18/5/16

"UNDER GROUND WITHOUT DIAMONDS"*, de ENCARNA SANT-CELONI I VERGER

Encarna Sant-Celoni i Verger (Tavernes de la Valldigna, Valencia, España, 1959)
Under ground without diamonds - Bajo tierra sin diamantes, 2016
©Relato publicado con permiso de la autora.


El arte de la guerra
se basa en  el engaño.

Sun Tzu (El arte de la guerra,
versión de Norberto Tucci)

 Había guerra; una excusa como otra para no ir a trabajar en lunes.
Bien, para empezar os hago saber que, en teoría, la oración anterior debería haber encabezado este relato; sin embargo, en la práctica, ha sido imposible, más que nada por dos razones: por una parte, porque, por suerte o por desgracia, el trabajo, tal como lo conocéis en la actualidad, aún no existía en la época en que transcurre la acción, ni tampoco, por lo tanto, la diferencia entre días laborables y días festivos..., y por otra, porque no sé si las hostilidades –por dar algún nombre– de que tengo pensado hablar cumplen los dos requisitos que el Instituto Internacional de Búsqueda de la Paz dice que debe cumplir todo conflicto armado parar poder ser considerado guerra. Según esta institución, el primer requisito es que debe enfrentar al menos una ‘fuerza militar’, bien contra otro u otros ‘ejércitos’, o contra una ‘fuerza insurgente’ –apenas encuentro diferencias entre los sintagmas que designan los posibles contendientes, pero como que yo lo entienda o no no es ‘condición sine qua non’ de nada, da igual–, y el segundo, es que deben morir mil o más personas.
Mal empezamos. Bien, mal, no: peor; porque veo que lo tengo muy crudo para continuar, ya que no creo que la definición de la palabra ‘ejército’ –«Conjunto de fuerzas aéreas o terrestres de una nación»– se pueda hacer servir en el caso que nos ocupa, ya que por aquel entonces los estados no existían ni ninguna forma de gobierno, en sentido estricto. No obstante, en cuanto al requisito que deban morir mil o más personas..., ¡qué queréis que os diga!..., por encima, diría que –sumando las bajas buscadas o encuentradas en la totalidad de los enfrentamientos intrínsecos y extrínsecos, incluidos los daños colaterales, que es llevaron a cabo entre las diferentes facciones en liza que, indefectiblemente, tuvieron que pelearse para posibilitar la continuidad de la formación de los eslabones de la cadena evolutiva de que formamos parte– se supera con creces el número exigido. ¡Ah!, y todavía queda un punto que dirimir antes de cerrar este largo prolegómeno: el uso del plural de la palabra ‘persona’, pues dudo que todo aquel y aquella que lea esto esté de acuerdo en aceptar que, a mí y a mi estirpe, se nos aplique tal apelativo; un apelativo que, por otro lado, presenta varias asperezas que limar, si te paras a analizar las partes que lo componen, según los diccionarios –«Individuo de la especie humana».
Llegada aquí, y planteadas las dudas principales que me generaban y continúan generándome las definiciones aludidas, quiero dejar bien claro que no hay ninguna guerra buena, que la mejor guerra es la que no se hace. Y ahora ya me puedo presentar. Me llamo Lucy. Sí, soy la simia austral (Australopitheca afarensis) que a mucha gente le viene a la cabeza al oír los compases de aquella celebérrima canción de los Beatles que decía “Lucy in the sky with diamonds...”, y también más cosas, como por ejemplo una de las testigas presenciales del acontecimiento que inspiró la famosa escena del fémur blandido por la mano diestra de un tal Moon-Watcher (‘Mirador de la luna’) que daba golpes a diestro y siniestro a unos huesos de tapir, de la novela 2001: una odisea espacial, de Arthur C. Clarke y de la película que Stanley Kubrick hizo a partir de aquel libro, lo que me da autoridad para poner los puntos sobre las íes y esclarecer de una vez por todas que la escena, en realidad, fue el resultado de una berrinche de un sobrino mío –muy poquita cosa y bastante malcarado, por cierto, pero ni de lejos tan feo como el bufón simiesco de la pantalla, que parece más un antepasado de los pan que de los homo–, un protomacho alfa que lo único que miraba era su ombligo y que aquel día estaba cabreado con las abuelas por un castigo que creía injusto..., y mi propósito es hacer un poco de luz sobre una guerra que ocupa grandes titulares a oleadas y de la que quizá habéis oído hablar: la guerra protagonizada, al parecer de algunos marisabidillos, o para ser más exacta, de la mayoría de los especialistas en redactar noticias efectistas a partir de descubrimientos paleoantropológicos, por los restos de una servidora y los de un fósil apodado Little Foot, declarado rival mío por no-se-sabe-quien; una guerra más bien dialéctica, pero que muestra muchos de los ingredientes que caracterizan los preliminares de una típica confrontación armada (manipular la información, repetir determinadas mentiras hasta que se conviertan en verdades, provocar miedo e inseguridad, incitar al odio y a la violencia...); una controvertida guerra “de los ancestros”, que, a mi parecer y por el mismo precio, también podría denominarse “de los sexos”, o incluso “de las razas”, como acto seguido veréis.
Sin embargo, en primer lugar, permitidme que reproduzca algunos de los titulares que publicaron los medios escritos que cubrieron la noticia: los instigadores en realidad de los malentendidos que me han obligado a tomar la palabra después de tantos y tantos milenios.
«Little Foot, el australopiteco que pugna por ser nuestro antepasado. El pequeño ‘hombre mono’ sudafricano vuelve a la carrera por el título de antepasado del primer hombre»
«Little Foot compite en antigüedad con Lucy»
 «Little Foot, más viejo que Lucy. Este protohumano piloso ya no tiene que luchar con la pequeña Lucy, su famosa prima etíope, para convertirse en el antepasado del primer hombre»
«Little Foot es el homínido más antiguo jamás identificado, y Sudáfrica, la cuna de la humanidad»
¡Qué titulares más inocentes en apariencia!, ¿no?... Pero qué enredadores y qué malapata tienen, si nos paramos a analizarlos.
La primera consideración a constatar tiene relación con el sexo, porque debéis saber que, a pesar de la aparente asexualidad del nombre del sujeto en cuestión –Little Foot–, bien por desidia bien por maldad todos los adjetivos que se le aplican denotan una patente parcialidad sexual que lleva a engaño y niega la realidad, desvirtuándola tras una opaca cortina de genericidad..., pues, como ya habréis supuesto vosotros, y habrían podido averiguar los autores de los artículos si no presupusieran tanto y hubieran leído la noticia de la comunidad científica entera y no una parte, Little Foot no era macho, sino hembra; una hembra como yo, pero de África meridional en lugar de la oriental. ¿Podría explicarme alguien por qué hacer referencia al sexo de un fósil parece un dato accesorio para la inmensa mayoría de mass media cuando no se es varón?... Pues bien, ahora va y resulta que una pobre infeliz que no tiene ni nombre propio –porque ya me dirás tú a quien se le pudo ocurrir nombrar los restos de un esqueleto hominini casi entero como Little Foot (‘Piececitos’, ¡qué miseria!), cuando se aprecia claramente que tiene los despojos podales que es pueden esperar de una australopiteca media. Todo, menos ponerle un nombre de mujer, que era lo que tocaba; que mira que hay –¡suerte tuve que, en el momento de bautizarme, los miembros del grupo que me encontró estaban escuchando la alucinante canción beatlera!, que, si no, ¡vete a saber qué parte de mi esqueleto hubieran elegido para nombrarme, si por no tener no tengo ni cabeza!–... Bien, como iba diciendo antes de la diatriba misandrocéntrica: ahora va y resulta que, a raíz de la reciente redatación de sus restos, dicen que Piececitos podría ganar la “Guerra de las ancestras” y quitarme el título de madre de la humanidad, ¡un título que ostengo desde hace más de cuarenta años!... ¡No hay derecho!, ¡no!, pese a que el sofisticado prometheus con que la han apellidado pueda tener aparentemente más prestigio que mi afarensis; porque sí, es cierto, no lo puedo negar: estar emparentada, aunque sea taxonómicamente, con el Prometeo mitológico parece más chic que tener como filiación el gentilicio de una tribu cualquiera, por más que tenga lengua propia y algunos piensen que pueda ser el étimo del topónimo de todo el continente.
Y ahora ¿qué se espera de mí?... ¿Tal vez que me levante en armas, que esgrima la verga que no poseo y, marcando bien marcado mi territorio inmaterial, expulse a trancazos del paraíso de la fama evolucionista la desgraciada que, según dichos señores, se atreve a disputarme la corona que, por derecho y antigüedad, me pertenece?... Ni hablar del peluquín, que se la metan donde les quepa –la corona–, que nosotras continuamos como siempre, en tierra de nadie. No entiendo qué os empuja a hacer de todo una rivalidad, incluso de aquello de lo que es ridículo hacerlo... ¿Un gen extraño?, ¿una mutación silenciosa?... Dejémoslo estar, por el momento.
La segunda consideración tiene que ver con el locus typicus (‘localización geológica’), y también con la raza –o etnia, si consideráis que el término ‘raza’ tiene demasiado connotaciones xenófobas–, sobre una hipotética pugna entre homínidos sudafricanos y etíopes, y para hablar de ello me remito al último de los titulares susodichos: «Little Foot es el homínido más antiguo jamás identificado, y Sudáfrica, la cuna de la humanidad».
¿Se puede saber qué os pasa, a los occidentales, con África?... Todos venimos de allí, queráis o no queráis. Y otra cosa, ¿por qué me da la impresión que la posibilidad de que la “cuna de la humanidad” sea Sudáfrica y no Etiopía genera más simpatía entre periodistas y público lector en general?... No sé, es como si la falaz predominancia de los WASPM (White Anglo Saxon Protestant Man) –o de los WECM (White European Catholic Man), si lo preferís, porque sois antiyanquis– no conociera fronteras; como si, en el rinconcito más recóndito de su corazón, los paladines de Piececitos tuvieran la esperanza de encontrar un ancestro más claro que los salve de la insoslayable negrura africana, un fósil adalid que legitime de una vez por todas el irreducible pedigrí de la supremacía blanca... ¡No!, ¡si todavía resultará que los negros sudafricanos son menos negros que los negros etíopes!

Bien, por fin he podido comunicarme con Piececitos, la he puesto al corriente de todo y la situación la ha sublevado tanto como a mí. “¡Basta ya de conjeturas y especulaciones! Estoy harta de que nos instrumentalicen!”, ha exclamado. ¡Ah!, y en cuanto a nuestra ‘guerra’ particular, hemos quedado como amigas y, tras una corta deliberación, hemos decidido compartir como buenas hermanas la corona de madre y ancestra de la humanidad hasta que aparezca otra, u otro, nunca se sabe, ¡total por unos centímetros más o menos y algunos miles de años arriba o abajo! Ya lo sabéis: dos no riñen si uno no quiere.
Y, para terminar, dejadme deciros que es tan verosímil que yo haya escrito esto como que algún día encontréis a vuestra Eva fosilizada entre diamantes.


Encarna Sant-Celoni i Verger. Publicado, en catalán, dentro de Impostures. Blablablismes i altres koales. Con ilustraciones de Manola Roig. Ed. El Petit Editor. Cullera, 2016. (traducción de la propia autora).


* BAJO TIERRA SIN DIAMANTES.

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