8/11/09

"CUANDO DELIRÉ", DE MARÍA GUERA Y ARTURO MENGOTTI

(ESTE RELATO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA NUEVA DIMENSIÓN, nº extra 5, enero 1971, p. 91-114, publicación de la cual lo hemos transcrito)

© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.


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Por encima de su cabeza se retorcía el viejo mar y susurraba secretos milenarios. ¿O acaso rezaba? Erik sintió también un anhelo de oración que se uniera a la del viejo Mar, que se extendía arriba en una llanura de corrientes grises y, con innumerables manos de espuma, arrastraba restos de galeones, mascarones de proa dorados, perfumados troncos de especias y huesos de ahogados.

Caminaba sin dejar huellas en el fondo del océano, entre las conchas y las estrellas, porque sabía que estaba en el recinto de una catedral sumergida. Veía las arcadas ojivales, por las que volaban peces fosforescentes con aletas irisadas de mariposas, entre anémonas que, aferradas a las piedras, se abrían, tentadoras flores de muerte.

Pero el techo no era de bóvedas ni vidrieras multicolores, sino de mareas que reñían entre sí y se arrojaban algas. Sin embargo resonaba el tañido, solemne, lento y continuo, para la ceremonia.

Y es que, en el centro, se alzaba el monumento, que le aguardó durante ciclos milenarios. Era un árbol. Erik veía las raíces que se hundían con fuerza en la arena oscura. El tronco lo formaban dos agrupaciones enormes de coral. Si los árboles más viejos de la tierra tienen milenios de vida, ¿cuántas docenas de millones podría tener el tronco del Monumento? Tenía la forma de dos campanas o copas invertidas, de un color de sangre seca, pero bruñida y brillante; estaban recubiertas de perlas esféricas con luz de magia y ojos. Ojos vivos, expectantes, azules, verdes, angustiados, grises, negros, alegres, que gritaban a la tensión tensa de Erik. Dentro proseguían su trabajo los diminutos pólipos, para que nunca se detuviese el necesario desarrollo. Al mismo tiempo, aquello le recordaba dos fósiles de gigantescos moluscos prehistóricos.

(Los ojos de los antepasados exigen, no quieren ser más generaciones sin motivo ni fin, y Erik responde a su grito silencioso con otro que se traga el viejo Mar, pero que los ojos oyen).

En lugar del ramaje ardía un fuego, que ascendía sin extinguirse. Una corriente giraba en burbujas a su alrededor, en una espiral continua, para establecer comunicación con la superficie: mensajes a las luces de las ciudades que chisporrotean entre la niebla marina y consejos a las naves que regresan a los puertos. Espantaban a los peces dorados y a los cadáveres de los náufragos, cosidos en sus lonas.

Entonces Erik sintió que su pie derecho se hacía más y más pesado y se hundía en el limo negro del fondo, como si él también se fuese a transformar en árbol y echar raíces. Miró hacia abajo, aterrorizado; se había dejado atrapar en un cepo, abstraído en la contemplación. Pero no, no era eso, en el pie se formaba, en su propia carne, un muñón, lo veía modelarse, iba adquiriendo toda la apariencia de un hombre pequeño, separándose de él por gemación y división.

Sabía que, detrás de una columna de la catedral, siempre había aguardado el Otro, al acecho de este momento, para beneficiarse del fenómeno de reproducción de su ser. No lo debía permitir. Erik no tenía para él ninguna importancia, era tan solo el instrumento de una ocasión única, que no volvería a presentarse jamás, y que ansiaba utilizar en su propio beneficio.

El hombrecillo acabó por desprenderse, con un dolor de desgarramiento; pequeño como un recién nacido y perfecto. Flotaba en las corrientes de aire, inalcanzable, hacia arriba. El Otro intentaba atrapado como un hambriento a un fruto maduro, pero ese ser nuevo le dominaba con sus ojos, idénticos a los de Erik, que veía a un tiempo también frente a él, desafiándole como su reflejo en un espejo, aunque con esa inteligencia y esa voluntad inferior que los rechazaba.

Huye enmascarado entre las burbujas, perdido para todos. Silencio y ondas, los ojos del monumento se duermen, el fuego se apaga, y únicamente resuena la vieja oración verde del Viejo Mar. ¿O acaso es un conjuro?

***

Rechacé la ropa que me cubría, y traté de incorporarme para sacudirme los restos del sueño que aún pugnaban por sobrenadar. Jamás había soñado con tanta intensidad. Eso sí, recuerdos distorsionados, como reflejados en esos espejos cóncavos o convexos que le hacen parecer a uno más bajo y ancho, o alto y un poco espectral;
retazos de sucesos diurnos que se transforman, pero nunca con esa lucidez insólita, desasida a referencias e imperativa. Saber que había llevado siempre dentro de mí, yo, tan vulgar, esa llamada, ese grito del fondo, siempre con existencia plena e ignorado.

Me sentía pesado, transformado en un bloque único, mineral. Estaba empapado en sudor y tenía la garganta reseca, agarrotada; debí gritar en mi sueño. O tal vez sería porque toda la tarde estuve ensayando, durante horas y horas, frases musicales difíciles de interpretar, interrumpiéndome tan solo para fumar cigarrillos que desbordaron el cenicero, sobre la tapa del piano. Y es que yo no soy un músico genial, no hay en mí improvisación ni inspiración. Trabajo y más trabajo, sin concesiones a la fantasía. Por eso me resultaba tan extraño, tan ajeno...

Hasta mí llegaron los ruidos de la noche.
Madera que cruje, gotas de lluvia fina que tintinean en los cristales. Avivaban mi sed y me obligaron a sacudir mi torpor; me levanté descalzo, tanteando en la oscuridad en busca de un vaso. No me gusta beber agua envuelta en tiniebla, sabe a un agujero fresco y redondo de nada en el que uno puede tragarse un reflejo ahogado o un fantasma antes de darse cuenta.

El frío me despabiló por completo, era preferible no intentar dormir más, tal vez un paseo me ayudaría a conciliar un sueño sin sueños, de verdadero descanso, necesitaba fatiga física.

Me vestí rápidamente y me puse un viejo impermeable. Ahora la lluvia era más intensa, como si alguien arrojase puñados de arena desde la calle, para llamarme abajo. Cerré la puerta de mi piso con cuidado, no quería despertar a los vecinos, se extrañarían de mi salida en la madrugada. Aunque sí que me habría gustado la compañía de Siegbert, tan tranquilizadora en su realidad, con sus largos cabellos castaños y su cara insolente, siempre abierta a la discusión y a las reconciliaciones, sus risas inesperadas, que me irritaban porque eran un reproche ainistoso a mi forma de ser... Pero mejor no, me dominaba con su lógica y su agilidad mental, y había pasado a ejercer sobre mí la influencia de su personalidad, con una atracción que me fascinaba y repelía al mismo tiempo, como si mi mente se entregara a la suya con una sumisión que ya no era amistad.

Bajé la escalera y mi sombra se deslizaba a mis espaldas, en complicidad fiel a mi silencio, bajo la luz rojiza de la bombilla polvorienta, que bastaba para iluminar las manchas de humedad, los toscos dibujos hechos con carbón y las obscenidades con faltas de ortografía. Un extraño que me visitase se preguntaría qué clase de gente vivía allí, yo le habría contestado que la misma que en todas partes. A mí lo único que me interesaba era que, aislado al final de la escalera de caracol, en el último piso, no molestaba a nadie con mis ejercicios, aunque fue titánica la tarea de subir el piano y me debieron maldecir los hombres que lo izaron hasta mi bohardilla.

El portal no estaba cerrado sino solamente entornado por algún trasnochador con prisa o alcohol, y cedió a un empujón del viento, abriéndose de par en par. Me sobresalté como si fuera a entrar el destino, pero la ráfaga envió tan sólo un remolino de hojas secas y trozos de periódicos, que revolotearon chocando como pájaros ciegos para acabar posándose blandamente en los primeros escalones.

La lluvia me esperaba afuera y todo su cuerpo tembloroso y tibio me abrazó. La calle, iluminada a intervalos regulares por los faroles, se extendía monótona y solitaria, -mecida por el viento, en esa hora en que ni siquiera la despierta el ronroneo ocasional de un motor. Volví la cabeza y muy arriba, tan lejana de mí ya, vi la ventana de mi dormitorio que aleteaba, atravesada por el alfilerazo de la luz de la lámpara que olvidé apagar sobre mi mesilla. Nadie en la noche, ni un policía o un perro vagabundo. La ciudad estaba aprisionada desde hacía más de un mes entre los barrotes de un temporal de otoño. Me refugié en los soportales y me dejé arrastrar por el mismo camino que el viento. Ya sabéis, son tan bajos, que bajo sus bóvedas las tinieblas huelen a tierra recién cavada, a sepultura.

Pero era el silencio cargado de vida de la ciudad, y me acompañaba el chapoteo de mis pies en el barro, tranquilo, continuo y ágil. No estar vigilado por ojos que exigen, que quieren ser eternos, bajo el mar.
No, no debía volver a eso, un sueño como tantos otros que estarían soñando miles de gentes vulgares, tras las ventanas apagadas.

Tropecé con una piedra y me agaché a recogerla; era tan agradable sentir su tacto áspero y su peso que ayudaban a no perderse.

Las calles se disolvían en grupos aislados de casas que se distanciaban de las luces. Miré al reloj, debía dar la vuelta. Estaba llegando a esa zona maloliente en que terminan las ciudades, el campo pugnaba por apuntar en hierba gris y cardos estériles, y tan sólo me separaba de él una zona de chozas construidas con latas, maderas robadas a las vallas y sacos que inflaba el viento.

Nunca debí ceder a la inercia mecánica de los pasos, pero me sentía atraído por aquella sombra parada junto al último farol, tras el que la ciudad se apagaba. De lejos, me daba la sensación de estar agachada, a cuatro patas. Seguramente un perro... Porque ¿qué otra bestia podía aguardar, sin esperanza, en la calma solitaria de la noche.
bajo el viento y la lluvia? Sí, un animal que desea un amo. Cuando concentraba mi mirada, la sombra se alzaba, se agigantaba al erguirse y me llamaba con una extraña señal, ajena al gesto humano, tan rígida como el mismo poste del farol. Detrás de la silueta brillaba el árbol límite, cargado de hojas secas, que al reflejar la luz lo convertían en un espléndido árbol de oro, de tal manera que no conseguía explicarme con mi percepción si era el farol el que iluminaba la desolación de los vertederos o si le prestaba su magia luminosa el follaje amarillo.

Al fondo, un desmonte de tierra agobiaba el horizonte, aún más negro. Me recordada una enorme esfinge, vuelta hacia mí con las patas extendidas, en el sitio en que, según mi imaginación, debía estar su corazón. Probablemente era un refugio de vagabundos, una madriguera excavada en la tierra.
¿Por qué veía yo un monstruo de pecho ardiente? Restos del sueño. Aflojé los dedos y se me escapó la piedra, que al chocar con un fondo de botella lo acabó de desmenuzar en un ruido cristalino de campanillas. Había perdido mi talismán. Olía a humo alimentado con astillas de cajones en los que habían transportado pescado y a cosas ya sin nombre que empapaban el barro con un hedor a amoníaco. Mis pies pateaban entre latas oxidadas. ¿Por qué me llevarían hasta el farol?

Sabía, lo presentía, allí me esperaba una mirada fija en mí. Éramos dos miradas que se tanteaban a distancia, que intentaban palparse sobre todas esas cosas negras. Solamente unos pasos más, identificar aquello con un nombre para vencer el miedo a lo desconocido y dar vuelta después hacia la seguridad de la casa... Cuando llegué hasta eso se transformó en una mujer, y el árbol de oro se apagó para ser sólo madera y hojas secas. No estaba preparado para el asombro de lo sencillo, cogido en falta por mi imaginación. Un resorte falló entonces dentro de mi mente, las sensaciones eran falsas.

Iba vestida de negro, incluso las tupidas medias; cubierta contra la lluvia con un viejo abrigo de hombre, enorme para ella, deformaba su silueta y la hacía grotesca; un pañuelo enrollado como un turbante en torno a la cabeza, sin duda para preservar el pelo del goteo continuo. Ante mis ojos, adquiría forma, como una mancha de tinta que corre sobre el papel. Sentía sus ojos: me atravesaban punzantes, apremiantes, seguros... Sabía que miraban casi detrás a través de mi cabeza. Sumergidos al mismo tiempo en la contemplación de algo invisible, únicamente real para ella. Yo me aproximaba paso a paso, a pesar mío hasta que tuviera una expresión. Éxtasis de angustia y adoración desgarradora, como si no fuera yo el que estuviera ante ella sino ella misma, martirizada, desesperanzada e inútil, devorando al objeto de su contemplación.

¿Como podían caminar las gentes a su lado, indiferentes, hacia su trabajo? ¿Serían capaces de hablar y reírse? Ella, en pie bajo el farol, impedía.

Y su rostro, a primera vista, habría conseguido tal vez pasar desapercibido, sería vulgar, mezclado entre los muchos rostros que salen a la luz del día. Los pómulos salientes, las cuencas hundidas, dos agujeros negros que chispeaban. Las cejas arqueadas estaban fruncidas, en un esfuerzo casi de sufrimiento, como si le fallara la vista y con su visión interior tuviera que recrear constantemente las imágenes. Tenía la piel muy morena, pero me di cuenta de que el sol no la había quemado. Parecía como si su cabeza fuera una delicada vasija de transparencia opalina, llena de sangre oscura, espesa, del color de esa agua de riada que arrastra tierra negra, limo fértil. Y aquella sangre iba consumiendo, royendo hacia fuera en la carne viva. Pero ese rostro, en un instante fugaz de contemplación y asimilación, me fascinó, como una luz que se consume, inútil, en una habitación vacía.

Debía ser muy alta, casi tanto como yo, pero estaba agazapada, como abrumada por lo que llevaba dentro y por las gotas que la asediaban desde fuera, espaciadas y continuas, formando a su alrededor un halo color de azufre.

¿Por qué no di la vuelta entonces? Ya que entre nosotros aún no existían palabras y yo no quería de ella nada de lo que puede buscar un hombre en una noche. Sentí una piedad confusa, que se avergonzaba por aquella carga vacía en la desolación, detenida en el mismo borde de la ciudad, que seguramente la había rechazado y en cuyo límite aguardaba una mano que se tendiese hacia ella, separada de la vida de los demás por una muralla invisible pero infranqueable. Lo cotidiano.

A lo lejos sonó un chirriar de frenos y una bocina lanzó un aullido de aviso que atravesó el vertedero negro. Era el primer autobús de la madrugada que había alcanzado el final de su recorrido. Aún estaba a tiempo de alcanzarlo antes de que partiera de nuevo y salvarme. La lluvia temblaba en torno a nosotros, impulsada por las oleadas de sonido, solo ella permanecía quieta, llamándome sin palabras, reteniéndome en el área de su aliento.

Si contesto y me responde, pensé, sabré que es de verdad, y no quiero creer que sea verdad. Es mejor volver la espalda al peligro e imaginar mañana que he visto un espectro, surgido de la sombra del árbol, cuando se apagó.

Aunque estaba seguro de que ya la había visto antes. Me atrajo hasta ella, ahora lo sé, el instinto de muerte que todos llevamos dentro como una semilla, ese impulso hacia la tierra, monstruo y madre.

-Buenas noches -le dije-. ¿La puedo ayudar en algo?

(Ese hábito de llenar el vacío con palabras).

Alzó las manos hacia mí, con un gesto ambiguo de adoración o acecho, igual que esos insectos que aguardan con esa postura equívoca para engañar a la presa. No contestó.

-¿Vive allá, en la cueva del desmonte? -me alcé de hombros- Bueno, si a eso se le puede llamar vivir.

Nuevo movimiento, esta vez de la máscara de un lado a otro y en ella, clavada, como a través de un papel recortado, una mirada ávida, alerta.

En fin, mejor es que no responda, pensé, las palabras se alzan rectas y no pueden ser rechazadas. Ahora, cuando ya es demasiado tarde, sé que existen hechos que se arrastran sobre el barro y que es imposible olvidar, como se borran del recuerdo las palabras cuando tras ellas no hay sentido.

-¿Tiene hambre?

Porque esa era la expresión, estaba seguro.

Esta vez la respuesta fue un gesto rápido de afirmación. Vi como se dilataban las aletas de su nariz, con ansia, como si ya olfatease olor a alimento, materializado para ella en el vacío. Si uno pudiera librarse cuando aún existe el tiempo... Pero no era ese el destino que me aguardaba, entonces ignoraba que ya había sido elegido.

El autobús gritó su última llamada y después arrancó, chapoteando en el barro. No era aún la hora de los obreros, cuando las sirenas desgarran el aire y la muchedumbre corre azuzada, hay un rumor de marea, la enorme mancha de la noche se disuelve y descubre la ciudad, la luz comienza a modelar las cosas cotidianas. No esas otras que, hundidas en el cieno amarillo, se burlaban de mi miedo, oscuras e innonimadas. Solo con ella y rodeado por la desolación. Debería huir por las largas calles, hacia el amanecer, y sin embargo permanecía paralizado.

Rebusqué en mis bolsillos para romper el hechizo del silencio y de la inmovilidad. Encontré unas monedas y las deposité en su mano abierta, tendida hacia mí. Cayeron confundidas con las gotas brillantes de la lluvia y después me habló.

Era una voz baja, aterciopelada, con un acento inclasificable que tropezaba con cuidado en los obstáculos de las palabras, como si tradujera con trabajo algo leído en un idioma extranjero.

-No puedo comprar con dinero la comida que necesito. En las tiendas me rechazarían.

-Comprendo. Entonces, ¿que puedo hacer por usted? –Aunque habría querido decir «Para librarme de ti».

Suponía que se debía referir a su aspecto, pero con dinero las puertas de las tabernas giran fácilmente. Y además, a pesar de todo, había en su cara eso que no me atrevía a llamar belleza, no era tan sencillo de clasificar, pero existía, vibraba con una fuerza desesperada.

-Bien -y me pareció que otro contestaba por mí, a pesar de mi impulso-. Entonces tendré que ser yo quien te compre la comida, no puedo dejar que sufras sola tu hambre.

Afirmó, y creo que me sonrió, o puede que fuese un juego de las sombras sobre su rostro. El viento precursor del amanecer sacudía las ramas secas. Preferí esperar en una ilusión de la luz incierta y no darme por enterado de esa clase de sonrisa...

-Se ha perdido mi dinero, hundido en el barro -tanteé con el pie- No sé si llevo más encima.

-No importa, estamos perdiendo el tiempo, llévame ya contigo. Servirá para calmar otras hambres.

Recordé un figón, cerca de mi casa, en el que se podía entrar a cualquier hora, siendo conocido. Aún con el cierre echado, siempre permanecía gente dentro durante toda la noche, jugando interminables partidas de cartas, y al amanecer acudían los últimos trasnochadores a tomar una copa o los obreros a tomar la primera antes de entrar al trabajo. Allí siempre me fiaban y podría deshacerme de ella a cambio de saciarla o cedérsela a alguno que estuviese demasiado borracho para darse cuenta de la amenaza.

Eché a andar, liberado de repente. El cielo era ya casi gris, igual que el suelo, flotábamos en un ambiente sin límites, abolido el arriba y abajo, sembrado de abandono estéril, inhóspito, en el que parpadeaban absurdos deshechos fosforescentes. Ella no caminaba a mi lado, me seguía con la misma obstinación que el perro vagabundo que ha decidido adoptar un amo. Mejor, así me sería más fácil fingir que no iba conmigo.

Cuando solamente se presiente aún es pronto para que la conciencia sepa que se tiene que arrepentir de una decisión aunque ya está captando la llamada de aviso. Debí correr, escaparme, gritar a las otras sombras con que nos cruzábamos, para ponerlas en guardia contra eso, arrojarme al primer taxi que consiguiera detener, antes de que pudiera reaccionar y seguirme. No hice nada más que caminar delante y sintiendo aquel frío, no de la humedad que empapaba mi espalda sino del aguijón de su mirada clavado en ella.

Había dejado de llover y el viento moría lejos. Las nubes descendían sobre la ciudad, opalinas y pesadas, para ocultarla. Algo secreto, que no debía ser visto y olía a abyecto, iba a suceder de un momento a otro, y tenía que ocultarse a las miradas de esas gentes sencillas a las que nunca les ocurre nada.

No solo me separaba de los demás la muralla de niebla, sino también esos otros muros invisibles que, ya antes de que naciésemos, nos rodearon de costumbres y hábitos. No se debe gritar por una premonición de peligro, hay que saber contener los impulsos, la sociedad rechaza lo insólito. ¿Quién va a escucharte si gritas en medio de la calle que tienes la sensación de estar atrapado en una tela de araña? En medio de la calle y cuando ya ha amanecido... alzarían los hombros y continuarían su camino, con una sonrisa de comprensión despectiva. Loco o borracho. Pero yo me sentía atrapado, aunque mi razón se negase a aceptar la evidencia. Iba hacia mi casa, retenido por los hilos, flojos todavía, pero al menor intento de desviarme mi instinto sabía que se atirantarían sin ceder. ¿Qué ser es éste, pensé mientras aún me era posible, que me necesitase a mí entre todos? Salida de las sombras, encontrada entre esas cosas que la ciudad no puede asimilar y vomita.

Me detuve ante los gastados escalones que se hundían en el olor de posos de vino y grasa fría. En el sótano de la taberna, intentaría tentarla dándole de comer, la obligaría a beber vino, aguardiente, lo que fuese, con tal de dejarla ahíta y aprovechar el momento para la fuga.

-Hemos llegado -me volví con repugnancia-. Aquí te servirán comida caliente, lo que necesitas.

Tropecé con su rostro, casi olvidado. A la luz era hermoso y desnudo, ese extraño color de la piel habría rechazado el maquillaje; las cejas eran oscuras y formaban un arco perfecto, pero ni un solo mechón de pelo escapaba del pañuelo y solo por ellas me podía imaginar su matiz. Se diría que, desde que la encontré, su cara se había ajustado y equilibrado, como si la perfección de ahora fuera el resultado de un cálculo rápido para limar asperezas. A sus ojos intentaba asomarse una expresión de cautela y ansia, pero al instante volvían a ser
pozos sin fondo, trampas oscuras por las que se derrumbaba un mundo cascado, aullando de terror, entre dos espantosos vacíos. Después una mirada animal, indiferente, cargada de crueldad implícita, pero no aparente, que se reserva su momento, rastrera.

Cuando se dio cuenta de que la observaba, sus labios se curvaron deliberadamente en una sonrisa, mecánica y especulativa, y yo sentía aquel escalofrío otra vez. Pesado y medido... ¿Para qué?

-No quiero entrar ahí, no tienen lo que a mí me gusta -su mirada se volvió hacia los cristales turbios y corrigió-. Ya sé que no debo, pero me repugna el olor de sus alimentos.

Tenía que someterme a lo inevitable.

Seguí andando con pasos firmes, ruidosos, como un niño asustado que quiere darse valor, encerrado en un desván, mientras su imaginación lo puebla de ratas, vampiros, duendes.

En la escalera nos cruzamos con una vecina que, con un cacharro de lata iba a comprar la leche del desayuno. Me lanzó una ojeada de reproche al verme acompañado por aquella mujer con aspecto de vagabunda que iba a venderse, y desperdicié una ocasión de pedir ayuda a las gentes vulgares, como yo, que se dejan atrapar, llevados por una lástima inútil. No la saludé siquiera.

Abrí la puerta ante ella y me aparté para cederle el paso. ¿No es ridículo? Aún me río al recordarlo. Titubeó mirando en tomo suyo, con desconfianza, como si buscase un sentido oculto en los muebles, en los colores, antes de posesionarse de ellos; con una curiosidad fría, desprendida. Sin sentirse cohibida, porque el intruso era yo.

Una luz sucia subía desde el fango de la calle y con ella el cansancio. Estaba tan fatigado que casi me tambaleaba con el esfuerzo por mantenerme en pie. Aunque el viento había cesado, allá arriba, donde vivía, siempre se estremecía la casa, el menor soplo intentaba colarse por las rendijas para ser mi importante huésped. Al viento podía rechazarlo, a esa sombra negra, no.
Pero en el cielo había un presentimiento anaranjado de sol tras la niebla, y yo tenía que hacer algo mientras, cualquier clase de trabajo, movimientos habituales, para no ceder.

Encendí los papeles preparados bajo la leña de la chimenea. Pronto se alzó un fuego crepitante de un jubiloso color escarlata que estallaba en chispas de oro y que para mí significaba más que calor y luz, era descanso y serenidad, era refugio, y por eso me sentí obligado a alejarme de él.

Me quité el impermeable y ella me imitó, despojándose de ese tosco abrigo de hombre que la deformaba; después se desprendió de la cintura la falda deshilachada y con el dobladillo descosido a trozos y se quedó vestida únicamente con un suéter negro y unas medias del mismo color, de esas que llegan hasta la cintura y no sé cómo se llaman. Así, su silueta se recortaba, ceñida, como hecha a tijeretazos, por una mano habilidosa en papel carbón contra la pared blanca. Era perfecta como una estatua o un insecto que durante miles de años ha rectificado su forma para el ataque. Debía ser lo absurdo de la enorme cabeza, porque conservó el empapado pañuelo, lo que me hacía relacionada con esas bestezuelas que esperan ocultas entre las grietas del coral, en el fondo del mar.

Me acerqué al piano y pulsé unos acordes, para darme aplomo en el silencio.

-¿Qué es eso? -me interrogó, estupefacta.

-No lo sé, es algo mío. Lo hago a veces, cuando no encuentro palabras.

-Creo que puede ayudar.

Y ahora sé por qué asomó esa expresión de cálculo a sus ojos apagados de mendigo que espera.

Fui a la cocina y la indiqué que me siguiera. Abrí el frigorífico y enseñé las provisiones; miró el trozo de carne asada y el pollo y apartó la vista con repugnancia. Yo saqué una botella y la invité con un gesto. Negó. Me serví un vaso que no me tranquilizó, mis manos temblaban y me costó trabajo llevarlo a la boca.

-Vosotros necesitáis el sueño -me hablaba con una voz suave, medida, sin alma y tan ajena como una maldita máquina.

-¿Tú no?

-Yo también, mucho más que vosotros, pero duérmete tú primero. No temas, no tocaré nada de lo que hay aquí -abarcó la habitación con un círculo de su mano-. Y comeré mientras tú duermas.

Intenté explicármelo pensando que sentía vergüenza de exhibir su hambre ante mí. Estaba de espaldas al fuego y el calor me entumecía. Me era indiferente lo que pudiese robar, porque me sentía desasido de mi ambiente, que había sido violado por esa intrusa, y ansiaba refugiarme otra vez en el sueño.

Entré en el dormitorio y apagué la luz que había ardido en una inútil señal de llamada durante esas horas negras tan elásticas que pueden parecer siglos o minutos. Corrí las cortinas y me tendí, vestido. Me hundía, y me hundía, y me aferré al espejo redondo que el sueño había puesto entre mis manos.
***

Los animales seguían danzando a sus espaldas. Erik los veía reflejados en el espejo del sueño, que sostenía con fuerza entre las manos. Ya habían dejado atrás el círculo mágico pero, en la llanura infinita donde solo ondea la hierba, el sonido corre sin obstáculos y los gritos, los aullidos de las
bestias, el graznido del pavo real les perseguían.

Sentía las piernas tan fatigadas, obligadas a moverse con una laxitud de desamparo en el tiempo, igual que el péndulo de un reloj.

El Otro caminaba en silencio, para él no había cansancio. Erik no veía sus ojos fijos en el suelo. Tal vez buscaba una senda oculta entre la oleada de hierba azul, aunque si allí no existían límites uno podía perderse y encontrarse en todas direcciones y tampoco podía haber un centro. ¿Acaso el universo tiene un límite? Preguntaría.

-¿Nos falta mucho para llegar?

-Ni yo mismo lo sé -contestó el Otro-. Lo mismo podemos encontrar un signo de salvación final, que absolutamente nada. Yo creo que eso va a ser el fin. Nada.

La palabra alzó el vuelo y permaneció fija sobre sus cabezas.

-Me va a ser difícil -dijo Erik, con esperanza de ahuyentarla.

-¡Mira! -se agachó-. La hierba está aplastada. Miles y miles de pies han dejado sus huellas. Y en algunos lugares está calcinada y hay restos de hogueras.

-Igual que en el círculo de los animales -respondió Erik.

-No, esto es diferente, es el hombre. Mira entre la hierba, no son culebras de metal, rígidas y aletargadas. Hay lanzas y espadas que abandonaron en la huida y esperan volverse a clavar en la carne. Cascos de soldados. Y este olor dulce y espeso. Es la muerte.

-Volvamos atrás, no me gusta este sueño.

Pero el Otro le obligó a seguir avanzando.

-Tenías miedo a que no hubiera nada y ahora sientes temor ante lo que va a aparecer. Hay un sentido...

-¡Estoy tan cansado! -protestó Erik-, siento que me ahogo, será este olor.

-Este hedor hace que vivas. Respiráis el vapor que se desprende de los cuerpos muertos que fermentan bajo el sol, gracias a ellos corre vuestra sangre. La roja sangre rompe las venas, como las hojas rompen su envoltura, cuando ha pasado el invierno, y se filtra tierra adentro, hacia el agua subterránea. Luego vuelve a brotar mezclada con ella. Y los animales del campo la sorben en la oscuridad, dispuestos a huir a la menor señal de alarma, con el hocico humeante de vaho de muerte.

Se extrañó de que le hubiese hablado tanto. Después el silencio fue aún más opresivo.

-Por favor, quiero oír voces -se quejó Erik.

-Hemos perdido ya mucho tiempo, no nos detengamos para hablar inútilmente -ordenó el Otro-.Estás obligado a ser.

-¡Mira aquel árbol! ¿Será el aviso que buscábamos? Corramos hacia él.

Olvidó la fatiga y esa sensación de estar envuelto entre telas de araña.

Era un árbol seco, muy alto. Siglos debían haber dibujado innumerables círculos en el corazón del tronco. Las ramas huían de la tierra hacia el aire, retorciéndose con una apariencia de vida en esa llanura sobre la que siempre pesa la muerte. A su alrededor había desaparecido la hierba azul, sustituida por un suelo gris que se preparaba para un sortilegio.

Desde donde se hallaban podían distinguirse algo que se columpiaba entre las ramas más altas. Acaso un nido.

Cuando se aproximaron lo suficiente, con esa lentitud de los sueños y con la precaución del resto de conciencia que no quiere desaparecer, vieron que a lo largo del tronco había corrido la sangre en chorro continuo que, seco y fijo, formaba una mancha de un negro parduzco, una enfermedad de la madera que la corroía hasta la misma fuente de la savia.

Erik miraba, paralizado de asombro, aquello que había arrojado el paisaje rechazándolo de sus entrañas.

-Parece una fruta gigantesca, o un pequeño ataúd, eso que está arriba, enganchado entre las ramas.

El Otro lo empujó y se alzó, como un jirón de niebla, con esa facilidad de los buenos sueños, cuando ya se ha olvidado el cuerpo.

-Tiene forma de barca -exclamó Erik-. Veo .su proa y su popa, y hay algo que se agita dentro.

-¿Qué es? -le preguntó con ansia.

-Un niño dormido aprieta los puños para retener las bridas y no despertar -contestó Erik-. ¿Quién lo habrá abandonado?

-Pueden venir las bestias dañinas -dijo el Otro- Cógelo y dámelo.

Una Voz habló dentro del tronco:

-Ese niño no puede ser tocado.

-No debe respirar este olor de podredumbre y sangre -protestó Erik.

-Ha sido colocado ahí para eso. Todos los días acuden los combatientes y luchan sin que la victoria se incline de un lado u otro de la balanza. Después, pactan una tregua en el crepúsculo para enterrar a sus muertos, hasta que les llegue el turno a ellos, y la sangre sube todos los días como la espuma de la marea para mecer la cuna.Los últimos no recibirán sepultura.

-¿Y por qué luchan?

-Por él. Pero ellos lo han olvidado. Y, mientras, crece dentro de su barca; llegará un momento en que la reventará, igual que un pájaro sale de su cascarón.

-Morirá antes de terror.

-Vive en él desde que nació, para el niño la lucha no significa nada: sombras o nubes, paredes que protegen. Heredará a todos nosotros.

-Y será Emperador de los Muertos.

-Nacen los hijos de los que mueren, para ser mandados.

El Otro le aconsejó:
-Mira en el espejo del sueño y tal vez consigas vede en el futuro.

Erik obedeció y vio el reflejo de la cuna saltar en pedazos. Ahora el Emperador estaba en pie entre las ramas desnudas.

Tenía la cara de materia gris, toda cerebro, puro pensamiento helado que brillaba encajada dentro de un diamante, relampagueante en las aristas, devolviendo el rayo de luz que Erik le enviaba entre sus manos unidas. desintegrado en todos los colores del espejo.

No sabía si tenía ojos, pero su mirada atravesaba y descomponía el alma en meros signos matemáticos y, si tenía boca o no, su sonrisa estaba más allá de 10 que aún puede ser bueno. El cuerpo era una sombra gigantesca que se alzaba en espirales de serpiente y el sol le coronaba con un resplandor que cegaba al espejo.

Erik lo volvió contra su pecho y la imagen desapareció, quedó tan solo la barca sacudida por el eco de lo que viene.

-¿Estás todavía ahí, voz del tronco? -preguntó Erik- ¿Qué hará contigo?

-Yo seré el último en morir; mientras, he de velar por él.

-Te destruirá en pago a tu devoción.

-Para guardar el equilibrio hay que saber destruir. Responder según la llamada, llamar cuando se espera respuesta. Yo ya he hablado lo que debía.

La llanura volvió al silencio del sueño.
Solamente secreteos de muerto bajo la hierba fértil, oraciones, la tierra que siempre chupa hambrienta, con gorgoteos que crecen hacia abajo, huyendo del sol.

-¡Vámonos! Van a venir a luchar de nuevo y nos pueden encontrar aquí. Despídete de la sangre que se borra y saluda a la barca y al árbol que permanecerán. Estos niños nacen para salvarse y servir de jalón en los infinitos caminos interiores. Ya sabes más de la nada que los mismos muertos, puedes decide adiós a él también.

Erik alzó las manos y el espejo cayó y se fragmentó con un tintineo de campanillas, como un reloj que avisa la hora de despertarse.

El ruido fue un escalofrío que le recorrió de pies a cabeza, un puñado de nieve que se deslizó a lo largo de su columna vertebral. Una muerte pequeña. Un aviso.

***

Ella, sentada a los pies de la cama, se anudaba el pañuelo; un mechón de pelo trazaba una cicatriz sangrienta sobre su frente. Lo ocultó con cuidado, y creí que esa raya roja que serpenteaba era tan solo un resto de mi sueño. Me sonreía, satisfecha. Apenas la recordaba, dentro aún de la terrible energía expresiva de lo que había dejado atrás al despertarme. Tuve que convencerme de su existencia real, tenía volumen y vida bajo el rayo de luz que se filtraba bajo las cortinas; permanecía a pesar de mi voluntad de borrarla.

Bien, el día me ayudaría a defenderme de ella, descorrería el pesado terciopelo para permitirle entrar en la habitación y que ahuyentase su maleficio. Ahora estaba protegido por las cosas cotidianas, utilizadas miles de veces, desgastadas por las huellas de mis manos. La mesa, los pliegues de papel pautado, los discos, los retratos, el cenicero rebosante de colillas.

Y lo extraño era que había desaparecido la sensación de fatiga que me acompañó durante el sueño, y su recuerdo no me inquietaba de la misma manera que el primero que me obligó a escapar a la calle para huir de mí mismo. Era como si hubiese sido asimilado por algún mecanismo puesto en marcha para liberarme, había sido digerido. Me levanté y abrí paso a la luz, contra ese ser de la sombra. Sonrió. Sus ojos tenían otra expresión nueva, serena y ausente, vuelta a imágenes existentes sólo para ella.

-No quiero que entres en mi habitación mientras duermo ¿Comiste al fin?

-Sí. Tu comida era muy buena.

-Entonces ha llegado el momento de que te marches. Supongo que no creerás-a pesar de mi falso aplomo, el terror volvía– que puedes quedarte aquí para siempre.

Miré el reloj, eran casi las dos de la tarde, yo también tenía que comer: Me prepararía unos huevos con tocino y café. El recuerdo del delicioso olor de la grasa al derretirse y de su sonido en la sartén al estallar en burbujas doradas aceleró mi deseo. Un instante después volvía junto a ella, olvidado de todo, hasta de que mi mano aferraba todavía el cuchillo con el que me había dispuesto a cortar las lonchas.

-No has tocado nada. Sé las provisiones que había, me gusta el orden, y noto en seguida cuando algo está fuera de su lugar. ¿Qué es lo que te empuja a mentir?

La mano me sudaba, agarrotada casi; la sentía ajena a mí y tenía que hacer un esfuerzo para que no se independizase.

Miró la afilada hoja de acero sin interés.

-Suelta eso -me ordenó con voz muy baja-; no quiero hacerte daño, tienes que vivir, te necesito. Estás engañado, seguramente tus recuerdos son aún confusos por el sueño. Era un sueño tan real, tan vivo...

Paladeaba las palabras. Sentí una bola de hielo en el estómago y como se me retorcía para rechazada. Abrí la mano y el cuchillo cayó al suelo. Ella me empujó hacia la cocina.

-Prepárate eso, tú también necesitas alimentarte. Si no, serás inútil.

Olfateó el café con un gesto de rechazo, concentrándose con esfuerzo, como si analizase un líquido desconocido que pudiera ser ponzoñoso. El café de todos los días.

-No lo bebas -me ordenó-. Te inutilizaría para el trabajo.

-¡Tonterías! -protesté-o Todo lo contrario, lo necesito para despabilarme, debo ensayar.

Y tendí mi mano hacia la cafetera para servirme una taza. Ella fue más rápida y me la arrebató de un zarpazo, después la vació en el fregadero. Acercó su cara a la mía. Tenía una sonrisa extraña, era una máscara que se anima para hacer una confidencia o murmurar un secreto amistoso. Aquello era demasiado turbio.

-Escucha -la voz también ocultaba algo silencioso y repulsivo-, yo he buscado, me guía el instinto hacia lo que me conviene y lo consigo por todos los medios. Cuando necesites un estimulante, ¿se dice así, entre vosotros?, yo te proporcionaré la...
-rebuscó la palabra justa, que no me alarmase- la medicina.

En ese momento alguien golpeó a la puerta con los nudillos; al fin una ayuda humana, una llamada de la realidad. Sus ojos se cargaron de odio y tal vez envidia contra la presencia de alma que hay en el eco de una mano. Huyó hacia el refugio del dormitorio, como una alimaña que se guarece en su cubil, y yo corrí a abrir, no podía impedírmelo sin delatar su presencia.

Era Siegbert. Sentí deseos de abrazarle y al mismo tiempo de gritar, de advertirle que no entrase; pero ella me lo estaba impidiendo, sentía su orden como una aguja clavada en la nuca.

-Vengo a que me invites -su naturalidad era un increíble alivio-. Necesito comer y... -se golpeó los bolsillos, su risa irradiaba calor.

Afortunadamente, no se había dado cuenta de que la puerta del dormitorio giraba, muy despacio. Entró resuelto en la cocina.

-Lo prepararé todo, tú eres un mal cocinero, pero en cambio puede que seas telépata -bromeó-. Has sacado cuatro huevos, aquí hay comida para dos. ¿Donde está el cuchillo?

Rebuscó en los cajones y yo me precipité, como si él pudiese adivinar donde había caído.

-Está en el dormitorio. No te molestes en ir, yo lo traeré.

Me miró y alzó los hombros, extrañado, pero no intentó seguirme. Ella estaba muy quieta, acurrucada lejos de la luz, y no me miró siquiera cuando me agaché para recogerlo. Parecía ajena, abstraída. Su mirada estaba vuelta hacia dentro, probablemente a un desfile de recuerdos que curvaban su boca en una sonrisa de placer, casi de éxtasis. Salí de puntillas y cerré la puerta a mi espalda. Sobre todo evitar que Siegbert lo supiese. Me despreciaría y sería aún más insoportable.

Mientras comíamos, su charla me ayudó a olvidar aquello que aguardaba en la otra habitación. Debía retenerlo el mayor tiempo posible. Tal vez se cansase de aguardar y consiguiera deslizarse en silencio y marcharse.

-He de volver esta tarde al hospital, hay un caso que me interesa -contestó a mi pensamiento-. Pero antes, prepararé café y nos beberemos un par de tazas, junto al fuego. Anoche estuve de guardia.

El olor la pondría en guardia y la haría salir, irritada.

-¡No! -casi grité, y Siegbert se sobresaltó-. No me mires con ese asombro, es que no queda -añadí, procurando dar a mi voz un tono natural.

-¿Estás seguro? Ayer estaba el bote casi lleno.

Abrió el armario y lo sacó. Se lo arranqué de las manos y los granos se derramaron, corriendo por el suelo como insectos.

-¿Qué es lo que te pasa?

Su mirada gris y limpia se clavaba en el fondo de mis ojos... volví la cabeza, me era insoportable afrontarla.

-Es mejor que no lo hagas, Siegbert; puede resultar peligroso.

Lentamente, recogió el café caído y dejó el bote en el estante. Me observaba de reojo.

-Bien, entonces lo cambiaremos por un par de copas, o... ¿Hay peligro también en eso?

--Creo que no, me bebí una esta mañana y no pasó nada. La necesito de verdad. ¿Sabes? -me disculpé-, deben ser estos sueños...

-Cuéntamelos entonces y te descargarás de ellos. Te escucho, estoy dispuesto a ser tus oídos.

Se arrellanó en la mejor butaca, junto al fuego, la mirada fija en el licor que brillaba como un topacio; ahora evitaba alzar sus ojos hacia los míos, y era mi único amigo.

-No puedo, ya no los recuerdo, tal vez el día se los haya tragado.

-¿Pesadillas? -me interrogó con fingida indiferencia.

-No, no es eso exactamente. Tan reales... claros, las palabras, los colores, hasta los olores, todas esas sensaciones... Y debe haber un aviso en ellos que no he conseguido captar, como si mi conciencia fuese una vasija porosa que no puede retenerlos. Se han evaporado. No sabría explicártelos. Hay que soñarlos.

-Escucha, la próxima vez que tengas un sueño de esos lo apuntarás en cuanto despiertes, antes de que se te olvide. Deja un papel y un lápiz preparados en tu mesilla. ¿Prometido? -había inquietud en su voz, demasiado dominada- ¿Es eso lo que te obligó a salir de madrugada? Sé que oyeron tu puerta.

-Y me han visto volver. Esa vieja curiosa... Tú hablas con todo el mundo.

-No me ha dicho nada de tu vuelta, yo tenía mucha prisa. Vine sólo a ducharme y volví al hospital. Ese hombre que recogieron en los vertederos del Sur. Hemos luchado toda la noche para que viva, aunque no sé si vale la pena, porque esto -se golpeó la frente con el dedo índice- ha partido ya. Vacío como un cascarón de nuez podrida. Un electroencefalograma... En fin, hablemos de tu trabajo, el mío puede parecerte desagradable. ¿Cuándo darás el próximo concierto? Toca algo ahora, nos descansará.

Notaba preocupación tras su charla, demasiado rápida. Estaba pensando en otra cosa y rellenaba huecos con palabras.

Me senté al piano; no creía que la música la empujase a salir de su refugio, y tenía que retener a Siegbert a cualquier precio. Por lo menos hasta que hubiese pasado la hora de luz incierta, en que las sombras se confunden y pierden sus auténticos límites, cuando los objetos comienzan a cuchichear, envueltos en ceniza, y de la calle sube el azul venenoso del gas.

Mis manos no habían perdido seguridad; los sonidos armoniosos interpretaban sufrimiento. El sufrimiento puro de Beethoven, que buscó a través de él la bienaventuranza que late en el corazón de las cosas sencillas, ahondando con sus dedos en las heridas de su pena. Para mí equivalía a una ceremonia de sortilegio, realizada con esfuerzo. Una nota falsa se deslizó bajo mi mano izquierda y golpeé el teclado con el puño cerrado, para descargar mi rabia impotente. Lo mío era tan distinto, tan sucio...

Siegbert se levantó y dejó su copa en la repisa de la chimenea.

-Debo irme, no sé si estarás mejor solo. -Me observó, dudando, y sacudió la cabeza, perplejo-. Volveré mañana... o quizás sea mejor que pase por aquí esta noche.

Se detuvo ante la puerta del dormitorio, y mi pulso también. Con toda mi voluntad tensa le grité en silencio que no lo hiciese, pero fue inútil. No podía o no quería oírme.

-Quiero asegurarme de que apuntarás esos sueños. Voy a dejarte mi bolígrafo y unas cuantas cuartillas sobre la mesilla.

Abrió. Ella corrió a esconderse tras la cortina, pero tuvo tiempo de verla, recortada en negro contra el cristal. Durante un instante permaneció inmóvil, con la mano apoyada en el pomo de la cerradura, luego salió y lo hizo girar con cuidado. Vi reproche en sus ojos cuando volvió la cara hacia mí. Su sonrisa franca y abierta se había apagado junto con nuestra amistad. Por culpa de eso, que se ocultaba a los demás y me tenía prisionero. ¡Maldita!, ¡Maldita!
-pensé, pero no supe decir nada.

-¿Era eso entonces, Erik? ¿Por qué no me lo advertiste? Me habría marchado para no molestaros -se alzó de hombros- Bien, llámame cuando me necesites.

Debí implorar entonces su ayuda, aferrarme a él. Un resto de dignidad me forzó a callar. Apoyado en la madera, con las uñas clavadas en ella para no gritar, oí su carrera rápida que se hundía en la escalera de caracol hasta la calle, y sentí como yo mismo me hundía al compás de sus pasos en una charca cenagosa y helada de pánico.

No debía comenzar a mentirme o estaría perdido. Eso no era dignidad sino cobardía, conciencia de no tener excusa. Me prometí llamarle al día siguiente, ella no podría impedírmelo, y con esa certidumbre de ayuda me impuse ignorarla. Que permaneciese en su cubil toda la noche. El resto de la casa aún era mío, y me entretuve ordenándolo. Los movimientos automáticos, los reflejos adquiridos, ayudan a veces a alejar la preocupación y el miedo, aunque las manos tiemblen, se rompan las copas y la noche salte sobre nuestra espalda cuando habíamos conseguido olvidarla y nos coja por sorpresa.

Salió de la habitación; se había quitado las manchas de barro, tendría que salir a comprarle ropas si es que me lo permitía.

-¿Qué vas a hacer? -me preguntó-. ¿No te acuestas?

-Es pronto y he dormido hasta más del mediodía. Intentaré leer. ¿Quieres un libro?

Miró la estantería y me sonrió, con aquella sonrisa ávida, como una granjera que cuida a los animales para el matadero.

-No me interesa, los libros carecen de vida.

Comenzó la interminable velada junto al fuego, con el vaso al alcance de la mano, siempre lleno. Un intruso hasta habría encontrado la escena familiar. Ella a mis pies, aguardando, la máscara bella y maligna cambiando del bermellón al anaranjado con el aleteo de las llamas. Yo, pasando hojas sin sentido, para fingir que leía y retener el tiempo.

El reloj de la iglesia cantó dos golpes, brutales en el silencio. Mentira, no podía ser madrugada. Había leído miles de palabras, todas iguales, solamente fórmulas para llenar el vacío. El hogar se había apagado.

-Tienes que dormir -la cara era otra vez dura y angulosa y los ojos dos agujeros negros de nada. Me ordenaba.

Tenía la nuca agarrotada por el esfuerzo para mantenerme alerta, las articulaciones de plomo. Cedí y tendí las manos para coger las pastillas que me ofrecía.

-No temas -me dijo-. Son tuyas, estaban en eso pequeño -dibujó con el dedo índice un cuadrado en el aire.

Estaba seguro de no tener ningún somnífero en el armario del cuarto de baño. Las tragué con la última copa; no me importaba, con el sueño su presencia desaparecería de mi vida y sería libre.

***

Las ventanas de las cabañas contemplaban espantadas la llanura de ceniza. No soplaba el menor viento, el mar en lugar de brisa enviaba hedor de algas podridas y el aire estancado y ponzoñoso sofocaba como un enorme toldo negro que cubriera la isla entera: los hombres, los troncos secos y retorcidos, la hierba marchita y quebradiza, y esas flores deformes con cabezas de fetos color de cera. Aquellos animales gigantescos de piel verde y lustrosa, parecidos a lagartos, se arrastraban contra el horizonte, limitado por las nubes de tormenta. La luz tenía un tinte cobrizo y en ella giraban puntos fosforescente s que zumbaban, cargados de tensión.

Erik estaba echado en el catre de su cabaña, en el centro del poblado, y observaba por la puerta abierta de par en par; junto a ella, unos niños negros jugaban a enterrar palabras. Dibujaban en trozos de corteza trazos intraducibles con signos que eran semejantes a serpientes erguidas o enroscadas. Las veía tan claramente, igual que si los trazos fueran de fuego. Luego hacían un hoyo y apisonaban el polvo sobre ellas con risas de malicia y miradas de reojo en su dirección. Les gritó que se fueran y su voz se dispersó hasta el fondo, los matorrales secos se mecieron en un esfuerzo por rechazar el sonido y las enormes bestias pegadas al horizonte saltaron con una agilidad insólita e inquietante.

Era un intruso en la isla. En la mesa yacían los planos. Planos azules, geométricos, perfectos proyectos, que' se deshacían en polvo impalpable para permanecer en nubecillas inmóviles en el aire saturado de electricidad, sin ser aprovechados.

Entró el Otro. Lo vio venir despacio, sus pasos removían odio. Llevaba en la mano ese mismo tubo con el que había disparado contra los monstruos prehistóricos. Le miró. En su cara destacaban muy blancos los huesos bajo la piel tirante por la fatiga, tenía los ojos irritados y enrojecidos.

-¡Qué aspecto tienes! -escupió al suelo de ceniza, con rabia-o Debes tener fiebre.

-¿Por qué los matas? -le reprochó-. Se hacen agresivos. Antes no atacaban.

Se desafiaban con la mirada. De pronto comenzó el ruido. Siempre habían permanecido esas dos columnas negras, tan quietas y silenciosas que las habían olvidado. Al Norte y al Sur, dos troncos negros, árboles secos. Uno, dos, vacío, a través de la desolación. Ese ruido morboso del tambor, que recuerda demasiado el golpeteo de la sangre, el ritmo de la vida que crece ciega, el latir de la carne que el instinto convulsiona.

-Cierra esa puerta, temo que me haga enloquecer.

-Lo oirías igual, está dentro de ti.

Ahora, continuo, era el interminable bostezo de una bestia hambrienta. Erik intuía que en realidad aquellas dos sombras eran una sola, que intentaba ponerse en comunicación para, una vez conseguida la unidad, utilizar su terrible carga de energía destructora. El ritmo se aceleraba más y más, vertiginoso. Lo estaba logrando, el sonido modelaba la atmósfera con forma de amenaza.

En el centro de la distancia que separaba los dos gigantescos tams-tams se encendió una chispa roja. Erik la vio descender sobre él, lenta, insidiosa. La densa calma del aire oprimía los pulmones y, a pesar de eso, los matorrales se retorcían. El ritmo era loco.

Erik imploró al Otro:

-¡Sálvame! Si logra introducirse en mí, será mi fin. Las sombras de los troncos están lanzando ondas que me arrebatan el alma.

-Tú les has dado esa fuerza que te destruye. De todas formas llamaré al hechicero para que te exorcise. Si aún consiguieras despreciar las fantasías y los sueños, podrías ser salvado.

Vino silencioso, haciendo muecas bajo la máscara. Erik lo sabía, se burlaba. Cubierto de pieles moteadas, abalorios y plumas amarillas. Bailaba al compás pavoroso de las sombras, estremecido, convulsionado.

Y la chispa roja descendía, ya había atravesado el techo de la cabaña. Grité.

***

Luché contra la helada llama, empapado de sudor, perdido, hasta que supe que estaba despierto. Amanecía, la lluvia se aproximaba otra vez por encima de los tejados, la sentía llegar, respiré su olor limpio con alivio. No sabía como me había acostado ni recordaba cuando me dormí.

Ella, junto a mí, hacía el gesto ya familiar de ajustarse el pañuelo para retener el pelo. Sí, eso era, lo retenía. Porque parecía bullir, reptar bajo la tela, intentar escaparse de su prisión. Serían restos de la pesadilla, pero esa promiscuidad tenía que concluir.

-¡Qué sueño espantoso! -exclamé para mí mismo.

-Sí, -me contestó-. No era bueno.

-Hoy te marcharás. Pronto, lo antes posible, no puedes permanecer aquí oculta, acaso te estén buscando -la sondeé al azar.

-No, Soy yo la que busco, y te encontré. Todavía creo que me serás útil por algún tiempo.

Pero aquel fue mi último sueño. Después no sé si hubo días u horas interminables, el tiempo estaba destruido en mi interior. Ella intentaba hacerme dormir, me daba esas pastillas y me aletargaba, sin soñar. Tan sólo esa sensación de avanzar por un pantano, sin poder vencer la resistencia del espacio informe. Sin meta, envuelto en monotonía, agotado hasta implorar en silencio la muerte.

A veces sonaba el timbre, otras golpeaban con los nudillos en la puerta. Hundido en un sillón, junto al fuego apagado, no tenía fuerzas para responder al estímulo de la llamada.

Fumé hasta que se agotaron los cigarrillos y ella puso uno entre mis dedos. Había estado girando a mi alrededor, a pasos medidos, como los animales enjaulados que se aburren esperando su pedazo de carne que les arrojan por entre las rejas. Sé que me obligó a comer, ahora también me facilitaba tabaco, aunque nunca la había visto fumar; lo sacó de un bolsillo de ese viejo abrigo. Eran unos cigarrillos toscos de hebras oscuras y su olor me desagradaba. Ella misma lo llevó a mis labios y lo encendió con esas manos parecidas a garras finas y evolucionadas. No sé por qué me las quedé mirando y recordé esa frase de la biblia leída en mi infancia en que se hablaba de cuatro cosas pequeñas más sabias que los mismos sabios: «y la cuarta es el lagarto que vive en el palacio del rey y ase con sus manos».

¡El palacio del rey! Me reí mientras ella, solícita de pronto, me sostenía el cigarrillo en los labios para que no cayese. Al mismo tiempo que las carcajadas saltaban de mis pulmones entró el humo, igual que un navajazo a traición. Ella me tapó la boca para que lo retuviese; tuve que dejarme empapar de ese sabor repugnante y empalagoso, mientras su rostro, hermoso y terrible como el de un ángel, me observaba, clavados en los míos sus ojos negros, feroces e impacientes.

Murmuró:
-La música también ayuda.

Rebuscó entre los discos y, con torpeza, colocó uno. La aguja chirrió, arañando el silencio, mientras yo seguía respirando el humo automáticamente. El dolor se iba, transformando en placer.

¿Qué instinto la ayudó a escoger? Aquella música me hacía daño, me hostigaba. Era el Bolero de Ravel, tan vulgar y tan obsesivo, monótono, con ese golpeteo que parece que no va a poder llegar más arriba, a la cumbre de la estridencia, y sube más, y más, y siempre igual.

Los minutos se pegaban a mí viscosos, se estancaban en mi mente y se estiraban sin romperse, sin poderlos desprender de mi cerebro, semejantes a horas estiradas como goma masticada. Sí, hacía ya horas que giraba el disco y aún seguía su martilleo, era un castigo infernal, sin principio ni fin.

El primer cigarrillo cayó al suelo, y era un círculo de rescoldo rojo que me espiaba con su único ojo. El tiempo pasaba tan lento que era más soportable ahora, porque se estaba transformando en una gruesa y sofocante cortina de terciopelo negro. Pero a pesar de ella, la luz se colaba por alguna rendija, e inmóvil en mi silla me arrastré hacia la claridad grisácea, de profundidad submarina. Tuve que realizar el mismo esfuerzo que si anduviese por el fondo del mar, removiendo el fango entre mis piernas, agotado por la terrible presión, sin oxígeno, sólo agua salobre.

Desde mi rincón veía agigantarse el ascua, de un escarlata insoportable. Poco a poco se alzó del suelo y se transformó en un corazón de rubí, que latía con intervalos regulares, al compás de la música, dentro de su jaula de costillas. El esqueleto se inclinó ante mí, con macabra cortesía, para invitarme a bailar, su larga cabellera roja restallaba con vitalidad monstruosa, rodeando mi cuello como el dogal de un ahorcado.

Yo miraba las cuencas vacías en el cráneo, de una negrura consoladora. Nos balanceábamos con el ritmo del tambor y del corazón centelleante, así durante horas o minutos más largos que estaciones.

y entonces volvió a sonar el timbre de la puerta. El sonido se cortó, guillotinado, y se apagó el rubí llameante. Ella huyó al dormitorio, a su guarida, pero antes me susurró:

-Abre, no podemos evitarlos, comenzarán a sospechar. Elegí un mal momento, alguien se inquieta por ti. Trata de parecer natural.

Avancé por el pasillo, mis pies palpaban el suelo con la prudencia para el mal que se tiene cuando ese humo está en la sangre. Los pasos se multiplicaban y la puerta estaba siempre a la misma distancia, el timbre perforaba mi cerebro.

Al fin encontré el cerrojo y, al abrir, tropecé con el rostro enemigo de Siegbert. Me cogió del brazo y me arrastró, bamboleándome como un pelele, hasta el estudio.

Vio la quemadura del cigarrillo y la pisoteó con rabia, su cara tenía una expresión extraña en torno a la nariz. Cogió una colilla y la miró con la misma frialdad que un veneno en un laboratorio.

-¡Con que era eso! -exclamó, y sus palabras me abofetearon- Esta sucia hierba. ¿Dónde está esa mujer?

-Se fue -tenía que engañarle, ella me lo estaba ordenando-. Puedes registrar si quieres.

Porque sabía que a él no se le ocurriría revolver entre la ropa colgada en el armario. Su abrigo estaba debajo de uno mío.

Le oí golpear puertas, pronto acabó su registro, en el pequeño apartamento no había escondrijos.

-Bien, parece que es verdad, se ha ido y espero que para siempre. Toma un paquete de cigarrillos míos. Es tabaco, no basura. Y por amor de Dios, procura comer -me volvió a coger del brazo y me zarandeó con rabia- ¡Mírate al espejo!

Retrocedí, esa cara no podía pertenecerme, me horrorizaba, sentía frente a ella una piedad insoportable. Toda la humanidad doliente me desafiaba en sus ojos, me acusaba. Yo debía cargar con el enorme fardo de su agotamiento secular, de su impulso de aniquilación. Tenía que ser sustituida, Siegbert estaría destinado a ocupar su puesto, ser el otro y caer sacrificado.

-Quédate aquí a dormir esta noche y me harás compañía, así puedes estar seguro de que no hará nada, descansaré si estoy contigo -tenía que fingir miedo-. Estoy tan solo...

Me observó sin ocultar su desconfianza.

-No dormiría yo ahora tranquilo a tu lado. Recuerdo el cuchillo y has fumado eso, -apoyó sus manos en mis hombros- Mañana todo habrá pasado y volveré, puedes creerme. No te fallaré; acuéstate.

Se me escapaba la presa y él aún podía tener sueños, que ella y yo necesitábamos, fundidos en el ansia del mismo deseo.

-Te lo ruego, vuelve esta noche.

-Lo haría si pudiese, pero estoy de guardia. Mañana sin falta, tienes mi palabra. He estado muy inquieto por ti, llamé varias veces a la puerta, cuando oí la música casi me tranquilicé, por lo menos comprobé que estabas vivo. He estado a punto de llamar a la policía.

Entonces ese era el cebo, su preocupación. Le atraeríamos para nuestra jadeante hambre, que se despierta y se vuelve más apremiante en el silencio de la noche. Cerré los ojos para que no leyese en ellos mi impaciencia.

-No puedes soportar la luz, ¿verdad? -me llevó hacia la cama- Estate quieto y, sobre todo, no salgas a la calle. Cuando te sientas mejor, procura comer algo, pero nada de alcohol y tampoco de eso -señaló las colillas con su mano-, ni siquiera algo para poder dormir. Quieto. Volveré. Dame la llave de la puerta.

Desde la cama oí como me encerraba por fuera, quería tener la certeza de que no huiría, y no comprendía que así me aseguraba su vuelta. Había caído en el cepo. Me reí, hasta que ella saltó de su escondite. Todavía estuve oyendo mucho tiempo mis carcajadas, con ese eco de maldita tristeza, y le pregunté:

-¿Qué es lo que te hace reír de ese modo?

Sin contestarme, fue a echar el cerrojo a la puerta.

-No le necesitamos, al menos por ahora; aún hay otra cosa por intentar.

Y en su mano había de nuevo pastillas, tentadoras, grageas de una forma esférica perfecta, de un rosa inocente como un traje de fiesta de una muchacha, como velas de cumpleaños en la tarta de un niño.

Mi garganta hinchada por el humo no las podía tragar y, con el mismo cuidado que pondría una enfermera, me ayudó a sostener el vaso de agua entre mis manos temblorosas. Para mi sed implacable ya no era suficiente el agua.

Aguardamos en la oscuridad. Yo, con mi desesperanza e incubando aún esa ira perdida, desaprovechada, ese anhelo de destrucción que habría podido descargar sobre Siegbert y que ahora se desperdigaba en chispas luminosas, que se retardaban sobre el suelo igual que ojos agonizantes, dejando ese vacío de alma que se aleja.

Ella me espiaba, adivinaba que no pestañeaba siquiera. Mis pensamientos, negros y vacíos, se unían a su vacío negro sin necesidad de palabras, ligados por un instinto más fuerte que las cadenas: la cautela, la paciencia para esperar en las tinieblas ese único salto de ataque, que no puede fallar y la sangre recuerda.

Poco a poco ascendió hasta nosotros el gemido de la trompeta, yo me alejaba de mi mente, me encogía en el fondo para dejar paso a ese sonido que entraba .en ella, taladrándola con su brillante amarillo de oro vivo, diferente a todos los sonidos conocidos, espantoso y vibrante de placer, más estridente que un relincha, que la púrpura de las campanas de todas las catedrales de la Tierra. Después vino otra vez el latido del tambor, empapado de un olor a musgo y almizcle, como el aliento de una gran fiera, vestida con latigazos de sol y rayas negras. Y sobre la tempestuosa trompeta y ese tambor que era el trueno de Dios se alzaron las voces de los negros que cantaban la iniquidad y la esclavitud y, a pesar de los azotes y del sudor, gritaban: ¡Aleluya! con sus voces infernales, bajo la luna que se desliza furtiva cuando cree que uno la mira. Ahora la música se completaba, era un spiritual y, con las palabras de la Biblia, sobre los valles de sombras de muerte, volaban los copos de algodón, en remolinos de falsa nieve, recogidos por ávidas manos oscuras que aún volvían las palmas blancas hacia el cielo.

(Ella se quita el pañuelo de la cabeza y por primera vez veo su pelo, rojo, tentacular, que me envuelve y sorbe con frenesí las visiones que brotan, ajenas a mí). Mi cuerpo fundido a ella, mientras mi conciencia vagabundea, desplazada y vencida, aplastada por esos miles de sensaciones contradictorias que la apagan. El cabello, trémulo, se ha encendido y me envuelve como una cortina de perlas ardientes.

Yo mientras, escuchaba las canciones que ascendían en el aire, enguirnaldado de auroras boreales, lleno de nieblas submarinas que brotaban del suelo, perezosas, para bailar asombrosas danzas aprendidas del viento, con un giro tan vertiginoso que la vista no podía seguirlas una vez que habían alcanzado el ritmo justo. Dentro de ellas se alejaban instrumentos bellos y plañideros, enjoyados, henchidos de amenazas, estallando en sanes de horror y voces enigmáticas, que hablaban un idioma desconocido, aunque en seguida capté el sentido de las palabras. No era necesario más que estar atento al compás especial de inhalación y espiración, y sobre todo al más significativo silencio, para comprender el mensaje, aunque también ayudaban mucho los ocasionales destellos de rubí, zafiro, amatista, para entender lo que nos querían transmitir las emociones.

Entonces, unas abejas de tamaño humano, de cristal azul y vestidas con faldas de escarcha, comenzaron a barrer para preparar el escenario, y se levantó un viento frío que corrió el telón del paisaje.

Descendía por una cresta de rocas volcánicas, afilada como un alfange. A la izquierda el mar violeta, espumoso y mugiente, con olor a incienso, a adormideras y vida en gestación. A mi derecha, otro mar de lava fundida, al rojo blanco, del que surgían llamaradas naranja, con olor a azufre, que corroían mi camino. Una voz me advirtió que bajase sin demostrar miedo o sería atacado, el olor del miedo vence a todos los otros.

La senda era una escalera vertiginosa y los escalones monstruosas flores, con alas de matices suntuosos, que desplegaban en resplandecientes gasas cuando apoyaba mis pies y se quejaban con un lamento incierto y tembloroso al ser aplastadas, un llanto de recién nacido imperceptible para el oído humano, dejando un rastro de baba resbaladiza que hedía a jungla marchita.

Detrás de mí, igual que una sombra que gobernase mi doble equilibrio sobre el universo, bajaba el hechicero. Era una masa verde, cubierto por un traje de serpientes movedizas. Podría haberme empujado hacia uno de los dos pavorosos océanos, pero me ayudaba a descender y, aplastado contra mí, percibía la pestilencia movediza de los reptiles y su contacto viscoso y helado contra mi espalda; aunque bien sabía a pesar de todo, con la lucidez de la droga, que en realidad eran los cabellos de ella, que absorbían con hambre insaciable la sustancia de mis alucinaciones, fertilizada con ponzoñas, desatada en una energía morbosa que al mismo tiempo estaba devorando los restos de mi conciencia, ya familiarizada, fundida a ese ser sin nombre ni origen, eso que había surgido de las charcas y de la desesperada soledad de las estrellas muertas, para rebuscar desechos entre los tortuosos caminos de la sangre y los humores, que obedecen al influjo de los rayos de la luna, las redes que utilizaba para la caza.

Esa repulsiva unión que violaba, que me arrebataba, que era un pecado nuevo y un placer desconocido: abolir al alma, dejada transformada en un recipiente vacío, cuando se ha derramado lo que fue la luz eterna, transformada en melaza espesa y amorfa.
Ahora yo he ganado la partida, ya no hay en mí nada que pueda aprovechar, instrumento sin cuerdas, muertas las manos que arrancaban los acordes. El sonido que arranquen al golpear mi caja con las palas, cuando me entierren.

Esta noche hay luna. Es una piedra que Dios abandonó después de afilar sus cuchillos, de ella cuelgan crespones grises, inertes, pesados, sobre los que corren las estrellas, arañas de plata. Todo desolado, tan desolado que es posible pisotearlo.

Puede que lo consiga ese Otro que está creciendo dentro de mí, en el fondo del precipicio que se abre y por el que yo caigo y me alejo, hacia ese lugar donde el universo precipita su corriente en el caos para dejarle paso. Trae sensaciones nuevas e inexpresables, porque aún las palabras más antiguas sólo son eso y se han gastado a fuerza de usadas para nada, monedas falsas. Siento venir, agorero como el ángel de la muerte, la catástrofe que va a sustituir a esta conciencia que se aleja. Siento trepar a este Yo monstruoso que va a saltar de un momento a otro, con una fuerza más salvaje que la de ella aún, capaz de aniquilada. Sí, ya está aquí, tan pavoroso y dorado como un cometa.
***

Mi cabeza revienta el techo y se alza más allá, coronada de nubes, con un ceño de meteoros. Mi mirada quema con ese amor más violento que toda la pasión de odio de la Humanidad, ese amor que hace respirar a los mares y girar a las hirvientes constelaciones, siempre, sin descanso, mientras Yo espero en la noche helada y eterna. Ese amor que siembra guerras, enfermedades, podredumbre y exterminio, porque Yo amo hasta la destrucción y el mal.

Con él la he aniquilado.- Ahora Erik yace bajo mi sonrisa, acurrucado como un perro, esperando el momento en que yo le permita ser recreado. Perdido, ausente, Yo delante. Me observa, con sus ojos humanos cegados. Porque he nacido a esta luz negra que ciega a la luz de los hombres. Vengo de donde no arden los fuegos, no corre la simiente, la sangre, la leche. Donde no hay gritos de terror de niños que la muerte incuba bajo sus alas.

***

Erik sufría bajo la fascinación del gigantesco rostro, luminoso en la oscuridad, que con su sonrisa, mortalmente lúcida, la había destruido. La oyó aullar, desafiando con esos gritos terribles que no podían salir de la garganta de un ser de este mundo. La vio girar, arrastrando sobre el polvo el vientre pegado al suelo, intentando alzarse sobre lo que ya no eran manos y rodillas, en carreras enloquecidas, como si buscase su caverna, en el lejano mundo de donde había partido para la caza. Su largo cabello rojo vivió mucho más tiempo, después que su apariencia humana Se agrietó y se fundió como una figura de cera demasiado perfecta para ser auténtica. Se transformó en un charco de fango fétido, sobre el que flotaron durante un rato los vestidos negros, antes de ser consumidos por la materia corrosiva.

Llamaban a la puerta. Erik no tenía cuerpo, no podía levantarse e ir a abrir, se limitó a apretarse más contra la pared, en un intento de hundirse en ella con su terror y su abyección.

Algo en él recordó que el cerrojo estaba echado, oí como la llave giraba inútilmente en la cerradura, después volvió el silencio. Casi fue capaz de alegrarse. Porque, ¿quién otro resistiría la visión de ese rostro de piedra sin enloquecer, ese Yo mismo, brotado del antiguo yo muerto? Los espejos pueden mentir, pero la muerte no. Y esa verdad es insoportable a la faz del mundo. Ahora golpean la puerta con hachas y los goznes han saltado. Entra Siegbert, Erik puede ver sus ojos grises, espantados, aunque, si está muerto, cree sentir sobre los suyos la tierra húmeda, que se transparenta gracias a 1a luz que el Otro le presta.

Vienen con él otros hombres, vestidos de blanco, que cuchichean.

A Erik le extraña que Siegbert ignore, que todos ignoren el techo reventado y la cabeza de su Yo, coronada de estrellas; ellos son los ciegos.

Aunque sí vieron el charco, conteniendo el aliento. Ese informe horror que hiede y se va evaporando, que ya sólo es un resto cenagoso y gris sobre el que flotan largos hilos rojos.

Siegbert murmura entre dientes:

-¡Con que era esto lo que le cazó, para alimentarse de sus sueños! -maldice para sí mismo, porque comparte lo que ha sufrido y le compadece.

Los hombres vestidos de blanco se impacientan y observan en torno suyo con asco.

-Vamos -dice uno a Siegbert-, la ambulancia no puede esperar; hemos perdido demasiado tiempo con esa puerta, doctor.

¿Qué más le da irse a Erik? Confía al Otro:

-Te dejo mi casa que es mi sepultura y los ríos que corren, el humo que se alza de las chimeneas al mediodía, para los hombres que acuden a buscar la buena comida del hogar. Las luces que se encienden cuando viene la noche y hay cosas que acechan. Los -caminos que conducen siempre a alguna parte. Los animales que ayudan y las bestias que persiguen.

***

Nunca estaré seguro de haberle curado del todo, ni conseguiré olvidar a aquella cosa espantosa que agonizaba cuando llegamos, transformándose en miasmas, ante los enloquecidos ojos de mi pobre amigo.

En el viejo abrigo, la policía encontró un arsenal de drogas: barbitúricos. L.S.D., mescalina, marihuana. ¿Qué instinto la llevó al lugar en donde se las podían proporcionar? ¿De qué medios se valió?

Erik siempre fue una personalidad inestable, sin voluntad, fue atraído hacia eso como las limaduras de hierro por un imán.

La semana pasada me dijo:

-Siegbert, ¿no crees que me haría bien escribir todo, tal y como transcurrió desde el comienzo?

-Escríbelo -le contesté.

Cuando lo leamos puede ser que comprendamos mejor. Yo ya lo he leído una vez y no he cambiado nada.

Febrero, 1968

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