8/11/09

"NOSOTROS AMAMOS LA LUZ", DE MARÍA GUERA Y ARTURO MENGOTTI

(ESTE RELATO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA NUEVA DIMENSIÓN, nº extra 5, enero 1971, p. 91-114, publicación de la cual lo hemos transcrito)

© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.
Podéis encontrar más información sobre este relato y sus autores en.
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En aquel mismo instante mi condena se terminó, había sido redimido.

Percibí la llamada de mis compañeros, un claro tañido de campanas que vibraba en ondas apremiantes, desde la distante estrella.

Una parte de mí casi desfalleció de júbilo, de nostalgia inaplazable, ante la certidumbre del regreso. La otra mitad luchó por resistir y permanecer para siempre entre los seres creados con mi propia vida. Pero era mejor abandonarlos a un libre destino y quedar en su recuerdo como un mito, sin fallos.

Venció la llamada del hogar, y en una vertiginosa caída a través del espacio, que rugió y se estremeció al abrirse durante el instante de un parpadeo, fui a reunirme con ellos.

Cuando soñé con mi vuelta, nunca esperé palabras de bienvenida. Sería un verdadero amanecer en la serenidad y el equilibrio de nuestra hermandad, después de los solitarios años de luchar .conmigo mismo. Abandonado, igual que el sublevado de un navío en el islote solitario, el errante cometa. Sin más alimentos que mis propias emociones, al fin consumidas.

Tuve tiempo de sobra para comprender lo que mis compañeros rechazaban, cuando me condenaron al aislamiento. Nosotros, los hombres, habíamos conseguido ese difícil equilibrio sobre la antigua ambivalencia de
nuestra mente, tal vez a costa de nuestra condición humana. Aún podíamos ceder, y una grieta en nuestra alma bastaría para arrastramos por la fascinante corriente entre los contrarios, en la que, durante milenios de aprendizaje, fuimos campo de batalla. Ahora ya sabía que todo estaba consumado y todas las misiones cumplidas. Las fronteras del Yo fueron cruzadas muy atrás en el tiempo, para poder alzar los cimientos de nuestra unión. Y sin embargo... ¿por qué una nostalgia ancestral me acuciaba siempre a abrir la puerta?

Aguardé en la enorme sala, decorada por la luz. Gavillas de haces tornasolados se desintegraban sin esfuerzo al atravesar los prismas de las columnas. Bloques transparentes que se precipitaban en una catarata silenciosa, desde la remota pirámide que los coronaba y vertía la armonía de miles de matices, que desde un suave escarlata tintineaban, a través de un esmeralda y ámbar, hasta más allá del índigo y violeta y bajaban a posarse en el suelo, alfombrándolo de vívidas estrellas, como luciérnagas que se hubiesen detenido un momento antes de volver a alzar el vuelo, en un tranquilo incendio del aire.

Ya nos era difícil recordar las antiguas vidrieras de las catedrales, destruidas por las guerras. Pero ¿podían ser acaso más maravillosas? Nosotros deseamos amar la luz. Y recogemos la luz errante que se detiene un momento a jugar, retenida en su salto desde las estrellas, para ser enjaulada en el corazón frío del cristal y después de templarlo con sus ardientes rubíes y topacios escapar por las aristas. Sobre el suelo era un mosaico aterciopelado, que cambiaba en inesperados intervalos geométricos de fulgores.

En el centro de la sala, temblaba de impaciencia. Convergieron hacia mí, con apagados pasos, surgiendo de entre los pilares resplandecientes. Me anunció su llegada el murmullo de sus largas capas que, al arrastrarse, espantaban los titilantes colores en tenues revoloteos e iban a posarse sobre ellos.

Volvieron a tenderme las manos, igual que cuando se despidieron al condenarme, y sentí dentro de mí la exaltación de sus pensamientos unidos en un esencial saludo. Otra vez formaba parte de la comunidad, su acogida golpeaba casi mi cerebro, después de tantos años de existencia apartada de los míos. De pronto, me abandonó el cansancio acumulado de soledad y aislamiento. Estaba orgulloso de mi tarea cumplida, pero al mismo tiempo un trasfondo de desasosiego me apartaba de ellos. Por un instante, intuí el conocimiento vago de una verdad que me singularizaba. Temí que percibieran el cambio y volviesen a rechazarme y me resguardé tras una barrera que alzó mi conciencia. Estaba seguro de que esta sensación de extrañeza acabaría por desaparecer.

-Os lo debo todo. Sin vuestra ayuda, no habría sabido llevar a cabo la tarea de creación que me había impuesto. Vosotros colaborasteis en mi sueño.

Percibí sus risas silenciosas.

-El sueño fue obra tuya, dictado por tu voluntad.

-Pero ¿no es verdad que he vuelto a crear la vida? Auténtica vida, no la espectral que destruí.

-Y has vuelto a abrir las puertas de la muerte.

Sus pensamientos se extinguieron, y capté un último clamor disonante de gritos.

Algo informe y oscuro se derrumbó a través de la constante pirámide y al estrellarse contra el suelo, lo salpicó de negrura. Las columnas se apagaron y sacudieron un terror vacío. Un soplo helado, un horrible viento sombrío arrastró en su corriente los rescoldos fragmentados de lo que fue construido con vivientes y centelleantes gemas.

Mis compañeros habían desaparecido. Quise gritar para llamarles, pero el pánico me agarrotaba la garganta. Les invoqué, implorando con voces interiores que les buscaban a tientas. Todo borrado en un instante, tan totalmente como si nunca hubiera existido.

Permanecí no sé cuanto tiempo, transido, atónito, en un intento de rehacer esa nada y comprender.

Y, de repente, la verdad estalló en el interior de mi ser. No era una ilusión o una realidad de pesadilla. La técnica adquirida mientras estuve encerrado en el núcleo del cometa, las enseñanzas de los seres que habitaban en las tormentas del lejano mundo que crucé en mi órbita, se habían transformado en un reflejo condicionado que, a pesar mío, reaccionaba a la menor señal de alarma, aún en contra de mi propia voluntad.

Esta vez no me había trasladado a través del espacio, puesto que seguía en medio de la enorme sala, inmóvil y en pie, tal y como estaba un instante antes, pero debí haber huido rompiendo la barrera del tiempo; ignoraba si en un salto hacia atrás, hacia el pasado, o a un futuro caótico e imposible de calcular.

La resplandeciente nave estaba muerta en su lugar, me envolvía el fantasma de una construcción en polvo y cenizas que se desmoronaban. Debía salir de allí antes de ser sepultado y afrontar la verdad. Podía ser que, al desaparecer el desasosiego que me impulsó a escapar, volviese a funcionar automáticamente el mecanismo de retorno.

Pero ahora era pánico lo que sentía, me paralizaba la intuición de una presencia extrahumana que me estaba vigilando y se burlaba de mis emociones.

Allí acechaba algo invisible o enmascarado tras la apariencia sombría de las cosas, agazapado como una sucia bestia, pero .con una mente inteligente, plena de una carga negativa, impulsada por un odio frío y calculador. Lo sentía flotar en torno mío y penetrar como un miasma en busca de un punto vulnerable de mi cerebro, como si unos órganos táctiles, que no podía percibir, palpasen en su interior de una forma obscena, hurgando para analizar mi sustrato humano, extraer lo animal que aún pudiese yacer en él y seleccionar con atroz deleite los vulnerables posos de sadismo, de placer macabro, de fascinación morbosa , ante el horror. Lo siniestro que había dejado huellas en mi alma, durante milenarias noches de la Tierra.

Lo rechacé con tremendo esfuerzo, estremecido de asco. A ello me ayudó ese resto ambivalente, claroscuro de humanidad, que mis compañeros me reprochaban. Sentí angustia y compasión por ellos, fáciles presas para esa ignota criatura venida de una extraña dimensión de maldad absoluta, ante la que ellos, con sus mentes claras y limpias, estaban inermes.

Venciendo mi repulsión, conteniendo mi primitivo instinto de defensa por paralizamiento, avancé hacia afuera, a enfrentarme con eso, aunque fuese el mismo infierno olvidado.

Mis pies tropezaron con los desintegrados y apagados fragmentos de lo que fueron centelleantes prismas de luz y que ahora, bajo mi peso, terminaban su agonía con un chirrido de vidrio arañado que repercutía en los dientes.

Hasta donde mi vista podía alcanzar, todo yacía destruido, bajo las ráfagas continuas de un viento pesado y pardo que silbaba con estridencia. Nuestro orbe ordenado se había transformado en una inútil inmensidad.

Los vi muy lejos, apiñados, inmóviles, como si hubiesen echado raíces de terror que les ataban al polvo, extraviados de sí mismos. Sus ropas tejidas de metal y sus ígneas capas les hacían visibles en la desolación. Los sentía desamparados, prisioneros de sus propias conciencias que ya era incapaces de asimilar la destrucción y la muerte.

La misma cálida esencia del paisaje se había transformado en materia muerta, como si las moléculas que la constituían hubiesen girado hacia un signo negativo. El suelo semejaba grisáceo polvo de tiza rallada, liso como una hoja de papel preparada para escribir una sentencia.

Y ante mis ojos se fueron dibujando sobre él dos inmensas parábolas, cuyos brazos se abrían hacia el infinito y se cortaban para encerrar en el área central a mis compañeros. Después, con lentitud de pesadilla, comenzó a desenrollarse una espiral, que se iba trazando poco a poco desde un punto imaginario que marcaba el centro del área; de vez en cuando surgían líneas trasversales inesperadas, para cortarla a intervalos irregulares, construyendo un laberinto. Del dibujo se sentía brotar una energía cargada de ponzoña. Intuí que aquellos trazos constituían una máquina emisora de ondas psíquicas y, en alguna forma, ya que yo era inmune, podía enloquecer a mis compañeros, encerrándolos en el odio y la maldad absolutos.

Intenté atravesar la barrera para unir mi mente a las suyas, pero tan sólo percibí un desequilibrado grito de angustia, como la llamada de socorro de un animal caído en la trampa, e incoherentes balbuceos imposibles de comprender. Al mismo tiempo me azotó una sensación de demoníaco triunfo, que surgía aullante del viento oscuro.

Para vencer al peligro me era necesario unirme a ellos y comprender e identificarme con sus vivencias, que me eran ajenas. Lo que para ellos debía ser un martirio insoportable en mí era un desasosiego que me mantenía alerta. Mi deber era salvarles de aquella máquina, que en realidad obraba como un monstruoso pecado, al mostrarles, trazado entre las líneas, el revés de su espíritu. Corrí desesperado a través de la diagonal; el laberinto de sus revueltas no llevaba para mí ninguna carga significativa, no podía atraparme si no creía en él, y lo crucé a saltos, evitando pisar los trazos indelebles. Sentía que tiraban de mí, como una red de fuerza magnética, pero yo podía mantenerla extraña a mi ambiente, sin dejarme capturar por ella.

La espiral se retorcía más y más, hasta abarcar toda la inmensa desolación visible de lo que antes era nuestro mundo. En cambio, las parábolas se iban estrechando y sus vértices apretaban como tenazas el centro del área, a cada momento más angosto, donde mis amigos se cobijaban. De algún modo real, les impedía escapar.

Al fin llegué a su lado, exhausto por la interminable carrera. Vi sus caras contorsionadas por el espanto, casi irreconocibles. Concentré mi voluntad en un acercamiento a sus sensaciones para poder asomarme a las imágenes que se alzaban ante sus ojos y así conseguir liberarles de su alucinación.

Recibí el impacto de un pánico salvaje, bestial. Lo que para mi percepción no era más que un dibujo geométrico, una infinita sucesión de puntos negros, para ellos era la clave de paso a una dimensión mágica. Su imaginación era forzada a ver las líneas como gigantescas oleadas de sangre espumeante, que realmente amenazaban ahogarnos con su continuo avance, rompiendo y saltando unas sobre otras como desencadenadas fieras de un rojo escarlata que extendieran sus garras. Dejaban salpicaduras de cuajarones espesos y parduzcos que manchaban las brillantes vestiduras y enmascaraban los lívidos rostros. Un olor nauseabundo y dulzón, el aroma de la putrefacción, flotaba en densa neblina sobre nuestras cabezas y con su peso nos agobiaba hacia el suelo, a la muerte.

Era una espantosa ilusión que desmoronaba su serenidad y convulsionaba el difícil equilibrio conseguido a costa de desarraigarse de nuestro origen. La fuente de la vida se transformaba en una fuerza destructora para arrastramos con su corriente alucinante a hundimos en una realidad olvidada...

Retenidos entre las murallas de sangre, estaban obligados a cruzar del otro lado de la frontera abolida y reconocer el malo ahogarse en él.

El hedor insoportable y el vaivén vertiginoso acabarían por arrastrarme con ellos. Forcé mi mente a desasirse de las caóticas emociones de mis compañeros, que se aferraban a mi pensamiento para sobrenadar.

Con una desgarradora sacudida de la voluntad, conseguí aislarme del retumbar creciente y rojo de la marejada, de la niebla que el viento empujaba en ráfagas de nudos corredizos en tomo a mi garganta, del sabor viscoso a materia en descomposición que pegaba mi lengua al paladar.

En un instante el muro desapareció, y volví a ver los trazos negros de las parábolas que se abrían y cerraban con un latido automático. Pisé entre ellos, los aplasté con mis pies y conseguí rechazar su carga. Grité entonces a mis compañeros:

-¿No podéis ver que estoy encima, que con mi cuerpo aplasto a la alucinación? ¿Acaso no sois más que animales acorralados? Algo está intentando hacernos sus esclavos o destruirnos para adueñarse de nuestro mundo y convertirlo en un infierno, ¡venid a refugiaros a mi lado!

El impacto de mi pensamiento consiguió taladrar la ceguera y despertar en ellos el antiguo instinto de lucha por la supervivencia. Avanzaron titubeantes, y admiré el sobrehumano valor que necesitaban para lanzarse al torbellino. Con mis manos tendidas como puente los fui rescatando uno a uno, sus miradas confusas se dirigían al suelo. Guiados por mí aún eran capaces de reconocer su engaño.

Las curvas que les habían retenido en su interior desaparecieron al hacerse inútiles.

-Thur -me preguntó uno de ellos- ¿Cómo conseguiste que eso no te venciera?
Gracias a ti nos hemos salvado.

-Yo soy más humano que vosotros, aún no he podido alcanzar esa perfección que os hace tan vulnerables, y por eso todavía puedo comprender el mal.

-Pero es seguro que se renovará el ataque, y entonces puedes fallar igual que nosotros.

-Con el destierro, me sometisteis a un aprendizaje que ahora nos sirve a todos de ayuda -les tranquilicé, aunque no me sentía muy seguro.

La espiral estaba desenroscándose sobre el suelo grisáceo, su punto final llegó a hundirse en el horizonte y, al retroceder hacia el fondo, se abrió en un enorme círculo central, sobre el que me mantuve firme, alerta para lo que viniese después. El vendaval oscuro cesó, sustituido por un silencio sobrecogedor cargado de amenazas desconocidas, al acecho. Les ordené:

-¡Huid antes de que sea demasiado tarde! Atravesad las líneas, recordad siempre que no son más que trazos.
-Son más que eso y tú lo sabes, Thur -murmuró un sobrecogido pensamiento común- Son una máquina receptora del Mal.

-Acordaos entonces de vosotros mismos, tratad de mantener la unidad del alma. Aislaos dentro de ella, únicamente se puede valer de percepciones conocidas para crear imágenes fantásticas. Ignorad el viento negro, el polvo seco. Recordad la luz ¡Rápido! -repetí- Yo quedo aquí para vigilar. Velaré contra vuestras pesadillas.

Corrieron desparramándose en todas direcciones, y pude seguirles en su huida por el brillo de sus cuerpos y el ondular de sus capas. Me recordaban insectos fosforescentes que se debatieran en una tela de araña.

Vi que se sentían incapaces de atravesar las líneas transversales que cortaban la espiral y chocaban contra ellas, rechazados por invisibles paredes. Sus pensamientos se transformaron en desesperanza y de nuevo brotó el pánico. Estaban obligados a girar, siempre entre sus propios pasos, desorientados. Al fin se detuvieron, atrapados otra vez en el cepo, ante los obstáculos. Tuve la certeza de que habían cedido a la fascinación de su imagen negativa, igual que las alondras que, en otro tiempo, atrapaban los niños con espejos.

Rebusqué en el vasto silencio de mi cerebro. Tenía que ser transformado en la máquina que contrarrestase a esa máquina maligna. Su maqueta había existido siempre en el abismo sin fondo de mi ser auténtico, en los más profundos estratos de mi mente, allá donde se enterraban las mismas de mi humanidad y los contrarios han unidos, abolida su, perpetua pugna.

Estaba en ese lugar en el que el hombre, desde su interior, es capaz de percibir toda Ia realidad y reposa encerrado el universo entero. Esa máquina necesaria para luchar contra la espiral podía ser simbolizada en una gigantesca piedra preciosa, un diamante tallado en tantas facetas como dimensiones distintas vivían mis compañeros en ese mismo instante, para detectar a la vez todos sus tiempos y espacios de extrañeza y reflejarlos en mi conciencia.

Una ciudad de tortuosas callejuelas, bajo la caliginosa luna que en su estela arrastraba equívocos guiñapos de nubes, semejantes a confusos sueños medio borrosos de sortilegios, cargados de maldad. Y en el mismo centro de la ciudad vi el insoportable resplandor de la tosca estatua, calentada al rojo blanco. El falso dios exigía víctimas, su ávido vientre repleto de leños en ascuas. El hedor insoportable de la carne quemada, que se alzaba en una niebla amarillenta y viscosa hasta la sonrisa monstruosa del ídolo. Los niños eran arrojados por sus propias madres a las garras tendidas, mientras los alaridos se confundían con el bramido rítmico de un tambor, que latía como un gigantesco corazón enloquecido. Los hombres lanzaban risas agudas, las caras pintadas con grotescos chafarrinones que agrandaban aún más sus ojos desorbitados y teñían de bermellón sus mejillas y sus labios; perfumados con mirra y adornados con collares y diademas de nardos. Estridencia de tirsos que agitaban mujeres medio desnudas, embriagadas de latigazos y bebida de dátiles fermentados. Promiscuidad de seres humanos y alimañas, al fondo de los oscuros callejones...

Mandé a mi compañero atravesar la barrera de la ilusión. Yo era ahora él y su mente una faceta de la mía. Su figura resplandeciente cruzó, alzando el aleteo de su capa. Llamó a las puertas de las casas para anunciar la destrucción a los pocos que merecían salvarse. La tierra se estremeció y del cielo cayó un solo rayo, mensajero de muerte. Después un polvo impalpable borró la proyección.

Luchábamos contra la destrucción con la necesaria respuesta de destrucción. Uno ya estaba a salvo.

A la luz fosforescente de las antorchas, las sombras de las brujas se entrelazaban, se arrastraban y saltaban. Gemían las flautas hechas con huesos de muerto y el pandero era la tensa y seca piel de un ahorcado... Hormigueaba la abominación en furtivos movimientos. Presidía la ceremonia desde su trono negro el Señor del Mal, coronado de horror, apestando a macho cabrio. Conseguí que mi amigo destruyese la aparición de las tinieblas con la imagen del sol y el evocado claror del canto de un gallo. Las siluetas huyeron y así pude derribar otro muro.

Alambradas y torres desde las que hombres torvos, empuñando armas, vigilaban a sus hermanos. Un desamparado rebaño humano que había sido obligado a perder ya la última dignidad y se encaminaba desnudo bajo la tormenta de nieve, empujado por las pesadas botas de los verdugos, hacia las cámaras de gas. Y después la ignominia final del pulcro y blanco laboratorio, que esperaba los cuerpos para fundirlos y desintegrarlos en sus componentes químicos aprovechables. Cuerpos que habían encerrado un alma y no podrían resurgir de sus cenizas.

Un torbellino de nieve lavó la visión en su blancura mágica y redimió a mi compañero de su martirio.

Vi, rodeado por la selva de lianas, el Templo de los Guerreros con su Patio de Mil Columnas, erizado de serpientes emplumadas. A su entrada, el terrible dios de la lluvia aguardaba a que en su regazo horadado cayese la ofrenda de los corazones palpitantes de los cautivos. Sacerdotes vestidos de negro, con los cabellos apelmazados por la sangre coagulada, trabajaban sin descanso hasta mellar los cuchillos de obsidiana. La cavidad del pecho rebosaba y el aire era aún sofocante. Muy lejos se amontonaban algodonosas nubes de tormenta, que se negaban a avanzar, exigiendo más víctimas.

Las facetas de mi yo reflejaban, absorbían y destruían una proyección tras otra.

Y había más y más, formas retorcidas y colores enloquecedores, voces de falsos profetas, hipocresía de falsos milagros demoníacos, el verdadero Mal que rebasa los límites de la conciencia normal, que sumerge en éxtasis, como la santidad. El otro lado.

Yo lo captaba y trataba de comprender, sin descanso, hasta que consiguiese rechazar ese horror que intentaba vencemos con armas tomadas de nosotros mismos, a su mundo.

y uno después de otro, mis compañeros liberados se integraban conmigo y se incorporaban a la lucha. Por fin la espiral comenzó a difuminarse, arrastrada por el vendaval, que huyó para transportar a la disfrazada presencia hacia la dimensión de locura, condenación y odio que la había vomitado. Detrás de ella no quedaron rastros, como si nunca hubiese existido.

Ignoraba el tiempo transcurrido en la lucha, podía ser sólo unos instantes. Yo aguardaba otra vez, en pie en medio de la gran nave de cristal, rodeado de mis amigos, ignorantes de su destino y de que me deberían la salvación en un futuro incalculable.

Por un momento me sentí confuso, cogido en falta, desasido del mundo que me rodeaba, como si en mi desplazamiento hubiese sido desenfocada mi fórmula vital y, para restablecer el contacto, tuviese que encajar los datos en ecuaciones que se ordenaban a más velocidad que la luz, fuera del pensamiento que gobernaba el existir de mis compañeros.

Las columnas seguían en pie, eran indestructibles llamaradas de puros colores que abrían pórticos de claridad. Atrás y adelante de ellos el Mal estaba borrado, ni una huella en la virginal magia del aire.

Pero ellos no me permitieron descansar, después de la lucha agotadora.

-Thur. ¿Qué es lo que te impulsa a hacer eso?

-¿De qué podéis acusarme ahora? -balbuceé.

-Es un juego absurdo o una broma de mal gusto. Puedes estar satisfecho de lo que has aprendido, conseguiste hacerte invisible hasta para nuestras mentes.

-Lo hice de una forma totalmente inconsciente y sin propósito de burla. Es algo aprendido, pero que aún no he conseguido controlar.

En mí estaba el miedo. Deseaba con toda mi alma asirme a ellos, no ser rechazado del último grupo de hombres. Cualquier momento de descuido, una emoción sin control, podían arrastrarme fuera de la corriente del tiempo, arrojarme hacia el pasado o el porvenir o contra un mundo inhóspito donde me sumergiría sin su ayuda. O al vacío absoluto, al abismo ascendente de la nada.

-No ha hecho nada reprochable durante su ausencia -interrumpió uno-. Aunque nos sea imposible seguir su rastro, yo sé, y vosotros también lo sabéis, que no ha utilizado su poder para dañarnos. Para nosotros los humanos, por desgracia, siempre ha sido oscura y contradictoria la lectura del destino. Sin embargo intuyo que, en alguna dirección de su huida, nos ha servido de ayuda.

Me eché a reír, con rabia de su orgullosa torpeza.

-Vosotros conserváis tan sólo una pequeña porción de humanidad, que se os escapa constantemente, porque casi os avergonzáis de retenerla, mientras que en mí permanece íntegra. .Y si vais a intentar aislarme porque esa diferencia represente una amenaza para vuestra estabilidad -añadí con ira-, yo me erijo en dueño absoluto de mi destino y escojo la auténtica soledad, el aislamiento entre vosotros,.. Estáis demasiado engreídos en vuestra serenidad e ignoráis cuán vulnerables os hace.

-¿Es una advertencia que debemos agradecerte, Thur?

-Es solamente una despedida.

Les volví las espaldas, rebosante de un inútil enojo, ante sus benévolas sonrisas, que me perdonaban todo de antemano. Pero ¿por qué les reprochaba la frialdad de su agradecimiento por un favor que aún no les había hecho?

Acució mi marcha la vehemente llamada del hogar abandonado y el recuerdo del tranquilo transcurrir del tiempo de antaño. Cuando ya me dirigía hacia él, conjurándole en mi espíritu, capté el último comentario silencioso del grupo:

-Thur nunca dejará de estar vinculado a la Tierra y sentir la nostalgia. Siempre deseará encontrar obstáculos para superarlos.

Me detuve un instante ante la puerta, que dejé sellada con mi pensamiento, al partir, para responder a su destello de acogida. Su sensible mecanismo reconoció mi frecuencia mental y giró suavemente, sin esfuerzo. Franqueé el umbral y al fin sentí que me invadía la paz del hallarme en casa, dentro de mí mismo. Cerré el dispositivo de la entrada, borrando la idea de su existencia de mi imaginación.

Mi primer cuidado fue cubrir con mi capa negra el espejo que me servía para comunicarme con mis compañeros, y a través del cual podían observarme en cualquier momento. Antes había sido un continuo lazo de unión; a través de los espejos permanecíamos siempre juntos, cerrando nuestro círculo.

Después encendí, acariciándolo con la yema de los dedos, el enorme zafiro que derramaba un suave y al mismo tiempo destellante azul, para servirme de lámpara central. Ordené la energía en formas funcionales, que se adaptaran con sus curvas al descanso o con sus superficies planas al apoyo y la labor. Tal vez cediese al capricho de grabar la historia de mis aventuras, para nadie o para mi recuerdo.

Al fin estaba rodeado del ambiente que no sé si me merecía, pero que era semejante a mi espíritu, en el que mi fantasía no era una huida, sino un trabajo de construcción sobre la materia inerte.

Me sentía enormemente fatigado, con un cansancio de arrastrar años de extrañeza y ausencia de intimidad conmigo mismo, en perpetua lucha.

Extinguí con un chasquido de dedos el fulgor azul y, a través del techo de cristal, ordené el paso a los rayos de luz negra, para modelarme con ella un lecho en el que me hundí inmediatamente.

Cerré los ojos, quizá fuera aún capaz de dormir, lo deseaba hasta la desesperación. Era sólo un hombre. Sin compañía. Ni siquiera una bestia amiga a la que acariciar, dar sencillas órdenes y que siguiera mis huellas con fidelidad, un animal de piel suave en la que descansar mis manos fatigadas, descargando a través de su tacto caliente la preocupación.

Los animales quedaron en la Tierra, abandonados a su suerte. Pero quedaba la fantasía con su poder de crear, acaso...

Me despertó el arco iris que la luz rosada del amanecer proyectaba atravesando el techo. Quise negarme a emprender el camino solitario del día y volver al seguro refugio del sueño sin sueños. El roce de algo húmedo y áspero en la palma de mi mano abierta me obligó a incorporarme, sobresaltado y en guardia.

Sí, allí estaba, tendida a mis pies, como si un resorte la hubiese hecho saltar de un cajón secreto de mi imaginación, para sorprenderme mientras dormía. Surgida de mi nuevo conocimiento, que tanto me inquietaba admitir.

Era una bestia hermosa, un felino de pelaje gris, aterciopelado, tachonado en sus puntas por un polvillo centelleante de estrellas. Su tamaño era el de una gigantesca pantera, igual a las que habitaron las junglas de nuestro antiguo mundo cuando no estaba aún abandonado y muerto.

Apoyó la cabeza achatada sobre mi hombro y clavó las enormes esmeraldas vivas de sus pupilas en mis ojos, con una mirada seria y cariñosa, cargada de animal fidelidad. Me dio su aliento en la cara, olía a musgo y especias, a plantas bañadas por el rocío.

Acaricié su cuello musculoso, con un vaivén distraído, mientras mi mente se preocupaba por la forma de que me valdría para ocultarla a mis compañeros. ¿Necesitaría alimentarla? Era un animal de presa y podía suceder que, cuando el hambre la hostigase, intentara salir para atacar o la imperiosa necesidad la volviera contra mí.

Su garganta vibraba, los ojos entornados en dos oblicuas rayas por el placer. Luego me sonrió. Sí, fue una verdadera sonrisa de una voluptuosa calidad femenina, con una súplica de amistad, mostrando sus mortales colmillos, los plateados bigotes erizados.

Me llegó su pregunta, que me dejó atónito por lo inesperada. Yo contaba, por supuesto, con sus sentimientos, que había deseado de una manera egoísta, pero no estaba preparado para recibir un pensamiento animal en mi mente abierta.

-¿Cómo me vas a llamar, amo? Deseo tener un nombre. -La interrogación sonó en mi cerebro como un susurro de hojas secas, tan bajo era el afectuoso ronroneo de sus palabras.

-Creo -recapacité- que te debo llamar sencillamente Pantera. Eres única, y es el auténtico nombre que te mereces. Los demás ya no tienen significado.

-Entonces yo debo llamarte Hombre, porque también es lo mejor que puedo escoger para ti. Sé que te llaman Thur, pero si a ti debo nombrarte según tu verdadero significado, tu nombre será Amo. Y ahora -añadió con un canturreo, mientras estiraba sus poderosos músculos- me gustaría hacer algo ¿Te acuerdas de jugar?

Me agaché para recoger del suelo un fragmento de luz multicolor posado en su caída a través del vidrio del techo, desintegrado en un extraño espectro estelar de fantásticos matices, un juguete que había caminado durante millones de años para que nosotros lo utilizásemos.

Le di la forma de un pájaro, moldeándolo toscamente con mis manos. Pantera comprendió y se colocó en posición de acecho, agachada y con el cuerpo tenso, dispuesta para el salto, mientras golpeaba impaciente el suelo con la cola.

Se lo lancé en un revoloteo chisporroteante, alternativamente visible u oculto, según cruzase zonas de claridad o de penumbra.

Pantera dio un tremendo salto y lo abatió de un certero zarpazo. Cuando se cansó de perseguir al pájaro, lo recogí y lo hice girar y girar entre mis palmas para transformarlo en una esfera, una magnífica pelota que podía perseguir, atrapar o dejar escapar un poco, igual que a una presa viva.

Mientras, me senté a reflexionar. Yo mismo me había encerrado en la casa y había alzado una barrera psíquica para cortar mi comunicación con los otros. Ahora me sentía desolado, agobiado por la soledad y una vez más, atrapado. Aun no había transcurrido siquiera uno de nuestros días en reclusión voluntaria.

La fiera posó con cuidado su pata de terciopelo, las uñas encerradas en sus estuches, sobre mi rodilla y me interrogó, ladeando la cabeza para observarme:

-¿Estás preocupado, Amo? Creo que la preocupación es algo inherente a la raza humana -añadió, después de reflexionar.

Me eché a reír y casi me sobresaltó el sonido de mi propia carcajada. ¡Hacía tanto tiempo que no oía risas! Mi creación sabía incluso decirme frases escogidas.

Pantera me lanzó una mirada astuta, un rápido relámpago verde, y luego fingió seguir jugando con la pelota de luz, medio desgarrada.

-Pero tú no eres humano, quiero decir como los antiguos hombres de la Tierra, .al igual que yo -continuó, no se si para vengarse de mi risa o para consolarme- no soy una auténtica pantera. Soy parte tuya y tan distinta de lo que fue una fiera como tú de los seres las cazaban.

Leí en su pensamiento una vaga desesperanza. Quizá al crearla la había dado, con mis recuerdos, instintos imposibles de satisfacer, ajenos a mí. Ansia de acechar la noche, de perseguir presas huidizas, olfatear el libre viento en busca de rastros.

Sentí un nudo en la garganta, ella era una verdad que me dirigía un reproche.

-Tienes razón, nos estamos engañando con falsos nombres, necesitaremos clasificarnos de alguna nueva forma para ser justos.

-¿Y cuáles otros podrás inventar? Déjalo estar así, Amo. Estos son bastante buenos y, si rebuscásemos, puede que no encontrásemos nada. Mejor es inventar un nuevo juego -me propuso, mientras arrojaba lejos, de un zarpazo, el inútil guiñapo de luz- Si siquiera pudiésemos salir, tú te esconderías y yo me entrenaría a seguirte por tu olor.

-¿Acaso tengo yo un olor?

-Naturalmente, puesto que tienes un cuerpo. Fíjate, es tan intenso en tu ropa, que sería capaz de encontrarte en una noche de niebla.

Se acercó con sus pisadas afelpadas hacia la capa que ocultaba el espejo, para olfatearla, restregándose contra ella con un ronroneo satisfecho. Al rozarla, cayó al suelo. Vi a la fiera endurecerse, rígida, el hocico entreabierto para lanzar un gruñido de advertencia antes de atacar, y la cola azotando los ijares.

-Nos observan. ¿No lo sientes? Ábreme una puerta para que pueda salir -me imploró su sombrío pensamiento felino- y ya no volverán a hacerte ningún daño.

–Son incapaces hasta de idearlo, Pantera. Ni tan siquiera sienten curiosidad. No necesito que me defiendas de ellos.

-Lo comprendo -reflexionó Pantera, y su verde mirada de piedra preciosa transparente se clavó en mis ojos- Todo lo que puedes decir de ellos son negaciones y la negación... ¿no es un mal? Tenemos que huir de aquí, yo quiero escapar contigo, estamos enjaulados.

-Pero... ¿adónde?

-A un lugar en el que crezcan árboles, haya ríos que vadear...

Dejé de oír sus pensamientos. Sentí otra vez el vértigo, el silbido del tiempo, el helado horror de precipitarme en el caos, mientras me derrumbaba a través de eones que tronaban al chocar conmigo.

Abrí mis pulmones oprimidos por la angustia del vacío. Ya había aire que respirar.
Olía a tierra recién regada, y de muy lejos acudió a mi memoria un aroma a café que al hervir se desborda sobre la placa ardiente del fogón. Me atreví a levantar los párpados, que había mantenido fuertemente apretados durante el instante de la caída, en defensa contra la negrura total de la nada.

Estaba echado en el suelo fresco y Pantera era el erizado pelaje gris que se apelotonaba contra mi cuerpo, en busca de protección.

Era el lugar que siempre añoré, el antiguo huerto de los abuelos, en un crepúsculo de primavera. Volví a las sensaciones de mi infancia, las colinas eran montañas y los matorrales de hierba bosques profundos.
Ahora también, hundido entre las raíces de los arbustos, me sentía empequeñecido, en un mundo gigante.

Me puse en pie y las cosas volvieron a sus proporciones justas pero conservaron su cualidad mágica. Los árboles frutales, podados con esmero, estaban cubiertos de botones rosados, a punto de estallar. Apuntaba una luna de un jugoso color naranja.

Empujé la cerca y un deseo incontenible guió mis pasos hacia la casa. Pantera me seguía, deteniéndose de vez en cuando para olfatear en el suelo la pista instantánea del salto de una ardilla o el trazo de huida de un conejo asustado.

La puerta de la casa permanecía entreabierta a la espera de visitantes, y los ancianos aguardaban igual que en mi memoria, sentados junto a la chimenea. La abuela tenía las manos callosas cruzadas sobre el regazo, debía estar rezando. El fuego iluminaba la cara apergaminada y curtida por el sol del abuelo, tenía los ojos cerrados y no volvió siquiera la cabeza al oír mis pasos, tal vez durmiera.

Eran demasiado viejos para asombrarse de nada o tener miedo a los fantasmas. Pantera restregó su cabeza contra las rodillas de la abuela que, sonriendo, se inclinó a acariciarla con la misma tranquilidad que si se tratase de un gato vecino de visita. Luego me miró fijamente:

-No sé si me habré quedado dormida, me suele suceder en cuanto me siento junto a la lumbre y el calor me templa los huesos. No temáis, mi marido no os puede ver, ya hace años que tuvimos la desgracia de que se quedara ciego.

No me dio siquiera tiempo a contestarla y continuó, muy deprisa:

-Eres mucho más alto que mi nieto y eso que es un buen mozo. Sin embargo, te encuentro parecido a él, aunque seas un extraño. No lo comprendo -añadió, sacudiendo la cabeza- Sois tan iguales como un hijo puede ser a su padre.

-Soy tu mismo nieto, sólo que vengo de muy lejos, hacia delante.

-No, eso si que no puede ser -alzó la mano para poner en orden sus cabellos plateados y sus ideas- Thur está en la fiesta.

-Es que yo también soy Thur.

Traté de que mi pensamiento abriese sus mentes a la comprensión.

-¿De más allá de la muerte, acaso? -me interrogó-. No, tampoco es eso. La muerte es un descanso y tú no descansas nunca. Prefería haber guardado esa esperanza para ti. Nosotros al menos confiamos en el reposo eterno.

El antiguo reloj de pesas chirrió y desgranó las horas de la Tierra, con golpes cansados. Sentí que me oprimía el pecho la angustia de su tiempo.

Debíamos marchamos, mi presencia no significaba nada allí, tan sólo añadía inquietud. Inesperadamente, el abuelo, que hasta entonces había escuchado con indiferencia, como si ya hubiese cruzado esa frontera en que se confunden lo cotidiano y lo fantástico, interrumpió el silencio para ordenar:

-Ofrécele un plato de sopa. Ha debido ser un viaje muy largo y vendrá con hambre.

-¿Puedes tomarla ahora que eres tan distinto? -me preguntó la abuela con timidez-. Sabes lo mucho que te gusta.

-Lo intentaré, quiero recordar su sabor.

Se levantó y, con temblorosos movimientos, preparó un mantel a cuadros rojos y blancos y dispuso un cubierto en una pequeña mesa cerca del fuego.

-Te la he conservado al calor, pero hay que dejar también para el otro.

Era delicioso sentir deshacerse en la boca la fragancia de las verduras recién cortadas. Pantera bostezó, con envidia, de una forma ostentosa. Estaba tumbada a mis pies y, a través de los ojos entrecerrados, lanzó una súplica con su mente astuta. La abuela fue hasta la alacena y sacó un trozo de carne cruda, que la fiera tomó con delicadeza de su mano.

-¿Sabéis lo que me gustaría hacer ahora? -interrogué dudoso-. Quisiera verme tal como era.

-Ve con cuidado -me interrumpió el abuelo, con una clarividencia inesperada.– Thur es muy joven y aún es capaz de asustarse. Ignoro cual es ahora tu aspecto, pero no todo el mundo puede resistir la prueba de encontrarse consigo mismo.

-No -protestó la abuela- Su aspecto es demasiado maravilloso, no puede atemorizarle. Tan alto y esbelto, vestido con algo que reluce como el cobre de los candelabros cuando se refleja en ellos la llama de la chimenea.

-Volveré en seguida para despedirme de vosotros, y no temáis nada, me ocultaré a él. ¡Vámonos! -ordené a Pantera, que ronroneaba, satisfecha, mientras se limpiaba el hocico con las patas.

Salimos al campo, ya violeta y plata. Los álamos se columpiaban a la orilla del río, difuminados por la neblina que se alzaba del agua. El césped se hundía bajo los pasos. Verdaderamente, estaba en la única creación hecha a la medida del hombre.

Me llegó un eco de acordeones y violines y el rítmico golpeteo de los tacones sobre la plataforma de madera. Brillaban hileras multicolores de farolillos de papel. La carretera estaba desierta y nos atrevimos a caminar por ella. Paró la música entonces, sustituida por cataratas de carcajadas y aplausos, la noche vibraba de juventud. Confiaban, sin saber que cerca de ellos estaba el fin.

Se hizo un momentáneo silencio y nos detuvimos, alerta. Percibí unos pasos que se aproximaban, alguien venía hacia nosotros, silbando el estribillo de la melodía; una voz de muchacha gritó su nombre, el mío, pero él continuó andando sin hacerla caso.

Pantera se hundió de un salto entre los matorrales, yo fui menos rápido y el muchacho tuvo tiempo de verme, recortado por la luz de la luna. El estupor le paralizó, y la música alegre que había lanzado contra el cielo cayó de su boca, como cortada por una guadaña.

Durante unos instantes nos contemplamos, casi desafiándonos. En mí había nostalgia, en mi antiguo yo un horror fascinado del que le era imposible reaccionar.

Entonces aulló el motor de un coche que avanzaba a toda velocidad, sin esperar obstáculos en la ruta vacía. Intenté arrastrarle antes de que al pasar la curva cayese sobre nosotros, pero me rechazó con la fuerza que da el pánico. Sentí que también su cerebro me rechazaba, hirviente de locura. Su cuerpo rebotó contra la máquina y fue arrastrado por las ruedas. Después el automóvil continuó su camino, sin detenerse.

Quedó tendido a unos pasos de mí. Mi cuerpo, abandonado en medio de un charco oscuro que se hacía más y más ancho, la cara en la que se empezaban a marcar las sombras de la muerte vuelta hacia las estrellas.

Pantera se deslizó furtiva, y el chasquido de una ramita bajo sus patas me volvió a la realidad. Vi como e1 hocico se estremecía al olfatear la sangre, la sujeté con fuerza y sentí bajo mi mano el lomo erizado.

Un insoportable dolor, la angustia de la agonía aullaban dentro de mí. Le arrastré, sintiéndome desfallecer casi, hasta un claro entre los arbustos, cubiertos de gotas de rocío. Necesitaba luz para el trabajo que iba a emprender y concentré sobre ellas los raudales azulados que vertían los distantes astros, hasta que conseguí hacerlos destellar como miles de cirios encendidos.

A lo lejos aulló un perro solitario, para guiar al alma que intentaba romper sus ligaduras. No podía dejarle morir o todo caería en el absurdo y yo sería solamente un espectro, la realidad de mi existencia una burla siniestra y sin sentido, una pesadilla después de la muerte.

Mis dedos se hundieron en la carne desgarrada y con mi voluntad tensa soldé los huesos aplastados, enlacé las venas, empujé la corriente de la sangre hacia el corazón y le marqué el compás de sus latidos. Después, borré los rastros de las cicatrices. No era el cuerpo lo que más me importaba sino el daño que hubiese podido recibir el cerebro. Todo me pareció en orden, la conmoción le ayudaría a olvidar.

Ahora no estoy tan seguro de haber realizado un buen trabajo. Tuve que precipitarme, sin tiempo para comprobar. Alguna silenciosa zona de la materia debió rebelarse entonces para condenarme a esta extrañeza, a escoger siempre la evasión, a preferir el destierro al grupo.

Había ordenado a Pantera que vigilase el camino mientras yo reparaba mi cuerpo destrozado. Estaba inmóvil en la actitud de una antigua esfinge, y sus ojos eran dos tranquilizadoras señales verdes que con su parpadeo me transmitían seguridad. No había peligro de presencia humana por las cercanías.

Me ayudó a transportar la carga inerte hasta la puerta del hogar. Allí quedé, abandonado a mi destino. Después, como un malhechor, sin despedidas, sin dejar un recuerdo siquiera, me lancé desesperado a la búsqueda del pensamiento ordenado, de los símbolos precisos para encontrar la encrucijada por donde huir hacia mi estrella. Durante un instante de angustia interminable no ocurrió nada, allí seguían los manzanos plantados a distancias iguales, medidas por los pasos de algún antepasado. Luego volví a sumergirme en el océano sin fondo.

Y ya estaba allí, bajo la bóveda de música congelada en miles de colores desconocidos en la Tierra.

Supe al instante que esta vez no habría perdón ni posibilidad de redención, eso eran para ellos palabras sin significado con las que me permitieron jugar. Yo no era más que un extraño a la fraternidad del grupo, que siempre había trastornado su difícil equilibrio. Les obligaba a recordar que, durante millones de años, fuimos tan sólo bestias guiadas por el ciego instinto. Al fin tenían conquistada la serenidad con la que contemplaban el paso de los siglos, en paz consigo mismos, sin buscar nada, con todas las metas previstas. Sus mentes podían ordenarlo todo, gobernaban las máquinas, no las toscas maquinarias terrestres sino sencillos puentes tendidos entre la materia y los complicados circuitos de sus cerebros. Pero no podían dominar mi rebeldía.

Eran un grupo armónico y yo el grano de arena que dificultaba el funcionamiento perfecto. Estaban siempre despiertos y habían olvidado el pecado; el castigo también, por lo tanto sólo era una palabra inútil.

-Thur -me ordenó uno en nombre de todos-, debes volver al planeta donde te enseñaron esa técnica que no has aprendido a manejar y te domina. Es un conocimiento innecesario y tendrá que ser borrado de tu mente para que puedas permanecer con nosotros. Solamente esos seres pueden hacerla. No nos interesa poseerla.

Algo dentro de mí se sublevó contra la orden. Pantera, agazapada a mi lado, gruñía sordamente, intuyendo el peligro.

–Y -añadió- destruye esa cosa horrible que te ha divertido crear.

-Pero -protesté- tiene en ella parte de mi vida que la he dado, es algo que me pertenece. Vosotros no podéis ordenar la destrucción. ¿Acaso soy un estorbo porque poseo conocimientos nuevos? Pueden abrirnos nuevos caminos y transformar los deseos en realidades.

-¡Destrúyela! -insistió su pensamiento, carente de emociones- Estás alimentando sueños con peligro para todos.

Pantera saltó igual que una saeta gris, tan inesperada como esos fuegos artificiales que encendimos en nuestra infancia y cruzaron silbando el cielo. Intenté retenerla, pero era tan imposible como sujetar el pensamiento huido. Un instante después, mi compañero yacía en el suelo, con el cuello vuelto en una postura inverosímil, semejante a una estatua de plata que, al ser derribada de su alto pedestal, se hubiese tronchado. Alrededor de su cabeza se iba formando una mancha sombría y espesa, una aureola de muerte. Y yo lo había hecho.

Retrocedimos todos, despavoridos. Pantera nos desafiaba con las poderosas garras clavadas en los hombros del amigo muerto, en defensa de su presa. La llamé para obligarla a cedernos el cuerpo, pero antes de que pudiera evitarlo recibió el impacto de sus mentes unidas para rechazarla. Durante un momento permaneció erguida, desafiándonos con los blancos colmillos, en la actitud de una bestia rampante de fantasía heráldica. Después, sencillamente, se borró. Hacia ese almacén desconocido donde van a parar los sueños humanos rechazados en la vigilia.

Algo que había estado antes en mi cerebro se borró con ella, dejándome una sensación de horror. Todavía me sentía tan próximo al odio, a la sed de sangre. Tal vez contaminado por la lucha que sostuve para salvar a mis compañeros y que aún estaba por venir.
Sentí deseos de esconderme, de buscar una guarida para refugiarme en ella como un animal acosado. Era insoportable. Un resorte ignorado de mi mente saltó, al igual que Pantera, inesperadamente, y caí fulminado.

Desperté ausente de mi cuerpo, que había quedado abandonado en la estrella, junto al del compañero muerto. Recibí una sensación de acogida, de saludo amistoso. Giraba arrastrado entre los nubarrones de densa humareda verde, azotado por el latigazo violeta de los relámpagos, mordido por el eterno viento de tempestad que constituía la esencia de aquel planeta extraño.
Oí su música de bienvenida, llena de alegría, como si celebrase una broma ajena al pensamiento humano. El torbellino de chispas se alzó y, unido a ellos, me sentí volar, atravesando cataratas de radiante púrpura con flotantes alas de oro. Liberado de peso, del dolor, de la distancia, del sufrimiento de vivir.

–¡Qué fácil te ha resultado encontrarnos!
–cantaron unidos a mi giro-. Seguramente estarás contento. Aprovechaste tan bien nuestras enseñanzas, que ya no necesitas de tu cuerpo para tus desplazamientos. Así resulta mucho más fácil y podrás quedarte siempre entre nosotros si lo deseas.

-Os ruego que me liberéis -imploró mi mente-. Estoy dominado por la técnica que enseñasteis. Se adueña de mí cuando menos lo espero.

-Funciona siempre siguiendo la pauta de tus deseos, no según tus conveniencias –fue su enigmática respuesta.

-Pero, ¿por qué lo hicisteis así? -interrogué indignado.
-Dada tu contradictoria condición humana, pensamos que anhelarías lo inesperado y desearías eso que llamáis dolor. Tal vez no nos detuvimos a analizarte detalladamente, es tan difícil captar esas funciones toscas...

-Pero -protesté- por vuestra culpa vuelto a hacer el mal. Y el mal estaba abolido entre nosotros, lo dejamos atrás...

-¿Qué es el mal? -y las chispas vibraron arrastrándome con ellas más y más arriba, en un surtidor irisado, envuelto en una sensación de alegría en la existencia- Ese Mal abandónalo, déjalo olvidado con tu cuerpo. Aquí entre nosotros podrás al fin ser libre.

La tentación era terrible, pero no solucionaba nada a mi alma humana. En realidad, equivalía a una pérdida de la libertad, del derecho a elegir. A la pérdida también de la debilidad de mi carne, incapaz de resistir aquellas atronadoras descargas de energía sin que su belleza destruyese mis sentidos.

-No -insistí- Lo único que deseo es conseguir que mi conciencia pueda dominar la técnica impresa en mi mente.

-¿Y qué es la conciencia? -centelleó esa música que percibía al mismo tiempo como un perfume y a una vez con mil sensaciones que les pertenecían.

Parecían verdaderamente interesados, sin su forma habitual de dirigirse a mí, como a un animal que intenta un juego desconocido y que con su torpeza incita a una burla bondadosa. Trataron de comprenderme y comenzaron a instruirme con paciencia, mientras mi mente giraba en su mismo torbellino, unida a su sonido claro, a sus percepciones a un tiempo misteriosas y razonadas.

Cuando estuve seguro de que no podría ya equivocarme en mi camino, la nostalgia me guió a recuperar mi cuerpo abandonado.
Y volví a sentir el martilleo del corazón, midiendo el tiempo de mi vida. Aparté de mí la fascinante y siniestra extrahumanidad y recuperé la posesión en toda su amplitud de mi yo, de mi antiguo yo terrestre.

Abrí los ojos; había permanecido acostado, en mi hogar de la estrella. A través del espejo, capté que mis compañeros estaban esperando el momento de mi vuelta. Tuve la inmediata sensación de que me escudriñaban, tratando de localizar entre los recovecos de mi cerebro un resto de conocimiento que aún permaneciese grabado y fuese ajeno a ellos. Pero ese conocimiento era ahora tan diáfano, que se alzaba como una barrera impenetrable.

Estaba solo para siempre. Mi singularidad me condenaba a no tener un amigo. Añoraba con ansia verdadera amistad, la que se basa en la hermandad del alma y no vacila ante el sacrificio total.

Entonces recordé. Hubo un hombre, o acaso solo su sombra, que no vaciló en hacer eso por mí; deseaba buscarlo, salir a su encuentro cruzando la corriente y volver a construir entre nosotros ese mundo de conocimiento que nace entre los solitarios y desplazados.

Lentamente, ordené los cálculos. No quería fallar el resultado por una torpeza o un descuido. El conocimiento adquirido funcionaba por sí mismo, sin titubeos ni detenciones para comprobar datos equivocados.

***

En el campamento ardían las hogueras y en torno a ellas los soldados se repartían el botín del saqueo.

El viento precursor del amanecer sacudía los ahorcados, que se balanceaban, colgando de las ramas secas. Pesaba el olor a quemado, graznaban los cuervos, se oían quejas y juramentos en una confusión de lenguas. A lo lejos, relinchos y golpeteo de cascos de caballos que erraban sin dueño, resplandor de incendios.

Contra el cielo sombrío se destacaba la blancura de los muros almenados que guardaban la ciudad, y los dorados minaretes, bajo el plateado creciente, lanzaban destellos de despedida antes de su destrucción.

Flotaban estandartes blancos con rojas cruces en tranquilas ondas. Un tropel de hombres con abigarrados uniformes manchados de fango y sangre sondeaban los charcos con sus lanzas, en busca de cadáveres retenidos en el fondo, entre las raíces. Un rostro lívido subió hacia la superficie y la luz de las estrellas al reflejarse en el agua podrida lo envolvió en una aureola irisada.

Me preguntaron el santo y seña y ellos mismos me dictaron la respuesta con su pensamiento; así pude atravesar las líneas.

Le encontré en su tienda. Velaba, sentado en un tosco lecho construido con cuatro tablas y cubierto de fardos de brocado sucio. A la cabecera, un maravilloso tapiz bordado en el que dos ángeles accionaban la rueda del tiempo, coronada de astros.

Sostenía en su mano un enorme vaso enjoyado como un cáliz, que latía con destellos rojos cuando se alzaba la llama de la antorcha. Estaba solo, tal y como yo esperaba: Sus ojos abstraídos contemplaban la agonía de los tiznones en el brasero.

Llevaba el mismo traje que en el cuadro, de terciopelo verde, con calzas ceñidas y amplias mangas ribeteadas de piel. Pero polvoriento y desgastado hasta mostrar la trama del tejido. Su rostro había enflaquecido y las facciones tenían una expresión de dureza que yo no conocía en él. Se había despojado del peto de acero y a sus pies dormitaba el lebrel negro.

Alzó su mirada azul, atrevida y limpia, cuando oyó mis pasos. Se puso en pie, alerta y sin temor.

-Dios te guarde, Chrestien -le saludé.

-¿Cómo conoces mi nombre, extranjero?

Un toque de clarín desgarró el aire, para anunciar el comienzo de un nuevo día de lucha. Levanté la cortina de la tienda y señalé hacia el primer tinte matinal que vibraba en la bruma.

-Porque, aunque vengo de muy lejos, nos une una hermandad. Nosotros, Chrestien, amamos la luz.

Con una sonrisa de bienvenida, me tendió la copa, llena de vino caliente que olía a especias.

Noviembre, 1967


"CUANDO DELIRÉ", DE MARÍA GUERA Y ARTURO MENGOTTI

(ESTE RELATO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA NUEVA DIMENSIÓN, nº extra 5, enero 1971, p. 91-114, publicación de la cual lo hemos transcrito)

© Relato publicado con permiso de Alexandra Mengotti, hija de Atturo Mengotti y nieta de María Guera. La finalidad de esta publicación es únicamente divulgativa.


Podéis encontrar más información sobre este relato y sus autores en


Ver Índice de los relatos de María Guera y Arturo Mengotti en este blog.


Por encima de su cabeza se retorcía el viejo mar y susurraba secretos milenarios. ¿O acaso rezaba? Erik sintió también un anhelo de oración que se uniera a la del viejo Mar, que se extendía arriba en una llanura de corrientes grises y, con innumerables manos de espuma, arrastraba restos de galeones, mascarones de proa dorados, perfumados troncos de especias y huesos de ahogados.

Caminaba sin dejar huellas en el fondo del océano, entre las conchas y las estrellas, porque sabía que estaba en el recinto de una catedral sumergida. Veía las arcadas ojivales, por las que volaban peces fosforescentes con aletas irisadas de mariposas, entre anémonas que, aferradas a las piedras, se abrían, tentadoras flores de muerte.

Pero el techo no era de bóvedas ni vidrieras multicolores, sino de mareas que reñían entre sí y se arrojaban algas. Sin embargo resonaba el tañido, solemne, lento y continuo, para la ceremonia.

Y es que, en el centro, se alzaba el monumento, que le aguardó durante ciclos milenarios. Era un árbol. Erik veía las raíces que se hundían con fuerza en la arena oscura. El tronco lo formaban dos agrupaciones enormes de coral. Si los árboles más viejos de la tierra tienen milenios de vida, ¿cuántas docenas de millones podría tener el tronco del Monumento? Tenía la forma de dos campanas o copas invertidas, de un color de sangre seca, pero bruñida y brillante; estaban recubiertas de perlas esféricas con luz de magia y ojos. Ojos vivos, expectantes, azules, verdes, angustiados, grises, negros, alegres, que gritaban a la tensión tensa de Erik. Dentro proseguían su trabajo los diminutos pólipos, para que nunca se detuviese el necesario desarrollo. Al mismo tiempo, aquello le recordaba dos fósiles de gigantescos moluscos prehistóricos.

(Los ojos de los antepasados exigen, no quieren ser más generaciones sin motivo ni fin, y Erik responde a su grito silencioso con otro que se traga el viejo Mar, pero que los ojos oyen).

En lugar del ramaje ardía un fuego, que ascendía sin extinguirse. Una corriente giraba en burbujas a su alrededor, en una espiral continua, para establecer comunicación con la superficie: mensajes a las luces de las ciudades que chisporrotean entre la niebla marina y consejos a las naves que regresan a los puertos. Espantaban a los peces dorados y a los cadáveres de los náufragos, cosidos en sus lonas.

Entonces Erik sintió que su pie derecho se hacía más y más pesado y se hundía en el limo negro del fondo, como si él también se fuese a transformar en árbol y echar raíces. Miró hacia abajo, aterrorizado; se había dejado atrapar en un cepo, abstraído en la contemplación. Pero no, no era eso, en el pie se formaba, en su propia carne, un muñón, lo veía modelarse, iba adquiriendo toda la apariencia de un hombre pequeño, separándose de él por gemación y división.

Sabía que, detrás de una columna de la catedral, siempre había aguardado el Otro, al acecho de este momento, para beneficiarse del fenómeno de reproducción de su ser. No lo debía permitir. Erik no tenía para él ninguna importancia, era tan solo el instrumento de una ocasión única, que no volvería a presentarse jamás, y que ansiaba utilizar en su propio beneficio.

El hombrecillo acabó por desprenderse, con un dolor de desgarramiento; pequeño como un recién nacido y perfecto. Flotaba en las corrientes de aire, inalcanzable, hacia arriba. El Otro intentaba atrapado como un hambriento a un fruto maduro, pero ese ser nuevo le dominaba con sus ojos, idénticos a los de Erik, que veía a un tiempo también frente a él, desafiándole como su reflejo en un espejo, aunque con esa inteligencia y esa voluntad inferior que los rechazaba.

Huye enmascarado entre las burbujas, perdido para todos. Silencio y ondas, los ojos del monumento se duermen, el fuego se apaga, y únicamente resuena la vieja oración verde del Viejo Mar. ¿O acaso es un conjuro?

***

Rechacé la ropa que me cubría, y traté de incorporarme para sacudirme los restos del sueño que aún pugnaban por sobrenadar. Jamás había soñado con tanta intensidad. Eso sí, recuerdos distorsionados, como reflejados en esos espejos cóncavos o convexos que le hacen parecer a uno más bajo y ancho, o alto y un poco espectral;
retazos de sucesos diurnos que se transforman, pero nunca con esa lucidez insólita, desasida a referencias e imperativa. Saber que había llevado siempre dentro de mí, yo, tan vulgar, esa llamada, ese grito del fondo, siempre con existencia plena e ignorado.

Me sentía pesado, transformado en un bloque único, mineral. Estaba empapado en sudor y tenía la garganta reseca, agarrotada; debí gritar en mi sueño. O tal vez sería porque toda la tarde estuve ensayando, durante horas y horas, frases musicales difíciles de interpretar, interrumpiéndome tan solo para fumar cigarrillos que desbordaron el cenicero, sobre la tapa del piano. Y es que yo no soy un músico genial, no hay en mí improvisación ni inspiración. Trabajo y más trabajo, sin concesiones a la fantasía. Por eso me resultaba tan extraño, tan ajeno...

Hasta mí llegaron los ruidos de la noche.
Madera que cruje, gotas de lluvia fina que tintinean en los cristales. Avivaban mi sed y me obligaron a sacudir mi torpor; me levanté descalzo, tanteando en la oscuridad en busca de un vaso. No me gusta beber agua envuelta en tiniebla, sabe a un agujero fresco y redondo de nada en el que uno puede tragarse un reflejo ahogado o un fantasma antes de darse cuenta.

El frío me despabiló por completo, era preferible no intentar dormir más, tal vez un paseo me ayudaría a conciliar un sueño sin sueños, de verdadero descanso, necesitaba fatiga física.

Me vestí rápidamente y me puse un viejo impermeable. Ahora la lluvia era más intensa, como si alguien arrojase puñados de arena desde la calle, para llamarme abajo. Cerré la puerta de mi piso con cuidado, no quería despertar a los vecinos, se extrañarían de mi salida en la madrugada. Aunque sí que me habría gustado la compañía de Siegbert, tan tranquilizadora en su realidad, con sus largos cabellos castaños y su cara insolente, siempre abierta a la discusión y a las reconciliaciones, sus risas inesperadas, que me irritaban porque eran un reproche ainistoso a mi forma de ser... Pero mejor no, me dominaba con su lógica y su agilidad mental, y había pasado a ejercer sobre mí la influencia de su personalidad, con una atracción que me fascinaba y repelía al mismo tiempo, como si mi mente se entregara a la suya con una sumisión que ya no era amistad.

Bajé la escalera y mi sombra se deslizaba a mis espaldas, en complicidad fiel a mi silencio, bajo la luz rojiza de la bombilla polvorienta, que bastaba para iluminar las manchas de humedad, los toscos dibujos hechos con carbón y las obscenidades con faltas de ortografía. Un extraño que me visitase se preguntaría qué clase de gente vivía allí, yo le habría contestado que la misma que en todas partes. A mí lo único que me interesaba era que, aislado al final de la escalera de caracol, en el último piso, no molestaba a nadie con mis ejercicios, aunque fue titánica la tarea de subir el piano y me debieron maldecir los hombres que lo izaron hasta mi bohardilla.

El portal no estaba cerrado sino solamente entornado por algún trasnochador con prisa o alcohol, y cedió a un empujón del viento, abriéndose de par en par. Me sobresalté como si fuera a entrar el destino, pero la ráfaga envió tan sólo un remolino de hojas secas y trozos de periódicos, que revolotearon chocando como pájaros ciegos para acabar posándose blandamente en los primeros escalones.

La lluvia me esperaba afuera y todo su cuerpo tembloroso y tibio me abrazó. La calle, iluminada a intervalos regulares por los faroles, se extendía monótona y solitaria, -mecida por el viento, en esa hora en que ni siquiera la despierta el ronroneo ocasional de un motor. Volví la cabeza y muy arriba, tan lejana de mí ya, vi la ventana de mi dormitorio que aleteaba, atravesada por el alfilerazo de la luz de la lámpara que olvidé apagar sobre mi mesilla. Nadie en la noche, ni un policía o un perro vagabundo. La ciudad estaba aprisionada desde hacía más de un mes entre los barrotes de un temporal de otoño. Me refugié en los soportales y me dejé arrastrar por el mismo camino que el viento. Ya sabéis, son tan bajos, que bajo sus bóvedas las tinieblas huelen a tierra recién cavada, a sepultura.

Pero era el silencio cargado de vida de la ciudad, y me acompañaba el chapoteo de mis pies en el barro, tranquilo, continuo y ágil. No estar vigilado por ojos que exigen, que quieren ser eternos, bajo el mar.
No, no debía volver a eso, un sueño como tantos otros que estarían soñando miles de gentes vulgares, tras las ventanas apagadas.

Tropecé con una piedra y me agaché a recogerla; era tan agradable sentir su tacto áspero y su peso que ayudaban a no perderse.

Las calles se disolvían en grupos aislados de casas que se distanciaban de las luces. Miré al reloj, debía dar la vuelta. Estaba llegando a esa zona maloliente en que terminan las ciudades, el campo pugnaba por apuntar en hierba gris y cardos estériles, y tan sólo me separaba de él una zona de chozas construidas con latas, maderas robadas a las vallas y sacos que inflaba el viento.

Nunca debí ceder a la inercia mecánica de los pasos, pero me sentía atraído por aquella sombra parada junto al último farol, tras el que la ciudad se apagaba. De lejos, me daba la sensación de estar agachada, a cuatro patas. Seguramente un perro... Porque ¿qué otra bestia podía aguardar, sin esperanza, en la calma solitaria de la noche.
bajo el viento y la lluvia? Sí, un animal que desea un amo. Cuando concentraba mi mirada, la sombra se alzaba, se agigantaba al erguirse y me llamaba con una extraña señal, ajena al gesto humano, tan rígida como el mismo poste del farol. Detrás de la silueta brillaba el árbol límite, cargado de hojas secas, que al reflejar la luz lo convertían en un espléndido árbol de oro, de tal manera que no conseguía explicarme con mi percepción si era el farol el que iluminaba la desolación de los vertederos o si le prestaba su magia luminosa el follaje amarillo.

Al fondo, un desmonte de tierra agobiaba el horizonte, aún más negro. Me recordada una enorme esfinge, vuelta hacia mí con las patas extendidas, en el sitio en que, según mi imaginación, debía estar su corazón. Probablemente era un refugio de vagabundos, una madriguera excavada en la tierra.
¿Por qué veía yo un monstruo de pecho ardiente? Restos del sueño. Aflojé los dedos y se me escapó la piedra, que al chocar con un fondo de botella lo acabó de desmenuzar en un ruido cristalino de campanillas. Había perdido mi talismán. Olía a humo alimentado con astillas de cajones en los que habían transportado pescado y a cosas ya sin nombre que empapaban el barro con un hedor a amoníaco. Mis pies pateaban entre latas oxidadas. ¿Por qué me llevarían hasta el farol?

Sabía, lo presentía, allí me esperaba una mirada fija en mí. Éramos dos miradas que se tanteaban a distancia, que intentaban palparse sobre todas esas cosas negras. Solamente unos pasos más, identificar aquello con un nombre para vencer el miedo a lo desconocido y dar vuelta después hacia la seguridad de la casa... Cuando llegué hasta eso se transformó en una mujer, y el árbol de oro se apagó para ser sólo madera y hojas secas. No estaba preparado para el asombro de lo sencillo, cogido en falta por mi imaginación. Un resorte falló entonces dentro de mi mente, las sensaciones eran falsas.

Iba vestida de negro, incluso las tupidas medias; cubierta contra la lluvia con un viejo abrigo de hombre, enorme para ella, deformaba su silueta y la hacía grotesca; un pañuelo enrollado como un turbante en torno a la cabeza, sin duda para preservar el pelo del goteo continuo. Ante mis ojos, adquiría forma, como una mancha de tinta que corre sobre el papel. Sentía sus ojos: me atravesaban punzantes, apremiantes, seguros... Sabía que miraban casi detrás a través de mi cabeza. Sumergidos al mismo tiempo en la contemplación de algo invisible, únicamente real para ella. Yo me aproximaba paso a paso, a pesar mío hasta que tuviera una expresión. Éxtasis de angustia y adoración desgarradora, como si no fuera yo el que estuviera ante ella sino ella misma, martirizada, desesperanzada e inútil, devorando al objeto de su contemplación.

¿Como podían caminar las gentes a su lado, indiferentes, hacia su trabajo? ¿Serían capaces de hablar y reírse? Ella, en pie bajo el farol, impedía.

Y su rostro, a primera vista, habría conseguido tal vez pasar desapercibido, sería vulgar, mezclado entre los muchos rostros que salen a la luz del día. Los pómulos salientes, las cuencas hundidas, dos agujeros negros que chispeaban. Las cejas arqueadas estaban fruncidas, en un esfuerzo casi de sufrimiento, como si le fallara la vista y con su visión interior tuviera que recrear constantemente las imágenes. Tenía la piel muy morena, pero me di cuenta de que el sol no la había quemado. Parecía como si su cabeza fuera una delicada vasija de transparencia opalina, llena de sangre oscura, espesa, del color de esa agua de riada que arrastra tierra negra, limo fértil. Y aquella sangre iba consumiendo, royendo hacia fuera en la carne viva. Pero ese rostro, en un instante fugaz de contemplación y asimilación, me fascinó, como una luz que se consume, inútil, en una habitación vacía.

Debía ser muy alta, casi tanto como yo, pero estaba agazapada, como abrumada por lo que llevaba dentro y por las gotas que la asediaban desde fuera, espaciadas y continuas, formando a su alrededor un halo color de azufre.

¿Por qué no di la vuelta entonces? Ya que entre nosotros aún no existían palabras y yo no quería de ella nada de lo que puede buscar un hombre en una noche. Sentí una piedad confusa, que se avergonzaba por aquella carga vacía en la desolación, detenida en el mismo borde de la ciudad, que seguramente la había rechazado y en cuyo límite aguardaba una mano que se tendiese hacia ella, separada de la vida de los demás por una muralla invisible pero infranqueable. Lo cotidiano.

A lo lejos sonó un chirriar de frenos y una bocina lanzó un aullido de aviso que atravesó el vertedero negro. Era el primer autobús de la madrugada que había alcanzado el final de su recorrido. Aún estaba a tiempo de alcanzarlo antes de que partiera de nuevo y salvarme. La lluvia temblaba en torno a nosotros, impulsada por las oleadas de sonido, solo ella permanecía quieta, llamándome sin palabras, reteniéndome en el área de su aliento.

Si contesto y me responde, pensé, sabré que es de verdad, y no quiero creer que sea verdad. Es mejor volver la espalda al peligro e imaginar mañana que he visto un espectro, surgido de la sombra del árbol, cuando se apagó.

Aunque estaba seguro de que ya la había visto antes. Me atrajo hasta ella, ahora lo sé, el instinto de muerte que todos llevamos dentro como una semilla, ese impulso hacia la tierra, monstruo y madre.

-Buenas noches -le dije-. ¿La puedo ayudar en algo?

(Ese hábito de llenar el vacío con palabras).

Alzó las manos hacia mí, con un gesto ambiguo de adoración o acecho, igual que esos insectos que aguardan con esa postura equívoca para engañar a la presa. No contestó.

-¿Vive allá, en la cueva del desmonte? -me alcé de hombros- Bueno, si a eso se le puede llamar vivir.

Nuevo movimiento, esta vez de la máscara de un lado a otro y en ella, clavada, como a través de un papel recortado, una mirada ávida, alerta.

En fin, mejor es que no responda, pensé, las palabras se alzan rectas y no pueden ser rechazadas. Ahora, cuando ya es demasiado tarde, sé que existen hechos que se arrastran sobre el barro y que es imposible olvidar, como se borran del recuerdo las palabras cuando tras ellas no hay sentido.

-¿Tiene hambre?

Porque esa era la expresión, estaba seguro.

Esta vez la respuesta fue un gesto rápido de afirmación. Vi como se dilataban las aletas de su nariz, con ansia, como si ya olfatease olor a alimento, materializado para ella en el vacío. Si uno pudiera librarse cuando aún existe el tiempo... Pero no era ese el destino que me aguardaba, entonces ignoraba que ya había sido elegido.

El autobús gritó su última llamada y después arrancó, chapoteando en el barro. No era aún la hora de los obreros, cuando las sirenas desgarran el aire y la muchedumbre corre azuzada, hay un rumor de marea, la enorme mancha de la noche se disuelve y descubre la ciudad, la luz comienza a modelar las cosas cotidianas. No esas otras que, hundidas en el cieno amarillo, se burlaban de mi miedo, oscuras e innonimadas. Solo con ella y rodeado por la desolación. Debería huir por las largas calles, hacia el amanecer, y sin embargo permanecía paralizado.

Rebusqué en mis bolsillos para romper el hechizo del silencio y de la inmovilidad. Encontré unas monedas y las deposité en su mano abierta, tendida hacia mí. Cayeron confundidas con las gotas brillantes de la lluvia y después me habló.

Era una voz baja, aterciopelada, con un acento inclasificable que tropezaba con cuidado en los obstáculos de las palabras, como si tradujera con trabajo algo leído en un idioma extranjero.

-No puedo comprar con dinero la comida que necesito. En las tiendas me rechazarían.

-Comprendo. Entonces, ¿que puedo hacer por usted? –Aunque habría querido decir «Para librarme de ti».

Suponía que se debía referir a su aspecto, pero con dinero las puertas de las tabernas giran fácilmente. Y además, a pesar de todo, había en su cara eso que no me atrevía a llamar belleza, no era tan sencillo de clasificar, pero existía, vibraba con una fuerza desesperada.

-Bien -y me pareció que otro contestaba por mí, a pesar de mi impulso-. Entonces tendré que ser yo quien te compre la comida, no puedo dejar que sufras sola tu hambre.

Afirmó, y creo que me sonrió, o puede que fuese un juego de las sombras sobre su rostro. El viento precursor del amanecer sacudía las ramas secas. Preferí esperar en una ilusión de la luz incierta y no darme por enterado de esa clase de sonrisa...

-Se ha perdido mi dinero, hundido en el barro -tanteé con el pie- No sé si llevo más encima.

-No importa, estamos perdiendo el tiempo, llévame ya contigo. Servirá para calmar otras hambres.

Recordé un figón, cerca de mi casa, en el que se podía entrar a cualquier hora, siendo conocido. Aún con el cierre echado, siempre permanecía gente dentro durante toda la noche, jugando interminables partidas de cartas, y al amanecer acudían los últimos trasnochadores a tomar una copa o los obreros a tomar la primera antes de entrar al trabajo. Allí siempre me fiaban y podría deshacerme de ella a cambio de saciarla o cedérsela a alguno que estuviese demasiado borracho para darse cuenta de la amenaza.

Eché a andar, liberado de repente. El cielo era ya casi gris, igual que el suelo, flotábamos en un ambiente sin límites, abolido el arriba y abajo, sembrado de abandono estéril, inhóspito, en el que parpadeaban absurdos deshechos fosforescentes. Ella no caminaba a mi lado, me seguía con la misma obstinación que el perro vagabundo que ha decidido adoptar un amo. Mejor, así me sería más fácil fingir que no iba conmigo.

Cuando solamente se presiente aún es pronto para que la conciencia sepa que se tiene que arrepentir de una decisión aunque ya está captando la llamada de aviso. Debí correr, escaparme, gritar a las otras sombras con que nos cruzábamos, para ponerlas en guardia contra eso, arrojarme al primer taxi que consiguiera detener, antes de que pudiera reaccionar y seguirme. No hice nada más que caminar delante y sintiendo aquel frío, no de la humedad que empapaba mi espalda sino del aguijón de su mirada clavado en ella.

Había dejado de llover y el viento moría lejos. Las nubes descendían sobre la ciudad, opalinas y pesadas, para ocultarla. Algo secreto, que no debía ser visto y olía a abyecto, iba a suceder de un momento a otro, y tenía que ocultarse a las miradas de esas gentes sencillas a las que nunca les ocurre nada.

No solo me separaba de los demás la muralla de niebla, sino también esos otros muros invisibles que, ya antes de que naciésemos, nos rodearon de costumbres y hábitos. No se debe gritar por una premonición de peligro, hay que saber contener los impulsos, la sociedad rechaza lo insólito. ¿Quién va a escucharte si gritas en medio de la calle que tienes la sensación de estar atrapado en una tela de araña? En medio de la calle y cuando ya ha amanecido... alzarían los hombros y continuarían su camino, con una sonrisa de comprensión despectiva. Loco o borracho. Pero yo me sentía atrapado, aunque mi razón se negase a aceptar la evidencia. Iba hacia mi casa, retenido por los hilos, flojos todavía, pero al menor intento de desviarme mi instinto sabía que se atirantarían sin ceder. ¿Qué ser es éste, pensé mientras aún me era posible, que me necesitase a mí entre todos? Salida de las sombras, encontrada entre esas cosas que la ciudad no puede asimilar y vomita.

Me detuve ante los gastados escalones que se hundían en el olor de posos de vino y grasa fría. En el sótano de la taberna, intentaría tentarla dándole de comer, la obligaría a beber vino, aguardiente, lo que fuese, con tal de dejarla ahíta y aprovechar el momento para la fuga.

-Hemos llegado -me volví con repugnancia-. Aquí te servirán comida caliente, lo que necesitas.

Tropecé con su rostro, casi olvidado. A la luz era hermoso y desnudo, ese extraño color de la piel habría rechazado el maquillaje; las cejas eran oscuras y formaban un arco perfecto, pero ni un solo mechón de pelo escapaba del pañuelo y solo por ellas me podía imaginar su matiz. Se diría que, desde que la encontré, su cara se había ajustado y equilibrado, como si la perfección de ahora fuera el resultado de un cálculo rápido para limar asperezas. A sus ojos intentaba asomarse una expresión de cautela y ansia, pero al instante volvían a ser
pozos sin fondo, trampas oscuras por las que se derrumbaba un mundo cascado, aullando de terror, entre dos espantosos vacíos. Después una mirada animal, indiferente, cargada de crueldad implícita, pero no aparente, que se reserva su momento, rastrera.

Cuando se dio cuenta de que la observaba, sus labios se curvaron deliberadamente en una sonrisa, mecánica y especulativa, y yo sentía aquel escalofrío otra vez. Pesado y medido... ¿Para qué?

-No quiero entrar ahí, no tienen lo que a mí me gusta -su mirada se volvió hacia los cristales turbios y corrigió-. Ya sé que no debo, pero me repugna el olor de sus alimentos.

Tenía que someterme a lo inevitable.

Seguí andando con pasos firmes, ruidosos, como un niño asustado que quiere darse valor, encerrado en un desván, mientras su imaginación lo puebla de ratas, vampiros, duendes.

En la escalera nos cruzamos con una vecina que, con un cacharro de lata iba a comprar la leche del desayuno. Me lanzó una ojeada de reproche al verme acompañado por aquella mujer con aspecto de vagabunda que iba a venderse, y desperdicié una ocasión de pedir ayuda a las gentes vulgares, como yo, que se dejan atrapar, llevados por una lástima inútil. No la saludé siquiera.

Abrí la puerta ante ella y me aparté para cederle el paso. ¿No es ridículo? Aún me río al recordarlo. Titubeó mirando en tomo suyo, con desconfianza, como si buscase un sentido oculto en los muebles, en los colores, antes de posesionarse de ellos; con una curiosidad fría, desprendida. Sin sentirse cohibida, porque el intruso era yo.

Una luz sucia subía desde el fango de la calle y con ella el cansancio. Estaba tan fatigado que casi me tambaleaba con el esfuerzo por mantenerme en pie. Aunque el viento había cesado, allá arriba, donde vivía, siempre se estremecía la casa, el menor soplo intentaba colarse por las rendijas para ser mi importante huésped. Al viento podía rechazarlo, a esa sombra negra, no.
Pero en el cielo había un presentimiento anaranjado de sol tras la niebla, y yo tenía que hacer algo mientras, cualquier clase de trabajo, movimientos habituales, para no ceder.

Encendí los papeles preparados bajo la leña de la chimenea. Pronto se alzó un fuego crepitante de un jubiloso color escarlata que estallaba en chispas de oro y que para mí significaba más que calor y luz, era descanso y serenidad, era refugio, y por eso me sentí obligado a alejarme de él.

Me quité el impermeable y ella me imitó, despojándose de ese tosco abrigo de hombre que la deformaba; después se desprendió de la cintura la falda deshilachada y con el dobladillo descosido a trozos y se quedó vestida únicamente con un suéter negro y unas medias del mismo color, de esas que llegan hasta la cintura y no sé cómo se llaman. Así, su silueta se recortaba, ceñida, como hecha a tijeretazos, por una mano habilidosa en papel carbón contra la pared blanca. Era perfecta como una estatua o un insecto que durante miles de años ha rectificado su forma para el ataque. Debía ser lo absurdo de la enorme cabeza, porque conservó el empapado pañuelo, lo que me hacía relacionada con esas bestezuelas que esperan ocultas entre las grietas del coral, en el fondo del mar.

Me acerqué al piano y pulsé unos acordes, para darme aplomo en el silencio.

-¿Qué es eso? -me interrogó, estupefacta.

-No lo sé, es algo mío. Lo hago a veces, cuando no encuentro palabras.

-Creo que puede ayudar.

Y ahora sé por qué asomó esa expresión de cálculo a sus ojos apagados de mendigo que espera.

Fui a la cocina y la indiqué que me siguiera. Abrí el frigorífico y enseñé las provisiones; miró el trozo de carne asada y el pollo y apartó la vista con repugnancia. Yo saqué una botella y la invité con un gesto. Negó. Me serví un vaso que no me tranquilizó, mis manos temblaban y me costó trabajo llevarlo a la boca.

-Vosotros necesitáis el sueño -me hablaba con una voz suave, medida, sin alma y tan ajena como una maldita máquina.

-¿Tú no?

-Yo también, mucho más que vosotros, pero duérmete tú primero. No temas, no tocaré nada de lo que hay aquí -abarcó la habitación con un círculo de su mano-. Y comeré mientras tú duermas.

Intenté explicármelo pensando que sentía vergüenza de exhibir su hambre ante mí. Estaba de espaldas al fuego y el calor me entumecía. Me era indiferente lo que pudiese robar, porque me sentía desasido de mi ambiente, que había sido violado por esa intrusa, y ansiaba refugiarme otra vez en el sueño.

Entré en el dormitorio y apagué la luz que había ardido en una inútil señal de llamada durante esas horas negras tan elásticas que pueden parecer siglos o minutos. Corrí las cortinas y me tendí, vestido. Me hundía, y me hundía, y me aferré al espejo redondo que el sueño había puesto entre mis manos.
***

Los animales seguían danzando a sus espaldas. Erik los veía reflejados en el espejo del sueño, que sostenía con fuerza entre las manos. Ya habían dejado atrás el círculo mágico pero, en la llanura infinita donde solo ondea la hierba, el sonido corre sin obstáculos y los gritos, los aullidos de las
bestias, el graznido del pavo real les perseguían.

Sentía las piernas tan fatigadas, obligadas a moverse con una laxitud de desamparo en el tiempo, igual que el péndulo de un reloj.

El Otro caminaba en silencio, para él no había cansancio. Erik no veía sus ojos fijos en el suelo. Tal vez buscaba una senda oculta entre la oleada de hierba azul, aunque si allí no existían límites uno podía perderse y encontrarse en todas direcciones y tampoco podía haber un centro. ¿Acaso el universo tiene un límite? Preguntaría.

-¿Nos falta mucho para llegar?

-Ni yo mismo lo sé -contestó el Otro-. Lo mismo podemos encontrar un signo de salvación final, que absolutamente nada. Yo creo que eso va a ser el fin. Nada.

La palabra alzó el vuelo y permaneció fija sobre sus cabezas.

-Me va a ser difícil -dijo Erik, con esperanza de ahuyentarla.

-¡Mira! -se agachó-. La hierba está aplastada. Miles y miles de pies han dejado sus huellas. Y en algunos lugares está calcinada y hay restos de hogueras.

-Igual que en el círculo de los animales -respondió Erik.

-No, esto es diferente, es el hombre. Mira entre la hierba, no son culebras de metal, rígidas y aletargadas. Hay lanzas y espadas que abandonaron en la huida y esperan volverse a clavar en la carne. Cascos de soldados. Y este olor dulce y espeso. Es la muerte.

-Volvamos atrás, no me gusta este sueño.

Pero el Otro le obligó a seguir avanzando.

-Tenías miedo a que no hubiera nada y ahora sientes temor ante lo que va a aparecer. Hay un sentido...

-¡Estoy tan cansado! -protestó Erik-, siento que me ahogo, será este olor.

-Este hedor hace que vivas. Respiráis el vapor que se desprende de los cuerpos muertos que fermentan bajo el sol, gracias a ellos corre vuestra sangre. La roja sangre rompe las venas, como las hojas rompen su envoltura, cuando ha pasado el invierno, y se filtra tierra adentro, hacia el agua subterránea. Luego vuelve a brotar mezclada con ella. Y los animales del campo la sorben en la oscuridad, dispuestos a huir a la menor señal de alarma, con el hocico humeante de vaho de muerte.

Se extrañó de que le hubiese hablado tanto. Después el silencio fue aún más opresivo.

-Por favor, quiero oír voces -se quejó Erik.

-Hemos perdido ya mucho tiempo, no nos detengamos para hablar inútilmente -ordenó el Otro-.Estás obligado a ser.

-¡Mira aquel árbol! ¿Será el aviso que buscábamos? Corramos hacia él.

Olvidó la fatiga y esa sensación de estar envuelto entre telas de araña.

Era un árbol seco, muy alto. Siglos debían haber dibujado innumerables círculos en el corazón del tronco. Las ramas huían de la tierra hacia el aire, retorciéndose con una apariencia de vida en esa llanura sobre la que siempre pesa la muerte. A su alrededor había desaparecido la hierba azul, sustituida por un suelo gris que se preparaba para un sortilegio.

Desde donde se hallaban podían distinguirse algo que se columpiaba entre las ramas más altas. Acaso un nido.

Cuando se aproximaron lo suficiente, con esa lentitud de los sueños y con la precaución del resto de conciencia que no quiere desaparecer, vieron que a lo largo del tronco había corrido la sangre en chorro continuo que, seco y fijo, formaba una mancha de un negro parduzco, una enfermedad de la madera que la corroía hasta la misma fuente de la savia.

Erik miraba, paralizado de asombro, aquello que había arrojado el paisaje rechazándolo de sus entrañas.

-Parece una fruta gigantesca, o un pequeño ataúd, eso que está arriba, enganchado entre las ramas.

El Otro lo empujó y se alzó, como un jirón de niebla, con esa facilidad de los buenos sueños, cuando ya se ha olvidado el cuerpo.

-Tiene forma de barca -exclamó Erik-. Veo .su proa y su popa, y hay algo que se agita dentro.

-¿Qué es? -le preguntó con ansia.

-Un niño dormido aprieta los puños para retener las bridas y no despertar -contestó Erik-. ¿Quién lo habrá abandonado?

-Pueden venir las bestias dañinas -dijo el Otro- Cógelo y dámelo.

Una Voz habló dentro del tronco:

-Ese niño no puede ser tocado.

-No debe respirar este olor de podredumbre y sangre -protestó Erik.

-Ha sido colocado ahí para eso. Todos los días acuden los combatientes y luchan sin que la victoria se incline de un lado u otro de la balanza. Después, pactan una tregua en el crepúsculo para enterrar a sus muertos, hasta que les llegue el turno a ellos, y la sangre sube todos los días como la espuma de la marea para mecer la cuna.Los últimos no recibirán sepultura.

-¿Y por qué luchan?

-Por él. Pero ellos lo han olvidado. Y, mientras, crece dentro de su barca; llegará un momento en que la reventará, igual que un pájaro sale de su cascarón.

-Morirá antes de terror.

-Vive en él desde que nació, para el niño la lucha no significa nada: sombras o nubes, paredes que protegen. Heredará a todos nosotros.

-Y será Emperador de los Muertos.

-Nacen los hijos de los que mueren, para ser mandados.

El Otro le aconsejó:
-Mira en el espejo del sueño y tal vez consigas vede en el futuro.

Erik obedeció y vio el reflejo de la cuna saltar en pedazos. Ahora el Emperador estaba en pie entre las ramas desnudas.

Tenía la cara de materia gris, toda cerebro, puro pensamiento helado que brillaba encajada dentro de un diamante, relampagueante en las aristas, devolviendo el rayo de luz que Erik le enviaba entre sus manos unidas. desintegrado en todos los colores del espejo.

No sabía si tenía ojos, pero su mirada atravesaba y descomponía el alma en meros signos matemáticos y, si tenía boca o no, su sonrisa estaba más allá de 10 que aún puede ser bueno. El cuerpo era una sombra gigantesca que se alzaba en espirales de serpiente y el sol le coronaba con un resplandor que cegaba al espejo.

Erik lo volvió contra su pecho y la imagen desapareció, quedó tan solo la barca sacudida por el eco de lo que viene.

-¿Estás todavía ahí, voz del tronco? -preguntó Erik- ¿Qué hará contigo?

-Yo seré el último en morir; mientras, he de velar por él.

-Te destruirá en pago a tu devoción.

-Para guardar el equilibrio hay que saber destruir. Responder según la llamada, llamar cuando se espera respuesta. Yo ya he hablado lo que debía.

La llanura volvió al silencio del sueño.
Solamente secreteos de muerto bajo la hierba fértil, oraciones, la tierra que siempre chupa hambrienta, con gorgoteos que crecen hacia abajo, huyendo del sol.

-¡Vámonos! Van a venir a luchar de nuevo y nos pueden encontrar aquí. Despídete de la sangre que se borra y saluda a la barca y al árbol que permanecerán. Estos niños nacen para salvarse y servir de jalón en los infinitos caminos interiores. Ya sabes más de la nada que los mismos muertos, puedes decide adiós a él también.

Erik alzó las manos y el espejo cayó y se fragmentó con un tintineo de campanillas, como un reloj que avisa la hora de despertarse.

El ruido fue un escalofrío que le recorrió de pies a cabeza, un puñado de nieve que se deslizó a lo largo de su columna vertebral. Una muerte pequeña. Un aviso.

***

Ella, sentada a los pies de la cama, se anudaba el pañuelo; un mechón de pelo trazaba una cicatriz sangrienta sobre su frente. Lo ocultó con cuidado, y creí que esa raya roja que serpenteaba era tan solo un resto de mi sueño. Me sonreía, satisfecha. Apenas la recordaba, dentro aún de la terrible energía expresiva de lo que había dejado atrás al despertarme. Tuve que convencerme de su existencia real, tenía volumen y vida bajo el rayo de luz que se filtraba bajo las cortinas; permanecía a pesar de mi voluntad de borrarla.

Bien, el día me ayudaría a defenderme de ella, descorrería el pesado terciopelo para permitirle entrar en la habitación y que ahuyentase su maleficio. Ahora estaba protegido por las cosas cotidianas, utilizadas miles de veces, desgastadas por las huellas de mis manos. La mesa, los pliegues de papel pautado, los discos, los retratos, el cenicero rebosante de colillas.

Y lo extraño era que había desaparecido la sensación de fatiga que me acompañó durante el sueño, y su recuerdo no me inquietaba de la misma manera que el primero que me obligó a escapar a la calle para huir de mí mismo. Era como si hubiese sido asimilado por algún mecanismo puesto en marcha para liberarme, había sido digerido. Me levanté y abrí paso a la luz, contra ese ser de la sombra. Sonrió. Sus ojos tenían otra expresión nueva, serena y ausente, vuelta a imágenes existentes sólo para ella.

-No quiero que entres en mi habitación mientras duermo ¿Comiste al fin?

-Sí. Tu comida era muy buena.

-Entonces ha llegado el momento de que te marches. Supongo que no creerás-a pesar de mi falso aplomo, el terror volvía– que puedes quedarte aquí para siempre.

Miré el reloj, eran casi las dos de la tarde, yo también tenía que comer: Me prepararía unos huevos con tocino y café. El recuerdo del delicioso olor de la grasa al derretirse y de su sonido en la sartén al estallar en burbujas doradas aceleró mi deseo. Un instante después volvía junto a ella, olvidado de todo, hasta de que mi mano aferraba todavía el cuchillo con el que me había dispuesto a cortar las lonchas.

-No has tocado nada. Sé las provisiones que había, me gusta el orden, y noto en seguida cuando algo está fuera de su lugar. ¿Qué es lo que te empuja a mentir?

La mano me sudaba, agarrotada casi; la sentía ajena a mí y tenía que hacer un esfuerzo para que no se independizase.

Miró la afilada hoja de acero sin interés.

-Suelta eso -me ordenó con voz muy baja-; no quiero hacerte daño, tienes que vivir, te necesito. Estás engañado, seguramente tus recuerdos son aún confusos por el sueño. Era un sueño tan real, tan vivo...

Paladeaba las palabras. Sentí una bola de hielo en el estómago y como se me retorcía para rechazada. Abrí la mano y el cuchillo cayó al suelo. Ella me empujó hacia la cocina.

-Prepárate eso, tú también necesitas alimentarte. Si no, serás inútil.

Olfateó el café con un gesto de rechazo, concentrándose con esfuerzo, como si analizase un líquido desconocido que pudiera ser ponzoñoso. El café de todos los días.

-No lo bebas -me ordenó-. Te inutilizaría para el trabajo.

-¡Tonterías! -protesté-o Todo lo contrario, lo necesito para despabilarme, debo ensayar.

Y tendí mi mano hacia la cafetera para servirme una taza. Ella fue más rápida y me la arrebató de un zarpazo, después la vació en el fregadero. Acercó su cara a la mía. Tenía una sonrisa extraña, era una máscara que se anima para hacer una confidencia o murmurar un secreto amistoso. Aquello era demasiado turbio.

-Escucha -la voz también ocultaba algo silencioso y repulsivo-, yo he buscado, me guía el instinto hacia lo que me conviene y lo consigo por todos los medios. Cuando necesites un estimulante, ¿se dice así, entre vosotros?, yo te proporcionaré la...
-rebuscó la palabra justa, que no me alarmase- la medicina.

En ese momento alguien golpeó a la puerta con los nudillos; al fin una ayuda humana, una llamada de la realidad. Sus ojos se cargaron de odio y tal vez envidia contra la presencia de alma que hay en el eco de una mano. Huyó hacia el refugio del dormitorio, como una alimaña que se guarece en su cubil, y yo corrí a abrir, no podía impedírmelo sin delatar su presencia.

Era Siegbert. Sentí deseos de abrazarle y al mismo tiempo de gritar, de advertirle que no entrase; pero ella me lo estaba impidiendo, sentía su orden como una aguja clavada en la nuca.

-Vengo a que me invites -su naturalidad era un increíble alivio-. Necesito comer y... -se golpeó los bolsillos, su risa irradiaba calor.

Afortunadamente, no se había dado cuenta de que la puerta del dormitorio giraba, muy despacio. Entró resuelto en la cocina.

-Lo prepararé todo, tú eres un mal cocinero, pero en cambio puede que seas telépata -bromeó-. Has sacado cuatro huevos, aquí hay comida para dos. ¿Donde está el cuchillo?

Rebuscó en los cajones y yo me precipité, como si él pudiese adivinar donde había caído.

-Está en el dormitorio. No te molestes en ir, yo lo traeré.

Me miró y alzó los hombros, extrañado, pero no intentó seguirme. Ella estaba muy quieta, acurrucada lejos de la luz, y no me miró siquiera cuando me agaché para recogerlo. Parecía ajena, abstraída. Su mirada estaba vuelta hacia dentro, probablemente a un desfile de recuerdos que curvaban su boca en una sonrisa de placer, casi de éxtasis. Salí de puntillas y cerré la puerta a mi espalda. Sobre todo evitar que Siegbert lo supiese. Me despreciaría y sería aún más insoportable.

Mientras comíamos, su charla me ayudó a olvidar aquello que aguardaba en la otra habitación. Debía retenerlo el mayor tiempo posible. Tal vez se cansase de aguardar y consiguiera deslizarse en silencio y marcharse.

-He de volver esta tarde al hospital, hay un caso que me interesa -contestó a mi pensamiento-. Pero antes, prepararé café y nos beberemos un par de tazas, junto al fuego. Anoche estuve de guardia.

El olor la pondría en guardia y la haría salir, irritada.

-¡No! -casi grité, y Siegbert se sobresaltó-. No me mires con ese asombro, es que no queda -añadí, procurando dar a mi voz un tono natural.

-¿Estás seguro? Ayer estaba el bote casi lleno.

Abrió el armario y lo sacó. Se lo arranqué de las manos y los granos se derramaron, corriendo por el suelo como insectos.

-¿Qué es lo que te pasa?

Su mirada gris y limpia se clavaba en el fondo de mis ojos... volví la cabeza, me era insoportable afrontarla.

-Es mejor que no lo hagas, Siegbert; puede resultar peligroso.

Lentamente, recogió el café caído y dejó el bote en el estante. Me observaba de reojo.

-Bien, entonces lo cambiaremos por un par de copas, o... ¿Hay peligro también en eso?

--Creo que no, me bebí una esta mañana y no pasó nada. La necesito de verdad. ¿Sabes? -me disculpé-, deben ser estos sueños...

-Cuéntamelos entonces y te descargarás de ellos. Te escucho, estoy dispuesto a ser tus oídos.

Se arrellanó en la mejor butaca, junto al fuego, la mirada fija en el licor que brillaba como un topacio; ahora evitaba alzar sus ojos hacia los míos, y era mi único amigo.

-No puedo, ya no los recuerdo, tal vez el día se los haya tragado.

-¿Pesadillas? -me interrogó con fingida indiferencia.

-No, no es eso exactamente. Tan reales... claros, las palabras, los colores, hasta los olores, todas esas sensaciones... Y debe haber un aviso en ellos que no he conseguido captar, como si mi conciencia fuese una vasija porosa que no puede retenerlos. Se han evaporado. No sabría explicártelos. Hay que soñarlos.

-Escucha, la próxima vez que tengas un sueño de esos lo apuntarás en cuanto despiertes, antes de que se te olvide. Deja un papel y un lápiz preparados en tu mesilla. ¿Prometido? -había inquietud en su voz, demasiado dominada- ¿Es eso lo que te obligó a salir de madrugada? Sé que oyeron tu puerta.

-Y me han visto volver. Esa vieja curiosa... Tú hablas con todo el mundo.

-No me ha dicho nada de tu vuelta, yo tenía mucha prisa. Vine sólo a ducharme y volví al hospital. Ese hombre que recogieron en los vertederos del Sur. Hemos luchado toda la noche para que viva, aunque no sé si vale la pena, porque esto -se golpeó la frente con el dedo índice- ha partido ya. Vacío como un cascarón de nuez podrida. Un electroencefalograma... En fin, hablemos de tu trabajo, el mío puede parecerte desagradable. ¿Cuándo darás el próximo concierto? Toca algo ahora, nos descansará.

Notaba preocupación tras su charla, demasiado rápida. Estaba pensando en otra cosa y rellenaba huecos con palabras.

Me senté al piano; no creía que la música la empujase a salir de su refugio, y tenía que retener a Siegbert a cualquier precio. Por lo menos hasta que hubiese pasado la hora de luz incierta, en que las sombras se confunden y pierden sus auténticos límites, cuando los objetos comienzan a cuchichear, envueltos en ceniza, y de la calle sube el azul venenoso del gas.

Mis manos no habían perdido seguridad; los sonidos armoniosos interpretaban sufrimiento. El sufrimiento puro de Beethoven, que buscó a través de él la bienaventuranza que late en el corazón de las cosas sencillas, ahondando con sus dedos en las heridas de su pena. Para mí equivalía a una ceremonia de sortilegio, realizada con esfuerzo. Una nota falsa se deslizó bajo mi mano izquierda y golpeé el teclado con el puño cerrado, para descargar mi rabia impotente. Lo mío era tan distinto, tan sucio...

Siegbert se levantó y dejó su copa en la repisa de la chimenea.

-Debo irme, no sé si estarás mejor solo. -Me observó, dudando, y sacudió la cabeza, perplejo-. Volveré mañana... o quizás sea mejor que pase por aquí esta noche.

Se detuvo ante la puerta del dormitorio, y mi pulso también. Con toda mi voluntad tensa le grité en silencio que no lo hiciese, pero fue inútil. No podía o no quería oírme.

-Quiero asegurarme de que apuntarás esos sueños. Voy a dejarte mi bolígrafo y unas cuantas cuartillas sobre la mesilla.

Abrió. Ella corrió a esconderse tras la cortina, pero tuvo tiempo de verla, recortada en negro contra el cristal. Durante un instante permaneció inmóvil, con la mano apoyada en el pomo de la cerradura, luego salió y lo hizo girar con cuidado. Vi reproche en sus ojos cuando volvió la cara hacia mí. Su sonrisa franca y abierta se había apagado junto con nuestra amistad. Por culpa de eso, que se ocultaba a los demás y me tenía prisionero. ¡Maldita!, ¡Maldita!
-pensé, pero no supe decir nada.

-¿Era eso entonces, Erik? ¿Por qué no me lo advertiste? Me habría marchado para no molestaros -se alzó de hombros- Bien, llámame cuando me necesites.

Debí implorar entonces su ayuda, aferrarme a él. Un resto de dignidad me forzó a callar. Apoyado en la madera, con las uñas clavadas en ella para no gritar, oí su carrera rápida que se hundía en la escalera de caracol hasta la calle, y sentí como yo mismo me hundía al compás de sus pasos en una charca cenagosa y helada de pánico.

No debía comenzar a mentirme o estaría perdido. Eso no era dignidad sino cobardía, conciencia de no tener excusa. Me prometí llamarle al día siguiente, ella no podría impedírmelo, y con esa certidumbre de ayuda me impuse ignorarla. Que permaneciese en su cubil toda la noche. El resto de la casa aún era mío, y me entretuve ordenándolo. Los movimientos automáticos, los reflejos adquiridos, ayudan a veces a alejar la preocupación y el miedo, aunque las manos tiemblen, se rompan las copas y la noche salte sobre nuestra espalda cuando habíamos conseguido olvidarla y nos coja por sorpresa.

Salió de la habitación; se había quitado las manchas de barro, tendría que salir a comprarle ropas si es que me lo permitía.

-¿Qué vas a hacer? -me preguntó-. ¿No te acuestas?

-Es pronto y he dormido hasta más del mediodía. Intentaré leer. ¿Quieres un libro?

Miró la estantería y me sonrió, con aquella sonrisa ávida, como una granjera que cuida a los animales para el matadero.

-No me interesa, los libros carecen de vida.

Comenzó la interminable velada junto al fuego, con el vaso al alcance de la mano, siempre lleno. Un intruso hasta habría encontrado la escena familiar. Ella a mis pies, aguardando, la máscara bella y maligna cambiando del bermellón al anaranjado con el aleteo de las llamas. Yo, pasando hojas sin sentido, para fingir que leía y retener el tiempo.

El reloj de la iglesia cantó dos golpes, brutales en el silencio. Mentira, no podía ser madrugada. Había leído miles de palabras, todas iguales, solamente fórmulas para llenar el vacío. El hogar se había apagado.

-Tienes que dormir -la cara era otra vez dura y angulosa y los ojos dos agujeros negros de nada. Me ordenaba.

Tenía la nuca agarrotada por el esfuerzo para mantenerme alerta, las articulaciones de plomo. Cedí y tendí las manos para coger las pastillas que me ofrecía.

-No temas -me dijo-. Son tuyas, estaban en eso pequeño -dibujó con el dedo índice un cuadrado en el aire.

Estaba seguro de no tener ningún somnífero en el armario del cuarto de baño. Las tragué con la última copa; no me importaba, con el sueño su presencia desaparecería de mi vida y sería libre.

***

Las ventanas de las cabañas contemplaban espantadas la llanura de ceniza. No soplaba el menor viento, el mar en lugar de brisa enviaba hedor de algas podridas y el aire estancado y ponzoñoso sofocaba como un enorme toldo negro que cubriera la isla entera: los hombres, los troncos secos y retorcidos, la hierba marchita y quebradiza, y esas flores deformes con cabezas de fetos color de cera. Aquellos animales gigantescos de piel verde y lustrosa, parecidos a lagartos, se arrastraban contra el horizonte, limitado por las nubes de tormenta. La luz tenía un tinte cobrizo y en ella giraban puntos fosforescente s que zumbaban, cargados de tensión.

Erik estaba echado en el catre de su cabaña, en el centro del poblado, y observaba por la puerta abierta de par en par; junto a ella, unos niños negros jugaban a enterrar palabras. Dibujaban en trozos de corteza trazos intraducibles con signos que eran semejantes a serpientes erguidas o enroscadas. Las veía tan claramente, igual que si los trazos fueran de fuego. Luego hacían un hoyo y apisonaban el polvo sobre ellas con risas de malicia y miradas de reojo en su dirección. Les gritó que se fueran y su voz se dispersó hasta el fondo, los matorrales secos se mecieron en un esfuerzo por rechazar el sonido y las enormes bestias pegadas al horizonte saltaron con una agilidad insólita e inquietante.

Era un intruso en la isla. En la mesa yacían los planos. Planos azules, geométricos, perfectos proyectos, que' se deshacían en polvo impalpable para permanecer en nubecillas inmóviles en el aire saturado de electricidad, sin ser aprovechados.

Entró el Otro. Lo vio venir despacio, sus pasos removían odio. Llevaba en la mano ese mismo tubo con el que había disparado contra los monstruos prehistóricos. Le miró. En su cara destacaban muy blancos los huesos bajo la piel tirante por la fatiga, tenía los ojos irritados y enrojecidos.

-¡Qué aspecto tienes! -escupió al suelo de ceniza, con rabia-o Debes tener fiebre.

-¿Por qué los matas? -le reprochó-. Se hacen agresivos. Antes no atacaban.

Se desafiaban con la mirada. De pronto comenzó el ruido. Siempre habían permanecido esas dos columnas negras, tan quietas y silenciosas que las habían olvidado. Al Norte y al Sur, dos troncos negros, árboles secos. Uno, dos, vacío, a través de la desolación. Ese ruido morboso del tambor, que recuerda demasiado el golpeteo de la sangre, el ritmo de la vida que crece ciega, el latir de la carne que el instinto convulsiona.

-Cierra esa puerta, temo que me haga enloquecer.

-Lo oirías igual, está dentro de ti.

Ahora, continuo, era el interminable bostezo de una bestia hambrienta. Erik intuía que en realidad aquellas dos sombras eran una sola, que intentaba ponerse en comunicación para, una vez conseguida la unidad, utilizar su terrible carga de energía destructora. El ritmo se aceleraba más y más, vertiginoso. Lo estaba logrando, el sonido modelaba la atmósfera con forma de amenaza.

En el centro de la distancia que separaba los dos gigantescos tams-tams se encendió una chispa roja. Erik la vio descender sobre él, lenta, insidiosa. La densa calma del aire oprimía los pulmones y, a pesar de eso, los matorrales se retorcían. El ritmo era loco.

Erik imploró al Otro:

-¡Sálvame! Si logra introducirse en mí, será mi fin. Las sombras de los troncos están lanzando ondas que me arrebatan el alma.

-Tú les has dado esa fuerza que te destruye. De todas formas llamaré al hechicero para que te exorcise. Si aún consiguieras despreciar las fantasías y los sueños, podrías ser salvado.

Vino silencioso, haciendo muecas bajo la máscara. Erik lo sabía, se burlaba. Cubierto de pieles moteadas, abalorios y plumas amarillas. Bailaba al compás pavoroso de las sombras, estremecido, convulsionado.

Y la chispa roja descendía, ya había atravesado el techo de la cabaña. Grité.

***

Luché contra la helada llama, empapado de sudor, perdido, hasta que supe que estaba despierto. Amanecía, la lluvia se aproximaba otra vez por encima de los tejados, la sentía llegar, respiré su olor limpio con alivio. No sabía como me había acostado ni recordaba cuando me dormí.

Ella, junto a mí, hacía el gesto ya familiar de ajustarse el pañuelo para retener el pelo. Sí, eso era, lo retenía. Porque parecía bullir, reptar bajo la tela, intentar escaparse de su prisión. Serían restos de la pesadilla, pero esa promiscuidad tenía que concluir.

-¡Qué sueño espantoso! -exclamé para mí mismo.

-Sí, -me contestó-. No era bueno.

-Hoy te marcharás. Pronto, lo antes posible, no puedes permanecer aquí oculta, acaso te estén buscando -la sondeé al azar.

-No, Soy yo la que busco, y te encontré. Todavía creo que me serás útil por algún tiempo.

Pero aquel fue mi último sueño. Después no sé si hubo días u horas interminables, el tiempo estaba destruido en mi interior. Ella intentaba hacerme dormir, me daba esas pastillas y me aletargaba, sin soñar. Tan sólo esa sensación de avanzar por un pantano, sin poder vencer la resistencia del espacio informe. Sin meta, envuelto en monotonía, agotado hasta implorar en silencio la muerte.

A veces sonaba el timbre, otras golpeaban con los nudillos en la puerta. Hundido en un sillón, junto al fuego apagado, no tenía fuerzas para responder al estímulo de la llamada.

Fumé hasta que se agotaron los cigarrillos y ella puso uno entre mis dedos. Había estado girando a mi alrededor, a pasos medidos, como los animales enjaulados que se aburren esperando su pedazo de carne que les arrojan por entre las rejas. Sé que me obligó a comer, ahora también me facilitaba tabaco, aunque nunca la había visto fumar; lo sacó de un bolsillo de ese viejo abrigo. Eran unos cigarrillos toscos de hebras oscuras y su olor me desagradaba. Ella misma lo llevó a mis labios y lo encendió con esas manos parecidas a garras finas y evolucionadas. No sé por qué me las quedé mirando y recordé esa frase de la biblia leída en mi infancia en que se hablaba de cuatro cosas pequeñas más sabias que los mismos sabios: «y la cuarta es el lagarto que vive en el palacio del rey y ase con sus manos».

¡El palacio del rey! Me reí mientras ella, solícita de pronto, me sostenía el cigarrillo en los labios para que no cayese. Al mismo tiempo que las carcajadas saltaban de mis pulmones entró el humo, igual que un navajazo a traición. Ella me tapó la boca para que lo retuviese; tuve que dejarme empapar de ese sabor repugnante y empalagoso, mientras su rostro, hermoso y terrible como el de un ángel, me observaba, clavados en los míos sus ojos negros, feroces e impacientes.

Murmuró:
-La música también ayuda.

Rebuscó entre los discos y, con torpeza, colocó uno. La aguja chirrió, arañando el silencio, mientras yo seguía respirando el humo automáticamente. El dolor se iba, transformando en placer.

¿Qué instinto la ayudó a escoger? Aquella música me hacía daño, me hostigaba. Era el Bolero de Ravel, tan vulgar y tan obsesivo, monótono, con ese golpeteo que parece que no va a poder llegar más arriba, a la cumbre de la estridencia, y sube más, y más, y siempre igual.

Los minutos se pegaban a mí viscosos, se estancaban en mi mente y se estiraban sin romperse, sin poderlos desprender de mi cerebro, semejantes a horas estiradas como goma masticada. Sí, hacía ya horas que giraba el disco y aún seguía su martilleo, era un castigo infernal, sin principio ni fin.

El primer cigarrillo cayó al suelo, y era un círculo de rescoldo rojo que me espiaba con su único ojo. El tiempo pasaba tan lento que era más soportable ahora, porque se estaba transformando en una gruesa y sofocante cortina de terciopelo negro. Pero a pesar de ella, la luz se colaba por alguna rendija, e inmóvil en mi silla me arrastré hacia la claridad grisácea, de profundidad submarina. Tuve que realizar el mismo esfuerzo que si anduviese por el fondo del mar, removiendo el fango entre mis piernas, agotado por la terrible presión, sin oxígeno, sólo agua salobre.

Desde mi rincón veía agigantarse el ascua, de un escarlata insoportable. Poco a poco se alzó del suelo y se transformó en un corazón de rubí, que latía con intervalos regulares, al compás de la música, dentro de su jaula de costillas. El esqueleto se inclinó ante mí, con macabra cortesía, para invitarme a bailar, su larga cabellera roja restallaba con vitalidad monstruosa, rodeando mi cuello como el dogal de un ahorcado.

Yo miraba las cuencas vacías en el cráneo, de una negrura consoladora. Nos balanceábamos con el ritmo del tambor y del corazón centelleante, así durante horas o minutos más largos que estaciones.

y entonces volvió a sonar el timbre de la puerta. El sonido se cortó, guillotinado, y se apagó el rubí llameante. Ella huyó al dormitorio, a su guarida, pero antes me susurró:

-Abre, no podemos evitarlos, comenzarán a sospechar. Elegí un mal momento, alguien se inquieta por ti. Trata de parecer natural.

Avancé por el pasillo, mis pies palpaban el suelo con la prudencia para el mal que se tiene cuando ese humo está en la sangre. Los pasos se multiplicaban y la puerta estaba siempre a la misma distancia, el timbre perforaba mi cerebro.

Al fin encontré el cerrojo y, al abrir, tropecé con el rostro enemigo de Siegbert. Me cogió del brazo y me arrastró, bamboleándome como un pelele, hasta el estudio.

Vio la quemadura del cigarrillo y la pisoteó con rabia, su cara tenía una expresión extraña en torno a la nariz. Cogió una colilla y la miró con la misma frialdad que un veneno en un laboratorio.

-¡Con que era eso! -exclamó, y sus palabras me abofetearon- Esta sucia hierba. ¿Dónde está esa mujer?

-Se fue -tenía que engañarle, ella me lo estaba ordenando-. Puedes registrar si quieres.

Porque sabía que a él no se le ocurriría revolver entre la ropa colgada en el armario. Su abrigo estaba debajo de uno mío.

Le oí golpear puertas, pronto acabó su registro, en el pequeño apartamento no había escondrijos.

-Bien, parece que es verdad, se ha ido y espero que para siempre. Toma un paquete de cigarrillos míos. Es tabaco, no basura. Y por amor de Dios, procura comer -me volvió a coger del brazo y me zarandeó con rabia- ¡Mírate al espejo!

Retrocedí, esa cara no podía pertenecerme, me horrorizaba, sentía frente a ella una piedad insoportable. Toda la humanidad doliente me desafiaba en sus ojos, me acusaba. Yo debía cargar con el enorme fardo de su agotamiento secular, de su impulso de aniquilación. Tenía que ser sustituida, Siegbert estaría destinado a ocupar su puesto, ser el otro y caer sacrificado.

-Quédate aquí a dormir esta noche y me harás compañía, así puedes estar seguro de que no hará nada, descansaré si estoy contigo -tenía que fingir miedo-. Estoy tan solo...

Me observó sin ocultar su desconfianza.

-No dormiría yo ahora tranquilo a tu lado. Recuerdo el cuchillo y has fumado eso, -apoyó sus manos en mis hombros- Mañana todo habrá pasado y volveré, puedes creerme. No te fallaré; acuéstate.

Se me escapaba la presa y él aún podía tener sueños, que ella y yo necesitábamos, fundidos en el ansia del mismo deseo.

-Te lo ruego, vuelve esta noche.

-Lo haría si pudiese, pero estoy de guardia. Mañana sin falta, tienes mi palabra. He estado muy inquieto por ti, llamé varias veces a la puerta, cuando oí la música casi me tranquilicé, por lo menos comprobé que estabas vivo. He estado a punto de llamar a la policía.

Entonces ese era el cebo, su preocupación. Le atraeríamos para nuestra jadeante hambre, que se despierta y se vuelve más apremiante en el silencio de la noche. Cerré los ojos para que no leyese en ellos mi impaciencia.

-No puedes soportar la luz, ¿verdad? -me llevó hacia la cama- Estate quieto y, sobre todo, no salgas a la calle. Cuando te sientas mejor, procura comer algo, pero nada de alcohol y tampoco de eso -señaló las colillas con su mano-, ni siquiera algo para poder dormir. Quieto. Volveré. Dame la llave de la puerta.

Desde la cama oí como me encerraba por fuera, quería tener la certeza de que no huiría, y no comprendía que así me aseguraba su vuelta. Había caído en el cepo. Me reí, hasta que ella saltó de su escondite. Todavía estuve oyendo mucho tiempo mis carcajadas, con ese eco de maldita tristeza, y le pregunté:

-¿Qué es lo que te hace reír de ese modo?

Sin contestarme, fue a echar el cerrojo a la puerta.

-No le necesitamos, al menos por ahora; aún hay otra cosa por intentar.

Y en su mano había de nuevo pastillas, tentadoras, grageas de una forma esférica perfecta, de un rosa inocente como un traje de fiesta de una muchacha, como velas de cumpleaños en la tarta de un niño.

Mi garganta hinchada por el humo no las podía tragar y, con el mismo cuidado que pondría una enfermera, me ayudó a sostener el vaso de agua entre mis manos temblorosas. Para mi sed implacable ya no era suficiente el agua.

Aguardamos en la oscuridad. Yo, con mi desesperanza e incubando aún esa ira perdida, desaprovechada, ese anhelo de destrucción que habría podido descargar sobre Siegbert y que ahora se desperdigaba en chispas luminosas, que se retardaban sobre el suelo igual que ojos agonizantes, dejando ese vacío de alma que se aleja.

Ella me espiaba, adivinaba que no pestañeaba siquiera. Mis pensamientos, negros y vacíos, se unían a su vacío negro sin necesidad de palabras, ligados por un instinto más fuerte que las cadenas: la cautela, la paciencia para esperar en las tinieblas ese único salto de ataque, que no puede fallar y la sangre recuerda.

Poco a poco ascendió hasta nosotros el gemido de la trompeta, yo me alejaba de mi mente, me encogía en el fondo para dejar paso a ese sonido que entraba .en ella, taladrándola con su brillante amarillo de oro vivo, diferente a todos los sonidos conocidos, espantoso y vibrante de placer, más estridente que un relincha, que la púrpura de las campanas de todas las catedrales de la Tierra. Después vino otra vez el latido del tambor, empapado de un olor a musgo y almizcle, como el aliento de una gran fiera, vestida con latigazos de sol y rayas negras. Y sobre la tempestuosa trompeta y ese tambor que era el trueno de Dios se alzaron las voces de los negros que cantaban la iniquidad y la esclavitud y, a pesar de los azotes y del sudor, gritaban: ¡Aleluya! con sus voces infernales, bajo la luna que se desliza furtiva cuando cree que uno la mira. Ahora la música se completaba, era un spiritual y, con las palabras de la Biblia, sobre los valles de sombras de muerte, volaban los copos de algodón, en remolinos de falsa nieve, recogidos por ávidas manos oscuras que aún volvían las palmas blancas hacia el cielo.

(Ella se quita el pañuelo de la cabeza y por primera vez veo su pelo, rojo, tentacular, que me envuelve y sorbe con frenesí las visiones que brotan, ajenas a mí). Mi cuerpo fundido a ella, mientras mi conciencia vagabundea, desplazada y vencida, aplastada por esos miles de sensaciones contradictorias que la apagan. El cabello, trémulo, se ha encendido y me envuelve como una cortina de perlas ardientes.

Yo mientras, escuchaba las canciones que ascendían en el aire, enguirnaldado de auroras boreales, lleno de nieblas submarinas que brotaban del suelo, perezosas, para bailar asombrosas danzas aprendidas del viento, con un giro tan vertiginoso que la vista no podía seguirlas una vez que habían alcanzado el ritmo justo. Dentro de ellas se alejaban instrumentos bellos y plañideros, enjoyados, henchidos de amenazas, estallando en sanes de horror y voces enigmáticas, que hablaban un idioma desconocido, aunque en seguida capté el sentido de las palabras. No era necesario más que estar atento al compás especial de inhalación y espiración, y sobre todo al más significativo silencio, para comprender el mensaje, aunque también ayudaban mucho los ocasionales destellos de rubí, zafiro, amatista, para entender lo que nos querían transmitir las emociones.

Entonces, unas abejas de tamaño humano, de cristal azul y vestidas con faldas de escarcha, comenzaron a barrer para preparar el escenario, y se levantó un viento frío que corrió el telón del paisaje.

Descendía por una cresta de rocas volcánicas, afilada como un alfange. A la izquierda el mar violeta, espumoso y mugiente, con olor a incienso, a adormideras y vida en gestación. A mi derecha, otro mar de lava fundida, al rojo blanco, del que surgían llamaradas naranja, con olor a azufre, que corroían mi camino. Una voz me advirtió que bajase sin demostrar miedo o sería atacado, el olor del miedo vence a todos los otros.

La senda era una escalera vertiginosa y los escalones monstruosas flores, con alas de matices suntuosos, que desplegaban en resplandecientes gasas cuando apoyaba mis pies y se quejaban con un lamento incierto y tembloroso al ser aplastadas, un llanto de recién nacido imperceptible para el oído humano, dejando un rastro de baba resbaladiza que hedía a jungla marchita.

Detrás de mí, igual que una sombra que gobernase mi doble equilibrio sobre el universo, bajaba el hechicero. Era una masa verde, cubierto por un traje de serpientes movedizas. Podría haberme empujado hacia uno de los dos pavorosos océanos, pero me ayudaba a descender y, aplastado contra mí, percibía la pestilencia movediza de los reptiles y su contacto viscoso y helado contra mi espalda; aunque bien sabía a pesar de todo, con la lucidez de la droga, que en realidad eran los cabellos de ella, que absorbían con hambre insaciable la sustancia de mis alucinaciones, fertilizada con ponzoñas, desatada en una energía morbosa que al mismo tiempo estaba devorando los restos de mi conciencia, ya familiarizada, fundida a ese ser sin nombre ni origen, eso que había surgido de las charcas y de la desesperada soledad de las estrellas muertas, para rebuscar desechos entre los tortuosos caminos de la sangre y los humores, que obedecen al influjo de los rayos de la luna, las redes que utilizaba para la caza.

Esa repulsiva unión que violaba, que me arrebataba, que era un pecado nuevo y un placer desconocido: abolir al alma, dejada transformada en un recipiente vacío, cuando se ha derramado lo que fue la luz eterna, transformada en melaza espesa y amorfa.
Ahora yo he ganado la partida, ya no hay en mí nada que pueda aprovechar, instrumento sin cuerdas, muertas las manos que arrancaban los acordes. El sonido que arranquen al golpear mi caja con las palas, cuando me entierren.

Esta noche hay luna. Es una piedra que Dios abandonó después de afilar sus cuchillos, de ella cuelgan crespones grises, inertes, pesados, sobre los que corren las estrellas, arañas de plata. Todo desolado, tan desolado que es posible pisotearlo.

Puede que lo consiga ese Otro que está creciendo dentro de mí, en el fondo del precipicio que se abre y por el que yo caigo y me alejo, hacia ese lugar donde el universo precipita su corriente en el caos para dejarle paso. Trae sensaciones nuevas e inexpresables, porque aún las palabras más antiguas sólo son eso y se han gastado a fuerza de usadas para nada, monedas falsas. Siento venir, agorero como el ángel de la muerte, la catástrofe que va a sustituir a esta conciencia que se aleja. Siento trepar a este Yo monstruoso que va a saltar de un momento a otro, con una fuerza más salvaje que la de ella aún, capaz de aniquilada. Sí, ya está aquí, tan pavoroso y dorado como un cometa.
***

Mi cabeza revienta el techo y se alza más allá, coronada de nubes, con un ceño de meteoros. Mi mirada quema con ese amor más violento que toda la pasión de odio de la Humanidad, ese amor que hace respirar a los mares y girar a las hirvientes constelaciones, siempre, sin descanso, mientras Yo espero en la noche helada y eterna. Ese amor que siembra guerras, enfermedades, podredumbre y exterminio, porque Yo amo hasta la destrucción y el mal.

Con él la he aniquilado.- Ahora Erik yace bajo mi sonrisa, acurrucado como un perro, esperando el momento en que yo le permita ser recreado. Perdido, ausente, Yo delante. Me observa, con sus ojos humanos cegados. Porque he nacido a esta luz negra que ciega a la luz de los hombres. Vengo de donde no arden los fuegos, no corre la simiente, la sangre, la leche. Donde no hay gritos de terror de niños que la muerte incuba bajo sus alas.

***

Erik sufría bajo la fascinación del gigantesco rostro, luminoso en la oscuridad, que con su sonrisa, mortalmente lúcida, la había destruido. La oyó aullar, desafiando con esos gritos terribles que no podían salir de la garganta de un ser de este mundo. La vio girar, arrastrando sobre el polvo el vientre pegado al suelo, intentando alzarse sobre lo que ya no eran manos y rodillas, en carreras enloquecidas, como si buscase su caverna, en el lejano mundo de donde había partido para la caza. Su largo cabello rojo vivió mucho más tiempo, después que su apariencia humana Se agrietó y se fundió como una figura de cera demasiado perfecta para ser auténtica. Se transformó en un charco de fango fétido, sobre el que flotaron durante un rato los vestidos negros, antes de ser consumidos por la materia corrosiva.

Llamaban a la puerta. Erik no tenía cuerpo, no podía levantarse e ir a abrir, se limitó a apretarse más contra la pared, en un intento de hundirse en ella con su terror y su abyección.

Algo en él recordó que el cerrojo estaba echado, oí como la llave giraba inútilmente en la cerradura, después volvió el silencio. Casi fue capaz de alegrarse. Porque, ¿quién otro resistiría la visión de ese rostro de piedra sin enloquecer, ese Yo mismo, brotado del antiguo yo muerto? Los espejos pueden mentir, pero la muerte no. Y esa verdad es insoportable a la faz del mundo. Ahora golpean la puerta con hachas y los goznes han saltado. Entra Siegbert, Erik puede ver sus ojos grises, espantados, aunque, si está muerto, cree sentir sobre los suyos la tierra húmeda, que se transparenta gracias a 1a luz que el Otro le presta.

Vienen con él otros hombres, vestidos de blanco, que cuchichean.

A Erik le extraña que Siegbert ignore, que todos ignoren el techo reventado y la cabeza de su Yo, coronada de estrellas; ellos son los ciegos.

Aunque sí vieron el charco, conteniendo el aliento. Ese informe horror que hiede y se va evaporando, que ya sólo es un resto cenagoso y gris sobre el que flotan largos hilos rojos.

Siegbert murmura entre dientes:

-¡Con que era esto lo que le cazó, para alimentarse de sus sueños! -maldice para sí mismo, porque comparte lo que ha sufrido y le compadece.

Los hombres vestidos de blanco se impacientan y observan en torno suyo con asco.

-Vamos -dice uno a Siegbert-, la ambulancia no puede esperar; hemos perdido demasiado tiempo con esa puerta, doctor.

¿Qué más le da irse a Erik? Confía al Otro:

-Te dejo mi casa que es mi sepultura y los ríos que corren, el humo que se alza de las chimeneas al mediodía, para los hombres que acuden a buscar la buena comida del hogar. Las luces que se encienden cuando viene la noche y hay cosas que acechan. Los -caminos que conducen siempre a alguna parte. Los animales que ayudan y las bestias que persiguen.

***

Nunca estaré seguro de haberle curado del todo, ni conseguiré olvidar a aquella cosa espantosa que agonizaba cuando llegamos, transformándose en miasmas, ante los enloquecidos ojos de mi pobre amigo.

En el viejo abrigo, la policía encontró un arsenal de drogas: barbitúricos. L.S.D., mescalina, marihuana. ¿Qué instinto la llevó al lugar en donde se las podían proporcionar? ¿De qué medios se valió?

Erik siempre fue una personalidad inestable, sin voluntad, fue atraído hacia eso como las limaduras de hierro por un imán.

La semana pasada me dijo:

-Siegbert, ¿no crees que me haría bien escribir todo, tal y como transcurrió desde el comienzo?

-Escríbelo -le contesté.

Cuando lo leamos puede ser que comprendamos mejor. Yo ya lo he leído una vez y no he cambiado nada.

Febrero, 1968

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