(ESTE RELATO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA NUEVA DIMENSIÓN, nº extra 5, enero 1971, p. 91-114, publicación de la cual lo hemos transcrito)
© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.
© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.
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He vuelto a la Tierra. Los jóvenes no sentís la nostalgia y no sé si vale la pena hablaros de ella. Pero yo no puedo olvidar.
Me agaché a tocar el polvo, sentí su tacto suave y dejé las huellas de mis manos en él. Volví a recordar el llanto con su amargo sabor. Polvo y cenizas, padre y madre, nuestros rechazados orígenes.
En el lugar que había elegido para mi regreso, moría un día de finales de otoño. Un viento frío soplaba hacia mí a través de la ilimitada llanura. Mis huesos se estremecieron y me sentí agobiado por la soledad, bajo el inmenso cielo gris, en el que únicamente parpadeaba una estrella, en lejano saludo. Al fondo, tras un horizonte de bruma rojiza, se ocultaba la ciudad.
El aire alzaba remolinos de antiguos olores, que mis pulmones respiraban temerosamente, casi con rechazo. Moho de milenarias piedras, o tal vez cráneos desenterrados, humedad de musgo y hojas podridas, relente de agua estancada, la acogida del viejo cementerio de la humanidad.
Y el silencio. Sólo el gemido del viento, que se olvidaba en su continuidad. Ningún grito de animal en llamada de celo, ningún gorjeo o furtivo susurro de alas. Había llegado en una hora muerta a un mundo abandonado.
Permanecí allí, en el mismo sitio en el que había bajado, luchando de rodillas contra la muda atracción de la tierra, percibida en el torpe fluir de mi sangre, en el latido alocado de mi corazón que pugnaba por rechazarla, mientras ella trataba de sorber, a través de mis pies enraizados, mi energía vital, en ciega busca de renovación.
Entonces, amigos, me invadió el pánico que azotó a los nuestros antaño, brotando en salvajes borbotones de la profundidad de mi ser. Se alzó la jauría de sombras que ni el fuego podía hacer retroceder, cuando vivimos en la oscuridad de las noches. El alma llamó a la ciudad abandonada, al inseguro refugio de las agrietadas paredes que podían amparar, porque las habían construido los hombres.
La luna se asomó en el cielo, indecisa, como el ojo ciego de un gigante, negro en su invisibilidad. Y corrí a través de la llanura gris, en la que no despertaban eco mis pasos, guiado por el resplandor fosforescente de las piedras que jalonaban el camino.
Volví las espaldas a mi nave, con la certeza consciente de encontrarla como la había dejado, en este mundo habitado únicamente por mi intuición temerosa que intentaba captar algún sentido.
No sé cuánto tiempo tardé en llegar, a lo largo de aquella ruta interminable que se desenrollaba ante mis pies. Hemos olvidado contar las horas de la Tierra. No nos acordamos de la elástica viscosidad de la noche, tan engañadora, ahora que vivimos en la luz.
Los espinos se balanceaban en torno mío, única vegetación del suelo yermo en nuestro abandonado mundo, al que había hecho estéril la violencia de los hijos del hombre. Flotaba una herencia de pesadumbre, un opaco veneno en el aire, y a mis sentidos soñolientos por la monotonía de la marcha parecían llegar murmullos; silbidos de llamada, apagado ulular de bestias lejanas desde la enorme ciudad acostada como límite a la desolación. Creí adivinar centelleos rojos o verdes de ojos atemorizados, al acecho tras los matorrales desnudos, y rastreo de pisadas furtivas a mi espalda, pero me tranquilizaba al pensar que no era más que el roce de mi propia capa, azotando mis piernas en la velocidad de la carrera, en mi afán por atravesar la helada oscuridad. Estaba en el lugar más solitario bajo las estrellas.
Mis pies comenzaron a tropezar con esos objetos insólitos que arroja la marea de las calles hacia los arrabales: trozos de vidrio en los que tal vez la luz de la luna fingía una vida, viejos útiles que pulieron manos humanas. Empapado de sudor y sin aliento, me detuve ante las primeras casas.
El frío y el arrinconado temor a la noche que yacía en el fondo de mi alma me empujaban a seguir avanzando. Allí estaba guardado nuestro legado, que yo tanto había ansiado volver a contemplar, todas las creaciones de nuestros antepasados que se rescataron a la destrucción. Sin embargo, hubimos de abandonarlas como un tesoro que alguna vez soñábamos con volver a buscar. Vosotros, que ya no sentís interés por ellos, acaso os burlaríais.
El sonido de mis pasos rebotaba por las calles silenciosas, produciendo ecos que habrían alertado oídos humanos, si por ventura hubiesen existido para escucharlos. Dudé durante unos cincuenta latidos de mi corazón, bajo la luna plateada, tratando de orientarme a través del laberinto de túneles que entretejían las calles sin luces ni nombres.
Yo sé que me preguntaréis por qué quería afrontar con mi cuerpo indefenso la amenaza que desencadena la oscuridad, revivir el cansancio y el miedo que han dejado de existir para nosotros. Siempre sentí la añoranza, y está en nuestra condición el impulso a desafiar el peligro.
Caminaba pegado a las paredes, y la superficie rugosa de las piedras se enganchaba a mis ropas. Las puertas de las casas permanecían abiertas, tal y como las habían dejado sus dueños en su precipitada huída, y de ellas salía un vaho húmedo con olor a alimaña. Los vehículos abandonados estaban convertidos desde hacía mucho tiempo en un montón de chatarra oxidada; árboles retorcidos en su agonía y fuentes secas. El suelo estaba erizado de cristales, y en los escaparates se pudrían cosas cotidianas.
Llegué a la gran plaza circular y me detuve, avisado por ese instinto que hemos rechazado. Había tropezado, pero no contra una piedra o raíz, sino con mi sobresalto. Algo iba a cambiar, lo percibía en la tensión de la espera...
De pronto, del reloj de la torre llegaron las campanadas.
No las conté de primeras, pero tuve tiempo de hacerlo cuando fueron repetidas desde los cuatro puntos cardinales por otros relojes que enviaban su contestación en oleadas que convergían hacia el centro.
¿Qué mano viva o muerta hacía girar las llaves que animaban la maquinaria? Nadie, absolutamente nadie quedó en la ciudad. ¿Acaso las bestias abandonadas? No... era imposible, la tierra ya no podía sustentarlas, se habrían devorado unas a otras, hasta extinguirse la vida.
Después otra vez el silencio, sólo arriba el aullido lejano del viento, que ahora arrastraba unas nubes cambiantes, evocadoras de formas legendarias: grandes pájaros, huesos de reptiles prehistóricos, abanicos abiertos.
El frío me penetraba hasta la médula. ¿Qué astucia vuelta contra mí había puesto en marcha las máquinas? No podía encontrar refugio, la ciudad me rechazaba. Corrí hacia las puertas del Museo. Estaban cerradas, como las dejamos.
En ese momento, al fondo de una calle lateral, oí pasos acompasados, y un lejano redoble de tambor, amortiguado, como una llamada de otra dimensión de irrealidad. Una extraña luz ambarina oscilaba entre las arcadas de los soportales.
Empujé los batientes de bronce, con la fuerza que me daba el terror. Temí encontrar resistencia de metal herrumbroso, no tocado durante muchos ciclos solares, pero giraron con tanta facilidad que casi caí de bruces, enredado entre los pliegues de mi capa. La luz se encendió automáticamente al abrirse la puerta y se precipitó en torrentes implacables sobre mí, alimentada por la energía de la estrella que aún calienta este viejo mundo.
Corrí los cerrojos con una sensación de seguridad, casi de vuelta al hogar. Esperé con los ojos cerrados hasta que cesó el golpeteo vertiginoso de la sangre en mis venas y, cuando los abrí, sentí un fogonazo de quemadura, creí en una ceguera momentánea. Las telas se alineaban en las paredes y veía los marcos, que no me parecieron dañados por el polvo y la humedad, de los que habían sido aislados. No obstante, los lienzos estaban grises, vacíos; únicamente conseguía distinguir algunas pinceladas sueltas de los fondos. Las figuras habían desaparecido.
Una puerta flanqueada por columnas de mármol comunicaba con las otras salas. En el umbral se recortó una figura. Sentí estupor ante lo imposible, incapaz de encajar en mi mente la insólita visión. Era una muchacha alta, de piel olivácea y cabello muy negro, que caía sobre sus hombros redondos y desnudos. A sus caderas se ceñía una falda de un bello color amatista con grandes dibujos geométricos rosa. Llevaba en las manos una bandeja rebosante de flores purpúreas, y sus pies desnudos no producían ningún ruido en el suelo al avanzar hacia mí.
En sus grandes ojos de animal bueno brillaba una sonrisa de bienvenida, que aún no se atrevía a asomar a sus labios. Me dirigió un saludo en una lengua armoniosa y primitiva. Nosotros ya no necesitamos las palabras. ¡Que agradable es el sonido de una cálida voz humana después de tanto tiempo!
-Te saludo, señor. Tú no eres de los nuestros -hizo un tímido gesto con la mano izquierda hacia mi cara, sin llegar a terminar el movimiento, como un pájaro que chocase contra un cristal- ¿En qué forma estás vivo? Tu traje, ¿es de tela o metal? ¡Que maravillosamente brilla! Igual que cobre pulido... y esa larga capa negra... Ninguno de nosotros viste así. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes?
Me miraba con curiosidad exenta de temor, con la cándida inocencia de una niña.
-Me llamo Thur -mi respuesta la sobresaltó al resonar en su cerebro, sin palabras-. Y tú, muchacha, ¿cómo te llamas?
-Moana, señor. ¿Conoces el mar? Moana es el color que tiene al amanecer -me miró inquisitiva-. ¿Por qué tienes miedo?
No sabía como explicárselo, y tardé unos instantes en responder. Ella alzó los hermosos hombros oscuros en ademán de disculpa.
-Perdóname, no debiera preguntar a un viajero sus motivos. Porque estoy segura de que vienes de muy lejos. ¿Quieres descansar primero?
Hice un gesto de negación con la cabeza y me apoyé contra la columna. Efectivamente, estaba cansado, y mi espíritu confuso titubeaba con la verdad entrevista, casi a punto de aprehenderla.
. -Dime, Moana, ¿de dónde has salido? ¿Eres real o sólo eres un sueño?
-Yo, Thur, y permíteme, señor, que te llame por tu nombre, me gusta, -sonrió halagadora y sus dientes brillaron, blanquísimos- soy real, no soy ninguna ilusión, si eso es lo que piensas. Sé, aunque de un modo confuso que no comprendo bien, y eso que algunos de los nuestros, que son muy sabios, han tratado de explicármelo, que me ha dado vida la fuerza del recuerdo, la nostalgia de los hombres. ¿Tú lo entiendes y puedes hablarme con palabras sencillas?
-Sí, yo soy uno de los que te recordaron y por eso he vuelto, pero ignoro cómo lo hemos conseguido. Desconozco el mecanismo que ha puesto esto en marcha. Allá tanteamos, hemos ensayado nuevos rincones de la mente hasta dominarlos. ¡Que sé yo las fuerzas que hayan podido liberarse!
-Entonces, si os debemos este existir, tendrás que andar con cuidado. Unos te estarán agradecidos, como yo, pero otros te odiarán por ello.
-Al venir, he visto luces y he oído pasos acompasados por el redoble de un tambor. ¿Sabes quiénes son?
-Sí. Todas las noches tienen su tarea y han de cumplirla. Es la Ronda. Llevan una bandera y anchos sombreros adornados con plumas. Van armados de lanzas y arcabuces, así los llaman. Dicen que cumplen su obligación de vigilar la ciudad, hasta que vuelvan los que partieron.
Depositó la bandeja en el suelo y se sentó sobre sus talones, a mis pies. Luego alzó su mano hacia mí en señal de advertencia.
-Los hay peligrosos, monstruos y fieras. Han huido, y se refugian en las casas abandonadas. Algunos merodean por la llanura, rechazados por los demás. Me extraña que hayas podido llegar hasta aquí sin tropezártelos. Debes tener los poderes de un gran hechicero, si eres de los que nos crearon. No había pensado en ello. Naturalmente, no pueden nada contra tí.
-No lo creo yo así. -Recordé mi temor a la oscuridad- Vine sin armas y además, no sé cuáles podría utilizar contra nuestros sueños liberados.
Hundió su mano morena entre las flores y puso al descubierto un cuchillo, que me tendió.
-Toma, yo tengo una. Estamos vivos y el metal nos mata. Lo afilo contra las piedras del camino, cuando me despierto por las noches.
Lo rechacé con una sonrisa y me entristeció su gesto de desilusión. Era tan humana, tan perteneciente a la antigua Tierra, que me habría gustado acariciar su piel oscura y tersa y aspirar su perfume, casi violento, que llegaba hasta mí cuando sacudía sus cabellos. Me contuvo la vergüenza de lo que somos ahora.
-No -dije-; te lo agradezco, pero sé que no debo tomarlo. Yo no he venido a matar y tampoco necesitaría armas para destruir, si así lo desease. He querido volver con el alma desnuda y mis manos vacías, igual que al nacer.
Moana me miró, extrañada, sin comprender, y guardó silencio.
Ya iba a comenzar a hacer una pregunta sobre los otros y el porqué de su soledad, cuando las puertas de bronce se abrieron de golpe. En una ráfaga de aire inquieto de la noche, surgió recortada contra la luz de la luna una extraña aparición. Al principio sólo distinguí las negras siluetas de un hombre acompañado de un lebrel, que al verme lanzó un corto aullido de aviso, apretándose contra su dueño. Este lo apartó con el pie, sin rudeza, y avanzó hacia mí. Iba vestido con calzas y jubón de terciopelo, de un verde profundo, y las amplias mangas ribeteadas de piel flotaban alrededor de su cuerpo. Encima llevaba un peto de acero bruñido que lanzaba un brillo mate; un enorme sombrero parecido a un turbante y adornado con un joyel y plumas de pavo real cubría su cabeza, a la cintura llevaba una daga de chisporroteante empuñadura.
Era tan alto como yo y me miró resuelto a los ojos. Los suyos eran tan azules como los de un niño, con una expresión atrevida y. orgullosa. El color de su piel era muy blanco, casi lívido, y destacaba aún más rodeada por el halo cobrizo de la barba.
El negro lebrel se precipitó hacia Moana y la muchacha lo acogió con una risa, extendiendo los brazos; le murmuró en su lenguaje musical unas palabras de bienvenida, que acaso lo calmaron, aunque seguía observándome con un gruñido alerta.
Sentí la alarma que vibraba en el recién negado, y no podía por menos que admirar la gallardía con que me desafiaba, esperando que yo atacase primero.
-Háblale como tú sabes -murmuró Moana-. Es bueno, yo entiendo algunas de sus palabras.
Después, volviéndose hacia él, añadió en un torpe francés:
-Es amigo, creo que viene de las estrellas, aunque ha nacido en la Tierra.
Un fulgor de interés brilló un momento en los tristes ojos de mi nuevo interlocutor, que se inclinó con cortesía, y yo le tendí la mano. Dudó, indeciso ante mi gesto, y luego retiró su guante para ofrecerme la suya desnuda. La estreché, extrañado del calor de vida que había en ella.
-No será -dijo- el caballero Chrestien, pues ese es mi nombre, quien rehúse tenderle la mano a un peregrino. Sé que amargura hay en el alma del que está lejos de su patria.
Sí, eso debía haber sido Chrestien: «Retrato de un caballero por autor desconocido». Ante su imagen se habrían detenido generaciones, tratando de adivinar el enigma de su cara pálida, en la que se reflejaba el cansancio de un ciclo que siente su final, igual que nosotros antes de la partida.
-El nos ha hecho vivir -dijo Moana-. No sé cómo, pero lo hizo.
-Hiciste mal. Ella es una pagana, que se niega a recibir el Agua de la Vida. Yo, en cambio, esperaba la llamada del ángel para alzarme en mi tumba, y no esta falsa resurrección. Este sigue siendo un mundo de persecuciones y peligros, lo he visto esta noche una vez más, y hay hastío en mi espíritu.
-Si es así, Chrestien -respondí-, me considero culpable, y trataremos de enmendar el daño.
Me miró con asombro, como si no hubiese esperado una contestación a sus palabras, y luego inclinó la cabeza con un grave gesto de asentimiento.
Moana se puso de pie y sacudió su larga cabellera hacia atrás, luego tendió su brazo hacia mí en un gesto de súplica. El perro vino a frotar su cabeza contra mis rodillas y me miró en demanda de una caricia, con un movimiento esperanzado, casi imperceptible, de la cola.
-Ayúdanos, si sabes cómo. ¿Por qué he de vivir aquí, encerrada, rechazada por los demás? Esta tierra es muy fría. ¿Hay mar y luz que caliente, allí de donde vienes?
-Yo -dijo Chrestien- soy un hombre sencillo. Traté de luchar contra la culpa y el pecado; a pesar de eso maté, jugué a los dados alrededor de las hogueras el botín ganado a los muertos. Los narradores nos hablaban de leyendas heroicas, del Santo Grial y de la Tabla Redonda. La realidad era el humo de los incendios con olor a carroña quemada, la peste y el hambre, los Cuatro Jinetes. Y sin embargo tenía un sentido, una risa atravesaba la oscuridad y pensábamos que nuestro sacrificio servía. Pero volver y encontrarse esto...
Señaló con su mano afuera, hacia la ciudad que se desmoronaba. Yo buscaba en silencio la respuesta adecuada, estremecido de horror ante la caricatura de la vida.
-¿Qué hacen los otros? -les pregunté-. ¿Es que no podéis uniros para crear, para construir? Yo llamaré a los míos en vuestra ayuda.
-Puede que aún sea tiempo. Vosotros poseéis el conocimiento y sabéis dominar las máquinas.
-Hace tiempo que casi no las utilizamos, nuestra fuerza se basa en el espíritu y, en nuestra lucha por dominarlo, parte de ella, escapada a nuestro control, debió animaros.
-¿Qué has visto esta noche, Chrestien? -nos interrumpió Moana-. Tú eres amigo de la Ronda Nocturna, ellos deben saber.
-Se ocultan, se inmovilizan cuando pasa. Su luz les pone en aviso. Pero creo -miró hacia la puerta y bajó la voz- que algo traman los proscritos. No soy amigo de espiar, me gusta luchar a campo abierto y, aunque conozco el miedo, no huiría ni siquiera cuando la muerte me tendiera su mano para invitarme a la danza.
-Ya morimos una vez -dijo Moana alzándose de hombros con indiferencia. La miré asombrado y traté de imaginármela vieja, el brillante cabello de laca convertido en un trapo gris, la carne agostada y las flores marchitas. Había que evitarlo.
-Sí -contestó Chrestien-. El polvo de nuestros huesos espera en alguna parte. Pero dejemos eso y escuchad: Mi perro se ha detenido ante una casa que yo conozco, gruñía y. escarbaba junto a las ventanas del sótano, y tuve que arrancarle de allí por la fuerza. Siempre fue muy buen rastreador, y se atrevió a seguir las huellas de lobos y herejes.
-Entonces, salgamos con él -les dije-, y que nos conduzca. Tú quédate, Moana, hace frío y puede haber peligro.
Me contestó con una carcajada y corrió hacia la sala del fondo, para volver envuelta de pies a cabeza en un manto morado.
-¡Mirad! -y lo abrió para enseñarnos el forro, amarillo limón- Soy el día y la noche, según mi deseo.
El cielo se había cubierto, la luna luchaba con jirones de estrellas revueltas. El frío era tan intenso que me hizo pensar en la nieve, al acecho allá arriba. A pesar de la tempestad que se cernía, las calles se habían transformado en un abigarrado carnaval. Fantasmales, corrían de acá para allá extraños personajes, que con sus brocados y terciopelos arrastraban los cristales rotos y las hojas secas, indiferentes al viento. Tal vez vivían el ambiente de su propia dimensión, y si Moana tiritaba a mi lado es porque ya era demasiado humana. El perro correteó indeciso, olfateando las piedras, hasta que Chrestien le dio la orden que lo lanzó adelante como una flecha negra, casi invisible.
Cuando pasábamos ante una arcada semiderruída, nos deslumbró la luz de un farol que nos enfocaba. En sus rayos flotaba un perfume fresco, una bocanada de olor a violetas recién cortadas. Cuando la joven que lo sostenía lo desvió, pude verla. Era alta y su cabello rubio flotaba formando un halo en torno a su figura, un traje de gasa sembrado de flores de oro caía en pliegues inquietos hasta sus pies, un collar de hojas rodeaba su cuello y un manto transparente de un delicado matiz malva se arremolinaba a su espalda. Era un remanso de Primavera en la crudeza de la noche. Me miró con sus extraños ojos color de avellana con reflejos verdes y me preguntó:
-¿Adónde vas, desconocido? ¿Quién es la mujer que acompaña a Chrestien? Llevadme con vosotros, no debo dejarle solo, tengo que protegerle.
Moana había sacado su cuchillo con un gesto salvaje. La contuve con la mano. Chrestien podía contestarla y, en un lento italiano, dijo:
-¡Déjanos! Tenemos cosas importantes que hacer esta noche, y tú serías un estorbo.
Añadió unos cuantos juramentos para él mismo, por la desaparición del lebrel y la interrupción de aquella loca. Así dijo, pero yo sabía que se alegraba del encuentro, y que si antes había salido era con intención de buscarla. No me extrañaba, porque era una frágil maravilla, y por eso, empujado por la simpatía que sentía hacia él, no reflexioné en el peligro al que podíamos exponerla y le rogué:
-Admítela con nosotros, no llevamos luz y su fanal puede ser necesario.
Chrestien alzó los hombros con indiferencia y la hizo un gesto con la mano para que se acercase. Sin embargo, yo vi la animación que alegraba sus hastiados ojos y la sonrisa radiante con que ella lo miraba. Gozaban en la mutua contemplación de su belleza, y no necesitaban palabras.
Moana, en cambio, había retrocedido hacia la sombra y sus dientes brillaban en una mueca de odio, tanto como el cuchillo que apretaba en la mano. Las lágrimas arrasaban su cara, y se volvió de espaldas para secarlas con su manto. Pobres viejos sueños fijados en un lienzo, que se habían vuelto tan humanos y no sabían qué hacer con sus sentimientos, retazos de su verdadera vida, con los que instaban afianzarse en la nueva. Y yo arrastrado a su confusión, sintiéndome culpable.
El lebrel había vuelto, con sus grandes saltos silenciosos, y gemía en su ansia de continuar, como si hubiese olfateado una presa y estuviese impaciente porque su amo la cazase y le arrojara su caliente corazón.
-Esto es cosa de hombres -me dijo Chrestien-, y no deberíamos haber admitido con nosotros a Flora y Moana. El daño que nos hagan será verdadero.
-No me llames así -protestó la muchacha de la linterna- Confundirías al extranjero. Se burla de mí porque sirvo a la Primavera. En realidad soy Giannina y también serví vino a los campesinos, cuando volvían cansados de la siega, allá en la posada de mi padre. En fin, seré lo que queráis, pero admitidme con vosotros -imploró con su voz melodiosa.
-Vamos -ordené-. La noche pasa y no hacemos nada. Se fijarán menos en nosotros si vamos con ellas.
Pues algunos clavaban en mí miradas intrigadas y murmuraban. Iban en grupos, alumbrados por linternas y faroles. A nuestro lado pasó un grupo de saltimbanquis, vestidos de un bello azul con matices de turquesa. Unas damas engalanadas con pelucas empolvadas y miriñaques casi cerraban el paso. Dos monjes pálidos, con la capucha bajada sobre la frente y la vista fija en el suelo, rezaban entre dientes. Observé que pisaban a propósito los cristales, y que sus pies dejaban una huella sangrienta, que entretuvo por un momento al lebrel de Chrestien, hasta que su amo le llamó con un silbido.
Estaban también los niños, que me hicieron estremecerme, porque hacía tanto tiempo que había olvidado la piedad. Pobres niños destinados a servir a los cortejos o a jugar con un pájaro en un rincón del cuadro, para completar una línea imaginaria, y ahora se divertían con secretos juegos, en los rincones de los soportales. ¿Crecerían o se harían viejos así? ¿Con vicios copiados y posturas imitadas, sin tener quien los iniciase en la auténtica vida, que los otros seres sólo podían representar en fragmentos de proyecciones?
Cuando nos fuimos aproximando a los viejos barrios, la luz de Giannina se hizo imprescindible, aunque yo no sabía cuál era la que irradiaba más resplandor áureo, si la que alzaba en la mano o la que se desprendía de sus gráciles miembros y su rubio cabello.
Chrestien sacó el puñal cuando unos borrachos campesinos flamencos la rodearon, los ojos ansiosos y las bocas abiertas con sonrisas idiotas. Uno la sujetó por su túnica transparente, el caballero saltó y cercenó de un tajo su mano. El gañán huyó dando traspiés y alaridos.
Yo sentí náuseas al ver la mano cortada obstinada en engarfiarse a la gasa que rasgaba con su peso. Muy pálida, la muchacha la separó y la arrojó a lo lejos. Vi un enorme tigre, de pupilas fosforescentes y mal dibujado, cual un gato grande, por un inocente pintor de domingo, que se arrojaba sobre ella e iba a depositarla a los pies de un hechicero negro, que tocaba la flauta en un rincón de un jardín seco. Las notas fluyeron con un tono de mandato y los dedos comenzaron a agitarse igual que serpientes, abandonando el trozo de tela, que el brujo domador de cobras se apresuró a esconder en el cesto donde las guardaba.
Moana se adelantó, decidida. Intenté retenerla y me gritó:
-No puedo dejárselo. Haría de ella su esclava mediante la magia. La odio porque es más hermosa que yo, pero no puedo permitirlo.
Vi el brillo de los ojos de las otras fieras, que parecían peligrosos juguetes animados, y corrí a derribar de una patada la canastilla. Sentí colmillos que intentaban hundirse en mi pie, protegido por el metal de la estrella.
Recuperé la gasa que arrebataba el viento, el viejo se acurrucó gimoteando y con sus sarmentosas manos buscó en la oscuridad a las serpientes que huían entre las piedras.
-No me quites la mano -dijo-, y te daré un poderoso conjuro que te salvará del peligro que te espera.
-Déjasela -murmuró Chrestien mientras se persignaba-. Da a los demonios lo que es suyo. Tal vez necesitemos un aliado contra ellos.
Quise reírme y no pude. Allí estaban las toscas bestias, paralizadas tras su dueño, con su aspecto de estampas de abecedario infantil y una mirada redonda, que rezumaba malignidad verde.
-Guárdala, puedes enterrarla o hacer con ella lo que quieras.
Se estremeció al captar mis palabras y me dijo con una carcajada:
-Vete y llévatelos contigo, están perdidos. Tu .magia es más fuerte que la mía, han elegido mal compañero.
Chrestien, que había mantenido a su perro sujeto por el collar, lo soltó y lo azuzó otra vez, cuando yo le indiqué que teníamos el camino libre. Giannina lloraba no sé si de miedo o de pena por su hermosa túnica desgarrada, y Moana la cubrió con la mitad de su manto para consolarla. Las dos cascadas de cabellos, oro y negro, se entrelazaban a compás del viento.
Seguimos adelante, acompañados por la burlona música de la flauta.
-A partir de aquí -advirtió Chrestien- comienza el peligro. Hay muertes. todas las noches y, si no intervenimos, cada mañana habrá menos que retornen a la reunión del Museo. ¿Qué sabemos de los que han muerto, de aquellos que se separaron de nosotros para vivir en .las casas de la ciudad?
La linterna de Giannina tembló en sus manos y los haces de luz iluminaron confusos una escena alucinante. Habíamos llegado a un solar en cuya lejanía se veían casas desparramadas. Hacia nosotros avanzaba una cabalgata monstruosa. Petirrojos, gorriones, lechuzas y martines pescadores gigantescos; grifos, ciervos y peces cabalgados por hombres y mujeres desnudos que iban tocados con turbantes de grosellas y moras. Otros tenían cuerpo humano y cabeza de ave o alas de mariposa, algunas de las mujeres iban vestidas con trajes medievales y cofias blancas en forma de cuernos. Frailes y negras vestidas solamente con enormes flores de una extraña apariencia visceral. Una liebre del tamaño de un hombre, trotaba llevando colgado de su espalda al cazador.
Agitaban estandartes y campanas, aullaban y arrancaban alaridos a antiguos instrumentos musicales, desconocidos para mí, del tamaño de una casa de dos pisos, y bajo cuyo peso doblegaban sus espaldas con una mueca fija en sus caras de ahogados que hubiesen salido a flote.
Miré espantado a Chrestien, me di cuenta de su aire sereno de arcángel caído en un mundo demoníaco. Sus ojos de niño me sonrieron, tranquilizándome en su rostro serio:
-Son los escapados del Jardín, que se han refugiado en los suburbios. No creo que nos vean siquiera. Somos tan distintos a ellos que no nos advertirán, sumergidos como están en su propio infierno.
El cielo se había cubierto completamente, el viento cesó y allá arriba percibí un silencio expectante, a la espera de un acontecimiento. El frío era intensísimo. No obstante, en aquel torbellino de pesadilla, nadie parecía sentirlo. Chisporroteaban las antorchas con una luz azulada y verde, sin calentar con su resplandor de pantano. En aquella marea que nos arrastraba mis manos no encontraban asidero al que agarrarme. Moana tosía a mi lado.
-Tengo miedo, Thur -me dijo-. ¿A dónde nos llevarán?
-A donde queríamos ir -contestó Chrestien riéndose-o Mirad, allá al fondo de ese barranco en el que termina la ciudad está la casa.
No sabía que encontraríamos en ella, pero ansié su refugio, al menos sería un remanso fuera del insoportable graznido de las gigantescas aves. Me abrí camino a empellones y al poco rato comenzamos a bajar, unas veces resbalando y otras corriendo, porque en lo alto del barranco oscilaban sombras enormes que se arrastraban hacia nosotros.
La casa estaba a oscuras, únicamente brillaba una luz en el sótano, y arrimamos las caras a los sucios cristales, sin poder ver nada. El perro gruñía pegado a las piernas de su amo, que sostenía a la espantada Giannina.
-He aquí donde se reúnen -susurró Chrestien-. Es mejor entrar. Apaguemos la luz, ya no nos hace falta. Y no temáis nada, ahora vamos a saber.
Encontramos la puerta, que colgaba medio desencajada de sus goznes. La empujamos y entramos en lo que debía ser un destartalado zaguán en el que flotaba un sofocante olor a moho, cortado por ráfagas de olores violentos que brotaban del fondo, donde arrancaba la escalera de caracol, iluminada por el fuego que ardía en el sótano. Hacia ella nos dirigimos, y Chrestien animó en voz muy queda al lebrel para que nos precediese. El lo siguió, decidido, y la espiral de los escalones nos tragó. Moana y Giannina se quedaron arriba, rezagadas por el temor a lo desconocido. Afuera se aproximaban las figuras escapadas del Jardín de las Delicias, con un sordo ruido subterráneo de terremoto que cubría el de nuestros pasos sobre las gastadas piedras.
Llegamos a la última revuelta y me detuve, asombrado. Era un laboratorio, nada más que eso. El antiguo laboratorio del alquimista con su horno de tierra refractaria en el centro, rodeado de montones de escoria esparcidos por el suelo y sobre el que se apoyaban crisoles y fuelles.
Sentado junto a la mesa de trabajo, de espaldas a nosotros, estaba un anciano. El tablero se hundía, atestado de complicados objetos: alambiques, serpentines, retortas y frascos de vidrio verde. Comprendí por qué Chrestien, que vivía inmerso en su época de superstición, había intuido allí un peligro, y sentí deseos de reír, dar media vuelta y dejar de una vez abandonados a ellos mismos a esos locos sueños.
Pero el viejo se volvió, me miró a mí únicamente, y en sus pupilas apagadas vi un peligro real, dirigido directamente hacia mí. Tenía la cara arrugada como una seta venenosa que hubiese permanecido demasiado tiempo enterrada. Dejó junto a un manuscrito la retorta que estaba calentando a la llama azul del mechero, y vino a mi encuentro.
-Al fin habéis vuelto -me dijo-, para que pueda dar fin a mi trabajo. Te hemos ido atrayendo hacia aquí, y esto debo agradecérselo a los que te han servido de guía.
Chrestien se adelantó, indignado. Su flotante manga se enganchó en un frasco, que cayó, dejando una mancha de aceite color rubí al estallar.
-¿Qué quieres decir? -le gritó-. ¿Acaso insinúas que yo me he prestado a preparar una encerrona a un extranjero?
-¡Ten más cuidado! Has derramado la Sangre del León y es muy valiosa, la necesito para dar fin a mi obra. Si te revuelves de esa forma verterás la quintaesencia de los siete planetas, que está encerrada en esas redomas. Aunque ya no tiene importancia -añadió con una risa maligna-, creo que pronto va a verse coronada.
Chrestien miró en torno suyo, con algo de temor a pesar de él, y yo traté de tranquilizarle.
-No es más que un pobre loco, de tantos que buscaron la ciencia entre los ácidos, sales y álcalis, sin poder encontrarla, en el tiempo en que tú luchabas en el mundo.
-Eso es lo que tú crees, pero aquí hay más de lo que tus ojos ven, y puedo desencadenar contra ti otras fuerzas que las que se transmutan en mi horno. ¿Sabes lo que se acerca ahí fuera?
El cristal de la ventana saltó hecho añicos, golpeado por un brazo, ala o aleta. Miré a través del agujero. Muy lejos, arriba, las nubes se habían separado e, inaccesible, vi brillar una estrella. Después, rostros deformes cruzaron de un lado a otro.
-Es la fuerza de vuestros sueños, con la que nos dísteis vida, y que ahora puede alzarse contra vosotros y destruiros, por mucho que intentéis huir a través del espacio. Está aquí, y un momento después estará en vuestras mentes, para aniquilarlas.
Entonces, amigos, supe que tenía razón. Habíamos conseguido todos los dominios, pero esa fuerza escapa aún a nuestro control, yo mismo era la prueba. Había vuelto y me había dejado arrastrar, fascinado por ella, a través de la noche. Me sentí perdido, acorralado en este mundo que se nos ha hecho extraño, y vi como los demás regresaríais para ir cayendo uno a uno.
El viejo adivinó que casi me había vencido y se echó a reír. Chrestien me miró y en sus ojos había amistad, lealtad y desesperación.
-¿Puede hacer daño a los hombres de ahora? –me preguntó-. Dime la verdad, necesito saberla para conocer el daño que he hecho.
.Moana y Giannina había bajado, atraídas por el ruido de las voces, y nos contemplaban asustadas, sin atreverse a intervenir.
–Creo que sí, Chrestien -tuve que confesar-. Temo que nos hayáis vencido.
-¿Y no conoces la manera de destruirnos? Sois vosotros los que necesitáis esta vida que os hemos usurpado. La energía que nos anima os la hemos robado.
-¡Cállate, traidor! -le ordenó el viejo-. Nosotros seremos los auténticos vivos, nuestra será la Tierra, ellos ya no son humanos.
-jDestrúyenos, peregrino! Tal vez hayáis dejado de ser hombres, pero yo siento en mi alma que lo justo está en vosotros.
Continuad y dejad que acabemos. Nos creasteis y al mismo tiempo sois nuestros hijos, coged nuestra herencia y seguid al destino.
-¡No puede hacer nada! -gritó el viejo-. Vino con sus manos desnudas y cayó en la trampa. Ocupará mi lugar en el Museo e iré todos los días a burlarme de él, a verle inútil y dormido.
Comprendí que mi acción era inevitable y corrí escaleras arriba, seguido por mis amigos. Las carcajadas triunfales del alquimista me persiguieron por la espiral. Fuera, las sombras esperaban mi destrucción en silencio, para poder después entregarse a la orgía de sus pesadillas. Me abrieron paso cuando me encaminé a la llanura, volviendo la espalda a la ciudad que debía ser destruida si queríamos sobrevivir.
No se atrevían aún a atacarme, tal vez esperaban un signo del viejo que les infundiese la energía necesaria. Chrestien cubría mi espalda con su puñal erecto como un aguijón centelleante, y sobre él se lanzó la monstruosa jauría, con picos y garras, antorchas y alaridos.
Durante unos segundos interminables asistí a la lucha, inerme y sin decidirme a intervenir, porque el único medio de que disponía para aniquilarlos acabaría con él también.
Antes de caer, se volvió y recibí su última mirada desesperada, que guardo en mi corazón. Se derrumbó a mis pies y vi sangre, verdadera sangre que brotaba a borbotones de su cuerpo y salpicaba mi capa.
Oí una voz clamando venganza, no sé si era la de Moana o la de mi propia alma.
Entonces, con la certeza de lo inevitable, busqué con mis ojos la estrella en el claro de nubes e invoqué su luz, con el conocimiento que poseemos, antes de que fuera demasiado tarde.
La luz se precipitó en cataratas por la abertura del cielo y su color indescriptible, que hemos aprendido a dominar, arrancó de ellos un inmenso aullido que retumbó y rebotó en los muros de la ciudad. El insoportable color nuevo los consumía y desmoronaba. Yo mismo caí y no sé el lapso de tiempo que transcurrió hasta que me incorporé, medio cegado, para rechazar otra vez con todas mis fuerzas el torbellino por el que había clamado en mi desesperación.
Todo había acabado, el cielo volvió a cerrarse y la llanura estaba desierta a la luz incierta, casi submarina, del amanecer. Vi como el viento mecía remolinos de polvo, en el que se desintegraban todos los colores del arco iris, como restos cansados de un antiguo Carnaval, la última fiesta de la Tierra. Allí acababan de apagarse el bermellón, el azul ultramar, el verde Veronés, que vistieron nuestros sentimientos y nuestras pasiones. También poco a poco se irán borrando de nuestra alma y dejaremos de ser humanos, sin su apoyo.
Volví mi espalda para siempre a la ciudad del recuerdo, sintiéndome asesino de la belleza. Aún guardaré por mucho tiempo la imagen de Giannina, la graciosa servidora de la Primavera, de Moana cuyo nombre era el matiz azul del mar al amanecer, y sobre todo de mi amigo Chrestien. El mundo era ahora gris y muerto. Encaminé mis pasos hacia la nave a través de la llanura.
Como una caricia, comenzó a caer la primera nevada del invierno, en este rincón abandonado del universo. Todo el paisaje se trocó en una fulgurante albura, que anuló el más insignificante matiz. Un animalillo que huía cruzó ante mí, y sus huellas marcaron un nuevo camino que atravesaba el mío.
Amigos, no he destruido la vida, aquella rata que vi era la prueba. He hecho algo peor, he destruido nuestra herencia. Vuelvo para que me juzguéis.
Marzo-abril, 1967
He vuelto a la Tierra. Los jóvenes no sentís la nostalgia y no sé si vale la pena hablaros de ella. Pero yo no puedo olvidar.
Me agaché a tocar el polvo, sentí su tacto suave y dejé las huellas de mis manos en él. Volví a recordar el llanto con su amargo sabor. Polvo y cenizas, padre y madre, nuestros rechazados orígenes.
En el lugar que había elegido para mi regreso, moría un día de finales de otoño. Un viento frío soplaba hacia mí a través de la ilimitada llanura. Mis huesos se estremecieron y me sentí agobiado por la soledad, bajo el inmenso cielo gris, en el que únicamente parpadeaba una estrella, en lejano saludo. Al fondo, tras un horizonte de bruma rojiza, se ocultaba la ciudad.
El aire alzaba remolinos de antiguos olores, que mis pulmones respiraban temerosamente, casi con rechazo. Moho de milenarias piedras, o tal vez cráneos desenterrados, humedad de musgo y hojas podridas, relente de agua estancada, la acogida del viejo cementerio de la humanidad.
Y el silencio. Sólo el gemido del viento, que se olvidaba en su continuidad. Ningún grito de animal en llamada de celo, ningún gorjeo o furtivo susurro de alas. Había llegado en una hora muerta a un mundo abandonado.
Permanecí allí, en el mismo sitio en el que había bajado, luchando de rodillas contra la muda atracción de la tierra, percibida en el torpe fluir de mi sangre, en el latido alocado de mi corazón que pugnaba por rechazarla, mientras ella trataba de sorber, a través de mis pies enraizados, mi energía vital, en ciega busca de renovación.
Entonces, amigos, me invadió el pánico que azotó a los nuestros antaño, brotando en salvajes borbotones de la profundidad de mi ser. Se alzó la jauría de sombras que ni el fuego podía hacer retroceder, cuando vivimos en la oscuridad de las noches. El alma llamó a la ciudad abandonada, al inseguro refugio de las agrietadas paredes que podían amparar, porque las habían construido los hombres.
La luna se asomó en el cielo, indecisa, como el ojo ciego de un gigante, negro en su invisibilidad. Y corrí a través de la llanura gris, en la que no despertaban eco mis pasos, guiado por el resplandor fosforescente de las piedras que jalonaban el camino.
Volví las espaldas a mi nave, con la certeza consciente de encontrarla como la había dejado, en este mundo habitado únicamente por mi intuición temerosa que intentaba captar algún sentido.
No sé cuánto tiempo tardé en llegar, a lo largo de aquella ruta interminable que se desenrollaba ante mis pies. Hemos olvidado contar las horas de la Tierra. No nos acordamos de la elástica viscosidad de la noche, tan engañadora, ahora que vivimos en la luz.
Los espinos se balanceaban en torno mío, única vegetación del suelo yermo en nuestro abandonado mundo, al que había hecho estéril la violencia de los hijos del hombre. Flotaba una herencia de pesadumbre, un opaco veneno en el aire, y a mis sentidos soñolientos por la monotonía de la marcha parecían llegar murmullos; silbidos de llamada, apagado ulular de bestias lejanas desde la enorme ciudad acostada como límite a la desolación. Creí adivinar centelleos rojos o verdes de ojos atemorizados, al acecho tras los matorrales desnudos, y rastreo de pisadas furtivas a mi espalda, pero me tranquilizaba al pensar que no era más que el roce de mi propia capa, azotando mis piernas en la velocidad de la carrera, en mi afán por atravesar la helada oscuridad. Estaba en el lugar más solitario bajo las estrellas.
Mis pies comenzaron a tropezar con esos objetos insólitos que arroja la marea de las calles hacia los arrabales: trozos de vidrio en los que tal vez la luz de la luna fingía una vida, viejos útiles que pulieron manos humanas. Empapado de sudor y sin aliento, me detuve ante las primeras casas.
El frío y el arrinconado temor a la noche que yacía en el fondo de mi alma me empujaban a seguir avanzando. Allí estaba guardado nuestro legado, que yo tanto había ansiado volver a contemplar, todas las creaciones de nuestros antepasados que se rescataron a la destrucción. Sin embargo, hubimos de abandonarlas como un tesoro que alguna vez soñábamos con volver a buscar. Vosotros, que ya no sentís interés por ellos, acaso os burlaríais.
El sonido de mis pasos rebotaba por las calles silenciosas, produciendo ecos que habrían alertado oídos humanos, si por ventura hubiesen existido para escucharlos. Dudé durante unos cincuenta latidos de mi corazón, bajo la luna plateada, tratando de orientarme a través del laberinto de túneles que entretejían las calles sin luces ni nombres.
Yo sé que me preguntaréis por qué quería afrontar con mi cuerpo indefenso la amenaza que desencadena la oscuridad, revivir el cansancio y el miedo que han dejado de existir para nosotros. Siempre sentí la añoranza, y está en nuestra condición el impulso a desafiar el peligro.
Caminaba pegado a las paredes, y la superficie rugosa de las piedras se enganchaba a mis ropas. Las puertas de las casas permanecían abiertas, tal y como las habían dejado sus dueños en su precipitada huída, y de ellas salía un vaho húmedo con olor a alimaña. Los vehículos abandonados estaban convertidos desde hacía mucho tiempo en un montón de chatarra oxidada; árboles retorcidos en su agonía y fuentes secas. El suelo estaba erizado de cristales, y en los escaparates se pudrían cosas cotidianas.
Llegué a la gran plaza circular y me detuve, avisado por ese instinto que hemos rechazado. Había tropezado, pero no contra una piedra o raíz, sino con mi sobresalto. Algo iba a cambiar, lo percibía en la tensión de la espera...
De pronto, del reloj de la torre llegaron las campanadas.
No las conté de primeras, pero tuve tiempo de hacerlo cuando fueron repetidas desde los cuatro puntos cardinales por otros relojes que enviaban su contestación en oleadas que convergían hacia el centro.
¿Qué mano viva o muerta hacía girar las llaves que animaban la maquinaria? Nadie, absolutamente nadie quedó en la ciudad. ¿Acaso las bestias abandonadas? No... era imposible, la tierra ya no podía sustentarlas, se habrían devorado unas a otras, hasta extinguirse la vida.
Después otra vez el silencio, sólo arriba el aullido lejano del viento, que ahora arrastraba unas nubes cambiantes, evocadoras de formas legendarias: grandes pájaros, huesos de reptiles prehistóricos, abanicos abiertos.
El frío me penetraba hasta la médula. ¿Qué astucia vuelta contra mí había puesto en marcha las máquinas? No podía encontrar refugio, la ciudad me rechazaba. Corrí hacia las puertas del Museo. Estaban cerradas, como las dejamos.
En ese momento, al fondo de una calle lateral, oí pasos acompasados, y un lejano redoble de tambor, amortiguado, como una llamada de otra dimensión de irrealidad. Una extraña luz ambarina oscilaba entre las arcadas de los soportales.
Empujé los batientes de bronce, con la fuerza que me daba el terror. Temí encontrar resistencia de metal herrumbroso, no tocado durante muchos ciclos solares, pero giraron con tanta facilidad que casi caí de bruces, enredado entre los pliegues de mi capa. La luz se encendió automáticamente al abrirse la puerta y se precipitó en torrentes implacables sobre mí, alimentada por la energía de la estrella que aún calienta este viejo mundo.
Corrí los cerrojos con una sensación de seguridad, casi de vuelta al hogar. Esperé con los ojos cerrados hasta que cesó el golpeteo vertiginoso de la sangre en mis venas y, cuando los abrí, sentí un fogonazo de quemadura, creí en una ceguera momentánea. Las telas se alineaban en las paredes y veía los marcos, que no me parecieron dañados por el polvo y la humedad, de los que habían sido aislados. No obstante, los lienzos estaban grises, vacíos; únicamente conseguía distinguir algunas pinceladas sueltas de los fondos. Las figuras habían desaparecido.
Una puerta flanqueada por columnas de mármol comunicaba con las otras salas. En el umbral se recortó una figura. Sentí estupor ante lo imposible, incapaz de encajar en mi mente la insólita visión. Era una muchacha alta, de piel olivácea y cabello muy negro, que caía sobre sus hombros redondos y desnudos. A sus caderas se ceñía una falda de un bello color amatista con grandes dibujos geométricos rosa. Llevaba en las manos una bandeja rebosante de flores purpúreas, y sus pies desnudos no producían ningún ruido en el suelo al avanzar hacia mí.
En sus grandes ojos de animal bueno brillaba una sonrisa de bienvenida, que aún no se atrevía a asomar a sus labios. Me dirigió un saludo en una lengua armoniosa y primitiva. Nosotros ya no necesitamos las palabras. ¡Que agradable es el sonido de una cálida voz humana después de tanto tiempo!
-Te saludo, señor. Tú no eres de los nuestros -hizo un tímido gesto con la mano izquierda hacia mi cara, sin llegar a terminar el movimiento, como un pájaro que chocase contra un cristal- ¿En qué forma estás vivo? Tu traje, ¿es de tela o metal? ¡Que maravillosamente brilla! Igual que cobre pulido... y esa larga capa negra... Ninguno de nosotros viste así. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes?
Me miraba con curiosidad exenta de temor, con la cándida inocencia de una niña.
-Me llamo Thur -mi respuesta la sobresaltó al resonar en su cerebro, sin palabras-. Y tú, muchacha, ¿cómo te llamas?
-Moana, señor. ¿Conoces el mar? Moana es el color que tiene al amanecer -me miró inquisitiva-. ¿Por qué tienes miedo?
No sabía como explicárselo, y tardé unos instantes en responder. Ella alzó los hermosos hombros oscuros en ademán de disculpa.
-Perdóname, no debiera preguntar a un viajero sus motivos. Porque estoy segura de que vienes de muy lejos. ¿Quieres descansar primero?
Hice un gesto de negación con la cabeza y me apoyé contra la columna. Efectivamente, estaba cansado, y mi espíritu confuso titubeaba con la verdad entrevista, casi a punto de aprehenderla.
. -Dime, Moana, ¿de dónde has salido? ¿Eres real o sólo eres un sueño?
-Yo, Thur, y permíteme, señor, que te llame por tu nombre, me gusta, -sonrió halagadora y sus dientes brillaron, blanquísimos- soy real, no soy ninguna ilusión, si eso es lo que piensas. Sé, aunque de un modo confuso que no comprendo bien, y eso que algunos de los nuestros, que son muy sabios, han tratado de explicármelo, que me ha dado vida la fuerza del recuerdo, la nostalgia de los hombres. ¿Tú lo entiendes y puedes hablarme con palabras sencillas?
-Sí, yo soy uno de los que te recordaron y por eso he vuelto, pero ignoro cómo lo hemos conseguido. Desconozco el mecanismo que ha puesto esto en marcha. Allá tanteamos, hemos ensayado nuevos rincones de la mente hasta dominarlos. ¡Que sé yo las fuerzas que hayan podido liberarse!
-Entonces, si os debemos este existir, tendrás que andar con cuidado. Unos te estarán agradecidos, como yo, pero otros te odiarán por ello.
-Al venir, he visto luces y he oído pasos acompasados por el redoble de un tambor. ¿Sabes quiénes son?
-Sí. Todas las noches tienen su tarea y han de cumplirla. Es la Ronda. Llevan una bandera y anchos sombreros adornados con plumas. Van armados de lanzas y arcabuces, así los llaman. Dicen que cumplen su obligación de vigilar la ciudad, hasta que vuelvan los que partieron.
Depositó la bandeja en el suelo y se sentó sobre sus talones, a mis pies. Luego alzó su mano hacia mí en señal de advertencia.
-Los hay peligrosos, monstruos y fieras. Han huido, y se refugian en las casas abandonadas. Algunos merodean por la llanura, rechazados por los demás. Me extraña que hayas podido llegar hasta aquí sin tropezártelos. Debes tener los poderes de un gran hechicero, si eres de los que nos crearon. No había pensado en ello. Naturalmente, no pueden nada contra tí.
-No lo creo yo así. -Recordé mi temor a la oscuridad- Vine sin armas y además, no sé cuáles podría utilizar contra nuestros sueños liberados.
Hundió su mano morena entre las flores y puso al descubierto un cuchillo, que me tendió.
-Toma, yo tengo una. Estamos vivos y el metal nos mata. Lo afilo contra las piedras del camino, cuando me despierto por las noches.
Lo rechacé con una sonrisa y me entristeció su gesto de desilusión. Era tan humana, tan perteneciente a la antigua Tierra, que me habría gustado acariciar su piel oscura y tersa y aspirar su perfume, casi violento, que llegaba hasta mí cuando sacudía sus cabellos. Me contuvo la vergüenza de lo que somos ahora.
-No -dije-; te lo agradezco, pero sé que no debo tomarlo. Yo no he venido a matar y tampoco necesitaría armas para destruir, si así lo desease. He querido volver con el alma desnuda y mis manos vacías, igual que al nacer.
Moana me miró, extrañada, sin comprender, y guardó silencio.
Ya iba a comenzar a hacer una pregunta sobre los otros y el porqué de su soledad, cuando las puertas de bronce se abrieron de golpe. En una ráfaga de aire inquieto de la noche, surgió recortada contra la luz de la luna una extraña aparición. Al principio sólo distinguí las negras siluetas de un hombre acompañado de un lebrel, que al verme lanzó un corto aullido de aviso, apretándose contra su dueño. Este lo apartó con el pie, sin rudeza, y avanzó hacia mí. Iba vestido con calzas y jubón de terciopelo, de un verde profundo, y las amplias mangas ribeteadas de piel flotaban alrededor de su cuerpo. Encima llevaba un peto de acero bruñido que lanzaba un brillo mate; un enorme sombrero parecido a un turbante y adornado con un joyel y plumas de pavo real cubría su cabeza, a la cintura llevaba una daga de chisporroteante empuñadura.
Era tan alto como yo y me miró resuelto a los ojos. Los suyos eran tan azules como los de un niño, con una expresión atrevida y. orgullosa. El color de su piel era muy blanco, casi lívido, y destacaba aún más rodeada por el halo cobrizo de la barba.
El negro lebrel se precipitó hacia Moana y la muchacha lo acogió con una risa, extendiendo los brazos; le murmuró en su lenguaje musical unas palabras de bienvenida, que acaso lo calmaron, aunque seguía observándome con un gruñido alerta.
Sentí la alarma que vibraba en el recién negado, y no podía por menos que admirar la gallardía con que me desafiaba, esperando que yo atacase primero.
-Háblale como tú sabes -murmuró Moana-. Es bueno, yo entiendo algunas de sus palabras.
Después, volviéndose hacia él, añadió en un torpe francés:
-Es amigo, creo que viene de las estrellas, aunque ha nacido en la Tierra.
Un fulgor de interés brilló un momento en los tristes ojos de mi nuevo interlocutor, que se inclinó con cortesía, y yo le tendí la mano. Dudó, indeciso ante mi gesto, y luego retiró su guante para ofrecerme la suya desnuda. La estreché, extrañado del calor de vida que había en ella.
-No será -dijo- el caballero Chrestien, pues ese es mi nombre, quien rehúse tenderle la mano a un peregrino. Sé que amargura hay en el alma del que está lejos de su patria.
Sí, eso debía haber sido Chrestien: «Retrato de un caballero por autor desconocido». Ante su imagen se habrían detenido generaciones, tratando de adivinar el enigma de su cara pálida, en la que se reflejaba el cansancio de un ciclo que siente su final, igual que nosotros antes de la partida.
-El nos ha hecho vivir -dijo Moana-. No sé cómo, pero lo hizo.
-Hiciste mal. Ella es una pagana, que se niega a recibir el Agua de la Vida. Yo, en cambio, esperaba la llamada del ángel para alzarme en mi tumba, y no esta falsa resurrección. Este sigue siendo un mundo de persecuciones y peligros, lo he visto esta noche una vez más, y hay hastío en mi espíritu.
-Si es así, Chrestien -respondí-, me considero culpable, y trataremos de enmendar el daño.
Me miró con asombro, como si no hubiese esperado una contestación a sus palabras, y luego inclinó la cabeza con un grave gesto de asentimiento.
Moana se puso de pie y sacudió su larga cabellera hacia atrás, luego tendió su brazo hacia mí en un gesto de súplica. El perro vino a frotar su cabeza contra mis rodillas y me miró en demanda de una caricia, con un movimiento esperanzado, casi imperceptible, de la cola.
-Ayúdanos, si sabes cómo. ¿Por qué he de vivir aquí, encerrada, rechazada por los demás? Esta tierra es muy fría. ¿Hay mar y luz que caliente, allí de donde vienes?
-Yo -dijo Chrestien- soy un hombre sencillo. Traté de luchar contra la culpa y el pecado; a pesar de eso maté, jugué a los dados alrededor de las hogueras el botín ganado a los muertos. Los narradores nos hablaban de leyendas heroicas, del Santo Grial y de la Tabla Redonda. La realidad era el humo de los incendios con olor a carroña quemada, la peste y el hambre, los Cuatro Jinetes. Y sin embargo tenía un sentido, una risa atravesaba la oscuridad y pensábamos que nuestro sacrificio servía. Pero volver y encontrarse esto...
Señaló con su mano afuera, hacia la ciudad que se desmoronaba. Yo buscaba en silencio la respuesta adecuada, estremecido de horror ante la caricatura de la vida.
-¿Qué hacen los otros? -les pregunté-. ¿Es que no podéis uniros para crear, para construir? Yo llamaré a los míos en vuestra ayuda.
-Puede que aún sea tiempo. Vosotros poseéis el conocimiento y sabéis dominar las máquinas.
-Hace tiempo que casi no las utilizamos, nuestra fuerza se basa en el espíritu y, en nuestra lucha por dominarlo, parte de ella, escapada a nuestro control, debió animaros.
-¿Qué has visto esta noche, Chrestien? -nos interrumpió Moana-. Tú eres amigo de la Ronda Nocturna, ellos deben saber.
-Se ocultan, se inmovilizan cuando pasa. Su luz les pone en aviso. Pero creo -miró hacia la puerta y bajó la voz- que algo traman los proscritos. No soy amigo de espiar, me gusta luchar a campo abierto y, aunque conozco el miedo, no huiría ni siquiera cuando la muerte me tendiera su mano para invitarme a la danza.
-Ya morimos una vez -dijo Moana alzándose de hombros con indiferencia. La miré asombrado y traté de imaginármela vieja, el brillante cabello de laca convertido en un trapo gris, la carne agostada y las flores marchitas. Había que evitarlo.
-Sí -contestó Chrestien-. El polvo de nuestros huesos espera en alguna parte. Pero dejemos eso y escuchad: Mi perro se ha detenido ante una casa que yo conozco, gruñía y. escarbaba junto a las ventanas del sótano, y tuve que arrancarle de allí por la fuerza. Siempre fue muy buen rastreador, y se atrevió a seguir las huellas de lobos y herejes.
-Entonces, salgamos con él -les dije-, y que nos conduzca. Tú quédate, Moana, hace frío y puede haber peligro.
Me contestó con una carcajada y corrió hacia la sala del fondo, para volver envuelta de pies a cabeza en un manto morado.
-¡Mirad! -y lo abrió para enseñarnos el forro, amarillo limón- Soy el día y la noche, según mi deseo.
El cielo se había cubierto, la luna luchaba con jirones de estrellas revueltas. El frío era tan intenso que me hizo pensar en la nieve, al acecho allá arriba. A pesar de la tempestad que se cernía, las calles se habían transformado en un abigarrado carnaval. Fantasmales, corrían de acá para allá extraños personajes, que con sus brocados y terciopelos arrastraban los cristales rotos y las hojas secas, indiferentes al viento. Tal vez vivían el ambiente de su propia dimensión, y si Moana tiritaba a mi lado es porque ya era demasiado humana. El perro correteó indeciso, olfateando las piedras, hasta que Chrestien le dio la orden que lo lanzó adelante como una flecha negra, casi invisible.
Cuando pasábamos ante una arcada semiderruída, nos deslumbró la luz de un farol que nos enfocaba. En sus rayos flotaba un perfume fresco, una bocanada de olor a violetas recién cortadas. Cuando la joven que lo sostenía lo desvió, pude verla. Era alta y su cabello rubio flotaba formando un halo en torno a su figura, un traje de gasa sembrado de flores de oro caía en pliegues inquietos hasta sus pies, un collar de hojas rodeaba su cuello y un manto transparente de un delicado matiz malva se arremolinaba a su espalda. Era un remanso de Primavera en la crudeza de la noche. Me miró con sus extraños ojos color de avellana con reflejos verdes y me preguntó:
-¿Adónde vas, desconocido? ¿Quién es la mujer que acompaña a Chrestien? Llevadme con vosotros, no debo dejarle solo, tengo que protegerle.
Moana había sacado su cuchillo con un gesto salvaje. La contuve con la mano. Chrestien podía contestarla y, en un lento italiano, dijo:
-¡Déjanos! Tenemos cosas importantes que hacer esta noche, y tú serías un estorbo.
Añadió unos cuantos juramentos para él mismo, por la desaparición del lebrel y la interrupción de aquella loca. Así dijo, pero yo sabía que se alegraba del encuentro, y que si antes había salido era con intención de buscarla. No me extrañaba, porque era una frágil maravilla, y por eso, empujado por la simpatía que sentía hacia él, no reflexioné en el peligro al que podíamos exponerla y le rogué:
-Admítela con nosotros, no llevamos luz y su fanal puede ser necesario.
Chrestien alzó los hombros con indiferencia y la hizo un gesto con la mano para que se acercase. Sin embargo, yo vi la animación que alegraba sus hastiados ojos y la sonrisa radiante con que ella lo miraba. Gozaban en la mutua contemplación de su belleza, y no necesitaban palabras.
Moana, en cambio, había retrocedido hacia la sombra y sus dientes brillaban en una mueca de odio, tanto como el cuchillo que apretaba en la mano. Las lágrimas arrasaban su cara, y se volvió de espaldas para secarlas con su manto. Pobres viejos sueños fijados en un lienzo, que se habían vuelto tan humanos y no sabían qué hacer con sus sentimientos, retazos de su verdadera vida, con los que instaban afianzarse en la nueva. Y yo arrastrado a su confusión, sintiéndome culpable.
El lebrel había vuelto, con sus grandes saltos silenciosos, y gemía en su ansia de continuar, como si hubiese olfateado una presa y estuviese impaciente porque su amo la cazase y le arrojara su caliente corazón.
-Esto es cosa de hombres -me dijo Chrestien-, y no deberíamos haber admitido con nosotros a Flora y Moana. El daño que nos hagan será verdadero.
-No me llames así -protestó la muchacha de la linterna- Confundirías al extranjero. Se burla de mí porque sirvo a la Primavera. En realidad soy Giannina y también serví vino a los campesinos, cuando volvían cansados de la siega, allá en la posada de mi padre. En fin, seré lo que queráis, pero admitidme con vosotros -imploró con su voz melodiosa.
-Vamos -ordené-. La noche pasa y no hacemos nada. Se fijarán menos en nosotros si vamos con ellas.
Pues algunos clavaban en mí miradas intrigadas y murmuraban. Iban en grupos, alumbrados por linternas y faroles. A nuestro lado pasó un grupo de saltimbanquis, vestidos de un bello azul con matices de turquesa. Unas damas engalanadas con pelucas empolvadas y miriñaques casi cerraban el paso. Dos monjes pálidos, con la capucha bajada sobre la frente y la vista fija en el suelo, rezaban entre dientes. Observé que pisaban a propósito los cristales, y que sus pies dejaban una huella sangrienta, que entretuvo por un momento al lebrel de Chrestien, hasta que su amo le llamó con un silbido.
Estaban también los niños, que me hicieron estremecerme, porque hacía tanto tiempo que había olvidado la piedad. Pobres niños destinados a servir a los cortejos o a jugar con un pájaro en un rincón del cuadro, para completar una línea imaginaria, y ahora se divertían con secretos juegos, en los rincones de los soportales. ¿Crecerían o se harían viejos así? ¿Con vicios copiados y posturas imitadas, sin tener quien los iniciase en la auténtica vida, que los otros seres sólo podían representar en fragmentos de proyecciones?
Cuando nos fuimos aproximando a los viejos barrios, la luz de Giannina se hizo imprescindible, aunque yo no sabía cuál era la que irradiaba más resplandor áureo, si la que alzaba en la mano o la que se desprendía de sus gráciles miembros y su rubio cabello.
Chrestien sacó el puñal cuando unos borrachos campesinos flamencos la rodearon, los ojos ansiosos y las bocas abiertas con sonrisas idiotas. Uno la sujetó por su túnica transparente, el caballero saltó y cercenó de un tajo su mano. El gañán huyó dando traspiés y alaridos.
Yo sentí náuseas al ver la mano cortada obstinada en engarfiarse a la gasa que rasgaba con su peso. Muy pálida, la muchacha la separó y la arrojó a lo lejos. Vi un enorme tigre, de pupilas fosforescentes y mal dibujado, cual un gato grande, por un inocente pintor de domingo, que se arrojaba sobre ella e iba a depositarla a los pies de un hechicero negro, que tocaba la flauta en un rincón de un jardín seco. Las notas fluyeron con un tono de mandato y los dedos comenzaron a agitarse igual que serpientes, abandonando el trozo de tela, que el brujo domador de cobras se apresuró a esconder en el cesto donde las guardaba.
Moana se adelantó, decidida. Intenté retenerla y me gritó:
-No puedo dejárselo. Haría de ella su esclava mediante la magia. La odio porque es más hermosa que yo, pero no puedo permitirlo.
Vi el brillo de los ojos de las otras fieras, que parecían peligrosos juguetes animados, y corrí a derribar de una patada la canastilla. Sentí colmillos que intentaban hundirse en mi pie, protegido por el metal de la estrella.
Recuperé la gasa que arrebataba el viento, el viejo se acurrucó gimoteando y con sus sarmentosas manos buscó en la oscuridad a las serpientes que huían entre las piedras.
-No me quites la mano -dijo-, y te daré un poderoso conjuro que te salvará del peligro que te espera.
-Déjasela -murmuró Chrestien mientras se persignaba-. Da a los demonios lo que es suyo. Tal vez necesitemos un aliado contra ellos.
Quise reírme y no pude. Allí estaban las toscas bestias, paralizadas tras su dueño, con su aspecto de estampas de abecedario infantil y una mirada redonda, que rezumaba malignidad verde.
-Guárdala, puedes enterrarla o hacer con ella lo que quieras.
Se estremeció al captar mis palabras y me dijo con una carcajada:
-Vete y llévatelos contigo, están perdidos. Tu .magia es más fuerte que la mía, han elegido mal compañero.
Chrestien, que había mantenido a su perro sujeto por el collar, lo soltó y lo azuzó otra vez, cuando yo le indiqué que teníamos el camino libre. Giannina lloraba no sé si de miedo o de pena por su hermosa túnica desgarrada, y Moana la cubrió con la mitad de su manto para consolarla. Las dos cascadas de cabellos, oro y negro, se entrelazaban a compás del viento.
Seguimos adelante, acompañados por la burlona música de la flauta.
-A partir de aquí -advirtió Chrestien- comienza el peligro. Hay muertes. todas las noches y, si no intervenimos, cada mañana habrá menos que retornen a la reunión del Museo. ¿Qué sabemos de los que han muerto, de aquellos que se separaron de nosotros para vivir en .las casas de la ciudad?
La linterna de Giannina tembló en sus manos y los haces de luz iluminaron confusos una escena alucinante. Habíamos llegado a un solar en cuya lejanía se veían casas desparramadas. Hacia nosotros avanzaba una cabalgata monstruosa. Petirrojos, gorriones, lechuzas y martines pescadores gigantescos; grifos, ciervos y peces cabalgados por hombres y mujeres desnudos que iban tocados con turbantes de grosellas y moras. Otros tenían cuerpo humano y cabeza de ave o alas de mariposa, algunas de las mujeres iban vestidas con trajes medievales y cofias blancas en forma de cuernos. Frailes y negras vestidas solamente con enormes flores de una extraña apariencia visceral. Una liebre del tamaño de un hombre, trotaba llevando colgado de su espalda al cazador.
Agitaban estandartes y campanas, aullaban y arrancaban alaridos a antiguos instrumentos musicales, desconocidos para mí, del tamaño de una casa de dos pisos, y bajo cuyo peso doblegaban sus espaldas con una mueca fija en sus caras de ahogados que hubiesen salido a flote.
Miré espantado a Chrestien, me di cuenta de su aire sereno de arcángel caído en un mundo demoníaco. Sus ojos de niño me sonrieron, tranquilizándome en su rostro serio:
-Son los escapados del Jardín, que se han refugiado en los suburbios. No creo que nos vean siquiera. Somos tan distintos a ellos que no nos advertirán, sumergidos como están en su propio infierno.
El cielo se había cubierto completamente, el viento cesó y allá arriba percibí un silencio expectante, a la espera de un acontecimiento. El frío era intensísimo. No obstante, en aquel torbellino de pesadilla, nadie parecía sentirlo. Chisporroteaban las antorchas con una luz azulada y verde, sin calentar con su resplandor de pantano. En aquella marea que nos arrastraba mis manos no encontraban asidero al que agarrarme. Moana tosía a mi lado.
-Tengo miedo, Thur -me dijo-. ¿A dónde nos llevarán?
-A donde queríamos ir -contestó Chrestien riéndose-o Mirad, allá al fondo de ese barranco en el que termina la ciudad está la casa.
No sabía que encontraríamos en ella, pero ansié su refugio, al menos sería un remanso fuera del insoportable graznido de las gigantescas aves. Me abrí camino a empellones y al poco rato comenzamos a bajar, unas veces resbalando y otras corriendo, porque en lo alto del barranco oscilaban sombras enormes que se arrastraban hacia nosotros.
La casa estaba a oscuras, únicamente brillaba una luz en el sótano, y arrimamos las caras a los sucios cristales, sin poder ver nada. El perro gruñía pegado a las piernas de su amo, que sostenía a la espantada Giannina.
-He aquí donde se reúnen -susurró Chrestien-. Es mejor entrar. Apaguemos la luz, ya no nos hace falta. Y no temáis nada, ahora vamos a saber.
Encontramos la puerta, que colgaba medio desencajada de sus goznes. La empujamos y entramos en lo que debía ser un destartalado zaguán en el que flotaba un sofocante olor a moho, cortado por ráfagas de olores violentos que brotaban del fondo, donde arrancaba la escalera de caracol, iluminada por el fuego que ardía en el sótano. Hacia ella nos dirigimos, y Chrestien animó en voz muy queda al lebrel para que nos precediese. El lo siguió, decidido, y la espiral de los escalones nos tragó. Moana y Giannina se quedaron arriba, rezagadas por el temor a lo desconocido. Afuera se aproximaban las figuras escapadas del Jardín de las Delicias, con un sordo ruido subterráneo de terremoto que cubría el de nuestros pasos sobre las gastadas piedras.
Llegamos a la última revuelta y me detuve, asombrado. Era un laboratorio, nada más que eso. El antiguo laboratorio del alquimista con su horno de tierra refractaria en el centro, rodeado de montones de escoria esparcidos por el suelo y sobre el que se apoyaban crisoles y fuelles.
Sentado junto a la mesa de trabajo, de espaldas a nosotros, estaba un anciano. El tablero se hundía, atestado de complicados objetos: alambiques, serpentines, retortas y frascos de vidrio verde. Comprendí por qué Chrestien, que vivía inmerso en su época de superstición, había intuido allí un peligro, y sentí deseos de reír, dar media vuelta y dejar de una vez abandonados a ellos mismos a esos locos sueños.
Pero el viejo se volvió, me miró a mí únicamente, y en sus pupilas apagadas vi un peligro real, dirigido directamente hacia mí. Tenía la cara arrugada como una seta venenosa que hubiese permanecido demasiado tiempo enterrada. Dejó junto a un manuscrito la retorta que estaba calentando a la llama azul del mechero, y vino a mi encuentro.
-Al fin habéis vuelto -me dijo-, para que pueda dar fin a mi trabajo. Te hemos ido atrayendo hacia aquí, y esto debo agradecérselo a los que te han servido de guía.
Chrestien se adelantó, indignado. Su flotante manga se enganchó en un frasco, que cayó, dejando una mancha de aceite color rubí al estallar.
-¿Qué quieres decir? -le gritó-. ¿Acaso insinúas que yo me he prestado a preparar una encerrona a un extranjero?
-¡Ten más cuidado! Has derramado la Sangre del León y es muy valiosa, la necesito para dar fin a mi obra. Si te revuelves de esa forma verterás la quintaesencia de los siete planetas, que está encerrada en esas redomas. Aunque ya no tiene importancia -añadió con una risa maligna-, creo que pronto va a verse coronada.
Chrestien miró en torno suyo, con algo de temor a pesar de él, y yo traté de tranquilizarle.
-No es más que un pobre loco, de tantos que buscaron la ciencia entre los ácidos, sales y álcalis, sin poder encontrarla, en el tiempo en que tú luchabas en el mundo.
-Eso es lo que tú crees, pero aquí hay más de lo que tus ojos ven, y puedo desencadenar contra ti otras fuerzas que las que se transmutan en mi horno. ¿Sabes lo que se acerca ahí fuera?
El cristal de la ventana saltó hecho añicos, golpeado por un brazo, ala o aleta. Miré a través del agujero. Muy lejos, arriba, las nubes se habían separado e, inaccesible, vi brillar una estrella. Después, rostros deformes cruzaron de un lado a otro.
-Es la fuerza de vuestros sueños, con la que nos dísteis vida, y que ahora puede alzarse contra vosotros y destruiros, por mucho que intentéis huir a través del espacio. Está aquí, y un momento después estará en vuestras mentes, para aniquilarlas.
Entonces, amigos, supe que tenía razón. Habíamos conseguido todos los dominios, pero esa fuerza escapa aún a nuestro control, yo mismo era la prueba. Había vuelto y me había dejado arrastrar, fascinado por ella, a través de la noche. Me sentí perdido, acorralado en este mundo que se nos ha hecho extraño, y vi como los demás regresaríais para ir cayendo uno a uno.
El viejo adivinó que casi me había vencido y se echó a reír. Chrestien me miró y en sus ojos había amistad, lealtad y desesperación.
-¿Puede hacer daño a los hombres de ahora? –me preguntó-. Dime la verdad, necesito saberla para conocer el daño que he hecho.
.Moana y Giannina había bajado, atraídas por el ruido de las voces, y nos contemplaban asustadas, sin atreverse a intervenir.
–Creo que sí, Chrestien -tuve que confesar-. Temo que nos hayáis vencido.
-¿Y no conoces la manera de destruirnos? Sois vosotros los que necesitáis esta vida que os hemos usurpado. La energía que nos anima os la hemos robado.
-¡Cállate, traidor! -le ordenó el viejo-. Nosotros seremos los auténticos vivos, nuestra será la Tierra, ellos ya no son humanos.
-jDestrúyenos, peregrino! Tal vez hayáis dejado de ser hombres, pero yo siento en mi alma que lo justo está en vosotros.
Continuad y dejad que acabemos. Nos creasteis y al mismo tiempo sois nuestros hijos, coged nuestra herencia y seguid al destino.
-¡No puede hacer nada! -gritó el viejo-. Vino con sus manos desnudas y cayó en la trampa. Ocupará mi lugar en el Museo e iré todos los días a burlarme de él, a verle inútil y dormido.
Comprendí que mi acción era inevitable y corrí escaleras arriba, seguido por mis amigos. Las carcajadas triunfales del alquimista me persiguieron por la espiral. Fuera, las sombras esperaban mi destrucción en silencio, para poder después entregarse a la orgía de sus pesadillas. Me abrieron paso cuando me encaminé a la llanura, volviendo la espalda a la ciudad que debía ser destruida si queríamos sobrevivir.
No se atrevían aún a atacarme, tal vez esperaban un signo del viejo que les infundiese la energía necesaria. Chrestien cubría mi espalda con su puñal erecto como un aguijón centelleante, y sobre él se lanzó la monstruosa jauría, con picos y garras, antorchas y alaridos.
Durante unos segundos interminables asistí a la lucha, inerme y sin decidirme a intervenir, porque el único medio de que disponía para aniquilarlos acabaría con él también.
Antes de caer, se volvió y recibí su última mirada desesperada, que guardo en mi corazón. Se derrumbó a mis pies y vi sangre, verdadera sangre que brotaba a borbotones de su cuerpo y salpicaba mi capa.
Oí una voz clamando venganza, no sé si era la de Moana o la de mi propia alma.
Entonces, con la certeza de lo inevitable, busqué con mis ojos la estrella en el claro de nubes e invoqué su luz, con el conocimiento que poseemos, antes de que fuera demasiado tarde.
La luz se precipitó en cataratas por la abertura del cielo y su color indescriptible, que hemos aprendido a dominar, arrancó de ellos un inmenso aullido que retumbó y rebotó en los muros de la ciudad. El insoportable color nuevo los consumía y desmoronaba. Yo mismo caí y no sé el lapso de tiempo que transcurrió hasta que me incorporé, medio cegado, para rechazar otra vez con todas mis fuerzas el torbellino por el que había clamado en mi desesperación.
Todo había acabado, el cielo volvió a cerrarse y la llanura estaba desierta a la luz incierta, casi submarina, del amanecer. Vi como el viento mecía remolinos de polvo, en el que se desintegraban todos los colores del arco iris, como restos cansados de un antiguo Carnaval, la última fiesta de la Tierra. Allí acababan de apagarse el bermellón, el azul ultramar, el verde Veronés, que vistieron nuestros sentimientos y nuestras pasiones. También poco a poco se irán borrando de nuestra alma y dejaremos de ser humanos, sin su apoyo.
Volví mi espalda para siempre a la ciudad del recuerdo, sintiéndome asesino de la belleza. Aún guardaré por mucho tiempo la imagen de Giannina, la graciosa servidora de la Primavera, de Moana cuyo nombre era el matiz azul del mar al amanecer, y sobre todo de mi amigo Chrestien. El mundo era ahora gris y muerto. Encaminé mis pasos hacia la nave a través de la llanura.
Como una caricia, comenzó a caer la primera nevada del invierno, en este rincón abandonado del universo. Todo el paisaje se trocó en una fulgurante albura, que anuló el más insignificante matiz. Un animalillo que huía cruzó ante mí, y sus huellas marcaron un nuevo camino que atravesaba el mío.
Amigos, no he destruido la vida, aquella rata que vi era la prueba. He hecho algo peor, he destruido nuestra herencia. Vuelvo para que me juzguéis.
Marzo-abril, 1967