28/6/10

"LOS PELIGROS DEL MAR", DE ANA MARÍA SHUA

Ana María Shua (Argentina, Buenos Aires, 1951)
Los peligros del mar.
(Relato publicado en la antología Latinoamérica fantástica. Selección de Augusto Uribe. Barcelona, Ultramar, 1985)

(Microrrelato de humor, que no tiene que ver con lo fantástico, pero de una espléndida autora que sí se dedica al género. Merece la pena leer a Shua)



¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡Cuidado con el bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán, ¡Abatid el palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.

3/6/10

"SAVITRI", DE LOLA ROBLES

Lola Robles (Madrid, 1963)
Savitri (1996)

(Relato publicado en la antología Dos orillas: Voces en la narrativa lésbica / compilación e introducción de Minerva Salado. Madrid, Egales, 2008)
Cuento fantástico. Basado en una leyenda hindú, con el mismo título, que forma parte del Mahabhárata, el poema épico más largo del mundo,

Luego Orfeo entró en las gargantas
del Ténaro, profunda entrada de Dis,
y en el bosque sombrío, residencia
tenebrosa del espanto; y osó, por fin,
afrontar a los Manes, a su temible
rey y a sus duros corazones, que no
se ablandan jamás con las plegarias
de los mortales.

Virgilio. Geórgicas.

Savitri, desde la ventana del semisótano en que vives adivinas el crepúsculo de invierno. Lo adivinas: el cristal sólo permite ver las piernas de los que pasan rápidamente por la acera, el reflejo de las luces de neón que acaban de encenderse, son apenas las cuatro y la oscuridad ya está ahí, vuelve a nevar. Miras la nieve, Savitri, y dentro del cuarto, el reloj, Anne Marie no regresa, y tiemblas, y ahora no es de frío, aunque el termómetro ha descendido a diez grados bajo cero, y tu vecina Benedicte te ha dicho que el agua del puerto y los canales de la ciudad se han convertido en hielo brillante, liso como el mármol de una lápida. Benedicte. Tiene sesenta años, el pelo corto y amarillo, un rostro de cera con arrugas suaves, y una sonrisa dulce como su compasión cuando te habla despacio para que puedas entenderla. Esa compasión suya y transparente no quema igual que otras. ¿Cómo va a quemar si la muestra al escucharte decir que ni siquiera dentro de tu casa, con la calefacción encendida, puedes olvidarte de ese frío que corta igual que un bisturí y transforma el mundo en una pena helada? Desde el principio te la ofreció, desde que llegaste a esta casa, cuando no te atrevías a salir a la calle porque el miedo era una cadena oscura, te aherrojaba en este sótano. Miedo de metal duro, silencioso, amenazante como un iceberg. Pero ella lo comprendía, aunque tú no pudieras explicar su causa. Precisamente tu silencio era la cárcel; precisamente sus palabras la amenaza. Las de Benedicte, las que allá afuera salían de los labios de todos (los transeúntes que pasaban por la acera, los tenderos, los conductores de autobús) y eran un largo muro impenetrable, eslabones de sonidos extraños frente a los que de nada servían tus oídos, de nada tu voz que sólo podía pronunciar los de otra lengua. Las palabras de nuevo, Savitri, se habían vuelto contra ti.

Pero han pasado meses desde entonces, y ahora te es posible contestar a Benedicte cuando te pregunta por qué, Savitri, por qué viniste a este lugar desde otro tan lejano, desde aquella tierra de luz dorada, ríos anchos y tibios, llanuras con elefantes, selvas con tigres, montañas que llegan al cielo, por qué lo cambiaste todo por un semisótano de veinte metros cuadrados, por un país de idioma desconocido y gentes de otra raza, por qué, por qué, Savitri, si la noche interminable del invierno nórdico te hace llorar por la luz india, si nunca aprenderás del todo esa lengua abstrusa, si a ti no te parecen hermosos los mares helados ni los cristales de nieve.
.
¿No es tu historia la de tantos? ¿No viniste aquí huyendo del hambre que hiere como un tigre, que es ancha como el Ganges, negra como esta noche?

Pero no, no fue por eso, le explicaste a Benedicte. Porque en tu país vivías en una casa grande, en un edificio de color rosa rodeado de jardines. Una isla en la ciudad, en ese mar de gentes que sí conocen el hambre, que sí tienen que huir para no ser devorados por ella. Sin embargo tú eras la hija de un hombre respetado, al que todos los días esperaba un coche en el jardín para llevarlo a su oficina, desde donde hacía negocios con ciudades como ésta; que vestía a la occidental y te educó igual que a tus hermanos varones. Aunque también era un hombre que no emprendía un negocio sin consultar antes a Narad, el anciano cuyos ojos no podían ver la luz pero sí el pasado y el futuro; aunque también era un padre que te buscó un marido sin consultarte, porque al fin y al cabo eras mujer, eras su hija. Narad aprobó ese matrimonio conveniente para los negocios familiares; tu padre te dijo que Satyavat sería un buen esposo: su corazón era puro y dulce; sus actos, amables y pacíficos. Sin embargo la pasión no elige por saber que un espíritu es puro, o un carácter, amable; quién sabe por qué elige un objeto o rechaza otro, pese a que en ambos casos le aguarden sólo el dolor y el desastre.

“No quiero a Satyavat por esposo; no lo querré nunca, ni me casaré con nadie a quien no haya elegido yo misma.” Ésa fue tu respuesta. Y esto lo que Narad dijo: “Una hija debe obedecer a su padre en todo; la que no lo hace no es digna de vivir en su casa”.

Pero tú habías decidido. Y fue inútil la furia de tus hermanos, y los lamentos de tu padre, y los consejos y advertencias de Narad: “Eres terca como lo fue tu madre, Savitri, pero además insensata. Ella se fue demasiado pronto, no pudo enseñarte las virtudes propias de una mujer. Y mal hizo tu padre en educarte igual que a tus hermanos, siempre se lo dije. Cásate con Satyavat, estás a tiempo aún”. “Si mi padre me echa de su casa, me iré lejos; si es su mandato, dejaré de considerarme su hija. Pero no me casaré con nadie a quien no haya elegido yo misma.” “De nada te servirá huir; de nada cruzar mares y ocultarte en ciudades lejanas. La hija que no cumple su deber recibirá su castigo; los dioses se encargarán de ello. Sabe que veo tu destino, y el destino fatal que acecha a quien elijas para el lugar que corresponde a Satyavat. Sabe que la flor de sus labios será amarga para ti. Pues es decreto de los dioses que, en doce meses justos a partir del momento en que os encontréis, ni un día más ni un día menos, quien elijas muera sin remedio.”

¿Cómo escapar de palabras tan terribles? le preguntaste a Benedicte al contarle la verdad. De tu padre, de tu casa, te fue posible huir; encontraste el valor para hacerlo, ayudas que te indicaron caminos, y así llegaste a esta ciudad, confundida con los que se alejaban del hambre, igual que ellos buscando otra vida. Sin embargo las palabras te acompañaron, te persiguieron: como tigres sigilosos y tenaces, inmunes al olvido, a la piedad. Así se lo contaste a Benedicte, y sin duda no te creyó: ella pertenece a esta ciudad de canales y estadísticas, donde sólo los médicos anuncian la muerte tras pruebas rigurosas, y sólo los funcionarios la certifican con indiferencia e impresos.

Tampoco Anne Marie te ha creído nunca. Vuelves a mirar el reloj, y el calendario, ella no regresa, y el dolor se difunde como un aroma punzante por toda la casa. Hoy se cumplen doce meses desde que os encontrasteis, doce meses justos.

Anne Marie llama por fin a la puerta, y abres; su aliento se ha transformado en escarcha que centellea alrededor de sus labios. Se quita el abrigo, y los guantes, y el gorro de lana, y te besa, un beso cálido aunque su piel está fría. Su piel tan blanca en comparación con la tuya. Y la abrazas, tan delgada Anne Marie. Nadie sabe nada sobre la pasión, Savitri, aunque crean que sí; ni tú misma puedes comprender por qué la elegiste a ella, por qué desde el principio no necesitasteis las palabras, por qué su cuerpo, y no el de Satyavat, te parece tibio y dulce, su corazón, puro, y encuentras en ellos la paz y el consuelo, y cuando la tocas olvidas la noche oscura, el invierno helado, y la vida tiene luz, tiene calor, la vida es una isla verde, una copa llena, y no hay destinos fatales, no hay calendarios, sólo manos, labios, cuerpos como espejos, carne dorada o blanca que bajo las sábanas se mezcla y se confunde como el agua con el agua, la arena con la arena.

Anne Marie está hablando, te dice que no podrá quedarse a comer, un cliente acaba de llamar, necesita un taxi con urgencia, pagará muy bien, es imposible negarse; pero luego regresará, enseguida.

Tú lloras, no te marches, hoy no, que vaya otro, le pides. Anne Marie sonríe, el cliente está esperando y debe ir en su busca. Ni siquiera recuerda las palabras de Narad; reiría incluso si tú se las mencionaras: aquí en Occidente los destinos no se rigen por sentencias de magos, y a Narad le tomarían por un simple charlatán. “Llévame contigo entonces, nunca te he acompañado. Sólo por esta vez: quiero ver cómo el mar se ha convertido en hielo, cómo a pesar de todo la ciudad sigue viva.”

Anne Marie no está de acuerdo, pero le da pena tu pena, y tu soledad, y nunca ha sabido negarte un deseo. Así que salís ambas al aire que os deja sin respiración, al invierno que quema, a la noche que asusta.

Desde tu asiento, junto a Anne Marie, ves a ese hombre que emerge de las sombras unas calles más allá de la tuya, que sube en silencio al taxi y nada objeta a tu presencia, como si ni siquiera te hubiese visto. En el retrovisor del coche no encuentras sus ojos, sólo gafas de espejo, una mandíbula dura, el pelo rubio que le llega hasta los hombros. Anne Marie conduce a través de la nieve, de calles transitadas o vacías, de plazas con edificios revestidos de neones; atraviesa por puentes los canales de agua rígida, y luego sale del centro de la ciudad. Entonces el viajero la toca en un hombro, le ordena detenerse, paga y sale sin despedirse. Se pierde en la noche, su largo abrigo negro confundido con la oscuridad, únicamente su melena se vislumbra aún como un faro, un brillo que se aleja. Anne Marie suspira y guarda el dinero, te dice ahora daré media vuelta y regresaremos a casa, pero espera un poco, me duele la cabeza, parece como si muchas agujas de hielo me atravesaran la nuca, voy a recostarme en el asiento, o mejor sobre tu hombro.

Y tú, Savitri, sostienes su cabeza y acaricias su pelo, su mandíbula suave, los ojos cerrados, la boca insensible, su frente más y más fría. Y no lloras ni gritas; dulcemente apoyas la cabeza de Anne Marie en el respaldo de su asiento, besas la palma de su mano, y luego sales del taxi y corres tras esa figura que ya se desvanece en la distancia.

Como fieras de ojos amarillos, como tigres negros, los coches se cruzan contigo, rugen, desaparecen después. Avenidas enormes, desoladas; calles más estrechas; edificios silenciosos como tumbas; y un hombre que camina rápido sin mirar hacia atrás, y una mujer que se apresura siguiendo sus pasos. La nieve cruje bajo vuestras botas y al fin ya casi lo alcanzas, tu aliento que arde le roza la nuca. La figura alta y negra se detiene, da media vuelta. Levanta una mano con anillos en todos sus dedos. “¿Qué quieres, mujer? Vuélvete a tu casa, deja de seguirme. Los días de un amor han acabado para ti, pero tú continúas viviendo, podrás tener otros. Deja de seguirme. Los muertos no vuelven a la vida.” El viento te golpea en los ojos mientras desobedeces su orden. Ahora atravesáis por puentes los canales helados; ahora os internáis por parques donde la nieve ha enterrado la hierba (allí ibas con Anne Marie a pasear en las tardes de otoño); ahora la persecución te lleva a calles extrañas en las que nunca estuviste con ella. Transeúntes solitarios se tambalean en busca de un refugio, son como fantasmas que ni siquiera se ven unos a otros; también el hombre de melena rubia llama a una puerta; apenas te da tiempo a cruzarla tras él.

Dentro, bruscamente, el calor sofoca. Hombres y mujeres medio desnudos gritan para hacerse oír, beben en la barra donde una luz verdísima los transforma en espectros submarinos, o se frotan en la oscuridad de los rincones. Música de acero ácido te hiere en los oídos, y en la piel. Hay un olor espeso, más punzante que el alcohol o el humo. Sin quitarse el abrigo, el hombre rubio bebe y fuma y tose, y trata de no mirarte, aunque todos los demás sí te observan con sonrisas que no son compasivas, chasquean la lengua, te susurran palabras que no entiendes, quizás preguntando por qué estás allí, inmóvil a la espalda de un tipo que te ignora, que sólo al cabo de dos vasos de alcohol te mira y habla con fastidio. “Déjame, mujer; no me importunes más. Observa a tu alrededor: a muchos de éstos les gustas. Vete con alguno, prueba una cosa diferente a esa taxista. No niego que la quisiste, no niego que el mundo es tan atroz como ese frío de afuera. Sin embargo aquí se está bien, aquí todo es posible. Elige un hombre, elige otra mujer. Míralos, sudan, desean, son vampiros o víctimas. Si me lo pides, te daré a cualquiera de ellos. O si no, emborráchate y luego ve a tu casa y llora. Pero deja de seguirme. No conseguirás nada. Porque los muertos no vuelven a la vida.” “Quiero que me devuelvas a Anne Marie”, es tu voz la que ha hablado. Él ríe, pide otra copa y hace sonar el cristal golpeándolo con sus anillos; tú puedes verte diminuta en los espejos tras los que oculta sus ojos. Se pone de pie y se pierde en las tinieblas, al fondo del local; entonces descubres que éste es una boca, cuya garganta se hunde hacia un sótano más oscuro, más lleno todavía. Apura su vaso allí el hombre de los anillos, en medio de la pista donde la gente apenas tiene espacio para bailar, donde martillean luces que se apagan y se encienden al compás del sonido. Rojo ígneo, azul cobalto, ráfagas violeta. Obsesivamente golpea la música. Como un yunque. Como una máquina a la que los humanos han dejado sola y nunca parará. Nadie os mira, a nadie le importáis. Lloras, Savitri: lágrimas como lluvia en tus mejillas doradas. Y él tiene que gritar para que le escuches: “¡Maldita seas, mujer! ¡Deja de llorar! ¿Crees que tu amor es hermoso? Cualquiera te diría que es sumiso como un perro, que tu lealtad es estúpida. ¿Crees que hubiera durado siempre? Ah, no, ni tú misma lo crees. ¿Piensas que puedes seguirme toda la noche, que eso te servirá de algo? No, no me apiadaré de ti. Ya sé que tu dolor corta tanto que ni siquiera puedes sentirlo, que se ha convertido en una piedra, un agujero en tus entrañas. Sin embargo el dolor pasará. Así que déjame, estoy cansado. O pídeme cualquier otra cosa, te la daré: que no vuelva a nevar en todo el invierno, o que la nieve entierre la ciudad hoy mismo. ¡Pero los muertos no vuelven a la vida!”. “Quiero que me la devuelvas.” Sí, es tu voz la que pide, aunque suene tan remota, tan ajena.

¿Cómo ha ocurrido para que estéis de nuevo en la calle fría? El hombre del abrigo negro lleva una botella en la mano; a veces se detiene para beber. Uno, dos, diez pasos de sus botas; una, dos, diez pisadas tuyas. Pero ahora ya no hay nadie, nadie absolutamente en estas avenidas que se van volviendo más y más extrañas: cortadas por escaleras enormes que descienden una y otra vez, alumbradas por luces amarillas como cirios. Es como si no estuvieras en la misma ciudad de antes, como si hubieses cruzado la frontera y entrado en otra, subterránea y vastísima. Las calles son ahora complicados laberintos, las construcciones que las flanquean no tienen puertas ni ventanas; no hay coches, no hay sonidos. Te parece ver sombras pálidas, solitarias, que se esconden en las esquinas de cemento. Ráfagas glaciales te hielan la cara, la sangre, la voz. Pero no su grito: “¡Vuélvete, mujer! Nadie puede seguirme más allá de donde tú has venido. Si continúas andando, tampoco tú podrás regresar”. La nieve destella, es un lecho de sábanas blanquísimas que invita a descansar, a ti que te estás quedando sin fuerzas tras ese hombre que va demasiado deprisa. No. Anne Marie duerme también, insensible. Quiero que me la devuelvas. O donde la lleves, yo te seguiré, te sigo. Otra escalera, otro interminable laberinto. Sin embargo quizás no hay más remedio que rendirse, sentarse para ocultar la cabeza entre las manos, y soñar, o no soñar siquiera.

Una mano con anillos busca tu brazo para ponerte en pie. Tu cara es una máscara de escarcha repetida en dos espejos plateados. El hombre rubio tose, lanza una carcajada agria que se parece a un gemido: “¡Savitri, Savitri, Savitri! Está bien: hace demasiado frío, he bebido demasiado. Estoy deseando perderte de vista. Vuelve con ella, despiértala. Ahora, enseguida, antes de que te quedes helada, antes de que me arrepienta”.

Cuando entras en el taxi, y te sientas a su lado, y tocas su frente, Anne Marie abre los ojos, dice: “¿qué hora es? ¿cuánto he dormido?, son más de las doce, parece mentira”; dice: “volvamos a casa, Savitri”.

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