(ESTE RELATO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA NUEVA DIMENSIÓN, nº extra 5, enero 1971, p. 91-114, publicación de la cual lo hemos transcrito)
© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.
© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.
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Había cesado de nevar, y un repentino viraje de la rosa de los vientos alejaba las nubes. En el cielo sin luna titilaban las estrellas, como lamparillas que intentasen sobrevivir contra el vendaval.
Muchas horas habían transcurrido desde que la campana del monasterio llamó para las últimas oraciones del atardecer, y la única luz que irradiaba sobre aquella tierra inhóspita eran los dos cirios que velaban en el altar, hasta que a la medianoche fuese anunciada la buena nueva.
Por eso, si alguien hubiese observado en el silencio, habría admitido en su alma ingenua, dispuesta a abrirse al milagro, que la oscura calma fuese desgarrada por aquella esfera de fuego. Era la Noche y Dios renacía eternamente.
La gigantesca máquina de metal incandescente había concluido su camino. Después de años y más años de un vacío sin fin, repleto de soles flameantes, se hundió en el légamo del marjal y un humo se alzó silbando, hálito ponzoñoso. El pantano se iluminó de fuego verde, en el que estallaban fosforescentes burbujas.
La nave se apagó en plata oscura y comenzó a hundirse con un balanceo lento y glotón. Dentro se oía un ruido de lucha, sin voces. De pronto, saltó una escotilla y dos manos engarfiadas se aferraron al borde en un forcejeo desesperado por alzarse contra una atracción que debía intentar retenerle hacia el fondo, a una segura tumba. Una masa viscosa se deslizaba ya por la abertura, la sombra se desasió y consiguió mantenerse un momento en pie sobre la plataforma de metal abrasador para caer con un impulso ciego y calculado, cruzar la ciénaga de un salto y tantear un asidero en los matojos.
El pantano acabó de succionar lo que fue una estrella errante, con un último eructo de bestia ahíta agazapada en la oscuridad.
Él se quedó en pie a la orilla del cenagal, tratando de orientarse en las tinieblas desconocidas.
El páramo se extendía como si fuese el hostil fin de aquel mundo. Manchas aún más oscuras que la noche señalaban las engañadoras turberas, que ahora sabía ocultaban un devorador peligro. Al fondo del horizonte, el eco del viento le envió una imagen. Era un círculo de negras piedras y su simetría indicaba un propósito. Aún irradiaban, envueltas en las ráfagas, oleadas de calor de astros almacenado y de materia viviente. Olor a sangre seca.
Del vientre de la tierra yerma se alzó un ulular hambriento. Una horda de seres grises, de pelaje hirsuto, pasó corriendo a su lado, en persecución de otro que saltaba derecho hacia la muerte segura, bajo la vegetación podrida. La nieve empezó a aguijonearle la piel desnuda, rodeándole como un enjambre de avispas blancas. Era un mundo salvaje y extraño.
Ignoraba las emociones, no había sido preparado para ellas, eran un aditamento innecesario, un lujo de su mundo, pero ansiaba la supervivencia. Volvió sus ojos, incapaces de distinguir los colores, hacia la fuente de calor que captaba con más fuerza en la dirección Sur. Allí brillaba un haz de luces y de su centro se encumbró el canto de un animal triunfante de las tinieblas, acompañado por una melodía metálica y rítmica, que más tarde sabría era la voz de las campanas. Comenzaba la medianoche mágica del año terrestre y caminó corriendo hacia ella.
Ya hacía mucho tiempo que los siervos del monasterio aguardaban, con la paciencia infinita de la miseria, el comienzo de la ceremonia; todavía no se habían encendido las velas del altar, y una luz íntima y misteriosa envolvía la capilla en neblina verdosa, dando la impresión de hallarse en el fondo del mar, acentuada por el dibujo triangular de los arcos que sugería las fauces de un monstruoso leviatán, dentro de cuyas entrañas esperaban el renacimiento a una vida mejor, en la noche cargada de misterio.
Las mujeres y sobre todo las muchachas llevaban las galas de fiesta que contrastaban con el pardo o gris uniforme de los hombres. El rosa se combinaba con el morado y el verde con el azul, por supuesto predominaba el rojo como ideal de color más bello, el amarillo se oponía al anaranjado y de las mangas pendían campanillas de cobre y en algunos más ricos hasta de plata, que tintineaban destellos. Llevaban ofrendas, panes recién sacados del horno, aves y corderos, cestillos con frutas secas, castañas, bellotas y avellanas recogidas en el bosque. Estaban sentados en el suelo o en las losas sepulcrales y un grupo de aldeanos jugaba una partida de cartas utilizando como mesa una de ellas. Había parejas que se unían tras las columnas; el espíritu medieval se encontraba a gusto entre el polvo y los gusanos, en su sensibilidad embotada.
El altar estaba adornado de muérdago y acebo, paganas ramas que rodeaban a las toscas imágenes, sólo cristianas en apariencia. Su realidad estaba en un sentimiento multiforme de vida que se introducía en una forma cristiana como durante milenios anteriores en tantas otras, igual que las estrellas indiferentes iluminan en su recorrido las casas de los hombres. Era el fin de una civilización que se descomponía sin madurar, como una fruta podrida, la expresión en el arte de una marea mental que se retira, abandonando restos del naufragio, hacia un eterno retorno de reconstrucción sobre la muerte.
Al fin, el órgano derramó su armonía de canto de arcángeles y pájaros y la puerta se abrió al fondo para dar paso al Padre Brendan revestido con una capa pluvial refulgente de oro, sobre el pecho la paloma de Espíritu Santo destellante de piedras preciosas. El altar se iluminó en un florecer de rosas en llamas y el humo del incienso ascendió hacia las sombras abovedadas.
El rostro ascético, semejante a una máscara de cera pegada a los huesos, se volvió hacia el pueblo en pie y su voz retumbó en el súbito silencio.
–Asombraos, Dios nace esta noche para que su sangre sea fuente de vida eterna, aunque no seamos dignos.
El cántico se alzó, blanco y negro como los hábitos de los novicios y los monjes, y desde el coro la oración de sus voces subía gradualmente de tono para levantar el corazón de los hombres.
Llegó el momento en que el sacerdote dobló la rodilla ante el milagro de la transustanciación y calló la música. El susurro de seda de los copos en las vidrieras se transformó en un roce de plumas doradas, en un mensaje de calma y libertad, de tregua en la lucha, que se derramaba más allá de la noche y del páramo.
Y entonces el pórtico se abrió de par en par y entró aquello, arrastrando tras él el viento nocturno, que barrió las luces con un torbellino de nieve. El mundo de fuera volvió a ser una cruel mordedura en la carne, una niebla helada y oscura, no relacionada al calor y la luz sino a la desesperanza y a lo desconocido. Entró un frío que erizaba los cabellos y estremecía la médula.
Era alto y delgado, su cuerpo se erguía muy por encima de las cabezas de los campesinos acostumbrados a doblar el espinazo sobre los terrones de los surcos. Estaba desnudo, pero revestido de légamo, cieno y sangre coagulada. Titubeando en su carrera, corrió hacia el altar, fascinado por el centelleo del oro y el calor de las luces, y al pie de los escalones cayó de bruces, los brazos abiertos en cruz y la boca contra el mármol.
Las mujeres gritaron y hubo un movimiento de huida en el rebaño. En sus mentes supersticiosas se agitaban confusas formas, ondinas, espíritus de las aguas, ciudades hundidas en el pantano; leyendas y fantasías ingenuas escuchadas a los titiriteros y a los frailes errantes, a cambio de una moneda de cobre o un vaso de cerveza agria y un trozo de pan negro.
El abad Brendan se volvió hacia el pueblo, y sus fanáticos ojos negros eran dos brasas.
–¿Qué podéis temer en esta noche, hombres de poca fe? Tenéis el alma seca a la caridad. Dios ha abierto la puerta para que acojamos a este miserable entre nosotros. Cerradla ahora y recordad que Cristo sufrió por todos los hombres, no sólo por vosotros.
Los cánticos volvieron a alzarse con un rumor de oleaje y se encendieron los cirios apagados por el viento. Terminó el sacrificio y los siervos se fueron aproximando, temblorosos, a depositar sus ofrendas en las gradas del altar, en torno a aquel cuerpo caído, que hedía a ciénaga bajo las nubes de incienso. El Padre Brendan se despojó de la cruz que centelleaba sobre su pecho con un fuego de oro y rubíes y todos se fueron arrodillando por turno, con un orden de respeto, para besarla. Por último se acercó a aquel pobre ser desnudo que tiritaba sobre las losas y se la presentó. Se incorporó y sacudió de su rostro los cabellos cubiertos por un caparazón de nieve helada para mirarla, después tendió sus manos ávidas hacia ella, sus dedos la recorrieron, acariciándola, amparándola en el hueco de las palmas como si le desentumeciesen las ascuas escarlata de las gemas. La apretó contra su corazón con un gesto posesivo y una sonrisa iluminó la cara ascética del monje, que pasó la cadena de oro a través de la cabeza del extraño. Inmediatamente dejó de tiritar y estremecerse, como si la sangre se descongelase en sus venas, al contacto del oro con su piel.
Cuando la iglesia quedó vacía, los monjes recogieron aquel cuerpo que necesitaba la salvación, porque tal vez, seguramente, encerraba un alma inmortal que errase perdida en las sombras, lejos del encierro del cuerpo, ajena a ese momento de espera, como la semilla que aguarda a germinar en la tierra, roto el encierro de la cáscara.
Le lavaron las heridas con aceite y vino caliente, hasta que consiguieron bruñir la piel con un color de marfil patinado. Le limpiaron de barro los largos cabellos, que a la luz de la mecha del candil lucían insólitos reflejos de un matiz violeta. Los ojos, muy abiertos e inexpresivos, tenían unas pupilas enormes, semejantes a las de las fieras que ven en la oscuridad, y el iris gris estaba moteado de partículas doradas, como las que el hermano Kinadus pegaba con meticulosidad en la inicial del nombre de Dios.
No poseían más ropas que sus deteriorados hábitos y se vieron obligados a vestirle con uno raído y lleno de torpes remiendos. Rechazó con repugnancia el vino y la carne fiambre, pero devoró con avidez animal una escudilla de legumbres secas cocidas con nabos, casi hirviendo. Les extrañaba su silencio.
Le guiaron hacia el dormitorio común, y se dejó acostar en una de las duras yacijas.
No protestó cuando el abad la roció con un hisopo, para ahuyentar a los demonios que acechaban un momento de debilidad en la carne, durante el descanso, y a los espectros de la noche, pero tuvo un momento de sobresalto cuando las luces se extinguieron, y su mirada quedó clavada en la lamparilla roja que ardía bajo la tosca imagen de la Virgen.
Los monjes también se tendieron sobre las tablas que les servían de lecho, sin despojarse de lo que a aquel ser le parecían pieles artificiales que cubrían el desnudo de sus cuerpos. Quedaron inmóviles. No comprendía el sueño, nunca dormía, para él esa necesidad fue suprimida al elaborar la maqueta de su mente. ¿Muertos? La muerte sí la comprendía, era un estado instantáneo en el que se borraban el pasado y el porvenir, sustituible por otro engranaje, para que el orden y el ritmo no se alterasen. Algunos monjes comenzaron a removerse inquietos y de sus labios se escapaban sonidos confusos.
Algo le faltaba, el continuo golpeteo de las gotas sobre el techo de su celdilla metálica, aislada entre el laberinto de túneles y celdas de la colonia, y en la inmensa bóveda transparente que les protegía de la eterna lluvia los nubarrones grises y la sacudida de las descargas eléctricas. El zumbido de las máquinas a las que servía, condicionado para ser su vigilante sin descanso, con la misma meticulosidad para cumplir una función que los milenios de la Tierra ponen en construir el pico de un ave o los apéndices de un insecto. Siempre encerrado en un sistema clausurado.
No le habían despojado de la cruz, sus manos la acariciaban mecánicamente y sentía que una fuerza desconocida irradiaba de ella, estremeciendo sus complicadas conexiones nerviosas y a la que su cerebro no podía clasificar. Era la misma energía que había captado al cruzar corriendo junto al círculo de enormes piedras, en la llanura oscura, algo nuevo que debía estructurar, analizar y comprender, si estaba obligado a encajar en este mundo.
Mucho antes de que la luz del día acariciase las paredes encaladas, la campana dejó escapar sus sonidos lentos, graves y metálicos, que ahuyentaron las pesadillas nocturnas. Todos se levantaron, tras hacer aquel gesto incomprensible desde la frente hasta el pecho y de hombro a hombro, aquel gesto que debía obedecer a un sentido y estar cargado de significado pero con el que le resultaba imposible identificarse.
Sus dedos volvieron a palpar maquinalmente esa forma perfecta de equilibrio que reposaba sobre su pecho y la corriente del conocimiento le sacudió durante un instante.
La procesión negra y blanca se encaminó otra vez hacia la capilla, con un ajustado arrastrar de sandalias sobre los corredores enlosados de mármol, como un tablero de ajedrez. De trecho en trecho, la pálida luz de las antorchas materializaba la hilera de fantasmas encapuchados, que soñolientos y con el estómago aullante se encaminaban hacia el coro glacial, para ahuyentar con su canto al enemigo que está escondido al acecho de una grieta en la muralla.
Se unió a ellos; tanteando en aquella geometría de tinieblas, albura y penumbra brusca, hacia las radiaciones de calor que le guiaban hasta la iglesia, donde los candelabros iluminaban con violencia la piedra en la que fraternizaba el bosque rechazado por el cristianismo, secretamente ligado a las imágenes por un caos de hojas y animales entrelazados con ellas en uniones inquietantes y ambiguas. También allí estaba presente la energía desconocida, ajena a todas las energías conocidas de la materia. Gritos furiosos de la piedra en anónimas corrientes subterráneas del infinito. La selva druídica intentaba una brutal y paciente revancha sobre el martirio redentor del Hombre.
A una señal del abad Brendan, se corrieron para cederle un asiento en el banco del coro. Su mente fría se quedó arrebujada, a la espera, en blanco. Y de pronto surgió la maravilla del órgano y las voces, ordenadas en octavas, un número perfecto; en acordes e intervalos que se combinaban como una matemática transfigurada en armonía, para abrirle un universo nuevo en el que los números se traducían en ondas sonoras, despertando en él una reacción de asimilación iluminada en la que su cerebro se convertía en un receptor, que captaba y archivaba, esforzándose por analizar el mensaje de los sonidos. Era un éxtasis de ecuaciones sublimadas. Y ante él cedían y se borraban datos almacenados en zonas silenciosas, inundándole de una sensación desconocida, al despertar con las cifras armónicas empalmes complicados y sutiles. Un álgebra que era un torbellino ordenado, superior, que venía a colmar un cero, una incógnita.
Después volvió el silencio y la realidad de su mundo sin matices, recortado en dura luz y sombra, ciego al calor, que sus diseñadores consideraron superfluo, con su extraña visión que tan solo reaccionaba al calor de los rayos infrarrojos, porque podían ser un índice de fatiga en las máquinas para las que fue organizado su porvenir de esclavo.
Tuvieron que sacudirle para que les siguiese hasta el refectorio. Vació su cuenco lleno de avena molida y leche como un autómata, sumergido aún en el eco.
Ignoraba que a su alrededor se había roto por su culpa el voto de silencio y los monjes discutían el camino hacia el que debían orientar su destino. Aquel amanecer no se leyó ninguna leyenda de santidad.
El hermano Finian fue el primero en protestar:
–Padre Brendan, ¿no será un enviado del demonio?
–El no ha rechazado la cruz –respondió el abad sonriendo–. Y vino a nosotros desnudo, solitario, acuciado por el frío y el hambre, perseguido por los lobos, en la Noche en que nació el Redentor. Es un enviado.
–También el Anticristo será un enviado –murmuró un novicio, y al cruzar su mirada con la severa del abad enrojeció por su atrevimiento.
–Es un pobre de espíritu. Si practicáis la ley, estáis obligados a la piedad.
–Yo más bien creo que es un gitano, uno de esa raza maldita que ha comenzado a extenderse como una plaga –terció el anciano hermano Columban–. Y tal vez lo que le atraiga en la cruz sea tan solo el oro y los rubíes, desaparecerá con ella en cuanto no le vigilemos.
–Y si así fuera –replicó el abad–, también sería suya. Yo ya se la he cedido, para que la adore o la venda.
–Pero ¿qué haremos con él? ¿En qué tarea podremos utilizarle?
–Por ahora es necesario mantenerle constantemente ocupado, así el demonio no podrá ocuparse de él. Puede ayudar a moler el grano, a limpiar los suelos, acaso sea capaz de guardar el ganado o cultivar el huerto.
–¿Será sordomudo? Aún no le hemos oído algo semejante a una palabra, ningún sonido ha salido de sus labios, ni siquiera una queja de dolor cuando curamos sus heridas.
–Estoy seguro de que oye. Yo he visto que temblaba igual que un poseído cuando hemos entonado el himno «Salve, cabeza ensangrentada, de espinas circundada».
–Hermano Patricio, parece que prestabais más atención al extranjero que a la oración; puede que unos disciplinazos os ayuden a no olvidar, en las apariencias de la carne, la atención que debe ser dirigida hacia Dios. Pero veamos primero porqué no habla, si es por ignorancia de nuestro idioma, ya que podemos dar por descontada su ignorancia del latín, o es por una anormalidad de su cuerpo.
Por señas, el Padre Brendan le indicó que abriese la boca; el extraño le miró sin comprender, con sus grandes ojos vacíos de espíritu.
Entonces se levantó un hermano y, después de persignarse por temor al demonio que podía escaparse al encontrar una salida para la conquista de un alma mejor, le empujó con rudeza la mandíbula hacia abajo. Se dejó hacer, pasivo, sin resistencia, y un grito de espanto hizo acudir a todos.
–¡Oh, Señor! –exclamó el abad– No tiene lengua. ¿Qué puede significar este horror?
Surgida de una abominable visión infernal, la fantasía de los monjes vio brotar, en la luz cenicienta del amanecer, la sombra del verdugo, con su capuchón rojo ocultando el rostro anónimo a la vergüenza y unas tenazas oscuras y ardientes en la mano.
–Tan solo la blasfemia o el perjurio merecen ese castigo –comentó el abad– Pero a este hombre no le han arrancado la lengua, no hay señal de cicatriz, nació sin ella.
–Entonces, la justicia de Dios castigó en él los pecados de sus padres.
–No confundáis la justicia con la Gracia –respondió el Padre Brendan–. Una privación puede ser un don divino.
Mientras, el extraño les miraba, como si sus pupilas no los viesen, vueltas hacia una abstracción interior, sin impaciencia ni espera. Un rostro perfectamente sereno, ignorante del dolor, de la angustia y de la muerte. El abad pensó que aquellos rasgos tenían la pureza inhumana de un arcángel o la ausencia de emociones de un monstruo, creación del Mal. Podría ser el desarraigo extremo de la desesperación.
–Bien –cortó el Padre Brendan–. He sido demasiado tolerante: humillémonos en la oración, porque hoy hemos roto uno de los votos de la Regla. Después, aunque sea el día de Navidad, como penitencia, nos dedicaremos al trabajo. Hermanos: «Orare et laborare», que la serpiente siempre acecha.
Todos se arrodillaron e inclinaron sus frentes en el polvo, después rezaron, con un murmullo devoto, una plegaria de arrepentimiento por haber cedido a la tentación de la curiosidad. A un gesto del abad, se desperdigaron en busca de sus quehaceres, y el extraño se quedó tan solo como un perro sin dueño.
El abad quería darle la oportunidad de que la absoluta necesidad le empujase a llenar su vacío en la búsqueda de su auténtica patria espiritual, el reino celeste.
Se incorporó con lentitud y sus pasos guiaron automáticamente su cuerpo hacia la escalera que en espiral conducía al campanario. En los escalones latía un débil eco de calor que aumentaba al ascender. Y arriba el enorme mundo desconocido, la blancura deslumbradora de la nieve, bajo esa brasa esférica y roja que calentaba la sangre e ilusionaba los ojos, con su longitud de onda distinta que su mente registraba en un susurro leve de maquinaria a la que se suministra energía nueva.
A su alrededor brillaba el encaje de piedra, adornado de estalactitas de carámbanos, y sombras de niebla se alzaban en los pantanos. Sobre su cabeza flotaban seres que no sabía clasificar, lanzando gritos sin ritmo, no como la maravilla calculada en los sonidos de esos otros seres de abajo, semejantes a él en su estructura exterior. Inesperadamente golpeó la campana, la piedra toda pareció derrumbarse hacia la inmensidad, como el eterno aguacero que caía en catarata sobre la bóveda protectora de su mundo. El ruido le cegaba, abría espacios inmensos, y anheló la seguridad de su celda metálica. Todo el universo oscilaba y se hundía en una nada. Ansió límites, paredes, funciones mecánicas que cumplir, parpadeos intermitentes de control.
Descendió a la carrera, tambaleándose, borracho de sensaciones desconocidas, a buscar un refugio abajo.
En el remanso de paz del taller, los monjes, sentados en los pupitres de madera desnuda, inclinaban las tonsuradas cabezas y las lentas horas se deslizaban en completo silencio. Se entendían por señas y sólo se oía el rasgueo de las plumas de ganso sobre el pergamino, dibujando las palabras y dejando libre tan sólo el cuadrado donde iba a ser trazada la inicial de Dios, que un hermano pintaba con un fino pincel, mojando en una concha marina en la que finas hojas de oro, delgadas como papel, eran mezcladas con goma fresca yagua templada, minuciosamente, con cuidado de que las ricas partículas de metal no se introdujeran bajo las uñas al remover con los dedos. Otros añadían arabescos y flores de colores fantásticos, fruto de recetas heredadas. Un fuego de troncos en la chimenea enviaba ráfagas de ardiente escarlata
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El extraño tomó entre sus manos un manuscrito. Sus dedos vibraron, antenas receptoras dotadas de sentidos desconocidos para la humanidad, y los nervios transmitieron al cerebro, en conexiones instantáneas, más rápidas que el razonamiento lógico, combinaciones, leyes y similitudes.
Las formas estilizadas retrocedieron desde la esquematización a los primeros signos figurativos y los recrearon en su progresiva abstracción, tendiendo puentes entre el ritmo de esas abstracciones y la imagen, con una fuerza disciplinada, una corriente de fuera a adentro y una respuesta de dentro a afuera. La máquina de su cerebro traducía no las palabras, sino el pensamiento, los conceptos ocultos en los signos; había estado esperando a ponerse en marcha, para registrar, con velocidad electrónica y con memoria indeleble en zonas libres, neuronas vacías, próximas a otras células nerviosas ya ahítas de ecuaciones y cálculos perfectos. Fue un momento de iluminación, que le aproximó a sus nuevos hermanos humanos. Su lógica emparentaba con la intuición del misticismo.
Y al mismo tiempo sus dedos descubrían los colores y el monótono mundo negro, gris y blanco, se llenaba con el maravilloso resplandor del espectro solar; también era capaz de leer la suma de los elementos, en su gama ascendente y descendente, y los matices se transformaban en sonidos. El texto íntegro le hablaba con la voz de los hombres y cantaba con la armonía que iba desde más allá del violeta hasta más abajo del rojo.
El hermano Germanus, que le había estado observando, atrincherado contra las corrientes de aire por barricadas de legajos, debió percibir en él algo tan insólito que, olvidando el precepto– de silencio y el reciente castigo por haberlo quebrantado, corrió gritando hacia la celda del Padre Brendan, único que tenía el privilegio de una vida privada, sin eterna vigilancia y sin testigos. A veces se acusaba a sí mismo de soberbia por el placer que respiraba en el aislamiento.
Apremiado por las explicaciones confusas que no comprendía y temiendo una catástrofe, el abad cruzó con paso inquieto y precipitado los corredores. Él, que nunca perdía la calma, obligado a ser un ejemplo constante de dignidad serena.
Una mirada al rostro del desconocido le bastó. Algo parecía haberse resquebrajado en su cara, como si a través de una máscara inexpresiva brillase la luz titubeante de una bujía.
–La luz de Cristo –exclamó, alzando las manos hacia el cielo– disipa las tinieblas del corazón y la mente.
El extraño escuchó, con sus metálicos ojos fijos, escrutadores, en los del abad, y su dedo índice, como la aguja de un imán, recorrió la página y señaló la línea en donde estaban las palabras pronunciadas, después las fue indicando una a una. Los signos y las voces de los hombres obedecían a un orden, y la máquina matemática de su cerebro solucionaba automáticamente el problema.
Algunas voces gritaron ¡Milagro!, pero una mirada imperiosa del Padre Brendan las cortó en seco.
Aunque ya había registrado y archivado muchas palabras, más tarde trataría de interpretar y desentrañar el significado de esa palabra: milagro, que parecía producir un desasosiego en el jefe del grupo. Aquel mundo rebosaba de conocimientos nuevos, encerrados unos dentro de otros, para que él los fuese sacando de su prisión, los transformase en útiles y los adaptase como aptos... Milagro; ¿qué significaría?
A partir de ese día, cada momento fue más fácil. Sus manos estaban dotadas de una inteligencia propia, parecían trabajar autonomizadas del cerebro frío, que se despertaba al calor de las ideas. Había sido proyectado como un campo de fuerzas que, liberadas ahora, poseían una extralucidez preñada de posibilidades.
Rápidamente, aprendió a copiar los signos escritos. Los monjes le proporcionaban tablillas enceradas en las que podía grabar preguntas. El pergamino era demasiado valioso y no podía ser utilizado más que para los himnos y las palabras sagradas.
Y sus hábiles dedos sabían trabajar el duro marfil para hacer maravillosas tapas a los misales. Combinaba sobre él incrustaciones de piedras preciosas, en estructuras de colores y formas, buscando a través de las líneas geométricas la posesión de la Tierra y de sus dioses. El oro y el centelleo de las facetas podían ser esquemas que le sirviesen de base, pero seguían siendo signos, no conseguía expresiones. Copiaba los ojos hipnotizados de las figuras bizantinas, erguidas en su fondo brillante, que no era una verdadera superficie ni una auténtica profundidad, no eran el enunciado de una idea, les faltaba el dominio coherente de las equivalencias. Sus manos buscaban incansablemente el espíritu, con sus instintos a un tiempo ciegos y clarividentes, que trataban de analizar y clasificar la creación ilógica.
Preguntaba a los hermanos, unas veces en un lenguaje de gestos convenidos, otras en cortas frases escritas, pero las respuestas no le colmaban. Admiraban su habilidad, también había conseguido con facilidad leer la música y sus dedos recorrían los registros del órgano sin titubeos, encontrando siempre la nota exacta, aunque en su medida había una cualidad inhumana y una búsqueda que no comprendían. Todo le era fácil, tal vez si hubiese encontrado una imposibilidad conseguiría abrir esa puerta de ausencia. Intuía que tenía que individualizar la máquina de su mente y nadie sabía ayudarle, ninguno comprendía, tan solo era admitido por su miseria y su inocencia.
En el refectorio, saturado de olor a humedad, a incienso y a vahos de cuaresma, reinaba tal silencio que hasta se oía el zumbido de las moscas refugiadas del invierno contra los vidrios amarillentos. El padre superior le observaba, aislado en su mesa, flanqueada a los lados por las mesas estrechas de los frailes. Era una sombra recortada contra la pared enjalbegada, bajo un icono bizantino que representaba al Precursor, San Juan Bautista.
Decidió visitarle en su celda; era el jefe, podía tener una solución a la incógnita.
–¿Quién es? –preguntó el abad con tono sereno.
Volvió a llamar, no podía contestar de otro modo.
El padre Brendan intuyó quién esperaba fuera, sabía que un día acudiría.
–Pasa, hermano –en su voz había ahora calor.
Un pálido rayo del sol de febrero se deslizaba entre los barrotes, y sobre la mesa se amontonaban gruesos volúmenes encuadernados en vitela gastada, hojeados miles de veces. Sobre ellos, una calavera hacía oficio de pisapapeles y recordatorio.
El extraño la miró con asombro, reconociéndola. Era esa estructura interna cuya composición química sabía y de un valor aprovechable ínfimo.
El abad siguió su mirada, pero antes tenía preparada otra pregunta.
–¿Cuál es tu nombre? Necesitamos nombrarte.
Contestó con sus trazos casi instantáneos.
–En el mundo del que vengo no tenemos nombres.
El padre Brendan leyó y le miró después con tal sonrisa que se sintió aligerado y con el corazón más caliente.
–Perdóname, aquí no preguntamos a nadie de dónde viene, pero creo que sí te debo hacer una pregunta. ¿Cuál es tu religión?
El otro sacudió la cabeza: ¿qué podía responder? Números, más números y búsqueda.
–Ya veo, sin una religión pero con una fe. Sacrificas a Dios sin conocerle –reflexionó un momento–. Tendrás un nombre.
Acudiste a nosotros en la noche del nacimiento del Señor: te llamaremos Noel, y recibirás el agua de la vida eterna.
La mirada gris y dorada se clavó radiante en el abad, con la misma expresión de inocencia asombrada que la de un niño que recibe un regalo sin merecerlo. Después, sus ojos se volvieron otra vez hacia la calavera.
–¿No temes a la muerte?
Repitió el gesto de negar con la cabeza que había aprendido de los hombres.
–No la temes porque la ignoras; su conocimiento es necesario para recibir la eternidad. Desde mañana empezarás a cavar tu tumba, como hacen todos los hermanos.
Es posible que así llegue también a tu alma el saber a través de tus manos. Y ahora vete con Dios, hermano Noel, puedes volver cuando lo desees.
Noel estaba acostumbrado a obedecer. Inmediatamente, con la sumisión de un mecanismo perfecto, se encaminó hacia el cementerio de los monjes, que se extendía detrás del huerto de la abadía, defendido del viento del páramo por una tapia descuidada y en el que no había ni lápidas ni nombres, solo la eterna cruz sobre los montículos de tierra indicaba el lugar bajo el que dormían el sueño de la muerte hermanos anónimos. Los sepulcros de la iglesia eran un lujo destinado a los bienhechores del monasterio.
Allí, como única concesión a la fantasía, en un horror de belleza, estaba representada la Muerte, pintada en el hueco de una hornacina; un esqueleto con alas de murciélago y corona de emperador que se precipitaba en un galope, armado de una flecha y un arco.
Indiferente a la representación, acarició los matices de la pintura; rosa, malva, un fondo de posos de vino, con manchas anaranjadas y de un ceniciento azul; la materia en descomposición daba una calidad preciosa y efímera a los vulgares colores empleados. Sus dedos analizaron la composición química, pero había algo más, inaprensible en fórmulas. Abajo, en el hueco de la abierta capillita, se amontonaban sin orden más estructuras interiores de cuerpos: huesos, esa era la palabra. Los pisó, indiferente a su chasquido muerto de protesta. Debajo encontró una pala y buscó un hueco libre entre los matorrales donde comenzar a cavar. Otra costumbre incomprensible de los hombres.
En su mente resonaba un zumbido de grabaciones recién adquiridas, un ritmo subterráneo. Se había encendido una nueva señal, tal vez la de la revelación del espíritu. Tenía un nombre y lo repetía sin fatiga: Yo, Noel. Yo, Noel. Ya no había sido arrojado a este mundo, estaba ligado a él por la fuerza del nombre. Había recibido el inapreciable regalo de un nuevo nacimiento individual.
Hundió la pala en la tierra endurecida por la escarcha, que cedió rajándose como un espejo. Debajo el suelo rezumaba humedad, que olía a podredumbre, y los terrones se iban amontonando al borde mientras él se hundía en el agujero.
Y, de pronto, aquello surgió a la luz del sol; se arrodilló y, cuidadosamente, lo acabó de descubrir con las manos. Minúsculas galerías que se extendían en laberintos ordenados, y celdillas donde las larvas esperaban a ser condicionadas mediante la privación o la dosificación del alimento. Formas de vida distintas para ser transformadas en útiles que sirvieran a la comunidad: guerreros, siervos, seres asexuados, machos bien alimentados. Sus dedos ágiles y sensibles sacaban al sol ese mundo enterrado.
Al fondo, en el centro, estaba la madre, procreadora indiferente de la vida, máquina sin descanso. El calor hacía salir de su letargo a los insectos, y sus antenas se agitaban para comunicarse y organizar el retorno a la labor.
Todo tan igual, tan equivalente a su propio mundo.
Se tapó el rostro con las manos, manchadas de barro. Dentro de él se extinguía el alegre zumbido: Yo, Noel. Yo, Noel. El nombre adquirido había perdido su valor de intermediario. Hincado en el fondo de la fosa, se dejaba invadir, pasivo, por el recuerdo.
Un ruido de pasos le volvió a la realidad.
Al borde de la sepultura recién cavada, el Padre Brendan le miraba con una expresión de infinita compasión y ternura. Él le devolvió la mirada, y en sus ojos había lágrimas.
–Creo que ha sido una buena lección, hermano Noel –y al mismo tiempo le tendió las manos para ayudarle a salir de la fosa, indiferente al cieno y los gusanos adheridos a las del otro–. Hoy has recibido la bendición del llanto, la distancia que te separa de nosotros es ya muy corta. Has descubierto el sufrimiento y ya eres libre de tu destino. Ahora te ayudaremos a encontrar a Dios, que espera dentro de ti. A través de la enfermedad, del trabajo agotador, la necesidad, la tortura, el terror y la renunciación. Todo eso es su amor creador. Así le crearás en ti y él te creará para la eternidad.
Un repique de campanas y el canto de los frailes les llamaron hacia la capilla, encendida como una gigantesca flor de magia que se abriera al calor de los cirios.
Afuera dejaron una amenaza de borrasca.
El pantano helado semejaba una placa de metal gris, recubierto de óxido verde, y el cielo, cada instante más bajo, amenazaba aplastar la tierra.
Durante toda la noche el viento rugió, aulló y estalló en burlonas carcajadas, como si el mismo Satanás, sentado en la torre del campanario, se burlase de los hombres y se filtrase en sus almas con un soplo helado de nada, de anulación. La nieve rondaba en torbellinos lentos, como blancas bestias fatigadas, en lucha con la gravedad. Y, a lo lejos, el mar bramaba contra los cantiles. Del bosque venía un lamento de dolor pagano.
A la mañana siguiente, la tormenta se había tragado los caminos, pero en el aire en calma solo flotaba un polvillo plateado.
Los campesinos comenzaron a acudir, en bandadas, para pedir comida y ayuda para los enfermos, y trajeron en cambio noticias.
Se habían visto fuegos encendidos entre los escollos, falsas señales para los barcos que buscaban refugio, cegados en la tempestad. Aquel día hubo mucho trabajo en el monasterio, repartiendo grano de los almacenes, hierbas medicinales que ellos mismos cultivaban en el huerto, cerca del cementerio, frascos del famoso elixir cuyo secreto solo poseían los monjes. Todos se sentían agotados, habían permanecido durante la noche anterior en oración, en la capilla glacial, por los viajeros extraviados en las tinieblas y los náufragos que luchaban con las olas. Las pobres almas que abandonaban el cuerpo, sin esperanza y sin consuelo, y ahora había que atender la miseria de los vivos sin descanso. Pero el Padre Brendan dispuso que al otro día, después de la misa del alba, irían a la playa para enterrar a los muertos.
Noel permaneció leyendo durante toda la noche, para él no existía el sacramento del sueño y aprovechaba su tiempo, como si un oscuro cálculo le hubiese dado la medida de lo efímero que le aguardaba.
Sus dedos ateridos hacían renacer los escritos borrados en los palimsestos y se calentaban al rescoldo dorado de los fondos bizantinos. Lo que no comprendía, su memoria infalible lo archivaba, palabra tras palabra, en espera de la iluminación. Bajo las leyendas de los santos, desentrañaba teoremas y leyes de geometría de antiguos escritos griegos que se combinaban en su mente, tanteando analogías: la necesidad incomprensible del milagro y la necesidad lógica de las matemáticas.
Cuando se oyó el clarín matinal del gallo, la campana de la abadía respondió con un tañido triste.
Los lobos merodeaban cerca de las puertas del monasterio. Había pájaros muertos, cristalizados por la escarcha.
Los monjes emprendieron el camino hacia el mar, hundiendo en la nieve los pies descalzos dentro de las sandalias. Llevaban palas y linternas encendidas. Noel apretaba la suya contra su corazón helado.
Cuando llegaron a la orilla, los blancos escollos hacían que el agua destacase aún más negra, hirviendo en remolinos de pez derretida. Vieron una sombra aún más oscura que las olas, agachada entre los guijarros, ocupada en rebuscar el botín vomitado por la galerna a la costa. Estaba tan abstraído recontando su tesoro de tablones y telas empapadas, barriles desfondados y objetos sin nombre siquiera, que no advirtió la procesión que se aproximaba, zigzagueando a través de los escollos. Había dado con un cofrecillo del que se escapaba un delicioso tintineo de monedas e intentaba forzar la cerradura con un cuchillo para contar su nueva riqueza. Por su imaginación desfilaban los jarros de vino y las mujeres que podría pagarse con su hallazgo. Se estremeció como una alimaña atrapada en un cepo cuando la mano del Padre Brendan cayó sobre su hombro y le despertó de su sueño.
–Deja de hurgar en la miseria y ayuda a rescatar los cuerpos de los que guiaste con una mentira de salvación hacia la muerte. Debería entregarte al verdugo, pero no quiero dar a tus compañeros, los borrachos y las rameras, el placer obsceno de presenciar el tormento de tu carne y ver como te descuartizan y te arrancan las entrañas hasta que solo seas una carroña irreconocible como hijo de Dios. Más sufrirás teniendo que hacer el bien y admitir dentro de ti la pureza de una obra de misericordia. Además –añadió con una amarga sonrisa, casi de burla–, no creas que por eso voy a dejar que tu cuerpo escape al castigo. Yo voy a elegir tu martirio.
El hombrecillo fingía llorar, pero lágrimas verdaderas se helaron en los surcos de su cara cuando el prior le arrancó el cofre de las manos y dijo:
–El dinero de los muertos pertenece a Dios y lo heredarán los pobres.
Comenzaron la horrible búsqueda entre las rocas del acantilado. Noel encontró un remanso de agua helada bajo el que, como en una urna de cristal de un verde turbio, dormía una madre abrazada a su hijo. Tenía el pecho descubierto y la criatura aferraba a él sus manitas; los largos cabellos rubios, entrelazados de algas, ondeaban en torno al niño en un intento de protección y calor, aún después de la muerte. Un terror desconocido le brotó como una música, al mismo tiempo estridente y lejana, y en su alma saltó una barrera por la que se deslizaba el amor a través de la muerte, inundándola para siempre.
Cuando dieron fin a su tarea, el abad rezó frente al mar sin límites. Después escogió la viga más pesada y ordenó al hombre que se la cargase a la espalda. Muchas veces tropezó y resbaló, y en la nieve helada se marcaba un surco de sangre y también en la madera corrían serpientes rojas que se cuajaban al viento. Pero el abad no permitió a ningún monje que le ayudase en su carga o le levantase en su caída. En la misma puerta del monasterio le despachó con un gesto y una sola frase:
–Puedes volver cuando ya no seas un cobarde –y, volviéndose a Noel, le ordenó–: Ya tienes tu trabajo, transforma este madero en Dios clavado en la cruz.
Esa misma noche comenzó la obra. Sus manos liberaban la forma, guiadas por un nuevo sentido de orientación de su espíritu recién nacido. Y un mediodía la dejó concluida, en pie bajo un rayo de sol, para que la comunidad entera acudiese a contemplarla.
El inmenso crucifijo no era el Verbo, era la balbuceante réplica de una agonía de testimonio para despertar a los hombres.
El Padre Brendan la bendijo, inclinándose ante él. Después sugirió a los hermanos que murmuraban críticas:
–¿No creéis que es digno de una nueva capilla? Vosotros tallaréis la piedra para ayudar a la obra. –Y, con una mirada severa que abarcó a todos, añadió–: Recordad, todo lo que es sagrado es hermoso.
Un atardecer de marzo, a la luz blanca y mortecina, el hermano aposentador vio llegar a unos viajeros y corrió a su encuentro. Descabalgaron junto a la nueva capilla en construcción y ataron sus caballos en la base de los andamios. El monje los miró asombrado, sin atinar con palabras de saludo; no les seguía un séquito, pero parecían tan insólitos y magníficos como si fuesen embajadores del mismo Preste Juan.
El que montaba un caballo negro era de una estatura tan elevada como no había visto en ningún hombre, y sus movimientos tenían la gracia segura de un arcángel. Una amplia capa negra le caía en pliegues hasta los pies y las súbitas ráfagas de viento la alzaban en un revoloteo de alas, y entonces su color de sombra reflejaba todos los resplandores del ocaso. Su traje era de un metal centelleante como si le vistiese un millón de lunas, de un matiz a un tiempo ardiente y apagado como el cobre bruñido. La capucha ocultaba casi su rostro. Aunque después no supo definir el color de sus ojos, nunca olvidó su mirada.
El otro montaba un caballo blanco y vestía un alto abrigo de raso con bordados de oro y forrado de marta. Sus botas también tenían espuelas de oro y en la enguantada mano derecha sostenía un halcón de plumaje nevado, cubierto con una capucha áurea constelada de esmeraldas; de sus patas pendían cascabeles para poderle encontrar en la niebla de los pantanos.
El caballero blanco tenía arrugas de cansancio alrededor de los ojos azules, en los que había una mezcla de candidez y de insolencia, tristeza y audacia. En sus barbas, de un tono leonado, brillaba la plata mezclada, y se cubría con un complicado turbante que caía en pliegues sobre sus hombros, adornado por un joyel. Un lebrel negro le seguía. No parecían llevar armas, al menos espadas o lanzas.
–¿Podrías darnos albergue para esta noche, hermano? –preguntó–. Venimos de muy lejos y los caballos están agotados.
–Corro a avisar al padre Brendan. Él mismo saldrá a recibiros, es nuestro abad.
Mientras aguardaban, entraron en la capilla semiconstruida. El Cristo esperaba en pie contra el muro a que concluyesen su morada.
Thur se quedó contemplándolo abstraído, como si intentase descifrar un enigma.
Chrestien se déscubrió humildemente y dobló una rodilla, con la misma reverencia que haría a un rey, para saludar al carpintero desnudo que agonizaba.
–Sed bienvenido –dijo el abad a sus espaldas–, la casa de Dios es vuestra casa. Cenaréis conmigo si es que consideráis que merezco el honor de vuestra compañía.
Chrestien se inclinó cortésmente, pero no pudo disimular un gesto de inquietud que hizo reír al monje.
–¡Oh!, no temáis. Romperemos la regla para servicio vuestro. Ya he dado órdenes al cocinero, y el despensero preparará vino añejo y un buen fuego.
–Padre –intervino Thur–; si fuese posible, quisiera que sentaseis a la mesa al hombre que ha tallado esta imagen.
–Será para mí una alegría, aunque debo advertiros que es mudo. Posee un gran tesoro en su interior, a pesar de que en cierto modo sea pobre de espíritu. Pero –dijo, levantando la mano para imponer silencio– escuchad su música, él es el que toca el órgano, ha compuesto un himno a la Virgen.
Noel interpretaba el himno que surgió en él cuando vio a la mujer con el niño en brazos, bajo el cristal de hielo. Era algo íntimo, triste como una llamada lejana, que después se alzaba triunfante de dolor humano, para morir con una promesa jubilosa.
Chrestien dio unos pasos hacia la música, como un sonámbulo. Thur le sujetó por un brazo al tiempo que murmuraba a su oído:
–Aguarda, ten paciencia, que más tarde le conoceremos. Quiero comunicarme con él, y tú mientras tanto entretendrás al abad.
La mesa estaba preparada en la sala que en el monasterio se reservaba a los huéspedes de calidad. La habían colocado junto al fuego, pero sus lenguas rojas no conseguían vencer el olor a moho y humedad que se desprendía de los tapices con escenas bíblicas y que era más fuerte que el del incienso, aceite ardiente en las lámparas y cuero viejo de códice. Habían dispuesto cuatro asientos iguales, y sobre el blanco mantel lucían candelabros de plata y fuentes con empanadas de pescado, caza y frutas: manzanas, peras, nueces, conservadas en la despensa como golosinas prohibidas. Un frasco de cristal tallado semejaba, iluminado por el fuego, un corazón de rubí, repleto de sangre perfumada de uva, añeja por los años.
El abad esperó hasta que llegó Noel para bendecir la mesa. Se detuvo intimidado en la puerta, aquellos huéspedes irradiaban luz de sus vestiduras. Chrestien se había despojado de su abrigo y su jubón, de terciopelo violeta. Su daga con empuñadura de pedrería y la cadena de oro que pendía de su cuello derramaban un surtidor caliente de luz, que conseguía vencer al fulgor del traje del otro.
Su mirada se cruzó con la de Thur y, atónito, leyó la muda pregunta:
–¿De dónde vienes? Tú eres extraño a la Tierra.
Le explicó, ansioso de comunicarse con alguien que le comprendiese, en una simultánea y relampagueante sucesión de imágenes: su mundo cerrado y organizado en castas, su envío como máquina registradora hacia un mundo más apto a la vida, el mínimo error de cálculo que le hizo caer en la ciénaga a un paso de la piedra firme, su refugio en el monasterio. Y a su vez lanzó una avalancha de preguntas preparadas desde hacía tanto tiempo, sin encontrar nadie que supiese responder. Pero primero indagó:
–Y tú, ¿eres de este mundo?
–Fui de él y marché a las estrellas, aunque no en el pasado sino en el futuro; he retrocedido en el tiempo y he vuelto para unirme a mi amigo Chrestien. ¿Quieres volver a tu mundo? Puedo ayudarte.
Una expresión de terror apareció en los enormes ojos grises.
Chrestien cortó con su puñal la empanada y sirvió al abad, al mismo tiempo que preguntaba:
–¿Creéis, Padre, que es buena época para cazar el pato silvestre en los pantanos? Tengo un halcón maravilloso.
–Jamás volveré, te ruego que no les digas de dónde vengo, no quiero ser una máquina. Ahora soy un hombre. Pero dime, ¿qué es el demonio, al que tanto temen?
–Si queréis puede acompañaros un siervo del monasterio, que sospecho es cazador furtivo, pero eso es un pecado venial que la necesidad disculpa –respondió el Padre Brendan.
–Lo que dentro de nosotros anhela la destrucción –dijo Thur.
–Comprendo –recapacitó Noel–. Angustia, antes la sentía sin reconocerla. ¿Y Dios? He leído en el libro: «Ahora vemos un enigma por medio de un espejo, después estaremos cara a cara». Y he mirado en el pequeño espejo de la sacristía, pero creo que soy yo el que está en él.
El abad interrogaba a Chrestien sobre las costumbres de los sarracenos.
–¿Es cierto que su religión les prohíbe representar a Dios?
–Señor, para ellos las imágenes son un pecado.
–Escucha, Noel –transmitió Thur–.Miramos en ese espejo a través de otro espejo y ese con otro, hasta que la imagen que buscamos se borra en el infinito. Si estuviésemos expuestos a la radiación directa de Dios, sin la pantalla de las apariencias de tiempo, espacio y materia, nos evaporaríamos igual que el agua bajo el calor de esos rayos infrarrojos que a ti te atraen como Dios a nosotros.
El Padre Brendan se esforzaba por sostener una conversación que interesase a sus huéspedes, extrañado por el silencio de Thur. Debía haber recorrido la ancha Tierra y haber almacenado sabiduría y experiencia.
–¿Y es verdad que el lince penetra con su vista a través de la opacidad de nuestros cuerpos y puede ver las entrañas?
–No lo creo, aunque las leyendas lo afirmen –respondió Thur, que había captado en el abad la inquietud ante su mutismo–. Por muy cruel que esa fiera sea, ¿no os parece, Padre, que moriría ahíto ante la perpetua visión de la sangre de todos los demás seres?
–¿Y el basilisco? He leído en algunos libros antiguos que muere espantado si contempla su imagen en un espejo.
Noel se agitaba inquieto, sin probar bocado, le resultaba insoportable tener que reprimir su impaciencia.
–Eso no son más que consejas que nosotros, buenos cristianos, no debemos creer –replicó Chrestien, obedeciendo a la orden que Thur le envió mentalmente–. Como los gnomos, las sirenas, las ondinas y las salamandras, los espíritus de los cuatro elementos. Los únicos espíritus verdaderos son los ángeles, los mensajeros de Dios.
–Tenéis razón, solo hay una Verdad.
–Dime –suplicó Noel:–. ¿Qué es un milagro? Eso gritaban los hermanos cuando vieron que yo era capaz de aprender la lectura a través de mis dedos.
–Es como una tensión subterránea entre dos polos, cargados por la energía del espíritu. ¿Comprendes lo que es el espíritu?
–Sí, lo siento. Continúa.
–La iluminación divina brota entonces en un cortocircuito. Sin relación de causa, pero con un sentido.
–Entonces, ¿quieres significar que es una avería en la máquina del espíritu?
–Noel, si sabes lo que es el alma, sabes que no funciona como las máquinas.
–Perdóname –rogó Noel–. Todo es tan nuevo y tan maravilloso...
–Hermano Noel –reprendió el abad–, no has comido nada, y aunque nuestros invitados sean dignos de la admiración con la que los estás observando, creo que la modestia te debería impedir demostrar así tu asombro.
Noel inclinó apesadumbrado la cabeza sobre el plato, no era ese hambre la que le acuciaba.
–No me mires –le ordenó Thur con rápido pensamiento–. No es necesario. ¿No hay telépatas en tu mundo? –y añadió, dirigiéndose al Padre Brendan–: Os ruego que no reprendáis al Hermano. Su Cristo nos ha hecho un gran bien que nunca desaparecerá del recuerdo, y su música es un consuelo en el destierro de la vida.
Chrestien interrogó:
–¿Pensáis continuar la labor comenzada? Me imagino qué maravilla podéis hacer de la capilla y desearía ser enterrado en ella, si la concluís con vuestro arte cuando llegue mi hora.
–Sois valiente, pensáis en la muerte con la necesaria serenidad –comentó el abad– os aseguro que así será, si la voluntad de Dios lo permite. Reposaréis bajo el altar mayor hasta que suene la llamada que a todos nos despierta. En cuanto al hermano Noel jamás descansa, desconoce el sueño.
Noel escribió rápidamente con su punzón, en la tablilla encerada que siempre llevaba colgada del cordón del hábito:
–Desearía, si lo permitís, Padre, tallar las estatuas de los doce apóstoles y construir las vidrieras.
Y luego preguntó con su mente ansiosa a Thur:
–¿Te parezco preparado para conseguirlo?
–Estoy seguro de ello –le tranquilizó.
–¿Y cómo conseguiré reflejar su alma? Ese problema no lo sé resolver.
–No tiene solución, porque el alma no tiene rostro. Pero tú sabrás expresarlo en la caligrafía de los pliegues, en la inmovilidad de sus figuras, que sugerirá eternidad, y expresarás que su base pétrea es tan solo un límite humano.
–Los hombres me han dado mucho, y yo quiero devolverles el bien que me han hecho haciéndoles una advertencia. Sé de un peligro que les amenaza en el futuro, no porque yo sea capaz de leer el futuro, sino porque he visto el peligro y he calculado cuándo llegará.
–Entonces hazlo, y habrás cumplido tu destino.
El fuego se extinguía en el hogar, y la campana tocó a completas, la oración de la noche que invoca a los ángeles para que cobijen el sueño bajo sus alas.
Chrestien suspiró de alivio, su alma odiaba el fingimiento y estaba fatigado de narrar fantásticas aventuras. También el abad pareció descargarse del peso de la hospitalidad, que de las obras de misericordia era la que más le cansaba, cuando se trataba de grandes señores a los que había que halagar.
Todos se dirigieron hacia la capilla y después, mientras los demás se entregaban al descanso, Thur y Noel se aislaron en la biblioteca del monasterio, durante toda la noche, para proseguir intercambiando conocimientos.
Partieron cuando las estrellas se apagaban en el cielo rosado de la aurora, dejando una bolsa de oro como donativo para la construcción de la capilla. El abad no agradeció demasiado la limosna porque Chrestien daba el oro con facilidad, era botín de guerra y la guerra es un juego. El amaba a Dios igual que un jugador que también vela, ayuna, lucha, y tiene premoniciones de peligro de ganancia o pérdida.
En la fresca mañana galopó hacia el pantano para lanzar su halcón contra las aves silvestres. Thur le siguió, vagamente irritado: siempre destrucción. Pero la amistad perdona, y Chrestien destruía con la misma inocencia que el negro lebrel y la blanca ave de presa.
Sus siluetas se desvanecieron en la niebla y dejaron de ser una realidad en la vida de los monjes.
Cuando llegó el verano, la capilla estaba casi concluida. Noel había sabido combinar los metales con el cristal en la aleación de las vidrieras, con unos matices maravillosos que sus dedos acariciaban satisfechos; su resplandor parecía detenido en un momento único de serenidad, que irradiaba hacia una percepción más profunda, y bajo los rayos del sol los doce apóstoles dialogaban en silencio con el destino, desprovistos de atributos. Sus vestiduras caían en pliegues rectos, iluminados de cruces doradas, en recuerdo de la que recibió el día de su llegada y de las que Noel solo sabía el secreto que se encerraba en las combinaciones del signo. Tal vez llegaría un día y llegaría un hombre...
Aquel año, la niebla pútrida de los pantanos sitió al monasterio, con el calor del verano, que fue inusitado. Muchos monjes enfermaron, y ni los conocimientos de hierbas ni la continua oración servían de nada contra la muerte que los iba diezmando.
Una tarde caliginosa Noel tuvo vómitos y la calentura le helaba los huesos; a la noche le leyeron la oración de los agonizantes. Al amanecer rebuscó bajo sus hábitos el relicario de oro y sus manos se aferraron a él, se incorporó buscando con sus ojos ya ciegos el disco encendido del sol y después se derrumbó, cayendo muerto en su yacija. Al fin se había ganado el sueño.
Cientos de años habían caminado, machacando las piedras bajo sus pesados pasos. El monasterio cumplió distintas misiones: fue cárcel, granja, y refugio de alimañas. Pero la capilla permaneció siempre, protegida por su mismo abandono. La gran puerta de bronce quedó cerrada por el óxido del metal, que la sellaba. Ya había perdido su fuerza de atracción, al igual que los menhires del páramo, otras energías gobernaban al mundo. Dentro, los apóstoles, detenidos en el tiempo, hablaban para nadie su lenguaje subterráneo. Y la vidriera seguía viviendo milagros, ausente en la luz, lavada por la lluvia y la nieve, gritando con el acento intenso y anguloso de sus aristas rayos de sol hacia el páramo y transfigurada por ellos en una abstracción ardiente.
Los fugitivos habían atravesado la inmensa extensión de turberas enmascaradas de nieve, escondiéndose de día entre las peñas y los matorrales, que un viento de desolación sacudía con furia. Y así semanas, tal vez meses. Hoy era Nochebuena, como una burla, una indignidad más que soportar.
Al Este, las nubes cargadas de un torbellino de copos, les perseguían con tenacidad de perros adiestrados. Sus pies envueltos en trapos estaban medio congelados. Ya solo ansiaban un refugio, una madriguera y sueño.
Pero aquel hombre les hostigaba al continuo avance, les sacudía de su letargo y les obligaba a proseguir la huída. El se había encargado de seleccionarles, localizarles y reunirles en rebaño. Ellos tenían la ciencia, y el guía tenía la astucia y el instinto del peligro, contaba con recursos de animal sometido a la disciplina de un entrenamiento. Les había buscado alimentos, les arreaba hacia adelante con la promesa de un mundo ordenado en el que su labor sería dignificada, plena de un signo positivo y un valor de conciencia.
Había entre ellos un físico atómico, un químico, un biólogo y un especialista en cibernética. El matemático casi era un estorbo, sufría una miopía progresiva que le amenazaba con la ceguera, y el guía a veces dudaba si no habría sido preferible abandonarle a su suerte, pero obedecía órdenes, había sido formado para eso.
La capilla abandonada era su meta, el mar estaba cerca y por allí acudiría el rescate.
Su protector o su nuevo verdugo saltó la cerradura con su ametralladora, el sello de los siglos quedó roto y la ráfaga levantó una bandada de pájaros asustados, no cabía la esperanza de que se confundiesen los disparos con los de un cazador furtivo, era un arma de guerra. En aquella partida con la muerte había que conceder un margen de riesgo en la ley de las probabilidades.
Dentro, el ambiente era glacial, como si se hubiesen introducido en el mismo polo del frío, en aquel centro oscuro en el que se fabrica todo el hielo de la Tierra.
Las vidrieras bañaban en colores sobrenaturales a las estatuas, como si intentasen animarlas de su hieratismo con un martirio de hoguera. Y una verdadera hoguera, una fogata era lo que ansiaban los prófugos, para reanimar los miembros traspasados de alfilerazos dolorosos y secar las ropas empapadas. Pero era imposible encenderla, denunciaría presencia humana, y solo podían evitar el riesgo de congelación con el movimiento y la lucha contra el sueño.
Repartieron unas raciones de alimentos concentrados y bebieron unos tragos de aguardiente. El guía permaneció en pie junto a la puerta, con el arma preparada, observando el paisaje de desolación y ruinas al atisbo de un movimiento insólito, un vuelo de alarma, un crujido de pasos en la escarcha. Hasta el atardecer no acudirían a la ensenada, en donde, según el plan trazado con todo detalle, les aguardaría la barca para llevarles entre los escollos hasta el submarino y al rescate, o la nueva esclavitud de esos cerebros. Su genio les hacía ser buscados y disputados como útiles para el daño y la técnica de destrucción, amenazados por el naufragio en la locura o la anulación sin contemplaciones, cuando dejasen de ser efectivos. No los rescataban por un sentimiento de humanidad, sino por una pugna avariciosa entre los que deseaban conquistar el mundo para aniquilarlo.
Miraron en torno suyo. Ante el altar y bajo el Cristo había dos lápidas sepulcrales.
En una leyeron un nombre: «Chrestien», sin título de nobleza, ni siquiera apellidos.
En la otra; «A Noel, que murió al dar fin a esta iglesia, cuando su misión quedó cumplida».
Estaba escrito en un latín bárbaro, y las letras de los epitafios habían sido desgastadas por pisadas innumerables.
La capilla era de forma circular y las estatuas de los doce apóstoles, equidistantes, parecían encadenadas a la piedra dormida, no por la gravedad, sino por la verticalidad estilizada de sus cuerpos. Las paredes eran todas de vidrieras y resultaba incomprensible que hubiesen resistido el embate de los elementos, sin una grieta siquiera, como si una extraña cualidad las aislase de la atmósfera, invisible y transparente, rechazando todo lo que significaba destrucción, pero abriéndose a la luz sin resistencia.
Un rayo de sol atravesó la orientada más al Este. Los colores se transfiguraron en una maravilla de púrpuras y escarlatas, y una estela de calor marcó una recta que fue a incidir con la vertical del apóstol situado frente a ese primer cristal y pareció arrancarle a su sopor nocturno con una apremiante llamada.
Los científicos olvidaron el hambre y la desesperación, acumuladas durante la huida. El frío había desaparecido, cediendo paso a una sensación de estar en un santuario inviolable, aislado en otra dimensión de serenidad y paz, ajena a este mundo.
Dickhoff, el químico del grupo, se acercó a los cristales y los acarició con sus dedos, carcomidos por el continuo manejo de los ácidos.
–Miren –dijo a los demás–, esta coloración roja del vidrio sólo ha podido ser conseguida añadiendo oro en el momento de la fusión. Hay técnicas de la Edad Media que aún ahora nos maravillan.
–Hay más –añadió Zirngibl, el físico nuclear– Y no acierto a comprenderlo, aunque estoy seguro de ello. Actúan como filtros de los rayos infrarrojos, disociándolos de las demás radiaciones. ¿No notan que el ambiente se templa por momentos?
Si verdaderamente existió este Noel y reposa bajo esa losa, me gustaría poderle sacar de su sepulcro y volverle a la vida, porque estos cristales no son solamente un trabajo artesano maravilloso, sino un secreto científico que se llevó con él. Esas manos ya invisibles modificaron la materia y gracias a eso han sobrevivido a la muerte, porque están presentes en este calor de vida que nos regala.
Fuhrmann, el guía, los escuchaba distraído. ¿Valdría la pena arriesgar la vida por esos seres que ya habían traspasado el límite de la locura? Frases absurdas y rimbombantes... acaso fuese mejor descargar su arma en ellos y partir solo, liberado de su misión. Podría decir que fueron muertos por los otros que les seguían las huellas a distancia pero sin perder la pista. Estaba seguro, casi los olía. Hasta podía herirse a sí mismo para fingir que luchó en su defensa. Los odiaba por ser diferentes. Locura o genio, eran los escogidos, y para él quedaba la carga del valor y la astucia.
El rayo de luz se había deslizado y daba una nueva vestidura a la estatua del apóstol; entre los pliegues rectos se dibujaban ahora los signos ocultos, medio borrados por el tiempo. Cruces doradas en grupos ajustados a un orden y de dos tamaños, unas dobles de las otras.
–Se diría una escritura en clave –murmuró Dickhoff.
Tschistjakov, el matemático del grupo, escuchaba parpadeando deslumbrado tras los gruesos cristales de sus gafas. Se dirigió a la estatua y la palpó de arriba abajo.
Poco a poco se alumbró una chispa de comprensión en sus ojillos opalinos, casi ciegos.
–¡Es el alfabeto Braille! –exclamó atónito–. Los puntos han sido sustituidos por cruces, pero es idéntico. Esto es incomprensible, debe tratarse de una falsificación.
–¿Conoce usted ese alfabeto? –preguntó Gilder, el ingeniero electrónico.
–¿Y qué remedio me queda sino estudiarlo antes de que sea demasiado tarde? Así ya estoy prevenido –contestó el otro con amargura.
–Pues bien, traduzca mientras haya tiempo. Y si es una falsificación, el autor es un artista genial.
–Esto es verdadero –dijo Dickhoff–. La patina del oro tiene siglos. Podría jurar que estos signos se trazaron a finales de la Edad Media.
Tschistjakov comenzó a leer en un murmullo trémulo, como si rezase. Las yemas de sus dedos interpretaban el texto.
–«Este es mi legado a los hombres de la Tierra» –se interrumpió con una exclamación de asombro– ¡Qué extraño! La siguiente inscripción tiene la estructura de una ecuación matemática, aunque la equivalencia de los símbolos se me escape.
–¿Y qué más? –interrumpió Zirngibl.
–«El que no coja la espada perecerá bajo la cruz». –Sus miradas se volvieron hacia el crucifijo con inquietud, les recorrió un escalofrío de premonición. El matemático continuó–: «La presencia de la muerte es imaginaria, pero su ausencia es real y en esta realidad se nos aparece».
Hasta Vakrushin, el biólogo, escuchaba con ansia, y su último cigarrillo se consumía sin ser fumado. Mientras, el rayo de luz se había deslizado hasta el apóstol siguiente y Tchistjakov lo siguió.
–«El mal sitúa a Dios en el infinito, pero el que pone en él su vida lo lleva dentro».
El guía lanzó una carcajada y se alzó de hombros, era una forma como otra cualquiera de tenerlos entretenidos sin que sus nervios acabasen por fallar en la espera.
–Hay algunas fórmulas cuyo significado no puedo interpretar. Parecen rebasar lo conocido hasta ahora.
El sol se deslizaba de estatua en estatua a intervalos regulares. Gilder afirmó:
–Sólo una máquina electrónica podría haber calculado la trayectoria de los rayos solares en el solsticio de invierno con medio milenio de distancia en el tiempo.
El matemático leía, casi en éxtasis:
–«El presente no tiene finalidad y el porvenir tampoco pues será presente». –Un cerebro electrónico con ideas místicas –comentó Zirngibl irónicamente– Prefiero sus ecuaciones.
La atmósfera en el interior de la capilla era casi sofocante y el sudor perlaba sus frentes. Los dedos del matemático temblaron al descifrar.
–¡Ojalá fallen sus cálculos! Escuchen el mensaje: «Al pasar junto a una estrella gigante he visto una inmensa bola de fuego. Calculo que llegará al lugar donde se alza esta capilla el día del solsticio de invierno del año de Cristo... –Se interrumpió con un grito que repercutió contra la piedra. ¡Va a llegar este año! ¡Todas esas ecuaciones eran sus cálculos para avisarnos!
Fhurmann había abandonado su puesto de vigilancia. No entendía nada, pero había en él/un fondo de crueldad infantil, al que fascinaba ese orden mágico, esa combinación de frases ininteligibles que acababan en destrucción. Gilder afirmó:
–Repito que únicamente un calculador electrónico podría haber establecido todas esas conexiones entre causa y efecto. ¿Y cómo un hombre de la Edad Media se expresa, no digamos ya con fórmulas, sino hasta con palabras modernas?
–¿Pero no lo ha comprendido usted?
–dijo Vakrushin–. No era un ser de este mundo, tal vez su mente fuera distinta a la nuestra.
–Pero de todos modos...
–Es –dijo Tschistjakov– como si le hubiesen ayudado desde el futuro. –Bien –añadió Dickhoff–, veamos si eso es todo.
El rayo rojo había dado una vuelta completa y se había posado para agonizar sobre el crucifijo del altar, el frío reconquistaba el santuario al apagarse los cristales de las vidrieras. Afuera esperaba la noche más larga del año, resplandeciente de luz helada de escarcha.
Tschistjakov se dirigió hacia el Cristo, donde pudiera ser que hallase la solución, con pasos alucinados.
Y ninguno oyó los otros pasos pesados que se aproximaban a la puerta, hasta los goznes saltaron en brutal empujón y el arma de los enemigos trazó un abanico de muerte sobre el círculo perfecto de la capilla.
Cayeron como marionetas con los hilos rotos, y su sangre salpicó a las nocturnas estatuas, volviéndolas a teñir de púrpura antes de que estallasen en fragmentos.
Tuvo tiempo, en un momento de lucidez o delirio de agonía, para descifrar:
–«La salvación está en vuestro espíritu. No todo vuestro ser morirá».
Y se rió, oleadas de risa le sacudieron con un dolor terrible. Simplemente, esa era la clave y él estaba muerto.
Una esfera de llamas surcó el cielo de Nochebuena, seguida por un trueno ensordecedor. La gigantesca hoguera se alzó mucho más allá de la atmósfera terrestre, calcinándolo todo en un radio que abarcaba desde el mismo centro de la capilla, los bosques, los pantanos, los hombres y las bestias. La tierra se sacudió con convulsiones epilépticas y el mar avanzó en titánicas olas para luchar contra el fuego.
He acudido a sentarme al borde del cráter para llorar, una vez más sobre el vacío, la ausencia de los amigos muertos. Por encima de mi cabeza giraban, nubes plateadas, cargadas aún de fuerza radioactiva. Árboles negros y desolación indiferente por todas partes. ¿Dónde iré ahora, amigos?
Durante toda aquella larga noche ayudé a Noel, a la única luz de un cirio que se consumió por completo, a ordenar los signos, y traducir su sentido. Sabía que era inútil; hace ya tanto tiempo que he aprendido la lección de que el amor destruye. Pero le debía una compensación que le colmase de sentido. Puede ser que en otro lugar del infinito aún exista un porvenir que colme, aquí todo está consumado.
Me envolví en mi capa. Un fantasma, clamando por los otros fantasmas. Debo continuar mi peregrinaje solitario y errante de mundo en mundo, hasta la muerte, y repetir con la inocencia y la confianza de Noel: «No todo mi ser morirá». Converger hacia esa meta, donde todos nos esperamos.
Diciembre 1967–Enero 1968