12/7/16

"La granja de sucedáneos" DE GEMMA MARCHENA

Gemma Marchena (Nacida en Alemania, de nacionalidad española, 1976).

La granja de sucedáneos (2016). Relato publicado con permiso de la autora. Fue presentado a la convocatoria para la antología Visiones 2016 de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT), en la que no fue seleccionado.
Se trata de un relato de ciencia ficción con toques de terror y muy interesante de leer y analizar desde la perspectiva feminista, por sus elementos simbólicos. 

 BIOGRAFÍA FACILITADA POR LA AUTORA:

Nací en Alemania en 1976 pero mis padres decidieron volver a España. En 1979 desembarcamos en Mallorca y desde entonces sigo en la isla. Mis padres trabajaron más de diez años en una fábrica de libros y discos, por lo que mi casa tenía las estanterías atestadas y de ahí mi afición por la lectura. La biblioteca y el videoclub del pueblo eran mis sitios preferidos del mundo.

Fui una mala estudiante que prefería escribir a estudiar para los exámenes. Me apunté a los talleres de escritura de Fuentetaja y luego hice un curso de novela en Escuela de Escritores.

Al salir del colegio, me matriculé en FP de Cocina porque era de lo único que quedaban plazas en septiembre. En Bachillerato probé el taller de radio y ahí lo tuve claro. En un rapto de lucidez, decidí seguir estudiando hasta licenciarme en Periodismo.
He trabajado en medios digitales, revistas, emisoras de radio y periódicos como El Mundo-El Día de Baleares, ADN Mallorca y Última Hora. También he trasteado con blogs durante años.
En otoño se publicará en papel mi primera novela El Pozo, con la editorial Applehead Team Creaciones. Escribo mi segunda novela mientras domestico a mis hijas y colaboro con diferentes medios de Mallorca.

LA GRANJA DE SUCEDÁNEOS

-Buenos días, Oryza. Hoy es un buen día para cumplir tus sueños- dijo la voz mecánica del despertador.
Oryza abrió los ojos y contempló la desvaída foto del árbol con frutas que colgaban de sus ramas. ¿Eran manzanas? ¿Naranjas? No lo sabía, nadie lo sabía porque habían olvidado como eran. Pero no importaba: hoy sería un buen día. Sonrió y se levantó de la litera de un salto. Le esperaba una larga jornada de trabajo, tres turnos seguidos, pero estaba más cerca que nunca de lograr su objetivo. Se colocó delante del pequeño espejo que tenía su lavabo, pegado a su cama, y se puso a cantar con los ojos cerrados. Era feliz.
-Cállate.
Su compañera de vivienda, que dormía en la litera inferior, le tiró la almohada.
-¡Déjame! ¡Hoy es un gran día!
-Hoy es un día de mierda como todos los demás.
Oryza no la escuchó. Se dirigió al dispensador de nutrientes y apretó el botón. Salió una papilla blanca y una taza apareció cargada de un líquido oscuro que se hacía llamar café. Se lo comió todo de pie, bailando y pegando saltitos. Oryza apenas tenía dieciocho años y podía decirse que era una operaria feliz. La más feliz de toda la planta.
Se lavó los dientes con una gran sonrisa y se colocó el mono blanco de trabajo. Iba a salir por la puerta cuando echó un vistazo a su casa. Apenas tres metros cuadrados, en los que vivían ella y su nueva compañera, que había aterrizado hacía pocos días. Cuatro paredes, ni una sola ventana. Un pequeño espejo y algunas fotos para engañar a los ojos y hacerles creer que había vistas panorámicas. Oryza pegaba en la pared imágenes de paisajes olvidados: ciudades que ya no existían, castillos ahora derruidos, bosques extinguidos por la nube tóxica, mares que ahora sólo eran una balsa de aceite sucio, campos yermos donde antes hubo trigo o flores. O tal vez sí existían, pero quizás en algún lugar muy lejano al que alguna vez podría viajar si seguía trabajando duro.
Hacía tres días que había llegado su nueva compañera y aún no sabía como se llamaba. Se negaba a decir nada que no fuese un insulto. Siempre estaba tumbada, mirando al techo. Pero eso a Oryza le daba igual. Pronto lograría salir de esa planta, ascender de piso y ocupar una vivienda más amplia. Tal vez tuviese ventanas al exterior. Soñaba desde hacía años con salir de los sótanos de La Casa, una colosal granja y procesadora de carne ubicada en un bloque de hormigón plantado en medio del páramo tóxico, con 250 pisos y tres millones de habitantes, la mayoría de los cuales se hacinaban en sótanos y plantas más bajas.
Oryza salió al pasillo dando un portazo. Se colocó en la larga fila de mujeres uniformadas que iban saliendo de sus respectivas viviendas-cápsula, en un inmenso pasillo que parecía infinito repleto de puertas idénticas. Como soldados que iban al campo de batalla, las mujeres estaban listas para arrancar la larga jornada laboral en los sótanos de La Casa, donde ellas sólo eran una insignificante pieza en esa gran maquinaria que era el edificio. Las habitantes de la penúltima planta, las operarias que trabajaban sin descanso para ganarse el crédito con el sudor de su frente.
Pero eso a Oryza le importaba poco. Estaba a punto de alcanzar los créditos necesarios para ascender esa misma jornada si lograba culminar el triple turno. Y estaba dispuesta a todo. Las sirenas sonaron y comenzaron la marcha hacia el punto de trabajo. Oryza era la única que sonreía.

Desplumaba los pollos de seis patas con dedicación. Hacía mucho tiempo que dejó de cuestionarse por qué los científicos habían conseguido ejemplares con seis muslos, pero mantenían las plumas de su ADN. El caso es que allí estaba Oryza, en el escalafón más bajo de la cadena alimentaria, desplumando pollos, unos animales atrofiados y obesos mórbidos, mutantes que distaban del animal original. Algunos nacían sin ojos, otros sin cabeza. Lo normal es que todos fuesen a parar a la cinta transportadora tras pasar por la fase de engorde, que apenas duraba cuatro semanas.
Oryza podía considerarse afortunada: no estaba en el último escalón, estaba en el penúltimo, compartido con las matarifes, dedicadas a retorcer cuellos, arrancar cabezas y desangrar al bicho, que se removía nervioso durante la operación. Cuando el animal llegaba decapitado a las manos de Oryza aún convulsionaba, como si no fuese consciente de que su miserable tiempo en la tierra ya había acabado.
El último escalón de la cadena social de La Casa pertenecía a las granjeras. Semienterradas en vida allá en los confines de sótanos, sin luz, criaban especímenes gordos y deformes, rebozadas de plumas y mierda de gallina. Olían a porquería encerrada, tenían los ojos entrecerrados, desacostumbrados a la luz eléctrica, y mantenían la boca entreabierta y con babas colgantes, fascinadas como un bebé ante un globo de helio. Más de un año en el sótano garantizaba la locura. Todo aquel que no cumpliese con los objetivos desaparecía para ser enterrado en vida en el sótano.
Oryza tenía mejor aspecto que el resto las residentes en el criadero, pese a que llevaba plumas pegadas en el gorro y las manos con heridas, después de horas sumergidas en agua caliente para ablandar la piel del pollo y así arrancarle mejor las plumas. Podía haber usado unos guantes de protección que proporcionaba La Casa, pero eso le impedía ir deprisa y batir los récords que necesitaba para el ascenso a Despiece. Porque por encima de Desplumado estaba la sección de Despiece, donde las mujeres se dedicaban a separar la carne del hueso, y el Olimpo: Procesado. Allí la carne de pollo se convertía en comida que alimentaba a toda la ciudad. Una honorable ocupación que enorgullecía a quien ostentaba ese cargo.
Oryza se hacía sangre en las manos pero no importaba, ya estaba cerca de cumplir con los objetivos. Mataría si era necesario por subir a Despiece, un escalón más hacia la meta.
Sonó la sirena y las cintas se detuvieron. Una voz femenina, dulce y feliz les invitó a parar de trabajar: “Es la hora de la nutrición. La Casa agradece tus servicios”. El mensaje era repetido una docena de veces hasta que se incrustó en los cerebros de las operarias, que en su currículum presumían de haber desplumado miles de millones de pollos a lo largo de toda su vida.
Oryza se dirigió hacia la salida. Pasó por las duchas que desinfectaban a las operarias en veinte segundos. “La Casa os desea una próspera y suculenta nutrición. Seguid por la línea verde hasta el comedor, por favor”, invitaba amablemente la voz de megafonía. Oryza siguió obediente a sus compañeras, sin compartir ni una sola palabra con ellas. Quería comer lo más deprisa posible para incorporarse al nuevo turno, ganar más créditos y salir de esa planta de una vez. Estaba tan cerca de lograrlo que se hubiera puesto a cantar y bailar en medio del pasillo. Pero no lo hizo: cantar en voz alta en las zonas comunes estaba penado con cincuenta créditos. Bailar suponía otros cincuenta créditos menos. Se limitó a dar diminutos saltitos.
Entró en el amplio comedor y cogió una bandeja con cubiertos. Oryza esperó paciente su turno.
-¿Qué tenemos de comer?- preguntó la operaria que estaba detrás de Oryza. Tenía un ojo torcido y el gorro de trabajo dejaba ver unas raíces llenas de canas.
-Joder, pescado con tomates. Otra vez. Odio esta comida...- se quejaba en voz baja la que estaba delante de ella. Críticas a los nutrientes que proporcionaba La Casa, 60 créditos menos.
-Vamos, tampoco es para tanto. Al final está buena y todo- dijo Oryza, intentando contagiar su optimismo.
Una mujer acababa de recibir su ración diaria y se dirigía hacia unas de las mesas. La fila se movió. Pero algo no iba bien. La mujer se quedó parada a medio camino, observando la comida que le habían puesto en la bandeja. Llevaba el pelo recogido y le caían unos mechones descuidados, que se habían salido del gorro reglamentario. Si desde La Casa lo detectaban, serían menos diez créditos. Diez créditos más cerca del sótano de La Casa.
-Nos mienten, nos mienten...- empezó a decir.
Oryza la miró con atención, aferrada a su bandeja de plástico, como si fuese una vacuna contra la locura que había aquejado a aquella mujer.
-¡Todo esto es mentira!- gritó la mujer mirando a las demás operarias- ¡Nos envenenan! ¡Nos comemos lo que ellos no quieren!
Las mujeres se alejaron de ella, temerosas de ser contagiadas por esa mujer. Gritar para quejarse, doscientos créditos menos. Oryza se mantuvo obediente en la fila. Ante la duda, lo mejor era siempre cumplir con las normas. Salirse de la fila suponía un descuento de veinte créditos de la cuenta de la operaria díscola.
Cuatro soldados con cascos, chalecos antibalas y metralletas irrumpieron en el salón y se la llevaron a rastras.
-Al sótano, al sótano. Otra que mandan al sótano... -canturreó en voz baja una de las mujeres.
Todas las demás agacharon la cabeza y siguieron con la rutina. La fila avanzó y fue el turno de Oryza para recibir los nutrientes. Un dispensador automático le echó dos chorros de puré. El blanco era el pescado. El otro tenía la misma textura y se diferenciaba sólo por su color rojizo.
Se dirigió obediente a la mesa en la que se sentaba por costumbre, en medio del gran comedor iluminado con luz artificial. Centenares de mujeres hundían la cabeza en sus platos y se nutrían tal y como les habían ordenado. La sala era un enorme comedero de humanas.
Parecía que no había pasado nada, pero lo cierto es que se respiraba el temor, como un pesado un rumor después de que la disidente fuese llevada a rastras. Con el fin de evitar más levantamientos espontáneos, varios soldados se quedaron apostados en las paredes, algunos apoyados en la pared, otros paseando entre las mesas, vigilando a las operarias.
-Hoy tenemos observadores- dijo una de las mujeres de la mesa.
Oryza contempló el plato y por primera vez sintió asco. Por primera vez ya no le pareció una deliciosa y sabrosa comida, sino una papilla insulsa. ¿De dónde era ese pescado? ¿Qué pescado? ¿De dónde habían salido los tomates? Y sobre todo, ¿qué eran tomates? Sólo conocía el pollo mutante.
Esa sensación de felicidad, de todo lo bueno que está por venir, se estaba disipando. Pero tenía que comer si quería aguantar los otros dos turnos que le quedaban para lograr su objetivo.
-Hacedme un hueco.
Era la compañera de camarote de Oryza, haciendo gala de su amabilidad habitual. Oryza no sonrió ni la saludó.
-Que pasa, Oryza... ¿Ya no estás contenta?- preguntó con sorna su compañera de habitación.
Oryza cogió una cucharada del puré blanco y se lo metió en la boca. Masticó aunque no había más que pequeños grumos. Saboreó el supuesto pescado y lo tragó con dificultad. El engrudo pasó por su garganta e hizo un esfuerzo para que no recorriera el camino a la inversa.
-¿Os habéis fijado en que este pescado y este tomate saben igual? Da igual cual comas, lo único que les diferencia es el color...- dijo la compañera de habitación de Oryza.
-¿Cómo te llamas?- pregunta una de las mujeres a la nueva operaria.
-Zea Mays- y se metió en la boca una gran cucharada desbordante de puré. En ese momento pasó un soldado que fijó su mirada en ella.
-¡Esta buenísimo! ¡Gracias! ¡Esta mierda está deliciosa!- y rió a carcajadas, mientras se le deslizaban un par de churretes de engrudo por la barbilla.
El resto de compañeras de mesa la contemplaron con asco, mientras el soldado se alejaba.
-Buenísimo, en serio- decía Zea Mays rebañando el plato.
-¿De dónde vienes, Zea Mays?-preguntó la más vieja de la mesa. Debía tener poco más de cuarenta años y le faltaban tres dientes. Las ojeras rodeaban sus ojos apagados y tenía la tez amarillenta.
-De arriba...- y con el dedo índice señaló al techo.
A Oryza se le cayó la cuchara del plato. Sintió ganas de gritar.
-¿De dónde exactamente?- dijo Oryza en voz baja- ¿De Despiece? ¿De Procesado? ¿Has estado en La Cocina?
-¿Te lo vas a comer?-y Zea Mays señaló el plato aún a medio comer de Oryza. Como no le contestó, se lo arrebató y empezó a meterse cucharadas en la boca.
-Todo es una mierda. Allá arriba, aquí abajo. No quiero ni saber como es en los sótanos del criadero- y se rió mientras se le escapaban partículas de comida.- Esto mismo...- y señaló su bandeja de purés- Esto mismo que nos están dando es mierda. Ni por asomo es pescado. ¿Qué comimos ayer? ¿Ternera y arroz? Mentira. ¿Y antesdeayer? Pollo con variado de verduras. Pues también mentira. Bueno, el pollo no. Ese pollo que peláis aquí como descosidas, luego nos lo ponen en el plato. Sus restos, más bien. Comemos restos de pollo. Todos los días. En todo momento. En el desayuno, en la comida, en la cena. Y os lo disfrazan y os lo creéis. Y os lo coméis.
Se metió la última cucharada en la boca.
Las demás mujeres se quedaron mudas. Ninguna se atrevió a decir nada. La sirena sonó. Oryza se levantó con el estómago vacío y un nudo en la garganta. Se dirigió de nuevo a la planta de Desplumado y, por primera vez en su vida, no sonrió en lo que restó de día.

Oryza intentaba mantener el ritmo de la mañana pero ya era el tercer turno. Algo suicida para cualquiera. En su caso, por mucho empeño que tuviese, no podía tirar más. El agotamiento afloraba pero debía mantener el objetivo de piezas desplumadas. Ya no sentía los dedos, se le habían dormido las manos ensangrentadas. Los cadáveres de los pollos de seis patas se le acumulaban en la cinta. Habían dejado los estertores hacía tiempo, tal era la lentitud de Oryza.
-Cien créditos más, cien créditos más, cien créditos más... -repetía como un mantra.
Las sirenas sonaron. Las luces rojas se encendieron. La cinta se detuvo en seco.
Oryza dejó caer los brazos, rendida, y se encaminó hacia la puerta de salida. Pasó por el arco de desinfección. Colocó su muñeca en el escáner para la lectura del chip intravenoso. Una voz en off le escupió a la cara:
-Bienvenida, Oryza. Durante la jornada de hoy has conseguido 98 créditos. Tienes un saldo total de 999.998 créditos. Que tengas un feliz y próspero día.
Oryza se tambaleó. No se veía capaz de otra jornada más pelando pollos. Llevaba muchos días, semanas, meses haciendo triple turno. Estaba convencida de que luchando, trabajando duro, podía salir de ahí.
-Algunos tenemos prisa.
Una voz molesta le apremiaba para dejar libre el lector de chips.
Oryza se arrastró por los largos y blancos pasillos, caminando hacia su pequeño habitáculo. Pasó el chip por la puerta y ésta se abrió.
-Hola, cachorrita. ¿Cómo ha ido el día?
Oryza no tenía ánimos para contestar a la pregunta irónica de su compañera.
Se subió a la litera y se desplomó.
-¿No has conseguido el objetivo?
La cara de Zea Mays se asomó al cabecero de la cama, con una sonrisa malvada.
-Pobrecita...- decía, mientras negaba con la cabeza- Otro día más para salir de aquí. ¿Pensabas que hoy sería tu último día en Desplumado?
Oryza hundió la cabeza en la almohada. No soportaba a esa mujer.
-No quiero hablar.
-¿Cuántos días llevas haciendo triple turno?
-Déjame.
-Sabes que no saldrás de aquí. Por mucho que lo intentes, no podrás salir de aquí. ¿Qué crees que hay en el piso de arriba? La misma mierda. Comemos la misma mierda, vivimos en los mismos cuartuchos. Olvídalo, Oryza, sólo se vive bien a partir de la planta 200. Los que vivimos lejos de esa frontera nos alimentamos y vivimos de las sobras.
Oryza daba la espalda a la mujer y miraba fijamente la foto del árbol, en medio de un prado verde. Nunca había visto un árbol. Nunca había visto un prado. ¿Seguirían existiendo para cuando ella saliese de La Casa?

-¿Qué hay fuera de aquí, Zea?
Hacía tiempo que las luces se habían apagado, pero Oryza se resistía a dormirse.
-¿Acaso no te lo han enseñado en el colegio?
Zea Mays también estaba desvelada, tumbada en su litera inferior con los ojos abiertos a la oscuridad.
-En el colegio nos enseñaron todo lo referente al pollo, sus costumbres, sus usos, su historia... Pero, ¿hay más gente fuera? ¿Qué hay aquí? ¿Por qué estamos aquí dentro?
Zea se levantó y se acercó a su compañera de habitación. Acarició un mechón de Oryza. La chica tenía los ojos hinchados, se le cerraban del cansancio.
-Más allá de estas paredes, de esta gran Casa, sólo hay páramos arrasados y aire sucio. No queda nada de lo que conocieron nuestros abuelos. Sólo aguas putrefactas, ciudades abandonadas por la contaminación que nos encerró aquí dentro, en La Casa. Aquí estamos protegidos y contentos- recitó Zea Mays, como una especie de rezo aprendido por la repetición de años y años de adoctrinamiento.
-¿Hay otros como nosotros? Fuera de aquí, quiero decir.
-Pues claro, Oryza, hay otras casas como la nuestra. Otras donde se cose ropa, donde se crían cerdos, donde se fabrican chips... Cada Casa se dedica a lo suyo. Y los pollos son el orgullo de esta Casa.
-Benditos sean los pollos...- dijo en voz baja Oryza, mientras se quedaba dormida.
-Bendita seas- dijo Zea Mays mientras la contemplaba con dulzura. Por un momento sintió pena por Oryza: ella también fue una joven con ilusión y muchos planes. Luego La Casa se encargó de derribarlos todos. Ahora se conformaba con sobrevivir, haciendo lo que fuera preciso para estar bien. Aunque fuese pisoteando a su alrededor. Hacía mucho tiempo que no sentía compasión y Oryza despertó esos sentimientos olvidados. Pero no debía sentir. Si sentía, no lograría su objetivo. Todos en La Casa tenían objetivos que cumplir. Zea Mays se debatía entre sus objetivos o el cariño que empezaba a sentir por Oryza. Y si la chica alcanzaba el crédito suficiente, Zea Mays se vería en un serio aprieto. Pero le caía tan bien...
Entonces sintió que llegaba otra vez La Gran Ola de Pena, que era capaz de derribarla y dejarla tumbada durante meses en la cama. La conocía de sobra y la temía. Antes de que llegara a la orilla, Zea Mays cogió un bote y se tomó dos pastillas. Respiró hondo y en pocos segundos pareció que todo iba a ir mejor.


-Buenos días. Hoy es un buen día para alcanzar tus sueños- dijo el despertador.
Oryza apenas podía abrir los ojos. Sentía que le habían dado una paliza. Los músculos apenas respondían.
-Llegarás tarde...
Zea Mays se había vestido con el mono de trabajo. Aguantaba una bandeja que portaba un puré blanquecino y una taza con sucedáneo de café.
-Cómete el desayuno, te hará falta.
Oryza se levantó a duras penas.
-Café, necesito café.
-Sólo un día más. Sólo un día más y ya lo habrás hecho- le animó Zea Mays.
Oryza estaba agotada pero hizo el esfuerzo de tomarse el café.
-Cómete el puré- le reprendía como la madre que ya no recordaba que tuvo una vez.
-Me da asco...
-Es igual. Cómetelo.
Oryza tragó entre arcadas el puré de supuesto cereal. Pero no podía olvidar los gritos de aquella mujer anónima, tan parecida a las otras obreras, que le decía que eso no era el cereal de desayuno, sino pollo. Y que aquel café no era café, sino pollo. También pollo. Restos de pollos. Oryza se pregunta por el destino de las pieles y las cabezas deformes de los pollos. Patas, alones, tripas, grasa, ojos de pollo. Lo que no quieren las plantas de arriba y que les dejan a ellas, las operarias. ¿Es eso de lo que se alimentan? Tiene el paladar intoxicado: no sabe lo que come, así que no sabe ni quien es.
-No puedo más...
-Traga.
Oryza se arrastró por los infinitos pasillos, vestida a duras penas para conseguir los últimos créditos. Ya no sabe si quiere ascender de piso. Todo por lo que había luchado ya no sabe si existe. Entró en la sala de Desplumado y se colocó en posición para iniciar una coreografía ensayada durante miles de horas.
-Sólo otro día más, sólo otro más...- se repetía a si misma.
Comienza el baile. Empiezan a aparecer cadáveres de pollos. Agarra un ejemplar mutante de seis patas. Le arranca las plumas que los jodidos biólogos no fueron capaces de eliminar de su ADN, haciendo una operación que se podía haber ahorrado si los jodidos ingenieros fuesen capaces de inventar una máquina que les ahorrase el trabajo. Oryza se caga en los genetistas y los inventores, esa panda de niñatos mimados que seguro que viven en el piso 203, con sus ventanas, su aire acondicionado con olor a brisa marina, sus pechugas de pollo-pollo y sus tomates-tomates que crecen en el ático.
Los músculos de Oryza se van calentando y poco a poco va cogiendo el ritmo de sus compañeras más descansadas. Al fin y al cabo, está más que entrenada para hacer este trabajo. ¿Tendría sentido largarse al piso de arriba a despedazar trozos de carne? ¿Por mucho que viviese un poco mejor? Está cómoda aquí, lo sabe. Pero una ventana... Lo que daría por una ventana al inmenso páramo contaminado que es ahora el mundo.
Una voz interna le ordena a Oryza que se limite a cumplir con el horario, lo mínimo para alcanzar el crédito y al fin largarse. Y por fin sonríe. Arranca plumas deprisa y acaba con el ejemplar. Sin mirar, alcanza la mano en busca de otro pollo de seis patas. Palpa con la mano y no hay plumas, sino pelo. Pelo pringoso. Sorprendida por el tacto, mira hacia la cinta y donde debía haber un pollo muerto hay en realidad una cabeza humana. La cabeza de una operaria, arrancada de cuajo de su cuerpo inútil.
Oryza gritó. Todo el mundo gritó. Las operarias se apartaron de la cinta y se pegaron a la pared. Sólo Oryza se quedó en su sitio, limpiándose la mano de sangre humana. Los soldados entraron en tromba en la sala de Desplumado y se colocaron ante las operarias. El sargento se dirigió a Oryza:
-Tú, a la pared.
Pero no podía dejar de mirar la cara de la operaria decapitada. Venía directa del matadero. ¿Era así? No, contempló sus ojos grises, aún abiertos por la sorpresa. La piel blanquecina hasta la enfermedad. En la boca entreabierta se podían contemplar dientes rotos, los pómulos sobresalientes por la desnutrición. Y en su lengua había un papel. Oryza lo cogió y leyó las palabras que portaba: Queremos salir.
-Operaria, ¡no te muevas!
-¿De dónde viene esta mujer?- preguntó Oryza, enseñándole el mensaje al sargento.
-¡Contra la pared, Operaria!
-¿De dónde viene? ¿Viene del sótano?
-¡He dicho contra la pared!
-¿Qué hay allí abajo? ¿Qué está pasando?
-No toleraremos ni un conato más de rebelión- dijo el sargento, apuntándola ahora con el arma. Parecía dispuesto a disparar.
-¿Rebelión? ¿Se están rebelando?
-¡Oryza, cállate!- gritó una de las más veteranas.
Pero no podía quedarse quieta.
-Pero deberíamos saber. Deberíamos saber...
Y no pudo decir nada más porque el sargento la golpeó y cayó de rodillas. Gotas de sangre mancharon el suelo. Oryza se llevó la mano a la cara y notó que tenía toda la cara húmeda de sangre.
-¿Por qué me has hecho eso?
-¡De-ja-de-pre-gun-tar!
Cada sílaba iba acompañada de una patada. Oryza gritó de dolor y se tragó las preguntas y la sangre que salían de su boca.
Cuando las patadas acabaron, el dolor permaneció. Le quemaba el cuerpo, la sangre manchaba su impoluto uniforme. Nadie acudió a socorrerla. Las operarias estaban pegadas a la pared, mudas, como gallinas asustadas.
-Que alguien la lleve a su vivienda- ordenó el sargento.
La más veterana la recogió y la sujetó para que caminase. A duras penas podía dar un paso. Mientras tanto, la operaria veterana susurraba entre dientes.
-No preguntes, no digas nada. Es lo mejor. No sobresalgas. Has nacido aquí y eres afortunada. Aquí te quedarás. Cállate si quieres seguir con vida.
-Pero yo sólo quería saber... ¿Por qué le han arrancado la cabeza? ¿Qué está pasando allá abajo?
-Te he dicho que no preguntes. Saber demasiado es malo. Tú limítate a cumplir las órdenes.
Oryza pasó la mano por el detector de chip intravenoso.
-Tu saldo es de.... ochocientos mil créditos. Has contraído una deuda con La Casa. Te deseamos una feliz y próspera jornada.
La voz mecánica del lector le propinó la peor de las patadas. Pero ya no tenía ni fuerzas para gritar ni lamentarse. Se dejó llevar hasta su camarote. Abrió la puerta con su chip y la operaria veterana la empujó hacia dentro. Cerró la puerta y la dejó abandonada en medio de la mínima estancia.
Oryza se miró en el espejo y se vio con la cara deformada, la ceja hinchada y las mejillas cubiertas de sangre. Que poco se parecía a la joven esperanzada de tres días atrás, cuando todo lo bueno estaba por venir.
Se arrastró hacia su cama. La litera inferior tenía las cortinas corridas, que se abrieron al acercarse Oryza.
-Menuda cara...
No había ni rastro de ironía en las palabras de Zea Mays.
-Demasiadas preguntas, no me digas más.
Oryza no tenía fuerzas para subir hasta la cama, así que Zea Mays se levantó y la impulsó hasta la litera superior. Contempló su rostro herido. Cogió un cuenco con agua y comenzó a lavárselo con un paño húmedo.
-Oryza, Oryza, Oryza bonita...
-Sólo quería saber...
-Eres curiosa y joven- decía mientras le daba ligeros toques con el paño en la ceja.
-¿Qué hay en el sótano? ¿Qué está pasando?
Zea Mays la cogió amorosa de la barbilla y la miró a los ojos.
-El sótano es el criadero de pollos. Apenas hay luz, favorece la crianza rápida de los ejemplares. Menos luz, menos distracciones, así que ingieren más pienso. Los criadores se están rebelando. Quieren más comida, quieran más aire, quieren más espacio... Siempre quieren más. Pero esta vez sus demandas han sobrepasado las plantas y eso hay que pararlo. Porque la rebelión es como un cáncer: hay que frenarlo antes de que haya metástasis. Así mantenemos el orden, tal y como nos vino dado desde que nacimos. Y el orden es felicidad.
Oryza asumía las enseñanzas en silencio. Cuánto sabía Zea Mays.
-¿De dónde vienes? Nunca te había visto en Desplumado.
Zea Mays sonrió.
-Ya me dijeron que eras ligeramente más lista que la media... No importa de donde vengo sino por donde me muevo. Y lo hago por todas partes. No hay rincones de La Casa que no haya visto.
-Yo quiero subir a Despiece. ¿Se está bien allí?
-Tenemos mejores planes que Despiece para ti.
-¿Tenemos? ¿Quiénes?
-Escúchame. Acaban de hundirte el crédito por el conato de rebelión. Si sigues así, jamás, escúchame, jamás saldrás de aquí. Es más, ahora mismo tienes todas las probabilidades para bajar al sótano. Tú misma.
-No quiero volver a pelar un pollo en mi vida- dijo con decisión Oryza.
-Todos tenemos una función en esta vida. Hemos nacido para ello y para ello nos han educado. Pero hay hermosos ejemplares que merecen una vida mejor. Tal vez ese sea tu destino, más allá de Despiece. ¿Quieres subir cien plantas de un plumazo?
Oryza abrió los ojos todo lo que le dejaron las heridas.
-¿Qué me estás ofreciendo?
-Eres joven y sana. Eres hermosa. Y el sargento no ha dañado tu órgano reproductor. Oryza, te ofrezco la enorme labor de engendrar más operarios. Quien sabe si al pasar el examen médico sirvas incluso para criar ingenieros. O dirigentes.
Oryza se incorporó de la cama.
-¿Cómo se vive en la planta cien?
Zea Mays sonrió e hizo un arco con los brazos, abarcando toda la cápsula.
-Una habitación para ti sola. Diez metros cuadrados. Ventanas con realidad virtual. Tú eliges: playas o montañas. Ciudades o desiertos. Es alucinante...-decía Zea Mays con la mirada brillante.- Y comida de verdad. Comerás ese pollo que tanto trabajo te da pelarlo. Entero. Con todo su sabor. Sabrás lo que es masticar. Y tenemos plantas. ¡Y fruta fresca! Es lo mejor que puedo ofrecerte ahora mismo.
Oryza pestañeó asombrada. Toda esa vida tenían arriba, sin llegar a ser del ático, mientras ellos se alimentaban de restos que les habían atorado el paladar.
-¿Cuál será mi nuevo trabajo?- preguntó fascinada ante las nuevas perspectivas.
Zea Mays se acercó a Oryza y la cogió de la mano, con delicadeza.
-Te encargarás de traer operarias al mundo. Es un proceso largo, pero te trataremos como te mereces. Y viendo las preguntas que te haces, no descarto que seas madre incluso de mandos intermedios.
Oryza pestañeó asombrada.
-¿Mi trabajo será parir?
Zea Mays sonrió e hizo un gesto con la mano quitándole importancia. Siguió limpiándole la cara de sangre.
-Vamos, no te asustes. Apenas notarás el dolor. Tenemos drogas para ello.
-Dices que pariré operarias... ¿Qué pasa si es un niño?
Una sombra se cruzó en los ojos de Zea Mays. Por un momento Oryza creyó que se le humedecían.
-¿Ves? Preguntas demasiado.
Pero no dijo nada más.
-¿Qué pasa con los niños?- insistió Oryza.
Sólo le contestó el silencio.
-Tú lo sabes, ¿verdad? ¿Has estado en el criadero humano?
Zea Mays intentó sonreír pero sólo le salió una mueca dolorosa.
-Vengo de allí. Y te juro que se está bien.
Oryza empezó a entender el origen de la mujer que tenía delante.
-¿Cuántos niños has tenido?- preguntó Oryza.
Zea Mays se alejó de ella a trompicones.
-Te juro que estarás bien arriba.
-Cuántos...- insistió.
Zea Mays se apoyó en la pared. Tragó saliva y aguantó las lágrimas que se le desbordaban de los ojos. Apenas podía hablar.
-Once embarazos. Ventidós niñas. Y trece niños...
Oryza se quedó horrorizada. Contempló el cuerpo de Zea Mays y ahora le pareció deformado por los embarazos múltiples y seguidos, uno detrás de otro. Apenas superaba los cuarenta años pero por primera vez fue consciente de que estaba ajada y exprimida.
-¿Qué hacen con los niños? Apenas veo hombres. ¿Están en otra planta? ¿Dónde están los niños? ¿Qué hacen con los niños?
Zea Mays se sentó en el suelo, con la mirada perdida.
-Las niñas trabajan, los niños son eliminados. En la granja no se permiten niños: son rebeldes, dan picotazos, dan problemas. Los sexadores los eliminan...
-Como a los pollos...
-Como a los pollos. Adiós a mis niños...
Oryza sintió un nudo en el estómago. La elección era estar embarazada los próximos veinte años o bajar al sótano. Todo estaba hecho de tal manera que cada ascenso debía pagarse a un altísimo precio.
-Dime una cosa. ¿Mereció la pena?
Zea Mays la miró mientras lloraba.
-Ahora soy Captadora de Úteros. Tres úteros más y podré ver a mis niñas. Y merecerá la pena. Te lo juro.
Y lloró desgarrada, gritando, aullando de dolor por los cachorros arrebatados, por las heridas de los partos que no terminaron de cerrar. Por los pezones en carne viva para sacar leche para esas criaturas que jamás pudo acunar porque debían ser educadas desde el principio para ser unas buenas operarias, obedientes y sumisas. Como Oryza.
-No.
-¿Cómo?
-Que no acepto el trato.
Zea Mays se secó las lágrimas de la cara. Se miró en el espejo y se lavó la cara con agua. Sacó un bote de pastillas del bolsillo y se tragó dos píldoras. Cerró los ojos y esperó a que le hiciera efecto. Un minuto después, abrió los ojos, sonrió y volvió a ser la misma Zea Mays de antes, toda llena de seguridad e ironía, como si nada hubiese pasado.
-Que así sea, pues.
Sacó un teléfono de su bolsillo y marcó un número.
-No acepta el trato. Vale. Aquí os esperamos.
Y colgó.
-¿Con quién has hablado? ¿Qué va a pasar ahora? ¿Me quedó aquí?
Zea Mays sonrió.
-No, bonita. Te marchas a otro sitio. Despídete de tu vivienda cápsula compartida.
-Pero si yo no quiero ser madre. No quiero. ¡Así no!-gritó Oryza.
-Sólo una cosa: cuando te ofrezcan drogas, acéptalas. Lo hará todo mucho más fácil.
En ese momento llamaron a la puerta. Zea Mays la abrió y aparecieron cuatro soldados.
-Haces demasiadas preguntas, Oryza. Demasiadas preguntas...

Tras el picotazo en el cuello todo se volvió oscuro. Oía murmullos lejanos. Notaba como su cuerpo volaba. Oía pájaros cantar. Un olor atroz le golpeó la nariz. Se despertó entre gritos. Abrió los ojos y se encontró en una habitación en penumbra. Oryza estaba tumbada en un camastro con sabanas pegajosas y malolientes. Oyó una risa. Vio una boca con huecos negros, faltaban dientes. Una mujer desdentada reía a carcajadas.
-Bienvenida a casa...¡Bienvenida!
Oryza se incorporó mareada por las drogas y los aromas nauseabundos. La mujer desdentada estaba cubierta de plumas y heces de gallina, vestida con harapos. Los ojos de la chica se acostumbraron a la penumbra y divisó una larga e interminable hilera de jaulas, repletas de pollos mutantes, que se movían incómodos por la escasez de espacio. Un cacareo atronador comenzó a inundarle los oídos. Definitivamente estaba en la granja, en el último sótano de La Casa. Había bajado hasta los confines, el infierno en vida.
-Aquí serás muy feliz.
Las risas dementes de la mujer se mezclaban con el cloqueo de las gallinas, millones de ellas, alineadas y apretujadas en la oscuridad del sótano. Oryza gritó pero nadie la escuchó.
-Traga, bonita, traga.
La mujer le ofreció un puñado de pastillas y, por una vez, decidió hacerle caso a alguien más experimentado. Entre lágrimas, Oryza se tragó una píldora.
De repente una luz blanca inundó la estancia. Se hizo el silencio. A lo lejos, unos pájaros cantaban en lo alto de un árbol, un manzano, que crecía en medio de un prado verde. La luz del sol le acariciaba la cara.
-Toma, cariño.
La mujer desdentada ahora tenía toda su dentadura perfecta, la cara libre de arrugas, el pelo recogido en un sencillo moño y un precioso vestido blanco. Por un momento Oryza creyó que era su madre y sonrió extasiada. Así que esto era lo que estaba buscando...

La chica miró el plato que le ofrecía la mujer y vio que era un pastel de manzana. Cogió un pedazo y se lo metió en la boca. Y le pareció el sabor más delicioso que jamás había probado.

18/5/16

"UNDER GROUND WITHOUT DIAMONDS"*, de ENCARNA SANT-CELONI I VERGER

Encarna Sant-Celoni i Verger (Tavernes de la Valldigna, Valencia, España, 1959)
Under ground without diamonds - Bajo tierra sin diamantes, 2016
©Relato publicado con permiso de la autora.


El arte de la guerra
se basa en  el engaño.

Sun Tzu (El arte de la guerra,
versión de Norberto Tucci)

 Había guerra; una excusa como otra para no ir a trabajar en lunes.
Bien, para empezar os hago saber que, en teoría, la oración anterior debería haber encabezado este relato; sin embargo, en la práctica, ha sido imposible, más que nada por dos razones: por una parte, porque, por suerte o por desgracia, el trabajo, tal como lo conocéis en la actualidad, aún no existía en la época en que transcurre la acción, ni tampoco, por lo tanto, la diferencia entre días laborables y días festivos..., y por otra, porque no sé si las hostilidades –por dar algún nombre– de que tengo pensado hablar cumplen los dos requisitos que el Instituto Internacional de Búsqueda de la Paz dice que debe cumplir todo conflicto armado parar poder ser considerado guerra. Según esta institución, el primer requisito es que debe enfrentar al menos una ‘fuerza militar’, bien contra otro u otros ‘ejércitos’, o contra una ‘fuerza insurgente’ –apenas encuentro diferencias entre los sintagmas que designan los posibles contendientes, pero como que yo lo entienda o no no es ‘condición sine qua non’ de nada, da igual–, y el segundo, es que deben morir mil o más personas.
Mal empezamos. Bien, mal, no: peor; porque veo que lo tengo muy crudo para continuar, ya que no creo que la definición de la palabra ‘ejército’ –«Conjunto de fuerzas aéreas o terrestres de una nación»– se pueda hacer servir en el caso que nos ocupa, ya que por aquel entonces los estados no existían ni ninguna forma de gobierno, en sentido estricto. No obstante, en cuanto al requisito que deban morir mil o más personas..., ¡qué queréis que os diga!..., por encima, diría que –sumando las bajas buscadas o encuentradas en la totalidad de los enfrentamientos intrínsecos y extrínsecos, incluidos los daños colaterales, que es llevaron a cabo entre las diferentes facciones en liza que, indefectiblemente, tuvieron que pelearse para posibilitar la continuidad de la formación de los eslabones de la cadena evolutiva de que formamos parte– se supera con creces el número exigido. ¡Ah!, y todavía queda un punto que dirimir antes de cerrar este largo prolegómeno: el uso del plural de la palabra ‘persona’, pues dudo que todo aquel y aquella que lea esto esté de acuerdo en aceptar que, a mí y a mi estirpe, se nos aplique tal apelativo; un apelativo que, por otro lado, presenta varias asperezas que limar, si te paras a analizar las partes que lo componen, según los diccionarios –«Individuo de la especie humana».
Llegada aquí, y planteadas las dudas principales que me generaban y continúan generándome las definiciones aludidas, quiero dejar bien claro que no hay ninguna guerra buena, que la mejor guerra es la que no se hace. Y ahora ya me puedo presentar. Me llamo Lucy. Sí, soy la simia austral (Australopitheca afarensis) que a mucha gente le viene a la cabeza al oír los compases de aquella celebérrima canción de los Beatles que decía “Lucy in the sky with diamonds...”, y también más cosas, como por ejemplo una de las testigas presenciales del acontecimiento que inspiró la famosa escena del fémur blandido por la mano diestra de un tal Moon-Watcher (‘Mirador de la luna’) que daba golpes a diestro y siniestro a unos huesos de tapir, de la novela 2001: una odisea espacial, de Arthur C. Clarke y de la película que Stanley Kubrick hizo a partir de aquel libro, lo que me da autoridad para poner los puntos sobre las íes y esclarecer de una vez por todas que la escena, en realidad, fue el resultado de una berrinche de un sobrino mío –muy poquita cosa y bastante malcarado, por cierto, pero ni de lejos tan feo como el bufón simiesco de la pantalla, que parece más un antepasado de los pan que de los homo–, un protomacho alfa que lo único que miraba era su ombligo y que aquel día estaba cabreado con las abuelas por un castigo que creía injusto..., y mi propósito es hacer un poco de luz sobre una guerra que ocupa grandes titulares a oleadas y de la que quizá habéis oído hablar: la guerra protagonizada, al parecer de algunos marisabidillos, o para ser más exacta, de la mayoría de los especialistas en redactar noticias efectistas a partir de descubrimientos paleoantropológicos, por los restos de una servidora y los de un fósil apodado Little Foot, declarado rival mío por no-se-sabe-quien; una guerra más bien dialéctica, pero que muestra muchos de los ingredientes que caracterizan los preliminares de una típica confrontación armada (manipular la información, repetir determinadas mentiras hasta que se conviertan en verdades, provocar miedo e inseguridad, incitar al odio y a la violencia...); una controvertida guerra “de los ancestros”, que, a mi parecer y por el mismo precio, también podría denominarse “de los sexos”, o incluso “de las razas”, como acto seguido veréis.
Sin embargo, en primer lugar, permitidme que reproduzca algunos de los titulares que publicaron los medios escritos que cubrieron la noticia: los instigadores en realidad de los malentendidos que me han obligado a tomar la palabra después de tantos y tantos milenios.
«Little Foot, el australopiteco que pugna por ser nuestro antepasado. El pequeño ‘hombre mono’ sudafricano vuelve a la carrera por el título de antepasado del primer hombre»
«Little Foot compite en antigüedad con Lucy»
 «Little Foot, más viejo que Lucy. Este protohumano piloso ya no tiene que luchar con la pequeña Lucy, su famosa prima etíope, para convertirse en el antepasado del primer hombre»
«Little Foot es el homínido más antiguo jamás identificado, y Sudáfrica, la cuna de la humanidad»
¡Qué titulares más inocentes en apariencia!, ¿no?... Pero qué enredadores y qué malapata tienen, si nos paramos a analizarlos.
La primera consideración a constatar tiene relación con el sexo, porque debéis saber que, a pesar de la aparente asexualidad del nombre del sujeto en cuestión –Little Foot–, bien por desidia bien por maldad todos los adjetivos que se le aplican denotan una patente parcialidad sexual que lleva a engaño y niega la realidad, desvirtuándola tras una opaca cortina de genericidad..., pues, como ya habréis supuesto vosotros, y habrían podido averiguar los autores de los artículos si no presupusieran tanto y hubieran leído la noticia de la comunidad científica entera y no una parte, Little Foot no era macho, sino hembra; una hembra como yo, pero de África meridional en lugar de la oriental. ¿Podría explicarme alguien por qué hacer referencia al sexo de un fósil parece un dato accesorio para la inmensa mayoría de mass media cuando no se es varón?... Pues bien, ahora va y resulta que una pobre infeliz que no tiene ni nombre propio –porque ya me dirás tú a quien se le pudo ocurrir nombrar los restos de un esqueleto hominini casi entero como Little Foot (‘Piececitos’, ¡qué miseria!), cuando se aprecia claramente que tiene los despojos podales que es pueden esperar de una australopiteca media. Todo, menos ponerle un nombre de mujer, que era lo que tocaba; que mira que hay –¡suerte tuve que, en el momento de bautizarme, los miembros del grupo que me encontró estaban escuchando la alucinante canción beatlera!, que, si no, ¡vete a saber qué parte de mi esqueleto hubieran elegido para nombrarme, si por no tener no tengo ni cabeza!–... Bien, como iba diciendo antes de la diatriba misandrocéntrica: ahora va y resulta que, a raíz de la reciente redatación de sus restos, dicen que Piececitos podría ganar la “Guerra de las ancestras” y quitarme el título de madre de la humanidad, ¡un título que ostengo desde hace más de cuarenta años!... ¡No hay derecho!, ¡no!, pese a que el sofisticado prometheus con que la han apellidado pueda tener aparentemente más prestigio que mi afarensis; porque sí, es cierto, no lo puedo negar: estar emparentada, aunque sea taxonómicamente, con el Prometeo mitológico parece más chic que tener como filiación el gentilicio de una tribu cualquiera, por más que tenga lengua propia y algunos piensen que pueda ser el étimo del topónimo de todo el continente.
Y ahora ¿qué se espera de mí?... ¿Tal vez que me levante en armas, que esgrima la verga que no poseo y, marcando bien marcado mi territorio inmaterial, expulse a trancazos del paraíso de la fama evolucionista la desgraciada que, según dichos señores, se atreve a disputarme la corona que, por derecho y antigüedad, me pertenece?... Ni hablar del peluquín, que se la metan donde les quepa –la corona–, que nosotras continuamos como siempre, en tierra de nadie. No entiendo qué os empuja a hacer de todo una rivalidad, incluso de aquello de lo que es ridículo hacerlo... ¿Un gen extraño?, ¿una mutación silenciosa?... Dejémoslo estar, por el momento.
La segunda consideración tiene que ver con el locus typicus (‘localización geológica’), y también con la raza –o etnia, si consideráis que el término ‘raza’ tiene demasiado connotaciones xenófobas–, sobre una hipotética pugna entre homínidos sudafricanos y etíopes, y para hablar de ello me remito al último de los titulares susodichos: «Little Foot es el homínido más antiguo jamás identificado, y Sudáfrica, la cuna de la humanidad».
¿Se puede saber qué os pasa, a los occidentales, con África?... Todos venimos de allí, queráis o no queráis. Y otra cosa, ¿por qué me da la impresión que la posibilidad de que la “cuna de la humanidad” sea Sudáfrica y no Etiopía genera más simpatía entre periodistas y público lector en general?... No sé, es como si la falaz predominancia de los WASPM (White Anglo Saxon Protestant Man) –o de los WECM (White European Catholic Man), si lo preferís, porque sois antiyanquis– no conociera fronteras; como si, en el rinconcito más recóndito de su corazón, los paladines de Piececitos tuvieran la esperanza de encontrar un ancestro más claro que los salve de la insoslayable negrura africana, un fósil adalid que legitime de una vez por todas el irreducible pedigrí de la supremacía blanca... ¡No!, ¡si todavía resultará que los negros sudafricanos son menos negros que los negros etíopes!

Bien, por fin he podido comunicarme con Piececitos, la he puesto al corriente de todo y la situación la ha sublevado tanto como a mí. “¡Basta ya de conjeturas y especulaciones! Estoy harta de que nos instrumentalicen!”, ha exclamado. ¡Ah!, y en cuanto a nuestra ‘guerra’ particular, hemos quedado como amigas y, tras una corta deliberación, hemos decidido compartir como buenas hermanas la corona de madre y ancestra de la humanidad hasta que aparezca otra, u otro, nunca se sabe, ¡total por unos centímetros más o menos y algunos miles de años arriba o abajo! Ya lo sabéis: dos no riñen si uno no quiere.
Y, para terminar, dejadme deciros que es tan verosímil que yo haya escrito esto como que algún día encontréis a vuestra Eva fosilizada entre diamantes.


Encarna Sant-Celoni i Verger. Publicado, en catalán, dentro de Impostures. Blablablismes i altres koales. Con ilustraciones de Manola Roig. Ed. El Petit Editor. Cullera, 2016. (traducción de la propia autora).


* BAJO TIERRA SIN DIAMANTES.

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