marcharme?
Él afirmó con la cabeza, y ella volvió a dejar sus ojos resbalar hasta el regazo.
- Haré que le den las correcciones de ruta - dijo el comandante -. Ordinariamente,
nunca permitiría tal cosa; pero comprendo su posición. No puedo hacer más de lo
que acabo de hacer y no debe desviarse de las nuevas instrucciones. Completará
su informe a las diecinueve diez. Ahora... escuche las correcciones de ruta.
Se las leyó la voz de un técnico desconocido y él las escribió en el bloc sujeto al
borde del cuadro de control. Vio que habría períodos de deceleración al
aproximarse a la atmósfera, cuando la deceleración fuese de cinco veces la fuerza
de la gravedad; y a cinco gravedades, cincuenta y cinco kilos se convertirían en
doscientos setenta y cinco.
Concluyó el técnico, y él dio por terminada la comunicación con una breve frase de
agradecimiento. Después, tras un instante de duda, cortó la transmisión. Eran las
dieciocho trece y no tendría que utilizarla hasta las diecinueve diez. Entretanto,
parecía indecoroso permitir que otros escuchasen lo que ella pudiese decir en su
última hora.
Empezó a comprobar los instrumentos de a bordo, repasando el tablero con
innecesaria lentitud. Ella tendría que aceptar las circunstancias y en nada podía él
ayudarla a esa aceptación; las palabras de simpatía no harían sino demorarla.
Eran las dieciocho veinte cuando ella salió de su inmovilidad y habló.
- ¿De modo que eso es lo que tiene que ocurrirme?
Él giró para darle frente.
- ¿Lo ha entendido? Nadie permitiría que esto ocurriese si pudiera evitarlo.
- Comprendo.
Había vuelto un leve color a su rostro y los labios no destacaban ya con el mismo
vigor.
- No hay suficiente combustible para que me quede... Cuando me escondí en esta
nave, me metí en algo que ignoraba por completo; y ahora he de pagar esa
ignorancia.
Había violado una ley humana que decía PROHIBIDA LA ENTRADA, pero la pena no era obra ni deseo de los hombres, sino un castigo que ellos no podían revocar.
Una ley física había decretado: Una cantidad h de combustible impulsará a una
EDS con una masa m hasta su destino; y una segunda ley física afirmaba: Una
cantidad h de combustible no bastará a impulsar una EDS con una masa m más x
hasta su destino.
Las EDS obedecían tan sólo a leyes físicas, y toda la simpatía humana era
insuficiente para alterar esa segunda.
- Pero tengo miedo. No quiero morir... ahora. Quiero vivir y nadie hace nada por
ayudarme; me dejan seguir como si nada fuese a ocurrirme. Voy a morir y a nadie
le importa.
- Nos importa a todos. A mí y al comandante y al empleado del archivo. A todos
nos importa, y todos hicimos lo poco que podíamos para ayudarla. No fue
bastante... casi no fue nada... pero era cuanto podíamos hacer.
- Falta combustible..., eso lo entiendo
- dijo ella, como si no hubiese escuchado sus palabras -. Pero tener que morir por
eso... y sólo yo...
¡Qué difícil debía serle aceptar el hecho! Nunca se había hallado en peligro de
muerte; no había conocido los lugares donde la vida de los hombres podía ser tan
frágil y efímera como la espuma que bate contra el acantilado. Pertenecía a la
dulce Tierra, a aquella segura y pacifica sociedad donde pudo ser joven, alegre y reidora entre
sus iguales; donde la vida era algo precioso y bien guardado y existía casi siempre
la seguridad del mañana. Era una criatura de dulces brisas y sol cálido, de música,
luz de luna y graciosos modales; no de la dura y desierta frontera.
- ¿Cómo pudo ocurrirme con tan terrible rapidez? Hace una hora yo estaba en el
Stardust, camino de Mimir. Ahora, el Stardust prosigue sin mi, y yo voy a morir y
nunca volveré a ver a Gerry ni a mis padres...; no volveré a ver a nadie.
Él vacilaba, preguntándose cómo podría explicárselo de modo que llegase a
comprender realmente y no se sintiese víctima de una injusticia irrazonable y
cruel. Ella ignoraba lo que era la frontera; pensaba en términos de la segura y
tranquila Tierra. En la Tierra, las chicas guapas no eran arrojadas al espacio; la ley lo prohibía. En la Tierra, su aventura hubiese llenado los periódicos, y una blanca y rápida nave de patrulla hubiese volado a su rescate. Todo el mundo habría oído hablar de Marilyn Lee Cross y no se hubiese ahorrado ningún esfuerzo para salvar su vida. Pero esto no era la Tierra, y no existían naves patrulleras; sólo el Stardust dejándolos atrás a muchas veces la velocidad de la luz. No había nadie para ayudarla, como no habría Marilyn Lee Cross sonriendo mañana desde las frescas páginas. Marilyn Lee Cross no sería más que un punzante recuerdo para un piloto de EDS y un nombre sobre una cartulina gris en los Archivos del crucero.
- Aquí es todo distinto; no ocurre como allá, en la Tierra. No es que nadie se
preocupe; es que nadie puede hacer nada por ayudar. La frontera es grande, y a
lo largo de ella las colonias y las patrullas de exploración se hallan muy
diseminadas. En Woden, por ejemplo, hay sólo dieciséis hombres..., dieciséis
hombres para todo un mundo. Las patrullas, los equipos topográficos, las
pequeñas colonias de pioneros, están luchando con un medio extraño, tratando de
abrir camino a quienes han de seguirles. Ese medio devuelve los golpes, y rara es
la vez que los pioneros pueden cometer un error más de una vez. No existe
margen de seguridad a lo largo de la frontera; no podrá haberlo hasta que esté
abierto el camino para quienes vengan detrás, hasta que los nuevos mundos se
encuentren sometidos y ordenados. Hasta entonces, los hombres tendrán que
pagar los errores que cometan sin nadie que les ayude, porque nadie hay para
ayudarlos.
Yo iba a Mimir. No sabía nada de la frontera. Me limitaba a ir allí; y aquello es
seguro...
- Mimir es un lugar seguro, pero usted abandonó el crucero que la llevaba allí.
Ella guardó silencio un momento.
- Era todo tan maravilloso al principio... Había sitio de sobra para mi en esta nave
e iba a ver a Gerry tan pronto... No sabia nada del combustible. Ignoraba lo que
podía ocurrirme...
La voz se apagó y él desvió su atención hacia la pantalla, no sintiendo deseo de
contemplar su lucha por abrirse camino a través del negro horror del miedo hacia
la calma gris de la aceptación.
Woden era un globo arropado en la bruma azulada de su atmósfera, nadando en
el espacio sobre un fondo de muerta negrura constelada de estrellas. La gran
masa del continente de Manning se desparramaba como una gigantesca esfera de
reloj por el mar Oriental, mientras la mitad izquierda del continente Oriental era
todavía visible. Había una delgada línea de sombra a lo largo del borde derecho
del globo, y en ella iba desapareciendo el continente a medida que el planeta
giraba sobre su eje. Una hora antes, aún era totalmente visible; ahora, mil millas
de él se habían ya sumergido en el helado borde sombrío, girando hacia la noche
que descansaba sobre el otro costado del mundo. La mancha azul oscuro del lago
del Loto se aproximaba a la sombra. Era en algún lugar cercano a la orilla
meridional del lago donde el «Grupo Dos» tenía su campamento. Pronto sería allí
de noche; y a poco de anochecer, la rotación de Woden sobre su eje pondría al
segundo equipo fuera del alcance de la radio de la nave.
Tendría que decírselo antes de que fuese demasiado tarde para que hablase con
su hermano. Por una parte, sería mejor para ambos no hacerlo; pero no le
correspondía a él decidirlo. Para ellos, las últimas palabras serían como un amado
tesoro; algo hiriente como la hoja de un cuchillo, pero infinitamente precioso de
recordar; ella durante sus breves momentos de vida; él, para el resto de su
existencia.
Oprimió el botón que encendería la pantalla y utilizó el diámetro conocido del
planeta para calcular la distancia que el borde meridional del lago del Loto tenía
todavía que recorrer hasta salir del alcance de la radio. Eran unas quinientas
millas. Quinientas millas: treinta minutos... y el cronómetro señalaba las dieciocho
treinta. Concediendo un error en el cálculo, no serían más de las diecinueve cinco
cuando la rotación de Woden le robase la voz de su hermano.
-La orilla del continente Occidental era ya visible a lo largo de la parte izquierda del mundo. A cuatro mil millas enfrente estaban las playas del mar Occidental y el
campamento del « Grupo Uno». Fue en el mar Occidental donde se originó el
tornado que cayó con furia sobre el campamento, destruyendo la mitad de sus
construcciones prefabricadas, incluida la que guardaba el material sanitario. Dos
días antes, no había ni señal del fenómeno; tan sólo grandes y suaves masas de
aire desplazándose sobre el tranquilo mar Occidental. El «Grupo Uno» había
salido a su trabajo rutinario, inconsciente del agrupamiento de las masas de aire
en alta mar, como de la fuerza que tal unión iba a desencadenar. Había caído
sobre el campamento sin aviso, como una tonante, rugiendo destrucción capaz de
aniquilar cuanto hallaba a su paso. Su paso dejó un rastro de ruinas. Destruyó la
labor de meses y condenó a seis hombres a la muerte. Después, como si su tarea
estuviese cumplida, empezó a disolverse de nuevo en suaves masas de aire.
Pero, con todos sus terribles efectos, había destruido sin malicia ni intención. Era
una fuerza ciega e insensata, obediente a las leyes de la Naturaleza, y que
hubiese seguido la misma ruta con análoga furia de no haber existido los hombres.
La existencia exigía un orden, y lo había: las leyes de la Naturaleza, irrevocables e
inmutables. Los hombres podrían aprender a utilizarlas, pero no cambiarlas. La
circunferencia era siempre pi veces el diámetro, y ninguna ciencia humana le haría
nunca ser de otro modo. La combinación del producto químico A con el producto
químico B, bajo unas condiciones C, producía invariablemente la reacción D. La
ley de la gravitación era una ecuación rígida que no hacía distinción entre la caída
de una hoja y el solemne girar de un sistema estelar binario. El proceso de
conversión nuclear impulsaba a los cruceros que llevaban a los hombres a las
estrellas; el mismo proceso, bajo la forma de una nova, destruiría un mundo con
igual eficacia. Las leyes eran y el universo se movía obedeciéndolas. A lo largo de
la frontera formaban en orden de batalla todas las fuerzas de la Naturaleza, y a
veces destruían a quienes se abrían camino desde la Tierra. Los hombres de la
frontera habían aprendido hacía largo tiempo la amarga inutilidad de maldecir a las fuerzas capaces de destruirlos, porque esas fuerzas eran ciegas y sordas; la
inutilidad de mirar a los cielos en demanda de ayuda, porque las estrellas de la
Galaxia seguirían su inacabable giro de doscientos millones de años, tan
inexorablemente controladas como ellos por unas leyes que ignoraban la compasión y el odio. Los hombres de la frontera lo sabían... pero ¿cómo iba a entenderlo una muchacha de la Tierra? Una cantidad h de combustible no bastará a impulsar una EDS con una masa m más x hasta su destino. Para él, como para su hermano y sus padres, ella era una muchacha de dulce rostro en plena juventud; para las leyes de la Naturaleza era x, el factor indeseable de una fría ecuación.
La muchacha volvió a removerse en su asiento.
- ¿Podría escribir una carta? Quiero escribir a mis padres, y me gustaría hablar
con Gerry. ¿Podría hacerlo por su radio?
- Trataré de encontrarle.
Puso en marcha el transmisor de espacio normal y oprimió el botón de llamada.
Alguien respondió casi inmediatamente al zumbador.
- Helio. ¿Cómo siguen vuestras cosas? ¿Está ya en camino la EDS?
- Aquí no es el «Grupo Uno». Habla la EDS ¿Está ahí Gerry Cross?
- ¿Gerry? Salió con otros dos esta mañana en el helicóptero y no han vuelto. Pero
falta poco para oscurecer y creo que estarán aquí en seguida... antes de una hora.
- ¿Puede comunicarme con la radio de su helicóptero?
- Imposible. Lleva dos meses averiada... Se estropearon algunos circuitos
impresos y no podemos conseguir otros hasta que pase el próximo crucero. ¿Es
cosa importante... malas noticias o algo así?
- Sí... muy importante. Cuando llegue, haga que se ponga al habla lo más pronto
posible.
- Lo procuraré; tendré a uno de los muchachos esperando en el campo con un
camión. ¿Puedo hacer algo más?
- No. Creo que eso es todo. Tráigalo en cuanto pueda y llámeme.
Redujo el volumen a un mínimo inaudible, lo que no podía afectar al
funcionamiento del zumbador de llamada, y desprendió el bloc del tablero de
control. Arrancó la hoja que contenía las instrucciones de vuelo y le entregó el
resto, junto con un lápiz.
- Será mejor que escriba también a Gerrv - dijo ella mientras los tomaba
Puede no llegar a tiempo al campamento. Empezó a escribir, con sus dedos
todavía torpes e inciertos en el manejo del lápiz, cuyo extremo temblaba ligeramente al levantarlo entre dos palabras. Él se volvió hacia la pantalla, mirándola sin ver. Era una chiquilla en soledad, tratando de expresar su último adiós, y querría dejarles el corazón en sus palabras. Les diría cuánto les quería, y que no sintiesen pena, que sólo se trataba de algo que a todos ha de ocurrirnos algún día, y que no estaba asustada. Esto último una mentira, como no sería difícil leer entre las líneas vacilantes y desiguales; una valiente y leve mentira que les haría la herida aún más dolorosa.
Su hermano era un hombre de la frontera y comprendería. No odiaría al piloto de
la EDS por no hacer nada para evitar su muerte; sabría que no había nada que
hacer. Comprendería, aunque la comprensión no dulcificase el choque y el dolor al
saber que su hermana había muerto. Pero los demás, su padre y su madre, no lo
entenderían. Gentes de la Tierra, pensarían como quienes nunca habían vivido
donde el margen de seguridad vital era una línea tenue... y a veces inexistente.
¿Qué pensarían ellos del piloto sin rostro, del desconocido que había enviado a su
hija a la muerte? Le odiarían con fría y terrible intensidad; pero, realmente, ¿qué
importaba aquello? No iba a verlos nunca. Solamente quedaría la memoria para
recordárselo; sólo las noches para estremecerse, cada vez que una chica de ojos
azules y sandalias breves llegase a sus sueños a morir de nuevo.
Contemplaba la pantalla y trataba de obligar a sus pensamientos a seguir caminos
menos emotivos. Nada podía hacer por ayudarla. Se había sometido sin saberlo al
castigo de una ley que no reconocía inocencia, juventud ni belleza; que era
incapaz de simpatía o indulgencia. Era ilógico el remordimiento... y sin embargo,
¿bastaría el saber que lo era para evitarlo?
Ella se detenía de vez en cuando, como tratando de encontrar las palabras
adecuadas para decirles 10 que quería que supiesen, y después el lápiz
reanudaba su cuchicheo al papel. Eran las dieciocho treinta y siete cuando dobló
la carta y escribió en ella un nombre. Empezó después otra, levantando la vista
hacia el cronómetro como si temiese que la negra manecilla pudiera llegar a su
cita antes de que ella hubiese terminado. A las dieciocho cuarenta y cinco, la
dobló como había hecho con la primera y escribió sobre ella nombre y dirección.
Le tendió las cartas.
- ¿Quiere guardarlas y ocuparse de que lleguen al correo?
-Desde luego. No se preocupe.
Las tomó de su mano y las colocó en un bolsillo de su gris camisa de uniforme.
- No saldrán hasta que pase el próximo crucero, y para entonces el Stardust les
habrá dado la noticia hace mucho tiempo, supongo.
Él asintió con la cabeza, y ella continuó:
- Esto les quita importancia, en cierto modo; pero aun así, son muy importantes...
para ellos y para mí.
- Sí. Lo comprendo y tendré buen cuidado.
Ella volvió a mirar el cronómetro.
- Parece que va cada vez más de prisa. Él no dijo nada, incapaz de pensar en algo
que decir; y ella preguntó:
- ¿Cree que Gerry llegará a tiempo al campamento?
- Creo que sí. Dijeron que estaría allí de un momento a otro.
Ella empezó a hacer girar el lapicero entre sus palmas.
- Espero que llegue a tiempo. Me siento enferma y asustada, y quiero volver a oír
su voz. Quizás entonces no me encuentre tan snia. Soy cobarde y no puedo
evitarlo.
- No, no lo es. Está asustada, pero no tiene nada de cobarde.
- ¿Es que hay diferencia?
Sí afirmó con la cabeza.
- Una gran diferencia.
- Me siento tan sola... Nunca me había ocurrido. Es como si estuviese
completamente aislada, sin nadie para preocuparse por mi suerte. Antes, siempre
estaban allí papá y mamá, y los amigos... Tenía muchos amigos. Me dieron una
fiesta de despedida la víspera de mi viaje.
Amigos, música y risas en su recuerdo... mientras en la pantalla el lago del Loto se
acercaba a las sombras.
- ¿Le pasa igual a Gerry? Quiero decir, sí cometiese un error, ¿tendría que morir
por ello, completamente solo y sin nadie para ayudarle?
-Ocurre igual en toda la frontera; y seguirá ocurriendo mientras sea tal frontera.
- Gerry no nos lo dijo nunca. Decía que el sueldo era bueno y mandaba
continuamente dinero, porque la tiendecilla de papá apenas daba para vivir; pero
nunca nos dijo lo que pasaba.
- ¿No les dijo que su trabajo era peligroso?
- Bueno... sí... algo dijo, pero no lo entendimos. Siempre pensé que el peligro a lo
largo de la frontera era algo muy divertido; una aventura emocionante, como en
las funciones de 3-D.
Una pálida sonrisa iluminó su rostro un instante.
- ¿Pero no es así, verdad? No se parece nada, porque en la realidad no se puede
volver a casa cuando la función ha terminado.
-No, no se puede...
La mirada de ella fue del cronómetro a la puerta de la esclusa de aire, para volver
al bloc y el lápiz que aún conservaba. Cambió ligeramente de postura para
dejarlos sobre el banco, a su lado. Por vez primera advirtió él que no llevaba sandalias gitanas de Las Vegas, sino simples imitaciones baratas. El preciado cuero vegano era una especie de plástico granuloso; la hebilla de plata, hierro cromado; las piedras, cristales de colores. La tiendecilla de papá apenas daba para vivir... Sin duda dejó el college en segundo año para hacer el curso de idiomas que le permitiría independizarse, mientras ayudaba a su hermano a mantener a sus padres ganando algún dinero en pequeños trabajos después de las clases. Su equipaje del Stardust le sería devuelto a los padres. No tendría gran valor ni ocuparía mucho espacio en el viaje de regreso.
-¿No...?
Se detuvo, y él la miró interrogador.
- ¿No hace frío aquí? - preguntó al fin, casi disculpándose -. ¿No siente frío?
- Pues...
Veía por el control principal de temperatura que la cabina estaba exactamente a la
normal.
- Sí; hace más frío del debido.
- Ojalá Gerry regrese antes de que sea demasiado tarde. ¿Lo cree usted
realmente o lo dijo para consolarme?
- Creo que volverá... Dijeron que estaría allí en seguida.
Sobre la pantalla, el lago del Loto había entrado ya en la sombra, excepto la
delgada línea azul de su orilla occidental; y ahora veía que había sobrestimado el
tiempo que ella tendría para hablar con su hermano. A regañadientes, explicó:
- El campamento quedará fuera del alcance de la radio dentro de unos minutos.
Está en esa parte de Woden que se halla en sombra - y señaló la pantalla - y la
rotación de Woden lo pondrá fuera de contacto. No quedará mucho tiempo cuando
llegue... para hablarle antes de que se pierda. Me gustaría hacer algo... Le
llamaría ahora mismo si pudiese.
- ¿No resta ni el tiempo que me queda de estar aquí?
- Me temo que no.
-Entonces...
Se irguió y miró hacia la esclusa de vacío con pálida resolución.
- Entonces me iré cuando Gerrv quede fuera de alcance. No esperaré más. No
tendré nada que esperar...
Sí se encontró de nuevo sin saber qué decir.
- Acaso no deba esperar más. Quizá soy egoísta... y sería mejor para Gerrv que
ustedes se lo dijesen más tarde.
Había en su voz una inconsciente súplica de verse contradicha.
- A él no le gustaría que lo hiciese, que no le esperase...
- Pero el sitio donde se encuentra está ya casi en la oscuridad. Tiene toda una
larga noche por delante, y mis padres no saben todavía que no volveré como les
prometí. He causado un gran dolor a todos los que quiero. Pero fue sin querer...
- La culpa no es suya. Lo sabrán y comprenderán.
- Al principio tenía tanto miedo a morir que me sentía cobarde y sólo pensaba en
mí misma. Ahora veo lo egoísta que era. Lo terrible de morir así no es acabar, sino
que no volveré a verlos; que nunca podré decirles que lo eran todo para mí; que
sabía sus sacrificios para que fuese más feliz, tantas cosas como hicieron por mí y
que les quería mucho más de lo que nunca les dije. Nunca les hablé de esto. Son
cosas que nunca se dicen cuando se es joven y se tiene toda la vida por delante...
Se teme parecer sentimental y ridículo. Pero es tan diferente cuando uno ha de
morir... Se desea haberlo dicho cuando aún era tiempo, se quiere decirles cuánto
se arrepiente uno de todas las pequeñas maldades que les hizo o les dijo. Uno
desearía decirles que nunca fue su intención hacerles sufrir, y que sólo deben
recordar que siempre les quiso mucho más de lo que hacían suponer sus
palabras.
- No necesita decírselo. Lo sabrán... Siempre lo han sabido.
- ¿Está seguro? ¿Cómo puede saberlo? Nunca ha visto a mi familia.
- La naturaleza y los corazones humanos son en todas partes muy parecidos.
- ¿Y sabrán lo que necesito que sepan... cuánto les quiero?
- Siempre lo han sabido, y mucho mejor de lo que podría usted explicárselo.
- Recuerdo todo lo que han hecho por mi, y son las pequeñas cosas las que ahora
me parecen más importantes. Como Gerrv... Me mandó un brazalete de rubíes
cuando cumplí dieciséis años. Era precioso. Debió costarle la paga de un mes. Sin
embargo, le recuerdo más por lo que hizo la noche que atropellaron a mi gatito en
la calle. Yo tenía sólo seis años, y me cogió en brazos, me secó las lágrimas y me
dijo que no llorase, que «Flossy» sólo se había marchado un momento, a
comprarse un nuevo abrigo de pieles, y estaría al día siguiente a los pies de mi
cama. Le creí; y dejé de llorar y me fui a dormir soñando con la vuelta de mi gato.
Al despertarme a la mañana siguiente, allí estaba «Flossy», a los pies de la cama,
con un nuevo abrigo de piel blanca, exactamente como me había dicho que iba a
ser. Sólo al cabo de mucho tiempo me dijo mamá que Gerry había sacado de la
cama al dueño de la tienda de animales a las cuatro de la mañana, diciéndole, cuando el hombre le increpaba, que o bajaba a venderle el gatito blanco o le rompía la cabeza.
- Siempre se recuerda a la gente por las pequeñas cosas... Usted ha hecho lo
mismo por Gerrv y por sus padres; multitud de cosas que ya ha olvidado, pero que
ellos nunca olvidarán.
- Espero que así sea. Me gustaría que me recordasen de ese modo.
-Lo harán.
- ¡Ojalá!...
Tragó saliva.
- En cuanto al modo en que voy a morir... me gustaría que ni siquiera pensasen en
ello. He leído qué aspecto tiene la gente que muere en el espacio... con las
entrañas destrozadas, estalladas, y los pulmones fuera, entre los dientes; y
después, a los pocos segundos, secos, deformes, horribles... No quiero que
piensen nunca en mí como algo muerto y espantoso...
- Usted es algo suyo, su hija y su hermana. Nunca podrán pensar en usted más
que como usted quiere que piensen; con el aspecto que tenía la última vez que la
vieron.
- Sigo asustada. No puedo evitarlo, pero no quiero que Gerry lo note. Si vuelve a
tiempo, haré como si no sintiese el menor mi edo...
Le interrumpió el zumbador de llamada, rápido e imperativo.
- ¡Gerry!
Se puso en pie.
- Es Gerry.
Él hizo girar el control de volumen y preguntó:
- ¿Gerry Cross?
- Sí - respondió una voz que denotaba cierta tensión -. ¿Cuáles son esas malas
noticias?
Fue ella quien respondió, de pie a su espalda e inclinándose un poco hacia el
transmisor, con la menuda y fría mano apoyada en su hombro.
-Soy yo, Gerry.
Sólo un ligero temblor podía traicionar el cuidadoso descuido de su voz.
- Quería verte...
- ¡Marilyn!
Había una súbita y terrible aprensión en el modo de pronunciar su nombre.
- ¿Que estás haciendo en esa EDS?
- Quería verte - repitió ella -. Quería verte, y me escondí aquí...
- ¿Te escondiste ahí?
- Soy un polizón... No sabía lo que eso suponía...
- ¡Marilyn!
Era el grito de un hombre que llama con
desesperación a alguien que se aleja de él para siempre.
- ¿Qué has hecho?
-Yo... No es...
Rota su compostura, la fría manecita se aferró convulsivamente a su hombro.
- No, Gerry... Sólo quería verte. No quise hacerte sufrir. Por favor, Gerry, no
creas...
Algo cálido y húmedo se estrelló en su muñeca y le hizo abandonar su asiento
para ayudarla a acomodarse en él y poner el micrófono a su altura.
- No te enfades... No me dejes morir sabiendo que...
El sollozo que había tratado de evitar se rompió en su garganta, y su hermano le
habló.
- No llores, Marilyn.
Su voz se había hecho grave e infinitamente dulce, sin que dejase transparentar la
pena.
- No llores... No debes llorar.
-Yo... -le temblaba el labio inferior y se lo mordió -. No quería apenarte así... Sólo
que nos dijésemos adiós, porque tengo que dejar la nave dentro de un minuto.
-Claro... claro..., tiene que ser así, hermanita. Te hablé en ese tono sin querer.
- Su voz se hizo rápida y acuciante
EDS... ¿Ha llamado al Stardust? ¿Comprobó con los calculadores?
- Llamé al Stardust hace casi una hora. No pueden regresar, no hay más cruceros
en un radio de cuarenta años luz y no tengo bastante combustible.
- ¿Está seguro de que los calculadores tenían los datos correctos? ¿Se ha
asegurado de todo?
- Sí... ¿Cree que podría permitir esto si no estuviese seguro? Hice cuanto pude. Si
hubiese algo que aún pudiese hacer, al momento lo haría.
- Trató de ayudarme, Gerry.
Su labio inferior ya no temblaba y las cortas mangas de su blusa estaban
húmedas donde se había secado las lágrimas.
- Nadie puede hacer nada... y no voy a llorar más... y me perdonáis todos... tú y
papá y mamá. ¿Verdad que sí?
-Claro... Claro... que sí. Te queremos más que nunca.
La voz de su hermano empezaba a llegar más débilmente, y él abrió al máximo el
control de volumen.
- Está saliendo del alcance. Se habrá ido dentro de un minuto.
- Empiezo a oírte mal, Gerry. Estás saliendo del alcance. Quería decirte..., pero
ahora no puedo. Debemos despedirnos tan pronto... Pero quizá vuelva a verte.
Quizá vuelva a ti en sueños, con mis trenzas, llorando porque el gatito está muerto
en mis brazos; acaso sea la caricia de una brisa que te susurra al pasar, o una de
aquellas alondras de alas doradas de que me hablabas, que volverá hacia ti su
cabeza al cantan Quizás, a veces, no sea nada que puedas ver, pero sabrás que
estoy junto a ti. Piensa en mí así, Gerry; siempre así, y no... del otro modo.
Reducida a un susurro por el girar de Woden, llegó la respuesta:
- Siempre así, Marilyn. .. Siempre así, y nunca de ningún otro modo.
- Nuestro tiempo ha pasado, Gerry... Tengo que irme ya. Ad...
Su voz se quebró a media palabra y su boca trató de retorcerse en llanto. La
oprimió fuertemente con su mano; y cuando habló de nuevo, la voz surgió clara y
segura.
-Adiós, Gerry.
Débiles e inefablemente punzantes y tiernas, las últimas palabras, brotaron del frío
metal del transmisor.
- Adiós, hermanita...
En la pausa que siguió, ella se sentó inmóvil, como escuchando el eco moribundo
de las palabras. Después se apartó del transmisor hacia la esclusa de aire, y él tiró
hacia abajo de la palanca negra que tenia al lado. La puerta interior de la esclusa
se abrió con suave deslizar, para descubrir la desnuda celdilla que la esperaba, y
ella se dirigió allí.
Andaba con la cabeza erguida y los rizos castaños acariciando sus hombros, con
las blancas sandalias pisando tan segura y firmemente como permitía la gravedad
fraccional y las doradas hebillas titilando con pequeñas llamaradas de azul, rojo y
cristal. El la dejó ir sin hacer ningún movimiento para ayudarla, sabiendo que no lo deseaba. Penetró en la esclusa y se volvió para darle frente, mientras solo el pulso de su cuello traicionaba el loco latir de su corazón.
-Estoy dispuesta.
El empujó la palanca hacia arriba y la puerta alzó su rápida barrera entre ellos,
encerrando en una negra y completa oscuridad los últimos momentos de su vida.
Hubo un ruido metálico al encajar la pared en su marco, y él echó hacia abajo la
palanca roja. Se produjo un ligero balanceo en la nave cuando el aire brotó de la
esclusa, una vibración de la pared como si algo hubiese golpeado al pasar la
puerta exterior. Volvió a alzar la palanca roja para cerrar la puerta sobre la vacía
esclusa de aire, giró sobre sí mismo y se alejó, para volver al asiento de pilotaje
con los lentos pasos de un hombre viejo y cansado.
De nuevo en su asiento, oprimió el botón de llamada del transmisor de espacio
normal. No hubo respuesta; tampoco la esperaba. El hermano tendría que
aguardar toda la noche, hasta que la rotación de Woden permitiese el contacto
con el « Grupo Uno».
Aún no era tiempo de reanudar la deceleración, y esperó mientras la nave caía sin
fin, arrastrándole entre el suave rumor de sus impulsores. Vio que la blanca aguja
del control de temperatura de la cabina de almacenaje descansaba en el cero.
Una fría ecuación había hallado su equilibrio, y ya estaba solo en la nave. Algo
informe y horrible huía ante él, camino de Woden, donde su hermano esperaba en
la noche; pero la vacía nave vivía todavía un instante con la presencia de la
muchacha que ignoraba las fuerzas capaces de matar sin odio ni malicia. Le
parecía verla aún sentada junto a él sobre la caja de metal, menuda y asustada, y
sus palabras tenían un eco fantasmal en el vacío que había dejado tras de sí:
Yo no hice nada para merecer esto... Yo izo hice izada...
FIN

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