Úrsula K. Le Guin (USA; 1929)
Semley's necklace, ©1963.
El collar de Semley. Traducido por Ana Goldar en El mundo de Rocannon (Barcelona, Editorial Bruguera, 1982, colección Naranja)
Semley's necklace, ©1963.
El collar de Semley. Traducido por Ana Goldar en El mundo de Rocannon (Barcelona, Editorial Bruguera, 1982, colección Naranja)
(Puede encontrarse también este relato en El mundo de Rocannon (Barcelona, Edhasa, 1989, colección Clásicos Nebulae, traducción de Elena Rius), y en Las doce moradas del viento (Barcelona, Edhasa, 2004, colección Fantasy Nebulae, traducción de Elena Rius)
Este cuento, escrito en 1963, publicado en 1964 como “La dote de los Angyar” y en 1966 como prólogo de mi novela El mundo de Rocannon, es en realidad el octavo que publiqué, pero pienso que es el más característico y romántico de mis primeros trabajos fantásticos y de ciencia ficción. Mi estilo ha progresado, alejándose lenta y continuamente del franco romanticismo. No hay duda de que sigo siendo una romántica y eso me alegra, pero el candor y la inocencia de "El collar de Semley" se han convertido gradualmente en algo más fuerte, más duro, y más complejo.Ursula K. Guin.
Creo que esta historia será considerada una de las mejores de ciencia ficción de toda la literatura del género. En la actualidad es ya clásica, sólo cinco años después de su publicación inicial. Con todo, la idea en sí no es nueva. Todos hemos especulado con el concepto de la dilación del tiempo, con los principios de la contracción del tiempo, formulados por Einstein, cuando uno se aproxima a la velocidad de la luz. No obstante, Ursula K. Le Guin (en una narración que se convirtió en raíz de su primera novela y de toda la serie que culminaría en su soberbia La mano izquierda de la oscuridad) destila aquí este concepto tan común hasta convertirlo en la pureza del mito. Creo verdaderamente que ha dejado poco o nada todavía por decir.(Ted White. Recopilador de la antología Grandes relatos de ciencia ficción. Barcelona, ATE, 1979, traducción de Roser Berdagué, donde aparece este relato de Ursula K. Le Guin con el título “La dote de los Angyar”)
¿Cómo distinguir la leyenda de los hechos en esos mundos tan alejados en el espacio y el tiempo? Planetas sin nombre, a los que sus gentes llamaron simplemente El Mundo, planetas sin historia, donde el pasado es tema de mitos y, a su regreso, un explorador se halla con que sus propios hechos –realizados poco tiempo atrás– se han convertido en los gestos de una divinidad. Lo irracional obscurece la brecha del tiempo que atraviesan las naves espaciales, veloces como la luz, y en esa oscuridad, como malas hierbas, crecen la incertidumbre y la desproporción.
En el intento de relatar la historia de un hombre, un simple científico de la Liga, que pocos años ha partiera hacia ese mundo sin nombre, conocido apenas, cualquiera se siente como un arqueólogo entre ruinas milenarias, avanzando a través de densas marañas de hojas, flores, ramas y enredaderas hasta la repentina geometría brillante de una rueda o una pulida piedra, penetrando luego en un espacio familiar, que se presenta como un acceso luminoso a la oscuridad, al imposible titilar de una llama, al centelleo de una joya, al sólo entrevisto movimiento de un brazo de mujer.
¿Cómo separar el hecho de la leyenda, la realidad de la realidad?
En el relato de Rocannon surge la joya, el centelleo azul sólo entrevisto. Y así se inicia:
Área galáctica 8, nº 62. - FOMALHAUT II.
Formas de vida de elevado cociente de inteligencia. Contactos con las siguientes especies:
Especie 1:
A) Gdemiar (singular Gdem): elevado cociente de inteligencia, antropoides, trogloditas nocturnos; talla media 120 a 135 cm, piel clara, cabellos obscuros. En el momento de establecerse el contacto, estos cavernícolas poseían una sociedad oligárquica y estratificada con rigidez, modificada por telepatía parcial colonial, y una cultura orientada tecnológicamente según la temprana edad del acero. El nivel tecnológico se ha elevado hasta el punto C durante la misión de la Liga de los años 252-254. En el 254 un vehículo automático (desde Nueva Georgia del Sur y retorno) fue entregado a los oligarcas de la comunidad del Mar de Kirien. Nivel C-Prima.
B) Fiia (singular Fian): elevado cociente de inteligencia, antropoides, diurnos, aproximadamente 130 cm de talla; individuos observados piel y cabellos claros, en general. Unos pocos contactos han señalado aldeas de grupos nómadas, de estructura comunal, telepatía parcial colonial, con indicios de onda corta TK. La raza parece atecnológica y evasiva; esquemas culturales mínimos y cambiantes. No sujetos a contribución. Nivel E - Interrogante.
Especie II:
Liuar (singular Liu): elevado cociente de inteligencia, antropoides, diurnos; estatura media encima de los 170 cm; esta especie posee una aldea fortificada, Sociedad constituida por clanes, tecnología bloqueada (Bronce) y cultura heroico-feudal. Se ha advertido un desdoblamiento social horizontal en dos subrazas: a) Olgyior, «hombres normales», piel clara, cabellos obscuros; b) Angyar, «señores», muy altos, piel obscura, cabellos rubios...
–Es la raza de ella –dijo Rocannon, levantando la vista del Manual abreviado de formas inteligentes de vida, para mirar a la mujer de piel obscura, elevada talla y cabellos rubios, inmóvil en el centro del amplio salón del museo: erguida, con su corona de cabellos brillantes, observaba algo en una vitrina. A su alrededor se movían cuatro pigmeos ansiosos y desagradables.
–No sabía que en Fomalhaut II viviesen estos otros tipos, además de los trogloditas –dijo Ketho, el director del museo.
–Tampoco yo. Aún quedan algunas especies «no confirmadas» en esta lista; nunca ha habido contacto con ellas. Parece llegado el momento de enviar una misión investigadora más profunda. En todo caso, al menos ahora la conocemos a ella.
–Querría tener algún medio de saber quién es ella...
Provenía de una antigua familia, descendiente de los primeros reyes de los Angyar, y por encima de todas sus carencias, su cabello brillaba con el puro e inmutable oro de los de su raza. Los diminutos Fiia, a su paso, se inclinaban ya en los tiempos en que ella no era más que una niña descalza que correteaba por las praderas, la luminosa y ardiente cabellera como un cometa, sacudida por los duros vientos de Kirien.
Tierna era su edad cuando Durhal de Hallan la conoció, cortejó y llevó consigo, lejos de las ruinosas torres y ventosos espacios de su niñez, hacia la alta casa de Hallan. Allí, junto a la montaña, tampoco había comodidades, aunque perdurara el esplendor. Ventanas sin cristales, piedra desnuda en los pisos; durante la estación fría, al despertar, se podía ver la nieve nocturna acumulada junto a las ventanas. La esposa de Durhal, de pie, descalza sobre el suelo helado, trenzaba el fuego de su cabello y sonreía a su joven esposo a través del espejo de plata de su habitación. Ese espejo y el traje de boda de su madre, recamado con mil menudos cristales, constituían toda su riqueza. Los familiares lejanos de Durhal aún eran dueños de guardarropas suntuosos, mobiliarios de maderas doradas, monturas, armas y espadas de plata, joyas y alhajas sobre las que la joven esposa arrojaba miradas de envidia, volviendo sus ojos hacia una diadema de perlas o un broche de oro cuando el dueño de la joya le cedía el paso como signo de deferencia por la alta alcurnia de su linaje y matrimonio.
En el cuarto puesto a partir del trono de Hallan Revel se sentaban Durhal y su esposa Semley, tan cerca del señor de Hallan que, a menudo, el anciano ofrecía vino a Semley con su propia mano y hablaba de las cacerías con su sobrino y heredero Durhal, envolviendo a la joven pareja en una mirada de amor torvo y sin esperanzas. Escasas podían ser las esperanzas para los Angyar de Hallan y para las Tierras del Oeste, desde que aparecieran los Señores de las Estrellas, con sus casas que brincaban sobre pilares de fuego y sus tremendas armas que arrasaban montañas. Ellos habían bloqueado todos los antiguos caminos y se habían inmiscuido en las viejas guerras, y aunque los montos eran pequeños, resultaba una vergüenza insoportable para los Angyar el tener que pagarles un tributo, contribución para la guerra que los Señores de las Estrellas sostenían con algún extraño enemigo, en algún lugar del espacio abismal entre las estrellas. «Será también vuestra, esta guerra» decían; pero la última generación de los Angyar había permanecido inerte en su ociosa vergüenza, dentro de sus salones, viendo cómo enmohecían sus espadas de doble filo, cómo crecían sus hijos sin intervenir en una sola batalla, cómo sus hijas se unían a hombres pobres, incluso a los de baja cuna, sin aportar la dote de un patrimonio heroico a un noble marido. El rostro del Señor de Hallan se ensombrecía al contemplar a la pareja de cabellos dorados, al oír sus risas mientras bebían vino amargo y jugueteaban en la fría, ruinosa y antes resplandeciente fortaleza de su casta.
El propio rostro de Semley se endurecía a la vista del salón donde relampagueaba el brillo de las piedras preciosas en asientos muy por debajo del suyo, entre mestizos y hombres de casta inferior, de piel blanca y cabellos obscuros. Ella nada había aportado como dote a su esposo: ni siquiera una horquilla de plata. El vestido de Los Mil Cristales estaba reservado para el día de la boda de su hija, si nacía una niña.
Y fue una niña y la llamaron Haldre, y cuando el cabello creció en su cabecita obscura, brilló como el oro inmutable, herencia de generaciones señoriales, el único oro que jamás poseería...
Semley nunca mostró a su marido el descontento que la colmaba. Porque a pesar de su dulzura para con ella, en su duro orgullo de señor, Durhal sólo abrigaba desprecio hacia la envidia y los deseos vanos, y ella temía ese desprecio. En cambio, habló con Durossa, la hermana de Durhal.
–Mi familia fue dueña de un gran tesoro hace tiempo –le dijo–. Era un collar de oro con una piedra azul en el centro... ¿un zafiro?
Sonriente, Durossa alzó los hombros; no estaba segura del nombre.
Estaba muy avanzada la estación cálida del año, el verano de aquellos Angyar del norte, dentro de su año de ochocientos días que inicia el ciclo de los meses en cada nuevo equinoccio. Para Semley, aquél resultaba un calendario extraño, el cómputo típico de los hombres normales. Su familia se extinguía ahora, pero su sangre era más antigua y más pura que la de cualquiera de los integrantes del grupo del noroeste, que con tanta libertad se unían a los Olgyior. Sobre un asiento de piedra, Semley y Durossa contemplaban los rayos de Sol desde una ventana alta de la Gran Torre, en el apartamento de las mujeres casadas. Viuda desde su juventud y sin hijos, Durossa había sido otorgada en segundo matrimonio al Señor de Hallan, que era hermano del padre de ella. Por ser ésta una boda entre parientes y la segunda para ambos, Durossa no recibía el título de Señora de Hallan –que Semley habría de ostentar algún día–, pero se sentaba en el trono, junto al anciano señor y gobernaba con él sus dominios. Mayor que su hermano Durhal, amaba a la joven esposa de éste y se deleitaba con la rubia Haldre.
–Fue comprado –prosiguió Semley– con todas las riquezas que mi antepasado Leynen obtuvo cuando se apoderó del sur de Fief, ¡toda la riqueza de un reino por una joya! Oh, sin duda podría obscurecer a cualquier otra aquí, en Hallan, aun a esos enormes cristales que lleva tu primo Issar. Era tan bello que le dieron un nombre propio; lo llamaban Ojo del Mar. Mi bisabuela lo llevaba.
–¿Tú nunca lo viste? –preguntó la mujer, con lentitud, mientras contemplaba las verdes colinas donde el largo verano hacía soplar sus cálidos vientos incansables por entre los bosques y los caminos blancos, hasta alcanzar la lejana costa.
–Se perdió antes de que yo naciera. No, mi padre me ha dicho que fue robado antes de que los Señores de las Estrellas llegasen a nuestros dominios. El prefería no tocar el asunto, pero una anciana de la casta común, sabedora de toda clase de cuentos, siempre me ha asegurado que los Fiia han de saber dónde está.
–¡Ah, los Fiia! ¡Cuánto me gustaría verlos! –dijo Durossa–. Conocen tantas canciones y leyendas... ¿Por qué nunca vendrán a las Tierras del Oeste?
–Demasiado altas, demasiado frías, creo. Gustan del Sol de los valles del sur.
–¿Se asemejan a los gredosos?
–A ésos no los conozco; se mantienen alejados de nosotros en el sur. ¿No son blancos, como los hombres normales, y deformes? Los Fiia son graciosos; se asemejan a los niños, sólo que más delgados y sensatos. Me pregunto si sabrán dónde está el collar, quién lo robó y dónde lo oculta. Piensa, Durossa, si yo pudiera ir a una fiesta de Hallan y sentarme junto a mi marido con toda la riqueza de un reino en torno a mi cuello y eclipsar a las otras mujeres, tal como ellas eclipsan a los hombres.
Durossa inclinó el rostro hacia la niña, que examinaba sus propios piececitos obscuros sobre una manta, entre su madre y su tía.
–Semley es una simple –murmuró a la niña–; Semley, que brilla como una estrella fugaz, Semley, la mujer de un hombre que no quiere más oro que el de ella...
Y Semley, viendo las verdes colinas del verano que llegaban hasta el mar distante, callaba.
Pero cuando hubo pasado otra estación fría y hubieron regresado, una vez más, los Señores de las Estrellas para coger sus tributos por la guerra –y esta vez una pareja de gredosos enanos les servía de intérpretes, de modo que todos los Angyar se sintieron humillados hasta el límite de la rebeldía–, y cuando hubo pasado también otra estación cálida y Haldre ya había crecido hasta convertirse en una dulce y locuaz niña, Semley la llevó consigo, una mañana, hasta la solana de Durossa, en la Torre. Semley lucía una vieja capa y una capucha cubría sus cabellos.
–Ten contigo a Haldre por unos pocos días, Durossa –pidió con calma, pero de prisa–. Voy a ir al sur, a Kirien.
–¿Vas a ver a tu padre?
–Hallaré mi herencia. Vuestros primos de Harget Fief se han mofado de Durhal; incluso Parna, ese mestizo, se cree con derecho a atormentarlo porque su mujer tiene un edredón de raso para su lecho y unos pendientes de diamante y tres vestidos... ¡Esa bruja de pelo negro! Y en tanto, la mujer de Durhal ha de remendar su vestido...
–¿El orgullo de Durhal está en su mujer o en lo que ella lleva?
Pero Semley no cambió su propósito.
–Los Señores de Hallan se han convertido en hombres pobres en su propia mansión. Traeré mi dote a mi señor, tal como una de mi estirpe debe hacerlo.
–¡Semley! ¿Sabe Durhal que partes?
–Dile que el mío será un regreso feliz –respondió la joven Semley rompiendo en una breve risa gozosa, luego se inclinó a besar a su hija, y antes de que Durossa pudiese hablar ya marchaba, ligera como el viento, sobre el suelo de piedra de la solana.
Las mujeres casadas de los Angyar jamás cabalgaban, sino por necesidad, y Semley no había salido de Hallan después de su matrimonio; ahora, al montar sobre la alta silla de su animal alado se sintió niña otra vez, como la doncella indómita que había sido, cabalgando sobre escuálidas bestias con el viento del norte, a través de los campos de Kirien, pero su montura actual provenía de las montañas de Hallan, era de la mejor de las razas, de piel a rayas, recia y lustrosa, extremidades vivaces, ojos verdes, penetrantes a pesar del viento, claras y vigorosas alas que se elevaban y caían a cada lado de Semley, descubriendo y ocultando, descubriendo y ocultando las nubes por encima y las colinas por debajo.
En la tercera mañana arribó a Kirien y, una vez más, se detuvo en medio de las salas ruinosas. Su padre había estado bebiendo durante toda la noche y, como en días pasados, la luz del Sol, filtraba por entre las grietas de los techos, lo abrumaba. La presencia de su hija aumentó su disgusto.
–¿A qué has venido? –en tanto que sus ojos hinchados recorrían las paredes y el rostro de la joven; la mata de fuego de su cabellera había desaparecido y sólo gruesas arrugas le cubrían el cráneo–. ¿El joven de Hallan no se ha casado contigo y vienes aquí con tus lloros?
–Soy la mujer de Durhal; he venido a buscar mi dote, padre.
Ebrio aún, gruñó una vez más, con enfado; pero la sonrisa de ella fue tan dulce que se sintió vencido.
–¿Es verdad, padre, que los Fiia han sido los que robaron el collar, el Ojo del Mar?
–¿Cómo puedo saberlo? Son viejas leyendas. Esa joya se perdió antes de nacer yo, creo, y quisiera no haber nacido nunca. Pregúntale a los Fiia, si quieres saberlo. Vete con ellos, vuelve con tu marido, déjame solo aquí. No hay espacio en Kirien para las muchachas, el oro y todo lo demás. Aquí ya es el fin; ésta es una plaza perdida, vacía. Los hijos de Leynen han muerto todos; sus riquezas han desaparecido. Sigue tu camino.
Gris e hinchado, casi como un pordiosero en una casa ruinosa, se volvió, tambaleante, para ir a ocultarse de la luz del Sol, en los sótanos.
Con la rienda de su cabalgadura alada entre las manos, Semley abandonó el antiguo hogar. Marchaba hacia una colina escarpada, luego de atravesar la aldea de hombres normales, que la saludaron con hosco respeto. En los campos pacían las bestias aladas y semisalvajes, en grandes rebaños. Semley descendió por un valle de verde intenso, rebosante de Sol. En lo profundo del valle estaba asentada la aldea de los Fiia, y al par que ella iba descendiendo, con la rienda entre las manos, las diminutas gentes corrían a su encuentro desde huertas y jardines riendo y nombrándola con sus finas vocecillas:
–¡Salud, esposa de Hallan, Señora de Kirien, Dama de los Vientos, Semley la Bella!
Todos coreaban dulces nombres y ella los oía con placer, sin enfadarse por sus carcajadas, porque los Fiia reían a cada palabra: era su actitud habitual, hablar y reír. Se detuvo, firme y erguida en su capa azul, en el centro de la bienvenida.
–Salud, gentes blancas, habitantes del Sol, Fiia, amigos de los hombres.
Penetró en la aldea, conducida por todos, y se instaló en una de las luminosas casas, y los niños corrían y gritaban a su alrededor. Era difícil saber la edad de un Fian adulto; incluso distinguir con certeza a uno de otro era arduo, porque se movían con la rapidez de una mariposa en torno de la luz, y ella no sabía si siempre hablaba con el mismo interlocutor. Pero tuvo la sensación de que sólo uno de ellos le hablaba, por un momento, en tanto unos atendían su cabalgadura y otros le ofrecían agua y frutas de sus árboles.
–¡No han sido los Fiia quienes han robado el collar de los Señores de Kirien! –exclamaba el hombrecito–: ¿Qué podrían hacer los Fiia con el oro, Señora? Para nosotros brilla el Sol en la estación cálida y en la estación fría nos quedan los recuerdos de ese brillo. Las frutas amarillas, las hojas amarillas de fin de estación, el amarillo de la cabellera de nuestra Señora de Kirien: no tenemos otro oro.
–¿Lo robó, pues, alguno de los normales?
–¿Cómo osaría hacerlo un normal? Ah, Señora de Kirien, cómo fue robada la joya ningún mortal lo sabe, ni el hombre, ni el normal, ni el Fian, ni ninguna de las siete castas. Sólo los muertos saben cómo se ha perdido, tiempo ha, cuando Kireley el Arrogante, bisabuelo de nuestra Semley, marchó sin compañía por las cavernas del mar. Pero quizá esté entre los Enemigos del Sol.
–¿Los gredosos?
Un estallido de risa seca, nerviosa.
–Siéntate con nosotros, Semley la del cabello de Sol, llegada desde el norte.
Y se sentó a comer con los Fiia, tan complacidos con su donaire como ella lo estaba con su presencia. Pero cuando la oyeron repetir su propósito de buscar la joya entre los gredosos, si es que allí estaba, dejaron de reír; poco a poco fueron desapareciendo. De pronto estaba sola junto a la mesa con uno de ellos, tal vez el que le hablara antes de la comida.
–No vayas al encuentro de los gredosos, Semley –le dijo, y por un instante el corazón de la Señora de Hallan se estremeció.
El Fian, con un lento vaivén de la mano por encima de sus ojos, había obscurecido el aire que los rodeaba. Restos de frutas llenaban las fuentes; todos los cuencos de agua clara estaban vacíos.
–En las montañas lejanas se separaron los Fiia y los Gdemiar; hace muchos años se separaron –dijo el pequeño hombre de los Fiia–. Mucho antes de eso fuimos un solo pueblo; pero lo que nosotros somos, ellos no lo son. Lo que no somos, ellos lo son. Piensa en la luz del Sol y en la hierba y en los árboles que dan frutos, Semley. Piensa que no todos los senderos que hay son buenos.
El Fian se inclinó, con una sonrisa.
Fuera de la aldea Semley montó en su cabalgadura, dijo adiós en respuesta a los adioses, y en el viento de la tarde se remontó hacia el sudoeste, hacia las cavernas de las costas rocosas del Mar de Kirien.
Temía tener que penetrar en las cavernas para hallar a las gentes que buscaba: le habían dicho que los gredosos nunca salían fuera de sus grutas a la luz del Sol y que hasta recelaban de la luz de la Gran Estrella y de las lunas. El trayecto era largo; una vez bajó a tierra, para que su cabalgadura cazara alguna alimaña mientras ella comía un trozo de pan de su alforja. El pan estaba duro y reseco ahora y sabía a piel, aunque conservaba algo de su sabor primitivo: por un momento, comiendo sola en un claro de los montes sureños, oyó el tono apacible de una voz y le pareció haber visto el rostro de Durhal, vuelto hacia ella a la luz de las antorchas de Hallan. Y permanecía sentada, viendo el rostro austero, vívido y joven, soñando con que al regresar con toda la riqueza de un reino en torno a su cuello le diría: «He querido traer un regalo digno de mi marido, Señor...» Se apresuró luego, pero al alcanzar la costa el Sol se había ocultado, Y la Gran Estrella se ponía también. Desde el oeste se había elevado una brisa suave que viró luego para adquirir empuje. La montura de Semley luchaba contra el viento con tanto esfuerzo, que ella le dejó descender sobre la arena. La bestia plegó sus alas y encogió las gráciles patas bajo el cuerpo, con una suerte de ronroneo. Semley, de pie, se ajustaba la capa en torno a los hombros, palmeando el pescuezo del animal, que sacudió las orejas en tanto volvía a ronronear. El contacto tibio le reconfortó la mano, pero sus ojos no veían más que un cielo gris, cubierto de jirones de nubes, un mar gris, arenas obscuras. Luego, deslizándose sobre la arena, se presentó una criatura baja, sombría, luego otra, por fin todo un grupo que se agazapaba, corría, se detenía.
Los llamó en alta voz. Y aunque se hubiera dicho que no la habían advertido, en un instante la rodearon todos; pero se mantenían apartados de su montura, que cesó en sus ronroneos, crispada la piel bajo la mano de su ama. Semley cogió las riendas, confiada en la protección que la bestia le brindaba, pero temerosa de la ferocidad que podía manifestar. En silencio, las extrañas gentes la observaban, con los toscos pies descalzos inmóviles sobre la arena. No podía haber engaño: eran de la talla de los Fiia, y en todo lo demás, una sombra, una imagen negra de aquel pueblo risueño. Desnudos, contrahechos, ralos los cabellos negros, la tez gris y viscosa como la de un gusano, de piedra la mirada.
–¿Sois los gredosos?
–Somos los Gdemiar, el pueblo de los Señores de los Reinos de la Noche.
La voz tuvo una inesperada hondura y corrió pomposa a través del anochecer salino. Pero, tal como le ocurriera con los Fiia, Semley no estaba segura de quién le había hablado.
–Salud, Señores de la Noche. Yo soy Semley de Kirien, esposa de Durhal de Hallan. He venido hasta vosotros a buscar mi herencia, el collar llamado Ojo del Mar, que se perdiera tiempo atrás.
–¿Por qué lo buscas aquí, Angya? Aquí sólo hallarás arena, sal y noche.
–Porque las cosas perdidas se hallan en los lugares profundos –repuso Semley, hábil para las agudezas–, y oro que ha venido de la tierra tiene un medio de volver a ella. Y a veces lo hecho, dicen, regresa a su hacedor –no era más que una conjetura. Y fue exacta.
–Por cierto que conocemos el nombre de Ojo del Mar. Fue hecho en nuestras cavernas, tiempo ha, y vendido por nosotros a los Angyar. La piedra azul procedía de los campos de arcilla de nuestros parientes del este. Pero éstos son antiguos cuentos, Angya.
–¿Podría escucharlos en el mismo lugar en que fueron narrados?
El círculo de gentes obscuras guardó silencio por un instante, como si dudara. El viento gris barrió la arena, obscureciendo la puesta de la Gran Estrella; el sonido del mar se amortiguó. La voz profunda vibró otra vez:
–Sí, Señora de los Angyar. Podrás penetrar en las Moradas Profundas. Síguenos.
Hubo como una asechanza en la voz, pero Semley no quiso oírla. Siguió a los gredosos por la arena, llevando con la rienda corta a su cabalgadura de agudas garras.
Ante la boca de la caverna, una boca desdentada de la que surgían vahos fétidos, uno de los gredosos dijo:
–La bestia no debe entrar.
–Sí –dijo Semley.
–No –repuso todo el grupo.
–Sí, no la dejaré aquí. No me pertenece, no puedo dejarla. No os hará daño, mientras yo sujete las riendas.
–No –repitieron voces obscuras.
Pero otras asintieron:
–Como tú quieras.
Tras un instante de duda avanzaron; la boca de la cueva parecía haberse cerrado tras ellos, tanta era la oscuridad bajo la piedra. Marchaban de uno en fondo, Semley la última.
La oscuridad del túnel se debilitó; habían llegado hasta el lugar donde pendía del techo una bola de tenue fuego blanco, otra más lejos y otra. Entre ellas, como festones, negros gusanos larguísimos colgaban de las rocas. A medida que avanzaban, menor era el espacio entre una y otra bola de fuego y todo el túnel estaba iluminado con una luz brillante y fría.
Los guías de Semley se detuvieron. Tres puertas que parecían ser de acero bloqueaban el acceso a otras tantas vías.
–Aguardaremos, Angya –dijeron, y ocho de ellos permanecieron junto a ella en tanto otros tres abrían una de las puertas y la franqueaban antes de que cayera tras ellos con estrépito.
Firme y erguida se mantuvo la hija de los Angyar bajo la descolorida luz de las lámparas; su montura se echó a su lado, batiendo una y otra vez su cola a rayas, con las alas plegadas, aunque sacudidas una y otra vez por un impulso de vuelo. Detrás de Semley, en el túnel, los ocho hombres gredosos se acuclillaron, y sus voces hondas murmuraban palabras en su propia lengua.
La puerta central resonó al abrirse.
–¡Dejad que Angya penetre en el Reino de la Noche! –gritó una nueva voz, jactanciosa y resonante; un hombre gredoso, con alguna vestidura sobre el tosco cuerpo gris, apareció en el vano de la puerta e hizo señas de que se adelantaran–. ¡Entra y contempla las maravillas de nuestras tierras, los prodigios realizados por las manos de los Señores de la Noche!
Silenciosa, Semley tiró de las riendas e inclinó la cabeza para seguir a su nuevo guía por un pasaje de poquísima altura. Otro túnel iluminado se abría delante, paredes húmedas, deslumbrantes bajo la luz blanca. Sobre el suelo dos barras de acero pulido se extendían a cada lado, hasta donde llegaba la vista. Sobre las barras se apoyaba una especie de carro de ruedas metálicas. Obediente a los gestos del guía, sin trazas de vacilación o asombro en el rostro, Semley penetró en el carro e hizo que su montura la acompañara. El gredoso se sentó frente a ella, tras ajustar barras y ruedas. Se produjo un ruido estridente, el rechinar de metal sobre metal, y luego los muros del túnel comenzaron a deslizarse. Más y más veloces cada vez, los muros corrían a cada lado, y los globos de fuego se convirtieron en un trazo de luz y el aire fétido y cálido era un viento que sacudía la capucha de la mujer.
El carro se detuvo. Semley siguió a su guía por gradas de basalto hasta una vasta antesala y luego a una más vasta cámara, erosionada en la roca por el agua de los siglos o tal vez por los excavadores gredosos; aquel ámbito, que nunca conociera la luz del Sol, estaba iluminado con el misterioso brillo frío de los globos de fuego. En las paredes, tras amplias rejas, grandes paletas metálicas giraban y giraban para remover el aire viciado. En la enorme sala cerrada zumbaban las voces graves de los gredosos, el chirrido agudo y la vibración de los metales. De todo ello la roca devolvía, una y otra vez, el eco intermitente.
Allí los gredosos cubrían sus rollizos cuerpos con prendas similares a las de los Señores de las Estrellas amplios pantalones, botas flexibles, túnicas con capucha, aunque las pocas mujeres que se dejaban ver, serviles enanas siempre apresuradas, estaban desnudas. La mayoría de los hombres eran soldados que portaban armas parecidas a los terribles lanzarrayos de los Señores de las Estrellas, si bien Semley pudo advertir que se trataba de simples garrotes de metal. Lo que vio, lo vio sin observar; avanzó por donde la conducían, sin volver la cabeza ni a derecha ni a izquierda. Cuando hubieron llegado frente a un grupo de gredosos que lucían diademas de acero sobre sus cabellos, el guía se detuvo y con voz profunda anunció:
–¡Los excelsos Señores de Gdemiar!
Eran siete y todos le habían clavado los ojos con tal arrogancia pintada en sus grises rostros terrosos que ella sintió deseos de reír.
–He venido hasta vosotros para buscar el tesoro perdido de mi familia, Señores del Reino de las Tinieblas –dijo en tono solemne–. Busco el botín de Leynen, el Ojo del Mar –su voz sonaba débil en medio del estrépito.
–Así nos lo han dicho nuestros mensajeros, Semley, señora de Hallan –esta vez logró determinar quién le había hablado: un individuo más bajo que los otros, que apenas si le llegaría al pecho y lucía un resto fiero en el rostro–. No poseemos lo que buscas.
–En otro tiempo lo tuvisteis, se dice.
–Mucho es lo que se dice allí donde el Sol centellea.
–Y las palabras son llevadas por el viento, allí donde el viento sopla. No pregunto cómo se ha perdido el collar ni cómo ha vuelto a vosotros, sus artífices de antaño. Esas son viejas historias, antiguas habladurías. Sólo intento encontrarlo ahora. Vosotros no lo poseéis, pero quizá sepáis dónde está.
–No está aquí.
–Estará, pues, en otro lugar.
–Está donde tú no puedes llegar; no, a menos que cuentes con nuestra ayuda.
–Ayudadme, pues; os lo pido en mí condición de huésped vuestra.
–Se ha dicho: los Angyar toman; los Fiia dan; los Gdemiar dan y toman. Si hiciéramos esto por ti, ¿qué nos darías?
–Mi gratitud, Señores de la Noche.
Y permaneció firme y bella, sonriente entre ellos. Todos la contemplaban con asombro maligno, con hosco sentimiento.
–Escucha, Angya, grande es el favor que pides; no sabes cuánto; no puedes comprenderlo. Perteneces a una raza que no lo comprenderá, porque sólo os cuidáis de cabalgar en los vientos, de levantar cosechas, pelear a espada y vocear juntos. ¿Pero quién fabrica vuestras espadas de acero brillante? ¡Nosotros, los Gdemiar! Vuestros jefes vienen aquí, a los Campos de Arcilla, compran sus espadas y se alejan sin mirar ni comprender. Pero ahora tú estás aquí, podrás mirar, podrás observar algunas de las maravillas infinitas de nuestra raza: las luces que arden por siempre, el carro que se impulsa a sí mismo, las máquinas que hacen nuestras ropas y cuecen nuestros alimentos y purifican nuestro aire y nos sirven en todo. Debes saber que todas estas cosas están más allá de tu entendimiento. Y tenlo presente: ¡Nosotros, los Gdemiar, somos amigos de aquellos a los que llamáis Señores de las Estrellas! Con ellos hemos ido a Hallan, a Roohan, a Hul-Orren, a todas vuestras mansiones, para ayudarlos a entenderse con vosotros. Los Señores a quienes los orgullosos Angyar pagáis tributo son nuestros amigos. Ellos nos favorecen tal como nosotros los favorecemos. Pues bien, ¿qué significa para nosotros tu agradecimiento?
–Esto lo debéis contestar vosotros –repuso Semley–, no yo. Te he hecho mi pregunta, contéstala, Señor.
Por un instante los siete se agruparon para hablar y callar luego. Las miradas la buscaron, la evitaron, el silencio se densó. Una muchedumbre se agrupaba en torno a ellos, crecía con rapidez y sin ruidos. Repentinamente Semley estuvo rodeada de centenares de opacas cabezas negras, hasta que se cubrió de gente todo el suelo de la caverna resonante, excepto un pequeño espacio cercano a la Señora de Hallan. La bestia alada se agitaba, entre el temor y el enojo demasiado tiempo reprimidos, y sus ojos se dilataban como cuando un animal de su especie se veía obligado a volar de noche. Semley acarició la tibia piel de la cabeza, murmurando:
–Tranquilízate, mi valiente señor del viento...
–Angya, te llevaremos hasta donde está el tesoro –una vez más le había hablado el gredoso de la cara blanca y diadema de acero–. No podemos hacer otra cosa. Deberás venir con nosotros en demanda del collar, hasta donde están quienes ahora lo poseen. La bestia alada no podrá acompañarte. Debes partir sola.
–¿Cuán largo será el viaje, Señor?
El gredoso apretó los labios con fuerza.
–Será prolongado, Señora. Aunque no haya de durar más que una larga noche.
–Agradezco vuestra cortesía. ¿Podréis cuidaros de mi montura por esta noche? Ningún daño debe ocurrirle.
–Dormirá hasta tu regreso. Habrás cabalgado en una bestia aérea mucho mayor cuando vuelvas a ver esta tuya. ¿No preguntas adónde te llevaremos?
–¿Podremos emprender ya ese viaje? Quisiera no faltar por mucho tiempo de mi hogar.
–Sí. En seguida –los labios grises se distendieron.
De lo ocurrido en las horas siguientes Semley no podría dar cuenta. Todo era prisa, confusión, estrépito, sorpresa. Mientras ella acariciaba la cabeza de su cabalgadura, un gredoso introdujo una larga aguja en la corva dorada de la bestia. Semley estuvo a punto de gritar, pero el animal se agitó apenas y luego, entre ronroneos, quedó dormido. Con claras muestras de miedo, un grupo de hombres cogió a la bestia dormida para llevársela. Más tarde vio cómo una aguja se introducía en su propio brazo, quizá para probar su valor, porque no se sintió adormecida, aun cuando no estaba cierta de ello. Viajó en carros que atravesaban puertas de hierro innumerables cavernas abovedadas. Hubo un instante en que el carro rodó por una caverna estrecha, por completo sombría y la oscuridad estaba poblada de raras alimañas. Oyó sus chillidos, los gritos roncos, y vio grandes bandadas frente a las luces del carro; cuando pudo verlas a la débil luz blanca, comprobó que no tenían alas y que eran ciegas. Y cerró los ojos ante tal visión. Pero había más túneles a recorrer, y siempre más cavernas, más cuerpos grises, y feas caras y retumbantes voces graves, hasta que por fin llegaron al aire libre. Era noche cerrada; elevó la vista, feliz, hacia las estrellas y la única luna resplandeciente, la pequeña Heliki que brillaba en el oeste. Pero los gredosos estaban aún junto a ella y la hacían penetrar en otro carro o en otra cueva, no estaba cierta. Era un espacio pequeño, lleno de diminutas luces temblorosas, muy estrecho y claro, después de las enormes cavernas húmedas y de la noche iluminada de estrellas. Otra aguja penetró en sus carnes y le dijeron que tendría que dejarse atar en una especie de silla plana: ligaduras en la cabeza, manos y pies.
–No lo permitiré –dijo Semley.
Pero al ver que sus cuatro acompañantes gredosos se dejaban atar, se sometió. Quedaron solos. Hubo un estruendo y luego un hondo silencio; un peso enorme, invisible, la oprimía; luego desapareció todo: peso, sonido, todo.
–¿He muerto? –preguntó Semley.
–Oh, no, Señora –respondió una voz desagradable.
Al abrir los ojos entrevió una cara blanca, inclinada sobre ella, una gran boca sumida, ojos como piedras. Sus ligaduras habían desaparecido y dio un brinco: no tenía peso ni cuerpo. Se sintió como una mera ráfaga de terror en el viento.
–No te haremos daño –dijo la voz o varias de ellas–. Permítenos tan sólo tocar tu cabello; déjanos tocarlo...
El carro tembló un tanto. Fuera de su única ventana se extendía una noche total... ¿o era bruma, o nada? Una larga noche, le habían dicho. Muy larga. Sentada, inmóvil, soportó el contacto de las gruesas manos grises sobre su cabello. Luego quisieron tocarle las manos, los pies y los brazos, y uno, la garganta: saltó entonces en pie, y mostró los dientes; los gredosos retrocedieron.
–No te hemos hecho daño, Señora –le dijeron.
Sacudió su cabeza.
Cuando se lo ordenaron, volvió a tenderse en la silla y a dejarse atar. Cuando la luz se tornó dorada, a través de la ventana, hubiera querido llorar ante aquel espectáculo, pero cayó desfallecida.
–Bien –dijo Rocannon–, al menos ahora sabemos a qué raza pertenece.
–Querría tener el medio de saber quién es –murmuró el director–. Busca algo que tenemos aquí, en el museo. ¿No es lo que han dicho los trogloditas?
–No los llames trogloditas –observó Rocannon, lleno de escrúpulos; como exoetnólogo, especializado en formas de vida inteligentes, se resistía al empleo de tales palabras–. No son hermosos, pero tienen el grado C entre nuestros aliados... Me pregunto por qué la Comisión los escogió a ellos para el plan de desarrollo, aun antes de tomar contacto con todas las especies inteligentes. Apuesto a que lo decidieron los de Centauro; a los centaurianos siempre les han gustado los cavernícolas nocturnos. Creo que aquí tenemos la especie II.
–Parecen tenerle un temor respetuoso, estos trogloditas.
–¿Tú no?
Ketho contempló a la mujer una vez más, y se ruborizó, sonriente.
–Vaya, en cierto modo; jamás, en dieciocho años, había visto tan bello tipo alienígena, ni aquí ni en Nueva Georgia del Sur. Y, de hecho, jamás había visto ninguna mujer tan bella. Parece una diosa –el rubor le cubrió ahora la calva, porque Ketho era un hombre tímido, nada afecto a las hipérboles; pero Rocannon asintió con sobriedad.
–Preferiría hablarle sin estos trog... Gdemiar de por medio. Pero no hay manera –Rocannon se encaminó hacia los visitantes y, cuando ella volvió su espléndido rostro, le hizo una profunda reverencia, hasta plantar un rodilla en tierra, con la cabeza doblada y los ojos cerrados.
Era lo que él denominaba un «gesto de acercamiento intercultural» y lo ejecutaba con cierta gracia. Cuando se irguió, la mujer habló, sonriente.
–Ha dicho «salud, Señor de las Estrellas» –gruñó uno de los pigmeos, en su monserga galáctica.
–Salud, Señora de los Angyar –respondió Rocannon–. ¿En qué podemos complacer a la Señora nosotros, los del museo?
Tras los gruñidos del troglodita, la voz de la mujer se deslizó como una brisa de plata.
–Ha dicho que, por favor, le devolváis su collar, tesoro de sus ancestros remotos.
–¿Qué collar? –preguntó el científico.
La mujer, que le había comprendido, señaló el centro de una vitrina que exhibía una pieza magnífica: una cadena de amarillo oro, macizo pero delicado en su orfebrería, con un enorme zafiro azul engastado en el centro. Rocannon enarcó las cejas, mientras Ketho murmuraba sobre su hombro:
–Tiene buen gusto. Es el collar Fomalhaut, una pieza única.
La joven sonrió a los dos hombres y volvió a hablarles.
–Ha dicho: Señores de las Estrellas, Joven y Anciano, Habitantes de la Casa de los Tesoros, este tesoro es mío. Mucho, mucho tiempo atrás. Gracias.
–¿De dónde salió esta pieza, Ketho?
–Veamos; déjame consultar el catálogo. Aquí lo tengo. Aquí está. Salió de estos trog... bueno, lo que sean, Gdemiar. Al parecer estos tipos tienen la obsesión de los negocios; tuvimos que dejarles comprar la nave con que han venido, una AD-4. El collar fue parte del pago. Fue hecho por ellos.
–Apostaría a que ya no pueden hacer esta clase de trabajo; ahora están adiestrados en la rama industrial.
–Pero se diría que piensan que la joya pertenece a esta mujer y no a ellos o a nosotros. Ha de ser importante, Rocannon, o no le habrían dedicado tanto tiempo a esta diligencia. El intervalo objetivo entre Fomalhaut y aquí debe de ser considerable.
–Varios años, sin duda –contestó el etnólogo, que sabía de viajes espaciales–. No muchos.
–Bueno, ni el Manual ni la Guía me dan datos suficientes para una estimación correcta. Está claro que estas especies no han sido estudiadas bien. Los pigmeos le deben estar manifestando mera cortesía. O quizá una guerra interracial dependa del maldito zafiro. O quizá los deseos de ella sean órdenes, porque la consideran superior. O, a pesar de las apariencias, puede que ella esté prisionera, que sea un señuelo. ¿Cómo podemos saber...? ¿Puedes disponer de las piezas, Ketho?
–Oh, sí. Todos los objetos de la sala Exótica están, técnicamente, en carácter de préstamo, no son de nuestra propiedad, ya que estas reclamaciones se han producido siempre. Pocas veces ha habido negativas. Paz, antes que nada, hasta que llega la Guerra...
–Entonces creo que es mejor que se lo entregues.
Ketho sonrió.
–Es un privilegio –dijo, y abriendo la vitrina cogió la gruesa cadena de oro; luego, tímido, la tendió hacia Rocannon–. Dásela tú.
Y la piedra azul, por un instante, refulgió en las manos del científico. Pero su mente estaba lejos; se volvió hacia la espléndida alienígena con el manojo de fuego azul y oro. Ella no alzó las manos para cogerlo, sino que inclinó la cabeza y él deslizó el collar sobre sus cabellos. Refulgía como una brasa en torno a su garganta broncíneo dorada. Parecía tan llena de orgullo, delectación y gratitud que Rocannon enmudeció y el director murmuró en su propia lengua:
–Es un placer, un gran placer...
La mujer inclinó la cabeza en un saludo hacia Ketho y Rocannon, luego se volvió hacia sus guardias (¿o captores?) y envolviéndose en la capa azul atravesó el salón y se marchó.
–A veces siento... –comenzó Rocannon.
–¿Qué? –preguntó Ketho con voz ronca, tras una larga pausa.
–A veces siento, cuando... me encuentro con estas gentes de mundos que conocemos tan poco, a veces... siento como si transitara por el margen de una leyenda, de un mito trágico, tal vez, que no alcanzo a comprender...
–Sí –dijo el director, aclarándose la garganta–. Me pregunto... Me pregunto cuál es su nombre.
Semley la Bella, Semley la Dorada, Semley la del Collar. Los gredosos se habían plegado a su deseo y también lo habían hecho los Señores de las Estrellas, en aquel terrible lugar al que la llevaran los gredosos, la ciudad que estaba al término de la noche. Le habían hablado y le habían devuelto con alegría su tesoro.
Pero aún no había podido desechar el sentimiento opresivo de aquellas cavernas que la rodearon, donde la roca la aplastaba, las voces retumbaban y las grises manos se tendían a... Ya era suficiente. Había pagado por el collar; bien. Ahora le pertenecía. La cuenta estaba saldada, el pasado era pasado.
Su montura alada se había deslizado fuera de una gran caja, con los ojos como velados y la piel escarchada; en un principio, al abandonar las cuevas de los Gdemiar no había querido volar. Ahora el animal estaba restablecido, y volaba en un suave viento sureño, a través del cielo brillante, hacia Hallan.
–Rápido, rápido –le decía, entre sonrisas, a medida que el viento despejaba la oscuridad de sus pensamientos–, quiero llegar pronto junto a Durhal...
Y volaron, veloces, de regreso a Hallan, donde llegaron al atardecer del segundo día. Ya las cavernas de los gredosos no eran más que una pesadilla lejana; estaban a mil pasos de Hallan y atravesaron el Puente del Precipicio, donde los bosques prosperan. En la luz dorada del crepúsculo desmontó en las cuadras y caminó entre las rígidas estatuas de los antepasados heroicos; los guardias, en el portal, se inclinaron, sin dejar de admirar la mágica joya que lucía en torno a su garganta.
En la sala de entrada detuvo a una joven que pasaba, una joven bellísima, parienta cercana de Durhal, por su aspecto, aunque Semley no lograba recordar su nombre.
–¿Me conoces, doncella? Soy Semley, la esposa de Durhal. ¿Le dirás a la Señora Durossa que he regresado?
Porque temía entrar y, quizá, hallarse sola en presencia de Durhal necesitaba el apoyo de Durossa.
La niña la observaba con extrañeza; murmurando «sí, Señora», se precipitó hacia la Torre.
Semley permaneció de pie en la ruinosa sala dorada. Nadie acudía.
¿Estarían cenando en el Gran Salón? El silencio era agobiante. Tras unos momentos, Semley se encaminó hacia la escalinata de la Torre. Pero una anciana le salió al encuentro, atravesando el piso de piedra, con los brazos abiertos, sollozante.
–¡Oh, Semley, Semley!
Jamás había visto a aquella mujer de cabellos grises, y dio un paso atrás.
–¿Quién eres tú, Señora?
–Soy Durossa, Semley.
Se mantuvo silenciosa y sin moverse durante todo el tiempo en que Durossa, entre abrazos y sollozos, le preguntaba si era verdad que los Gredosos la habían capturado y la habían puesto bajo hechizo por todos esos largos años. ¿O habían sido los Fiia con sus extrañas artes? Luego Durossa dejó de llorar y dio un paso atrás.
–Aún estás joven, Semley. Tan joven como en el día en que te marchaste. Y llevas el collar en tu cuello...
–He traído mi presente a mi marido Durhal. ¿Dónde está él?
–Durhal ha muerto.
Semley quedó petrificada.
–Tu marido, mi hermano Durhal, el Señor de Hallan, fue muerto en una batalla hace siete años, nueve años después de tu partida. Los Señores de las Estrellas jamás regresaron. Entramos en guerra con las Castas del Este, con los Angyar de Log y con Hul-Orren. Durante la lucha Durhal cayó herido por la lanza de un normal, porque su cuerpo tenía poca protección, y su espíritu ninguna. Yace sepultado en los campos cercanos al pantano de Orren.
Semley giró sobre sí misma.
–Allí lo buscaré, pues –dijo mientras cubría con la mano la cadena de oro–. Le entregaré mi dote.
–¡Aguarda, Semley! ¡La hija de Durhal, tu hija! ¡Aquí está, Haldre la Bella!
Era la joven con la que ya había hablado, a la que había preguntado por Durossa, una joven de tal vez diecinueve años, con los mismos ojos azules obscuros de Durhal. De pie junto a Durossa, no quitaba sus ojos profundos de aquella Semley que era su madre y tenía su misma edad. Iguales eran sus años, sus cabellos de oro, su belleza; sólo que Semley era apenas más alta y lucía la piedra azul en su pecho.
–Es tuyo. Tómalo. ¡Para Durhal y para Haldre lo he traído desde el fin de una larga noche! –Semley gritó estas palabras en tanto se arrancaba la pesada cadena, que cayó sobre la piedra con un frío y musical sonido–. ¡Es tuyo, Haldre! –gritó una vez más.
Agitada por el llanto se volvió y se alejó de Hallan, por el puente y la escalinata, precipitándose en el bosque de la ladera montañosa.