©"De postre" (1993). Relato publicado con permiso de la autora.
“De
postre” apareció por primera vez en la antología Visiones propias II, seleccionada por Elia Barceló y publicada por
la Asociación Española de Fantasía, Ciencia ficción y Terror.
Se trata
de un cuento de terror cuya acción se ubica en territorio hispánico.
Podéis encontrar más información sobre la autora en: Sobre Adolfina García.
DE POSTRE
Adolfina García
Las
voces de Javier Gurruchaga y Ana Belén cantando a dúo inundaban el coche.
“...
angel... nunca me dice que sí...
dame
tus labios de caramelo...
vamos
juntos al séptimo cielo...”
—Apaga
esa mierda, ¿quieres?
“...yo
soy tu án...”
—Ya
está. No te pongas nervioso, coño. —Apartó un instante los ojos de la carretera
para dirigir una mirada fugaz a Manuel, que estaba contemplando, con las
mandíbulas apretadas, el paisaje campestre que pasaba rápidamente ante sus
ojos. La ventanilla estaba bajada y algunos largos mechones negros que se le
habían soltado de la coleta flotaban desordenadamente en torno a su cabeza—.
¿Quieres que ponga otra emisora, o...?
Manuel
dejó de mirar el paisaje para dirigirse a él. Le clavó unos ojos oscuros y
penetrantes que siempre le amedrentaban y le hicieron arrepentirse
inmediatamente de haber hecho alguna sugerencia.
—Solo
quiero que apagues la jodida radio. —Una de las cosas que más le enervaban de
Manuel era que jamás alzaba la voz. Siempre hablaba con el mismo tono bajo y
ligeramente amenazador—. Y, a ser posible, que aceleres.
Dani
obedeció en silencio y Manuel volvió a contemplar las verdes elevaciones del
terreno salpicado de encinas. Pese a que de momento lucía el sol, el día era
desapacible. En el cielo azul eléctrico se estaban comenzando a formar nubes de
lluvia blancas y aborregadas y de vez en cuando soplaba un viento fresco que
las arrastraba de un lugar a otro al tiempo que peinaba la hierba. Un día de
últimos de verano.
El
reloj digital del Panda marcaba las doce y tres minutos del mediodía, y el de
pulsera de Manuel la una menos veinte. En cualquier caso, llevaban cerca de una
hora seguida sin cruzarse con ningún otro coche. Un bache hizo que de repente
el Panda diera un bote. Manuel saltó en su asiento, cuyos muelles chirriaron, y
Dani controló a duras penas una expresión de triunfo que estuvo a punto de
dejar entrever un pedante “ya te lo decía yo”.
—Las
carreteras comarcales de Andalucía son una mierda —dijo Dani—. No se puede ir a
ciento veinte por hora, y menos con un Seat Panda de segunda mano.
—Pues
entonces ve más despacio.
Dani
no se molestó en recordarle que había sido precisamente él quien acababa de
pedirle que fuese más deprisa. Aminoró la marcha y se pasó la mano izquierda
por la cabeza, en un gesto de crispación, sujetando el volante con la diestra.
Llevaba el pelo muy corto, casi rapado al cero, y tocárselo sintió como si
estuviera acariciando un oso de felpa. Esto le hizo pensar en Julia, a quien le
encantaba manosearle el pelo cuando estaba recién cortado, y no pudo reprimir
una sonrisa y eliminar cualquier posible rencor hacia Manuel. Después de todo
era normal que estuviera nervioso, con cinco kilos de coca en el asiento de
atrás. A algunas cosas nunca se acostumbraba uno. Manuel, sencillamente,
estaría teniendo un mal día. De acuerdo.
La
carretera estrecha, serpenteante y mal asfaltada parecía avanzar, interminable,
por entre paisajes campestres de ingentes dimensiones. Sobre ella, a Dani le
llamó la atención una nube enorme que le recordó irremisiblemente a la silueta
de un gato gigantesco que bufaba con el lomo arqueado. El viento no tardó en
difuminar esta figura para convertirla en algo que con mucha imaginación podía
parecerse a un sonriente y deforme hombre de perfil. Volvió a concentrarse
exclusivamente en la carretera.
Manuel
tenía un mal presentimiento. Se llevó instintivamente la mano al amuleto que
siempre llevaba colgado del cuello, un águila de cobre, y sintió cómo se le
ponía la piel de gallina. Él no era un histérico. Había realizado operaciones
similares infinidad de veces y jamás había sentido ni el más mínimo
nerviosismo. Pero esta vez algo iba mal. Lo sabía, podía olerlo. Su sexto
sentido no le engañaba nunca, y hoy todo estaba demasiado tranquilo. Cada soplo
de viento y cada piedrecilla suelta en el arcén parecía estar transmitiéndole
malos augurios.
Dani
vio por el espejo a Manuel aferrándose trémulamente al águila de cobre y
percibió una expectación irracional en sus ojos. Sin duda con cualquier otro
habría soltado algún comentario burlón o incluso ofensivo —y de hecho estuvo a
punto de dejar escapar uno de ellos, algo así como “eh, ¿alguien está a punto
de hacerse caca en los pantalones?”—, pero Manuel era un tipo al que respetar.
En ocasiones, pensó al recordar en qué estado quedó la cara de alguien que osó
llamarle una vez “cobarde de mierda”, alguien a quien temer. Así que el
silencio continuó entre ellos, mientras viajaban a lo largo de la carretera con
raudas nubes sobrevolándolos, hasta que Manuel lo rompió:
—¿Seguro
que vamos bien por aquí?
Dani le contestó sin apartar la mirada de la
carretera:
—Que
sí, hombre.
Manuel
no replicó inmediatamente.
—Pues
algo va mal.
—¿Qué
coño es lo que va mal? —la frase sonó entrecortada a causa de un nuevo bache,
lo que sin duda restó vehemencia a la pregunta pretendidamente retórica de
Dani. Así que decidió rematarla:— Oye, mira, comprendo que llevar eso ahí atrás
te destroce los nervios, pero hemos hecho intercambios como este millones de
veces y siempre hemos cerrado los negocios sin problemas y con un buen pellizco
de pelas, ¿no? Este camino es una mierda, pero por aquí no pasa ni un puto
poli... Merece la pena dar el rodeo, tío. Llegaremos a la autovía en... no sé,
media hora; ponle tres cuartos como mucho. Desde allí será fácil. Marcos lo ha
preparado todo para el canje. Pillamos nuestra pasta y nos abrimos.
—Claro
—dijo Manuel lúgubremente mirándole con una sombra de desprecio.
Durante
unos minutos volvieron a permanecer callados. A Dani el comentario de Manuel le
había intranquilizado y, pese a no ser supersticioso, aumentó a ciento diez la
velocidad. El reloj digital marcaba las doce y veinte cuando Manuel habló de
nuevo:
—Tío...
dime que tú no encuentras nada extraño en este paisaje.
Dani
se sobresaltó. No encontraba nada raro... o tal vez sí. A lo mejor era cierto
que el cielo estaba demasiado azul y la hierba de un verde demasiado brillante.
Como si todo fuese únicamente un escenario, un montaje coloreado por alguien
que se olvidó de matizar los tonos. Pero más probablemente se tratase de su
mera sorpresa ante la impredecible pregunta de Manuel. Jamás lo había visto tan
inquieto.
—Tranquilízate
o vete a hacer puñetas —replicó, aparentando calma. Pero Manuel se dio cuenta
de que ahora Dani aferraba el volante con tanta fuerza que sus nudillos estaban
blancos.
—Oye,
vamos a poner la radio otra vez, ¿vale? —continuó Dani con una sonrisa que le
colgaba de las orejas y sin percartarse, como su compañero, de que el coche
estaba comenzando a perder velocidad. —Los dos estamos un poco tensos y algo de
música nos calmará los nervios, ¿eh?
Manuel
lo miró sin contestar. Ahora iban a sesenta por hora, y la aguja del
cuentakilómetros fue descendiendo progresivamente hasta quedarse en cero. Pese
a la ausencia absoluta de tráfico, Dani metió el Panda en el arcén antes de que
este se detuviera del todo.
—¿Qué
le pasa al puto coche? —preguntó Manuel con su habitual voz sin inflexiones.
Dani
golpeó el volante con rabia.
—¡Mierda!
¡Mierda! ¿Y yo qué coño sé? No sé, una avería o algo. ¡Un puñetero Panda de
segunda mano! ¡Vaya mierda!
—Cierra
ya la bocaza —replicó Manuel abriendo la puerta y saliendo del coche. Hacía un
calorcillo agradable excepto cuando soplaban las esporádicas ráfagas de viento
frío. Le resultó grato sentir el suelo firme bajo sus zapatos después de haber
pasado tantas horas metido en el maldito coche. Además, estaba contento de que
todo se hubiese quedado en una estúpida avería. Si no eran capaces de repararla
ellos mismos, tarde o temprano pasaría alguien que pudiera recogerlos o, en el
peor de los casos, continuarían a pie. El próximo pueblo no podía estar muy
lejos aunque solo consistiese en cuatro casuchas encaladas y solitarias, como
el último por el que habían pasado, haría cerca de una hora.
Manuel
miró a su alrededor con las manos en las caderas. El aire olía a césped y
flores. Por entre las verdísimas briznas de hierba asomaban margaritas, dientes
de león y algunas amapolas. Ocasionalmente, aquí y allá, se alzaban unas
encinas polvorientas cuyas hojas, en aquel momento en que el viento estaba
tranquilo, permanecían inmóviles. Desde donde se encontraba no se divisaba
ningún pueblo, pero tal vez hubiera alguno cerca oculto, por ejemplo, tras una
empinada colina que comenzaba unos quinientos metros más allá de donde se
encontraba estacionado el Panda. Echó un vistazo a Dani, que aún continuaba
sentado en el coche maldiciendo entre dientes. Golpeó la ventanilla para llamar
su atención.
—Mueve
el jodido culo. Tú eres el que sabe algo de coches.
Dani
abrió la puerta.
—Me
huele a que va a ser la gasolina —dio sin molestarse en cerrarla después de
salir—. ¿Le has echado una ojeada al depósito?
—¿Qué
coño...? —Manuel metió la cabeza en el coche para comprobar el indicador de la
gasolina. Comenzó a soplar el viento de nuevo y aprovechó para coger un jersey
de color arena, deshilachado, que estaba sobre su asiento.— Ahí dice “lleno”.
—Marcos
nos ha pasado un coche que es una mierda, me cago en su puta madre.
Manuel
lo miró interrogante mientras él se desahogaba dando una patada a la rueda
trasera.
—¡El
indicador está jodido! El depósito está seco como una piedra.
—¿No
tenemos más gasolina?
—¡No!
¿Cómo coño iba a pensar yo que...?
Una
ráfaga de viento particularmente fría le hizo callar y cruzarse de brazos.
Manuel miró al cielo. Aún hacía sol, pero las nubes continuaban ganando
terreno. Tal vez empezase a llover. Vio a Dani coger la cazadora que llevaba en
el asiento trasero mientras murmuraba entre dientes que “vaya putada”. A
Manuel, Dani no le caía mal del todo. Pensaba que era un tío legal, pese a la
facilidad que tenía para perder el control ante cualquier contratiempo. Se
colocó detrás de la oreja un mechón de cabellos que el frío viento le estaba
metiendo en los ojos. Dani ya había cogido su cazadora y cerrado la puerta,
pero, por alguna razón, en lugar de ponérsela estaba de pie, inmóvil,
contemplando algo que se movía detrás de Manuel. Le hizo a este una seña para
que se volviera. Ambos vieron a una muchacha, a unos cincuenta metros, que se
acercaba sonriente a ellos con un ramo de flores en la mano. Tendría
probablemente unos diecinueve o veinte años. Su cabello, de un rubio plateado,
ondeaba fantasmagóricamente tras ella.
—Coge
la bolsa —ordenó rápidamente Manuel—. Ya sabes lo que quedamos en decir.
Dani
sacó la Karhu del coche y se colocó junto a Manuel. Ahora que la chica estaba
más cerca pudieron apreciar sus suaves facciones. Llevaba un vestido ligero,
bajo el que asomaban unas piernas delgadas y blancas, y una chaqueta de lana.
—Está
buena —murmuró Dani junto al oído de Manuel justo antes de que ella llegara a
estar lo suficientemente cerca de ambos como para escucharlos.
Manuel
asintió sin sonreír. Ella se acercó y llegó a su misma altura en el momento en
el que Dani se terminó de abrochar la cazadora. Este dejó la mochila en el
suelo, entre ellos dos, y saludó cortésmente a aquel ser botticelliano. Ella
tenía unos ojos desvaídos imperceptiblemente ribeteados de rojo, unos labios
finos y una piel pálida ligeramente ruborizada por el aire libre. Al hablar
mostró unos dientes blanquísimos y perfectos de los que Dani no podía apartar
la mirada. De vez en cuando el viento, al mover sus cabellos, permitía
vislumbrar unas pequeñas orejas rosadas un tanto despegadas de la cabeza. Su
sonrisa era lánguida y tristona.
—Hola...
—Se detuvo un momento, azorada—. Habéis tenido algún problema con el coche,
¿no? —Una nueva pausa—. Os he visto llegar y, no sé... Pensé que tal vez podría
ayudaros o algo.
Manuel
se limitó a mirarla con un mal disimulado recelo. Pero Dani sonrió, tras
pasarse la mano izquierda por la cabeza. Le habían gustado las piernas de la
chica y el modo en el que sus pequeños pechos se marcaban bajo la rebeca de
lana. Y sus dientes. Sobre todo, sus dientes.
—Bueno,
a lo mejor sí puedes. Es solo que nos hemos quedado sin gasolina. Manuel y yo
somos primos, íbamos a ver a nuestros tíos. No conocemos mucho esta zona y no
sabemos dónde podríamos conseguir combustible. Nos estábamos preguntando si...
—¿Hay
alguna gasolinera por aquí cerca? —le cortó Manuel con un tono de voz
peligrosamente amable.
Ella
trasladó su inexpresiva sonrisa de Dani a Manuel.
—La
verdad es que no estoy segura.
Manuel
continuó serio.
—¿Un
pueblo? ¿Algo? ¿A cuántos kilómetros está la autovía de aquí?
Ella
se encogió de hombros. El viento arrastró furiosamente algunas nubes y, durante
un instante fugaz, Dani pudo entrever una ropa interior de color blanco.
—No
sé, no sé. Yo vengo de un pueblo que está algo lejos de aquí. Si veníais del
norte, habéis tenido que pasar por él. Es muy pequeño.
Daniel
asintió enfáticamente. Cualquier cosa que ella pudiera decir le parecería bien.
Pero Manuel hizo un gesto de escepticismo.
—Venga.
No me digas que no sabes nada de los alrededores.
—No
salgo mucho de casa.
El
cielo comenzó a oscurecerse. Las nubes estaban empezando a desbancar al sol. Ya
podía sentirse la humedad en el ambiente, y las ráfagas eran cada vez más
constantes.
—¿Y
qué haces aquí, a ochenta kilómetros de ella?
Dani
se dijo que si él estuviese en el lugar de la chica y alguien a quien se
hubiese acercado para echar una mano comenzara a hacer preguntas de forma tan
irritante, sin duda ya se hubiese marchado. No obstante, la expresión de ella
era invariablemente amable. Dani se atrevería a decir, incluso, que ella estaba
casi disfrutando con la actitud de Manuel. Como si le hubiera sometido a una
prueba sorpresa y Manuel la estuviese pasando sin problemas.
—He
venido con mi familia en coche. Venimos aquí a menudo para pasar el día. Hoy
hace un estupendo día de campo.
—¿Tú
crees? —preguntó Dani alzando la mirada hacia el cielo encapotado.
Ella
ignoró completamente su comentario. Continuaba mirando a Manuel fijamente.
—Nosotros
hemos traído varios coches —siguió diciendo la muchacha—. Tal vez tengamos
alguna lata de gasolina que daros. O, si no, seguro que mi padre puede
acercaros a donde queráis. —Un breve e intermitente atisbo de sol por entre las
nubes—. Si vamos para allá ahora, seguro que
llegamos a tiempo para la comida —añadió.
Dani
optó más prudente dejar la decisión en manos de Manuel.
—No
queremos molestar —fue lo que dijo, con una sonrisa torcida.
Ella
soltó una carcajada. Su risa brotó tan repentina y calculadamente que a Dani se
le antojó siniestra. O, cuando menos, excesivamente preparada. El cielo se
oscureció de nuevo.
—Te
aseguro que no molestaréis. Todo lo contrario. Nos encanta conocer gente nueva.
Y habrá comida de sobra.
Manuel
miró a Dani. Este se encogió de hombros. Le daba igual. La risa mecánica de la
chica le había decepcionado tanto como antes le habían fascinado sus dientes.
Sin embargo, Manuel parecía encantado. Ella se rio de nuevo. Miró a Dani y
después, una vez más, a Manuel. Dani se estremeció de frío y se subió el cuello
de la cazadora. Un relámpago partió bruscamente el cielo, seguido de un trueno
cercano. La risa de la muchacha le había parecido esta vez impregnada de un
triunfalismo burlón. Si él, como Manuel, fuera supersticioso y llevara un
amuleto colgado del cuello, este sería un buen momento para aferrarlo. Pero se
contentó con asir con fuerza la bolsa de viaje, la causa por la que él se
encontraba allí en aquel preciso instante. Le extrañaba que una tía que rodaba
los veinte no hubiera salido jamás del pueblo miserable donde vivía salvo para
ir a merendar con sus parientes. Se dijo que tal vez ella se había sentido atraída
por Manuel y aquel cuento de chica pueblerina se tratase sencillamente de una
excusa para invitarlo a comer. Probablemente su recelo venía de ahí: le había
defraudado el hecho de que hubiera sido Manuel, y no él, el elegido, y ahora se
desahogaba inventando razones oscuras y estúpidas.
Pero,
¿por qué hacer un viaje de ochenta kilómetros para una excursión, cuando sin
salir de casa tenían a dos pasos toda la hierba y los árboles que quisieran? ¿A
qué se debía, viviendo en pleno campo, aquella palidez enfermiza? ¿Y cómo se
explicaba que no hubieran visto a la muchacha mientras iban por la carretera,
ni siquiera una vez que se habían detenido por completo? Sencillamente parecía
haberse materializado allí, en el lugar y el momento justos, a una distancia relativamente
corta de ellos.
Dani
se sintió ridículo diciéndose todo esto. Estaba teniendo un día cansado y
tenso, llevaba un montón de horas conduciendo. Miró a Manuel y a la chica justo
cuando un segundo relámpago iluminaba los ahora sombríos campos. Manuel estaba
completamente relajado y la sonrisa que mostraba era ancha y franca. Dani
decidió no ser menos. El de las intuiciones y esas gilipolleces era Manuel, no
él. En el coche se había dejado influir en exceso por sus presentimientos
ridículos y ahora no era capaz de quitárselos de la cabeza. Y, en cuanto a las
preferencias de aquella muchacha, recordó que cuando acabasen con aquel asunto
le esperarían los besos amorosamente húmedos de Julia.
Un
tercer relámpago acompañado casi simultáneamente por un trueno fue el heraldo
que anunció las primeras y gruesas gotas de la tormenta.
—Las
tormentas de verano son así: aparecen y desaparecen de golpe. Seguro que esta
tarde vuelve a salir el sol —dijo ella—. Ahora es mejor que corramos, o vamos a
llegar empapados.
Manuel
lanzó una mirada significativa a Dani.
—Yo
me hago cargo de la bolsa —se apresuró a decir él mostrándole que, de hecho, ya
la había agarrado.
Ella
se cubrió la cabeza con la chaqueta. Las primeras gotas aisladas ya habían
pasado a convertirse en un chispeo continuo. Aún sostenía en su mano blanca y
pequeña el ramo de flores silvestres que ahora, con los pétalos mojados,
apuntaban sin gracia hacia el suelo.
—¿No
es mejor esperar en el coche hasta que escampe? —preguntó Dani, a quien no le
seducía en absoluto la idea de correr bajo la lluvia cargando la mochila.
—Venga,
solo son cuatro gotas —rio ella, y comenzó a correr hacia la colina seguida de
Manuel—. Únicamente hay que tener cuidado con los árboles. Atraen a los rayos.
En
unos pocos minutos estaba diluviando. Ella corría delante con el aspecto de una
cría alborozada a la que hubieran sacado de su contexto. El vestido empapado
debía de ser, sin duda, incómodo para correr, aunque a ella no parecía
molestarle en absoluto. Manuel iba detrás, con el pelo chorreando. A Dani le
pesaba la vieja Karhu y sentía un irracional desasosiego interior. Toda aquella
situación se le antojaba irreal, absurda.
—Hay
que joderse —murmuró para sus adentros. Sus gastadas Panama Jack se escurrían
en la hierba húmeda.
Llegaron
cuando ya había parado la tormenta, jadeando y calados hasta los huesos. La
muchacha los había conducido a un lugar no muy alejado de la carretera pero
desde el que, mirando en cualquier dirección, solo se alcanzaba a ver un campo
mojado que estaba empezando a ser nuevamente calentado por los aún débiles
rayos de sol. Allí estaban aparcados dos grandes y destartalados Peugeots —uno
de color blanco grisáceo y el otro de un rojo amarronado— y una roulotte
enorme y viejísima. Algo apartados de los vehículos estaban los rescoldos de
una hoguera que, pese a la humedad de la madera, un hombre acuclillado estaba
tratando de volver a encender. El hombre alzó la cabeza al oír sus pasos,
sonrió de forma idéntica a como antes lo había hecho la muchacha (si bien tal
sonrisa quedaba en él infinitamente más repulsiva) y se puso en pie. Dani, aún
con la Karhu al hombro, y Manuel, contemplaron a aquel tipo alto constituido
por mantecosos rollos de una carne blanda —casi todo su cuerpo tembló como la
gelatina cuando se pueso en pie— y casi tan blanca como la leche. Sus mejillas
eran imberbes y su cabeza lisa como una bola de billar. En la cara, donde el
exceso de grasa había llegado hasta el punto de desfigurar cualquier tipo de
facciones, destacaban unos ojillos pequeños y redondos, de un color azul
acuoso, que se movían en todas direcciones, como si fuera incapaz de clavar la
mirada en un punto concreto durante demasiado tiempo. Sus labios rosados
adoptaron, al abandonar la sonrisa, un rictus idéntico al de un bebé malcriado
que llora con excesiva facilidad. Únicamente vestía unos pantalones de deporte
que le llegaban hasta media pierna y unas zapatillas Subirán sin cordones y
verdes de césped.
—¡Ah,
Belinda! —saludó—. ¿Ya has vuelto de tu paseo? ¿Te has mojado? Ya veo que traes
invitados. —Les dirigió su esquiva y porcina mirada y otra de sus brevísimas
sonrisas. Se humedeció los labios.
Mientras
Belinda se acercaba a él —sus ropas y cabellos pegados casi sensualmente a su
cuerpo— para besarlo en la mejilla y mostrarle las flores que había recogido,
Dani miró a Manuel y no le sorprendió comprobar que su expresión distendida de
antes había vuelto a transformarse en recelo. Lo vio avanzar unos pasos en
dirección a la chica y el que, presumiblemente, era su padre.
—Solo
hemos venido por si podían vendernos algo de combustible o indicarnos cómo
podemos llegar a la gasolinera más próxima —se apresuró a aclarar Manuel.
El
desencanto se pintó en la hermosa y enfermiza cara de Belinda.
—Creí
que os quedaríais un rato —dijo caminando hacia Manuel. Sus pestañas rubias
estaban mojadas de lluvia. Su boca era del color de las cerezas maduras.
—Hombre,
es que no queremos molestaros —replicó Manuel distraídamente. Estaba pensando
en que, pese a tener un padre tan repelente, a Belinda le quedaba francamente
bien el vestido ceñido al cuerpo.
El
tipo seboso configuró con sus labios infantiles una “o” redonda y albina.
—Oh,
no. No nos molestáis de ningún modo. Al contrario... nos gusta la gente. —Sus
gestos tenían un tinte desagradablemente afeminado—. Nos encanta la gente.
Manuel
se debatía entre la atracción que sentía hacia Belinda y la repulsión que le
inspiraba su padre.
—Es
que hemos quedado con un amigo... —intervino Dani sin pensar.
Estaba
viendo más allá de la roulotte, jugando con una pelota en el más
completo silencio, a un grupo de niños, todos ellos obesos, de piel lechosa y,
según alcanzó a ver desde aquella distancia, con expresiones no demasiado
lúcidas reflejadas en sus rostros. Uno de ellos, de tripa desmesuradamente
hinchada, un labio leporino y cuyo brazo izquierdo finalizaba en un brillante
muñón rosado, le causó una especial aversión. Acaso por ello no se percató de
la mirada asesina que le lanzó Manuel cuando mencionó descuidadamente a “un
amigo”.
—Habíamos
quedado en recogerlo antes de ir a visitar a nuestros tíos —se apresuró a
aclarar, aunque Belinda no parecía haberse dado cuenta de la metedura de pata
de Dani.
—Venga,
hombre. —El tipo carnoso y blancuzco rodeó a Belinda por los hombros de una
forma que a Manuel casi le dio náuseas, sin comprender por qué un gesto tan
habitual y que había visto tantas veces entre padres e hijas se le antojaba
ahora desmesurado e incluso lascivo—. No creo que a vuestro amigo le importe
esperar un poco. Os divertiréis con nosotros —soltó una ridícula risita
gorgoteante—, os lo aseguro. Y después yo mismo me encargaré de llevaros hasta
el próximo pueblo.
Manuel
iba a decir el no definitivo cuando su mirada se cruzó con la de Belinda.
Sonrió a medias. ¿Le habían parecido inexpresivos alguna vez aquellos ojos?
Aquellos ojos enigmáticos. Seductores. Hipnotizadores. Parecían dotados de una
irresistible luz propia. Se rindió:
—Solo
un poco.
Dani
lo miró con expresión de asombro, desconectándose bruscamente del silencioso y
geométrico juego de los niños.
—¿Qué?
Manuel
le replicó encogiéndose de hombros, como si no hubiese tenido otra opción que
la de aceptar.
—Lo
justo para la comida —estaba diciendo Belinda alegremente. Los ojos le
brillaban.
El
padre se frotó las blandengues manos, regocijado.
—Voy
a decírselo a tu madre, a la tía Marta y a la abuela —anunció a la muchacha
encaminándose hacia la roulotte.
Dani
continuaba mirando a Manuel, perplejo.
—¿Eres
gilipollas? —le dijo, olvidándose momentáneamente de que Belinda continuaba
allí con ellos. Ella comprendió y, cortésmente, comentó que iba un momento a
ver a sus hermanos—. Bueno —repitió Dani entonces—, ¿estamos tontos, o qué?
Manuel
lo miró como sin comprender.
—¿Pero
qué coño te pasa? ¿Qué otra cosa íbamos a hacer, si no sabemos ni dónde
estamos?
La
calma con la que pronunció tales palabras terminó de exasperar a Dani.
—¡Oye,
tío! ¡Tengo colgada del hombro una bolsa llena de mierda!
—Baja
la voz, estúpido.
—Tengo
aquí una mochila llena de coca. No estamos como para pararnos a coger
margaritas... —Dani se detuvo al ver que Manuel se estaba quitando
tranquilamente el jersey empapado—. ¡Pero escúchame, coño!
Manuel
le puso el dedo índice en el pecho. Lo miró amenazadoramente. En un instante de
pánico, Dani evocó el historial que Mnauel había ido forjándose arrebato tras
arrebato de ira. Recordó angustiado que había olvidado su navaja en la guantera
del Panda. Pero Manuel se limitó a hablarle:
—No
tolero que me levanten la voz.
Y
permaneció así, en silencio, hasta que estuvo seguro de haber intimidado a su
compañero. Entonces relajó sus músculos lentamente. Dani tragó saliva antes de
continuar hablando.
—Tío...
—comenzó a decir con cautela—. Mira, no sé qué mosca te habrá picado, pero las
cosas no están para meriendas campestres —iba a hacer una broma acerca del
tiempo, pero no le pareció el momento más apropiado—. Oye, parece mentira que
no conozcas a Marcos. Se pondrá nervioso. Va a pensar que nos hemos pirado con
la mercancía y... joder, ya sabes cómo es Marcos cuando se cabrea.
—Marcos
nos espera de aquí a un día o dos —replicó Manuel con obstinación—. Y si
hubieras estado más al loro con el coche —ignoró la mirada de indignación que
Dani le dirigió entonces— no nos faltaría ahora la puta gasolina. No pretendo
que pasemos un día de campo, pero vamos a tener que hacer tiempo antes de que
nos acerquen a no sé qué maldito pueblo.
Dani
hizo un gesto de fastidio y derrota. Manuel decidió mostrarse generoso.
—Solo
hasta la comida —concedió con una sonrisa burlona.
—Estupendo
—masculló Dani entre dientes.
Manuel
se rio y le dio una palmada en la espalda.
—Y
ahora sonríe, chico —le dijo con un guiño—. Disfruta del campo.
Avanzó
unos pasos hacia la roulotte, detrás de la cual había desaparecido
Belinda, y entonces se volvió hacia él de nuevo:
—¡Y
vigila eso!
Dani
forzó una sonrisa. Continuaba intranquilo y acababa de descubrir que no lo
estaba ni por Marcos ni por la maldita droga.
“Tío...
dime que tú no encuentras nada extraño en este paisaje”.
Era
por Belinda, por aquel tipo gordo y extraño, por el miserable crío de labio
leporino y las miradas dementes de sus compañeros de juego. Era por el modo
incoherente en el que se estaban desarrollando las cosas y por la pasmosa
tranquilidad con la que Manuel se estaba tomando todo aquello.
“Tío...
dime que tú no encuentras nada extraño en este paisaje”.
Aunque
Manuel sí que había percibido algo. Antes... ¿de qué?
Sopló
una brisa fresca que le resultó helada al entrar en contacto con sus vaqueros
mojados. Los silenciosos niños volvieron a entrar en su campo de visión por un
instante, y luego fueron cubiertos de nuevo por la roulotte
mastodóntica. Sin embargo, continuaba viendo de vez en cuando la pelota, cuando
botaba más alto que el techo del vehículo. También veía a Belinda y a Manuel,
que se alejaban dando un paseo. No era propio de Manuel estrechar lazos tan
rápidamente con desconocidos.
Dani
sentía un gusto amargo en la boca. Aferró la Karhu con indecisión. Podía huir
corriendo de allí. Ahora, en aquel preciso instante. Nadie lo vería marchar. Le
parecía que, por alguna razón, le había sido dada una última oportunidad. Una
última oportunidad, ¿para qué? ¿Para huir de qué? Correría como un loco, sin
pararse hasta llegar de nuevo a la carretera comarcal. Allí haría autostop,
alguien tendría que pasar tarde o temprano. Pero iría caminando hasta la
autovía si fuera necesario. De cualquier forma, se las arreglaría para llegar
hasta Marcos.
¿Y
entonces? Estaban negociando con gente con la que no se podía jugar, y Manuel
estaba mejor considerado entre aquellos tipos de lo que Dani llegaría a estarlo
jamás. Pensarían que se lo había cargado para cobrar él su parte o,
sencillamente, que lo había dejado en la estacada a la primera oportunidad.
¿Iba a arriesgarse a ser machacado por los gorilas de Marcos solo porque
aquella familia les habían invitado a comer? ¿Porque estaban desagradablemente
gordos? ¿Porque eran extremadamente pálidos? ¿Por su mirada extraviada?
Dudó
un segundo. El corazón le saltaba dentro del pecho. Hizo un amago de correr
hacia Manuel, de hablar con él de nuevo. Pero ya había consumido su tiempo.
Escuchó a a su espalda la voz poco viril del padre de Belinda. Se volvió
sobresaltado.
El
gordo había tenido, al menos, la delicadeza de ponerse una camiseta, en la cual
figuraba un mensaje descolorido por muchos lavados: “TODOS CONTRA EL FUEGO”.
Venía acompañado por dos mujeres. Una de ellas, que se parecía a él
asombrosamente (eran probablemente hermanos: blancura casi translúcida, ojos
esquivos, gelatinosos michelines adivinándose bajo el amplio vestido), lucía
una enorme sonrisa. Al menos, se consoló Dani, sus dientes eran marfileños y
hermosos. Belinda sin duda había heredado los dientes de la familia de su
padre. La otra mujer, a pesar del rictus desagradable de sus finos labios y de
su edad (Dani le calculó unos cuarenta y cinco), debía de haber sido preciosa
en su juventud. La palidez de su rostro no era desagradablemente lechosa y su
carne estaba muy lejos de la flacidez de la de sus acompañantes. Sus ojos
claros, de un color indefinido entre el marrón y el verde, sostuvieron la
mirada de Dani de forma desdeñosa y burlona.
—Esta
es mi hermana Marta. Y esta es mi esposa, Elisa.
El
gordo no había dicho su nombre antes y tampoco lo hizo ahora. Dani sonrió, azorado.
—Encantado
—dijo, sintiéndose ridículo por emplear ese formalismo—. Soy Daniel —hizo una
pausa para encajar una sonrisa nerviosa—. O Dani.
Les
interrumpió un griterío procedente de detrás de la roulotte. Una cascada
voz de mujer estaba farfullando algo que quedó ahogado por un chillido agudo
como el de un cerdo en día de matanza y una explosión de risas infantiles. Dani
miró hacia la caravana, sobresaltado por el grito. Los ojillos de Marta y el
padre de Belinda eran ahora más esquivos que nunca.
—Ya
están los niños molestando a la abuela —dijo Elisa con una voz cansada y sin
inflexiones—. La pobre se pasa el día metida en la cocina preparando la comida
y, mientras, ellos siempre molestándola.
Miró
a Dani, pero este, por alguna razón, fue incapaz de sostener su mirada. La
escuchó mientras contemplaba una nube que se parecía deliciosamente al perfil
de Alfred Hitchcock.
—Tenemos
muchos hijos, y todos son varones menos Belinda. Tienen entre seis y doce años.
—Suspiró—. Los niños a esa edad son crueles. Solo piensan en jugar, dormir y
comer.
La
agitación de detrás de la roulotte parecía haber empezado a acallarse. La
pelota subía y bajaba de nuevo. En el cielo, el perfil de Hitchcock se esfumó.
Dani volvió a mirar a Elisa, que continuaba hablando:
—Tener
tantos hijos acaba destrozándole el cuerpo a una. Aquí donde me ves, yo antes
tenía un vientre liso y suave, unos senos marmóreos y unas piernas perfectas.
Miró
soñadoramente más allá de los árboles durante un instante. Luego se dirigió con
frialdad a su esposo:
—Iván,
tenemos que decirles a los niños que no molesten a tu madre.
Iván
asintió obedientemente y Elisa sonrió a Dani con tristeza.
—Voy
a ver cómo va la comida —dijo.
Luego
se alejó hacia el remolque. Todos la siguieron con la vista hasta que ella
penetró en el vehículo. Solo en aquel momento pareció Iván percatarse de la
bolsa que colgaba del hombro de Dani.
—Por
favor, dame eso —dijo con grandes aspavientos—. Debe de pesarte horrores.
—No,
no. Si no pesa nada, de verdad —rehusó Dani alarmado.
—Pero
no vas a estar cargando con ella hasta la hora de la comida —insistió el padre
de Belinda.
—Si
es que siempre la llevo conmigo.
Iván,
confundido, dejó de insistir. Pero entonces intervino su mantecosa hermana, con
aquella cándida sonrisa suya que mostraba todos sus dientes.
—Vamos,
hombre —dijo, arrebatándole la mochila suavemente—. La guardaré en el coche y
la recogéis cuando os vayáis, ¿vale? Cerramos con llave y no os la tocará
nadie.
Dani
enrojeció ligeramente. Sin duda lo estarían considerado un pedante por pensar
que alguien de aquella familia pudiera estar interesado en quitarle su astrosa
bolsa. Confundido, se resignó a que Marta la dejara en el Peugeot.
—¿Ves?
Seguro que ahora estás más cómodo —comentó Iván en el mismo tono que hubiera
empleado si acabara de salvarle la vida.
Daniel
asintió distraídamente. Lo más probable era que Manuel se pusiera furioso
cuando descubriera que había perdido la droga de vista, pero entonces recordó
que si aún estaban aquí era por culpa suya. Lo imaginó besando a Belinda tras
alguno de los árboles más alejados mientras él se pudría allí, conversando con
aquella espantosa familia, y se dijo que en tal situación él era el único con
derecho a cabrearse. Suspiró profundamente. Marta ya regresaba del Peugeot. Le
mostró unas llaves que se guardó inmediatamente en el bolsillo del vestido.
—Recuérdamelo
cuando os marchéis —le dijo amablemente.
Dani
tuvo la desagradable sensación de que si le habían guardado la bolsa en el
coche no había sido por cortesía. Era simplemente un medio para controlarlo,
para que no pudiera marcharse sin previo aviso. Se le hizo un nudo en la
garganta. Miró a Iván y le sorprendió observándole. Aquellos ojos porcinos se
apartaron con la brusquedad de alguien a quien sorprendieran haciendo algo injustificablemente
malo. Marta se humedeció los labios antes de hablar:
—Por
cierto, ¿sabe alguien dónde se ha metido Belinda?
Iván
pareció alegrarse de que Marta sacara un tema de conversación:
—Sí,
¿dónde está Belinda? ¿Y dónde está tu amigo... cómo se llama?
—Manuel.
Creo que han ido a dar una vuelta —observó atentamente las reacciones de Iván y
Marta, pero estas no revelaron gran cosa. Tal vez Marta apretase un poco los
labios, aunque Dani no supo cómo interpretar ese gesto. ¿Indignación?
¿Envidia?— Espero que no tarden mucho —continuó—, porque Manuel y yo nos iremos
pronto.
—Yo
también espero que no tarden —dijo Marta. Aunque teóricamente estaba
dirigiéndose a Dani, era a su hermano a quien estaba mirando...
¿acusadoramente?— Ella ya sabe que comemos pronto. Los niños tienen hambre. Y
además, teniendo invitados...
Iván
pareció encogerse sobre sí mismo. Hizo un gesto que pretendió ser airado, pero
que no produjo más efecto que el de un grotesco temblor que sacudió su papada
rolliza.
—Hablas
como si yo tuviera la culpa de lo que hiciera Belinda —balbuceó.
—Bueno,
es tu hija. Deberías haberle enseñado, al menos, a no ser tan egoísta.
Iván
pareció no encontrar ninguna buena respuesta a su acusación. Las comisuras de
sus labios aniñados se curvaron hacia abajo, pero no dijo nada. Dani, azorado
ante aquella situación, se ofreció a dar una vuelta para encontrarlos, pero
tanto Iván como Marta se apresuraron a negarse con una sonrisa mecánica. Le
dijeron que iban a comer “ya mismo” y que, después de todo, tal vez Belinda sí
llegase a tiempo. Dani, por toda respuesta, se encogió de hombros.
—Y,
hablando de comida, voy a ir preparando la mesa —dijo Marta—. Y tú, Iván,
podrías ir encendiendo el fuego. Si no, este chico va a tardar años en secarse
la ropa. Está empapado. —Lo miró maternalmente—. ¿Te pilló la tormenta?
Dani
asintió y ella dio media vuelta hacia la roulotte antes de que pudiera
ampliar su respuesta. El muchacho sintió entonces algo desagradablemente blando
sobre su espalda. Era la mano de Iván.
—¿Vamos
con la fogata? —le preguntó este arqueando de forma interrogante las cejas,
unas finísimas curvas rubias. Ambos caminaron hasta el punto donde Dani y
Manuel habían visto por primera vez, acuclillado, al padre de Belinda. Al
acercarse al remolque, un delicioso aroma a carne asada llegó hasta ellos
durante un instante y, después, el viento lo alejó hacia otra dirección.
—Ah...
mi madre es una cocinera excelente —comentó Iván sacándose del bolsillo una
caja de cerillas de madera que hacía propaganda del restaurante El Charolés.
—Sí,
eso huele muy bien —concedió Dani—. ¿Qué es?
Iván
apartó la madera más húmeda de los rescoldos. Tomó un número atrasado de El
Mundo que había dejado cerca de ellos, sujeto por una piedra grande, y prendió
fuego a alguna de sus páginas.
—¿Lo
que están cocinando? —preguntó sin prestar mucha atención—. Carne,
naturalmente.
Dani
se conformó con esta respuesta tan obvia. Los papeles de periódico en llamas
habían conseguido prender una rama seca de encina. El sol fue oscurecido por
una nube, luego volvió a salir. Dani se situó en un punto desde el cual se
divisaba el coche en el que había guardado la Karhu. Nadie se había acercado a
él. De todas formas, dudaba mucho de que alguien fuera a tomarse ninguna
molestia por lo que aparentemente era tan solo una bolsa vieja. Desde su
posición también alcanzaba a ver a algunos de los hermanos de Belinda. Ya
habían dejado la pelota a un lado. Ahora formaban un apretado corrillo y
hablaban en susurros.
—La
verdad es que no sé por qué me molesto en encender un fuego —estaba diciendo
Iván, sin duda con ánimos de darle conversación—. Antes cocinábamos en él, pero
ahora... —Señaló el remolque con un gesto. Como si aquel movimiento hubiera
correspondido a algún tipo de encantamiento, el olor a comida recién hecha volvió
a llegar hasta ellos.
—Los
niños están muy callados, ¿no? —preguntó Dani, por comentar algo.
—Oh,
sí; hoy sí. Pero no creas que están siempre así, a veces son terribles.
—¿Sí?
¿Cuántos son?
Iván
tuvo que pensarse la respuesta durante unos segundos.
—Siete.
¡No, seis! Contando a Belinda —al pronunciar ese nombre, la mirada del gordo se
ensombreció—. Ojalá que no tarde.
—Por
Manuel puede estar tranquilo —se apresuró a decir Dani ante el revuelo que se
estaba formando por la tardanza de Belinda—. Es un tío legal.
—¿Qué?
—preguntó Iván. Y por alguna razón debió de pensar que el último comentario de
Dani había sido gracioso y se echó a reír.
Dani
lo miró desconcertado. Maldijo a Manuel en su fuero interno por hacerle estar
en compañía de aquella gente. Confiaba en no tener que comer él solo con toda
la familia. Alzó la mirada hacia el cielo. Las nubes no pasaban de semejarse a
mullidas bolas de algodón. Iván se puso en pie limpiándose las manos en los
pantalones. Había terminado de encender el fuego.
—Bueno,
esto ya está —dijo, sintiéndose al parecer sumamente orgulloso de sí mismo.
Dani
premió su hazaña con una sonrisa abúlica.
Estuvieron
esperando a Manuel y Belinda hasta cerca de las tres de la tarde. Elisa y Marta
habían montado una enorme mesa, no lejos de la fogata que Iván se encargaba de
alimentar afanosamente cada cierto tiempo, y la habían cubierto con un mantel
de hilo blanco. Mientras las mujeres sacaban de la ruolotte los platos, las
servilletas, unas preciosas copas de cristal tallado y vino, Iván y Dani, a
quien no permitieron echar una mano, hablaban sobre el tiempo y sobre la
familia imaginaria a la que se suponía que pertenecían él y Manuel. Dani
vigilaba de vez en cuando el coche blanco, más por aburrimiento que por miedo,
y ojeaba las colinas oliváceas con la esperanza de ver llegar a Manuel y a
Belinda, los cabellos revueltos y las ropas verdes de hierba húmeda. El
silencio de los niños había ido rompiéndose poco a poco y alrededor de las dos
y media estaban chillando, peleándose unos con otros y, como Elisa había dicho
horas antes, “molestando a la abuela”. Dani sentía a la vez aprensión y
curiosidad por conocer al miembro más vetusto de aquella familia demencial que
llevaba una larga mesa de madera de caoba y una vajilla lujosa para hacer una
comida campestre. En ocasiones la imaginaba como una gigantesca y blanquecina
montaña de carne sebosa que avanzaba arrastrando los pies y resoplando en el
interior de su cocina móvil, y otras veces como un ser apergaminado, sin
dientes y seco como un sarmiento que vivía martirizada por sus nietos y
esclavizada por sus hijos y nuera.
Fue
esta última, Elisa, la que se acercó a ellos con una mirada inexpresiva y les
dijo que ya era hora de comer, que había que hablar seriamente con Belinda y
que, sobre todo, los niños tenían hambre.
—Creo
que es mejor que vayáis comiendo vosotros —dijo Dani levantándose—, y que yo
vaya mientras a buscar a Manuel. No es normal que tarde tanto y estoy empezando
a preocuparme.
Lo
cierto era que la tardanza de Manuel le importaba más bien poco, pero no le
apetecía ni mucho ni poco ponerse a comer él solo con todos aquellos
desconocidos. En la cara de luna de Iván se dibujó un gesto de desencanto que
rozaba la desesperación. Elisa, en cambio, lo miró con rostro pétreo.
—No,
no, de aquí no se va nadie —dijo, tomándole por el brazo con suavidad y
conduciéndole hasta la silla que presidía la mesa—. Qué van a a pensar Belinda
y Manuel si cuando vuelvan de su paseo tú ya te has marchado.
Dani
se dejó sentar en la silla con relativa docilidad. Se planteó la posibilidad de
mantenerse firme, exigir que le devolvieran la mochila y marchar en busca de
Manuel, pero le pareció una reacción excesivamente violenta para una gente que,
a fin de cuentas, lo único que estaba haciendo era ser hospitalarios con él.
Mientras Dani se sentaba comenzaron a caer algunas gotas que no llegaron a
convertirse en lluvia. Iván se colocó junto a él, y también tomaron asiento
algunos niños gruesos que miraban con ojos brillantes los pedazos de pan que su
madre había puesto en una cesta de mimbre.
—¿No
se sienta la... abuela con nosotros? —inquirió Dani.
Iván
se metió con ansiedad un trozo de pan en la boca.
—No,
qué va. A ella le gusta más comer sola en la cocina.
Marta
llegó radiante a la mesa llevando a uno de aquellos blancos cochinillos humanos
de cada mano. Todos ellos, para consternación de Dani, comenzaron a comer pan y
beber vino o cerveza con gran avidez y en cantidades industriales. Pensó en
Manuel y se dijo que algún día se vengaría de él por la mañana que le estaba
haciendo pasar. Debía de haberle ido estupendamente con Belinda, al muy cerdo,
para no haber regresado aún. Tanto los niños como Iván y su oronda hermana no
cesaron en su afán desaforado por engullir trozos de pan hasta que vieron a una
solemne Elisa saliendo de la caravana con una enorme fuente humeante repleta de
tacos de carne asada. Se hizo un silencio sepulcral. La madre de Belinda fue
sirviendo en cada plato una cantidad generosa de carne bajo la mirada atenta
del resto de sus familiares, que olisqueaban la comida con una devoción casi
religiosa que provocaba náuseas a Dani. Cuando hubo dado la vuelta a toda la
mesa y se sirvió ella misma se sentó frente a Dani, y este acto tuvo el mismo
efecto que el de un pistoletazo para el inicio de una carrera. Todos comenzaron
a comer con voracidad salvo Elisa, que cortaba la carne elegantemente y bebía
su vino a pequeños sorbos, y Dani, que al pinchar su primera pieza no pudo
evitar apartarla con repulsión cuando vio la cantidad de sangre que comenzó a rezumar.
Creyó ver entonces un cruel brillo de diversión en los ojos de Elisa e
inmediatamente lo achacó a su imaginación. Paseó la mirada por cada uno de los
comensales. Todos ellos comían con las manos y con una expresión de
insaciabilidad en sus rostros. Hacían ruido al sorber la bebida y muchos
mostraban un reguero de saliva, vino, cerveza y sangre que les caía desde la
comisura de los labios. Dani supo que no sería capaz de probar un bocado... ¿de
nuevo aquella sonrisa cínica en la cara de Elisa? No. Ella se estaba limpiando
recatadamente con una servilleta, con la mirada absorta; ni siquiera estaba
mirándolo. A su lado, uno de los pequeños obesos eructó. Dani hizo un gesto de
disgusto. No le extrañaba en absoluto que la famosa abuela prefiriera comer sola
en la cocina. Aunque tal vez no comiera sola. Recordó al chaval del labio
leporino. Aquel al que le faltaba una mano. Contó a los voraces críos que
estaban sentados a la mesa: cinco. Eran cinco. ¿Cuántos había dicho Iván? Seis,
contando a Belinda. Así pues, estaban todos. Entonces... ¿quién era el chico
del labio leporino? Uno de los pequeños depredadores contempló la comida
intacta en el plato de Dani con unos ojos tan grandes como platos; la gula
parecía desbordarse por ellos. Alargó una mano gordinflona y agarró tres trozos
que engulló acto seguido. Dani recordó las palabras de Marta y Elisa.
“Los
niños tienen hambre”.
Otro
crío acercó su mano para quitarle más trozos de carne.
¿Dónde
se había metido el chico manco? Y... ¿cuáles habían sido las palabras de Iván
exactamente?
“Siete.
¡No, seis! Contando a Belinda”.
“Siete.
¡No, seis!”
En su
plato quedaba una única tajada de carne. Esta vez fue Iván quien la cogió. El
pedazo de carne era casi tan blanco como la pálida mano de su anfitrión, que se
lo metió en la boca con una sonrisa golosa. ¿Qué había sido del niño del labio
leporino? ¿Por qué no estaba allí con ellos? ¿O tal vez sí estaba? En la gran
fuente de porcelana todavía había algunas porciones de carne, aunque iban
desapareciendo a una rapidez asombrosa.
“Tío...
dime que tú no notas nada extraño en este paisaje”.
Dani
sintió cómo el miedo corría por su columna vertebral. Una vena le latía en la
sien.
“Los
niños tiene hambre”.
“¿Lo
que están cocinando? Carne, naturalmente”.
“Siete.
¡No, seis!”
Dani
alzó la mirada al cielo. Una nube era idéntica a la rana Gustavo sosteniendo el
micrófono. Recordó el muñón rosado sin poder evitar compararlo con su tajada de
carne sanguinolenta y apenas tuvo tiempo de apartar la silla para no vomitar
sobre el mantel. No comprendía por qué continuaba allí sentado. Sería las
piernas agarrotadas y el sabor amargo del vómito a lo largo de toda la
garganta. Hizo un esfuerzo por controlar el pánico. Ponerse en pie, tratar de
escapar de allí, sería la confirmación de todos sus temores. Sin duda estaba
sacando las cosas de quicio. Maldijo su suerte. Estaba ahí sentado, temblando
aterrorizado, mientras Manuel se lo pasaba en grande con la puta que los había
metido en aquello. ¿Por qué no había vuelto todavía el muy cabrón? Las palabras
de reproche que había pronunciado Marta aquella mañana llegaron hasta él como
arrastradas por el viento.
“Deberías
haberle enseñado, al menos, a no ser tan egoísta”.
“Los
niños tienen hambre”.
“Los
niños tienen hambre”.
¿Habría
sido suficiente la carne del hermanito para saciarla?
Dani
palideció. Miró horrorizado a Elisa. Esta vez no había duda. Ella lo
contemplaba con una sonrisa espantosa. Y no era la única. También los niños lo
miraban. Y Marta. E Iván, con aquella redonda cara de niño llorón. Y todos
ellos lo contemplaban con gula. Se preguntó si también la abuela, desde dentro
de la roulotte, lo estaría mirando y humedeciéndose los labios. Le
atenazó un pavor que no le permitía levantarse de la silla para huir de allí.
Percibió un movimiento justo en su ángulo de visión. Uno de aquellos pequeños
monstruos había cogido un cuchillo de trinchar. Dani tuvo tiempo de ver la hoja
reluciente trazar un semicírculo siniestro, pero el miedo que paralizaba sus
articulaciones le impidió apartar el brazo. Contempló horrorizado cómo aquel
muchacho le seccionaba la mano izquierda a la altura de la muñeca. Soltó un
alarido que no estuvo causado por el dolor, sino por la visión de Iván, Marta y
los niños disputándose su mano del mismo modo en que una jauría de perros hambrientos
lucharían por un hueso. Se puso en pie sin dejar de gritar. La sangre manaba a
borbotones de la herida. Contempló un instante con mórbido horror cómo Iván
escupía en su plato una falange con trozos de carne adheridos, y no fue hasta
entonces cuando echó a correr, desfallecido y sin rumbo fijo.
Las
fuerzas se le escapaban junto con la sangre que perdía por el brazo izquierdo,
pero lo espoleaban para correr aún más rápido los jadeos y gruñidos hambrientos
que sentía detrás de él. En su mente se entremezclaban los pensamientos más
dispares: cómo le explicaría a Marcos la pérdida de la mercancía, cuál sería el
verdadero aspecto de aquella vieja cocinera que había deshuesado y condimentado
a su propio nieto, si le abandonaría Julia cuando descubriese que había perdido
una mano, pese a que acariciar su cabeza era como tocar la de un osito de
felpa, y si sería capaz de soportar la impresión en caso de que se topara con
el cuerpo a medio devorar de Manuel y, junto a él, a la delicada Belinda
descansando, como una leona que hace la digestión tras haber satisfecho el
apetito (¿habría hecho como las mantis, que devoran al macho durante el coito?)
Soltó un chillido de mujer al sentir que algo se aferraba a su pierna y lo
derribaba. Intentó en vano evitar que le despojasen de sus vaqueros y le
hicieran la camisa jirones. Dani gritó, esta vez de puro dolor, al percibir
nítidamente cómo le arrancaban de un mordisco un trozo de pantorrilla. Tal vez
se tratase de Marta, con aquellos dientes tan brillantes, blancos como perlas.
Luchó por ponerse boca arriba para poderse defender de algún modo y comprendió
demasiado tarde que hacerlo era un error. Sintió dientes inclementes penetrando
en sus mejillas, en el vientre, en el cuello. Trató inútilmente de zafarse de
ellos intentando golpearlos incluso con la mano izquierda, sin recordar
siquiera que ya había sido devorada. Dani gritó por última vez, su campo de
visión cubierto por una nube de ojos de un azul desvaído incrustados en blancas
lunas de carne.
En el
cielo se formó una gigantesca nube que evocaba la fantasmagórica silueta de un
galeón hundido. Pero Dani ya no pudo verla, y tampoco aquella familia que
masticaba con saña el postre en el campo estival le prestó la más mínima
atención.